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Torcuato despertó hecho un ovillo en el camastro que, anclado en la pared, pendía de aquel frío calabozo en los sótanos del cuartel. Cubría su cuerpo con una manta gris algo fina y raída que apenas podía luchar contra los escalofríos que atenazaban la enclenque fisionomía del chico. Tenía un hambre voraz que, encerrada en su estómago, rugía y le arañaba como una mala bestia intentando escapar de su jaula. Quiso escudriñar algo en aquella oscuridad, pero sus ojos aún no eran los de un gato. Un gallo anunció en la lejanía el comienzo de una nueva jornada en Ojuelos Altos. Torcuato recordaba muy vagamente lo ocurrido la noche anterior, era como si sus actos hubieran pertenecido a otra persona, relegándole al puesto de un mero observador pasivo. Su hermano mayor había muerto por su culpa. La pena le consumió al rememorar los gritos de su familia, las rodillas dobladas de Evaristo cuando el disparo le arrancó la vida. Hermano, mi hermano. Lloró, solo, sin que esta vez su madre viniese a hurtadillas para abrazarle, sin que Evaristo le diera un cariñoso tirón de orejas y le dijera que no pasaba nada. Sentía que el mundo ya nunca sería igual para él y su familia, que sus actos iban a tener consecuencias que no estaba preparado aún para comprender, que el vacío que sentía en su pecho le consumiría hasta no dejar nada de él.

¿Pero qué culpa tenía él? No era dueño de sus actos. O al menos de eso trataba de convencerse para no morir de pena. Asesino… por tu culpa…

Quedó dormido de nuevo y tuvo pesadillas horrorosas en las que la muerte de su hermano se repetía una y otra vez. En esos terribles sueños él huía por entre las calles del pueblo y todos sus vecinos, amigos y familiares le miraban con reprobación y le preguntaban: «¿qué has hecho, Torcuato? ¿Qué has hecho?»

Para cuando los pálidos dedos de la mañana le tocaron despertó bañado en lágrimas. Había ajetreo arriba, en el cuartel, y creyó escuchar los gritos de su madre seguidos de la voz varonil y autoritaria de alguien conocido. El chico la llamó largo rato, pero nadie contestó. Después, silencio absoluto, tan solo el tamborileo agitado de los latidos de su corazón.

—Madre… —repitió, anegada su voz en llanto y mucosidad, con la cabeza apoyada entre los gélidos barrotes de la celda.

Cayó de rodillas y se perdió en sí mismo. Una enorme rata pasó bordeando los barrotes, se detuvo delante de él y se irguió a dos patas mientras arrugaba el hocico. Luego siguió su camino.

No supo decir cuánto tiempo permaneció en aquella postura, pero todo el cuerpo le dolía por el frío cuando oyó que alguien le hablaba. Levantó la cabeza y vio una figura encorvada sobre la celda, con la vestimenta de la benemérita.

—Tu madre ha venido —le dijo Miguel con cara de circunstancias—. Te ha traído esto —le pasó un pequeño mendrugo de pan y un libro: El maravilloso mago de Oz— Cómete el mendrugo antes de que venga don Francisco con el juez, si lo ve te lo quitará, y quizá sea lo último que comas en varios días.

Torcuato observó el pan con el corazón encogido, su estómago volvió a rugir. Su madre, siempre tan buena. A lo lejos repicaron las campanas rompiendo la mañana, quizá lloraban la pérdida de su hermano Evaristo, quizá solo llamaban para la misa matutina. Dio un bocado al pan y masticó desganado, por callar a la bestia, sin apartar la mirada de Miguel.

—¿Por qué no ha bajado mi madre a dármelo? —preguntó con tono plañidero cuando se hubo saciado. Sus manos se aferraron a los barrotes con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Órdenes de don Francisco. Nadie puede hacerte visitas.

—¿Tocan las campanas por mi hermano? —desvió su mirada hacia el suelo.

—Es maitines. El entierro será esta tarde —contestó el guardia civil, lacónico, ya de espaldas y alejándose.

Torcuato le vio marchar y volvió a hundirse en las aguas movedizas de la pena y la miseria. Necesitaba no sentirse tan solo, así que recurrió a su imaginación. Imaginó cómo sería el entierro de Evaristo. Era un joven muy querido y respetado en el pueblo y las aldeas cercanas, de los mejores braceros. Sin duda irían cientos de personas, muchos le llorarían. Tendría una gran despedida a la que con toda seguridad no le dejarían ir. Se preguntó si su padre podría ir pese a la paliza del día anterior y al momento supo la respuesta: iría a enterrar a su primogénito aunque fuese con muletas.

—¿Qué van a hacer conmigo? —Quiso saber entonces. Pero no obtuvo respuesta alguna. Ya nadie quedaba en el sótano salvo él.

Agarró con fuerza el libro y volvió al catre.

* * *

Horas más tarde oyó las pisadas de alguien que descendía por las escaleras; rápidamente bajó las piernas del catre, escondió el libro en la parte trasera del pantalón, agarrado a la cinturilla, y se quedó sentado a la espera, con los brazos rígidos y la mirada alta.

Miguel sacó un manojo de llaves del cinturón, seleccionó una y abrió la puerta, luego se apartó a un lado.

—Sal —ordenó hosco.

Torcuato acató la orden y se encontró subiendo unas escaleras de baldosas cuarteadas de varios colores, unas escaleras que no recordaba haber bajado. En el cuartel no parecía haber ni rastro de los doce guardias civiles que en la aldea trabajaban, tan solo vio a don Marcial detrás de la gran mesa de madera de recepción poniendo cuños a documentos. Don Marcial, cuyo uniforme siempre parecía estarle grande, le echó un vistazo de arriba abajo y negó con la cabeza. Su padre le había dicho muchas veces que aquel era uno de los pocos guardia civiles decentes que conocía y eso que también solía decir que los guardia civiles eran los desertores del arado. Torcuato pudo ver la puerta que daba a la calle, un cuchillo de luz penetraba en el cuartel y observó a un galgo pasar corriendo seguido de varios niños, creyó reconocer a su amigo Antonio, pero no estaba seguro. Cuánto daría él por estar fuera corriendo detrás de los perros callejeros con él.

—Por aquí —dijo Miguel. Le agarró del hombro y le dirigió al despacho del capitán Mateo.

Aquel sitio le daba pavor, se decía que solo los ricos podían entrar allí y salir como habían venido, que los pobres no eran bien recibidos y siempre salían escaldados, y que algo muy grave debías haber hecho para pisar aquel despacho si un civil te escoltaba. A Torcuato le entró un escalofrío y se detuvo delante de la carcomida puerta. Dentro se escucharon carcajadas. Giró la cabeza hacia arriba, buscando la compasión de Miguel. Este negó con la cabeza, el niño ya había visto varias veces aquel gesto y no le gustaba.

—Entra, yo espero aquí fuera —fue lo único que salió de la boca del enorme guardia civil.

El despacho estaba bien iluminado, por entre las cortinas blancas de la ventana entraba la luz suficiente para ver las danzarinas motas de polvo ir de un lado a otro de la habitación. El mobiliario era escaso y sobrio, apenas un par de sillas, una mesa con unos cuantos papeles esparcidos sobre ella y un enorme y desvencijado mueble de madera atestado de libros de la benemérita. Colgaban de las paredes dos cuadros, uno era el retrato del general Franco y otro un mapa político de España. Sentados a la mesa estaban el capitán Mateo, que tendría la misma edad que su padre aunque con una enorme cicatriz en la mejilla, y un anciano de pelo canoso y cara arrugada que no había visto nunca. Ambos fumaban y bebían, la habitación apestaba a tabaco y espirales de humo se entrelazaban hasta llegar al techo.

—Como bien pontificó el padre Laburu —decía don Mateo con una sonrisa sardónica en sus labios—: «El peligro de las playas radica en que la exhibición impúdica hace que las pasiones se desborden en lujuriante actividad y violen, por tanto, procazmente los altos fines de la Divina Providencia».

Los dos hombres rieron de nuevo y se giraron al ver entrar a Torcuato. Callaron momentáneamente.

—¿Es este? —preguntó el anciano escudriñándole. Tomó un sorbo de una pequeña copa cuyo contenido era oscuro.

—Así es, señoría —respondió el capitán de la guardia civil mientras se inclinaba hacia delante y hacía un gesto con la mano al chico para que se acercase.

Torcuato se relamió los labios quemados al ver un vaso de agua sobre la mesa. Tenía la garganta reseca y se preguntó cuántas horas llevaba sin beber. La respuesta fue que muchas. Tragó saliva. Aquel vaso era un oasis en su desierto. Le costó horrores levantar la vista, pero recordó lo que su padre decía: Un hombre siempre debe mirar a otro a los ojos, sobre todo cuando sienta miedo.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —quiso saber el juez, que se incorporó un poco en la silla.

—Emilio Torcuato Palomo, señor —respondió—. Pero todo el mundo me llama Torcuato.

—¿Sabes por qué estás aquí, Torcuato? —en la arrugada cara del viejo no había atisbo de simpatía alguna.

Al chico se le humedecieron los ojos, le consumía el miedo y un nudo en la garganta le impedía hablar; cuando se dio cuenta de que tenía la cabeza gacha levantó la vista, la cabeza siempre alta, Torcuato, le dijo la voz de su padre. Don Mateo dejó su silla y dio dos pasos hasta la ventana. La abrió y el fresco aire de diciembre acompañado del aroma a pan recién hecho entró sin invitación. Torcuato observó el uniforme impoluto de don Mateo, casi sin una arruga, sus negras botas limpias y enceradas hasta poder reflejarse en ellas. El hombre cruzó los brazos a la espalda, juntó las manos y cerró los ojos durante unos segundos. Sus rasgos eran casi afables. Se coló entonces en el despacho el silbido matutino de Pedro «El molinero», que molía la mies de trigo para hacer harina y ricos panes. Pronto se enteraría de la noticia sobre la muerte de Evaristo, si es que a esas horas no lo sabía ya todo el pueblo.

—¡¿Aparte de loco eres sordo, muchacho?! —preguntó el guardia civil con tono airado y girándose bruscamente hacia él. Los rasgos agradables habían desaparecido y la cicatriz de su mejilla se curvaba mientras hablaba.

—No, señor. —Tembló sobre sus zapatos, pero aún así se animó a no derramar ni una lágrima—. Me han detenido porque… porque anoche golpeé con un cazo en la cabeza a don Francisco. Pero… pero…

El juez giró un poco su silla para encararse directamente con él. Torcuato metió las manos en los bolsillos del pantalón y las volvió a sacar para ponerlas rígidas en su costado. Le habían enseñado que aquello estaba feo. Le habían enseñado muchas cosas, pero nada que él recordara para salir airoso de aquella situación.

—¿Don Francisco te provocó para que lo atacaras? —No lo sé, señor… señoría. No lo recuerdo muy bien.

—¡Pero si fue anoche! —le recriminó don Mateo, mirándole con los brazos cruzados, esta vez sobre su pecho.

—Bueno, dime, niño, ¿por qué lo hiciste? —preguntó el juez con voz neutra.

Una voz en mi cabeza me lo ordenó, tenía que callarla, señor, pensó Torcuato. Pero sabía que si decía aquello estaba condenado. Le tomarían por loco (si no lo hacían ya) y lo enviarían a cualquier manicomio lejos de su casa, lejos de sus seres queridos. Nunca había estado en un manicomio, pero se contaban historias terribles sobre esos sitios, y se decía que había fantasmas en todos ellos.

—No lo sé, señor. —No quería mentir ya que se le daba mal; sus padres, sus hermanos, sus profesores, todos sabían cuando mentía. Supo que ellos también lo verían en su cara y que le marcarían la palabra mentiroso en la frente con un hierro candente como se marca a las reses. Aquellos dos hombres habían vivido mucho y él era apenas un crío, eso lo sabía hasta él.

Aún así, el juez y el capitán permanecieron en silencio unos segundos. Tenía la oportunidad de defenderse, de inventar una mentira mejor, tenía la oportunidad de… de perder una buena oportunidad y quedarse callado. De que su congoja pudiera más que su valentía, de que sus palabras de defensa murieran antes de abandonar sus labios.

—Ya le respondo yo a eso, señor juez —espetó don Mateo volviendo a su silla—. Según el informe que redactaron mis dos agentes —dijo agarrando un documento de la mesa—, el niño permanecía en estado de shock cuando ellos llegaron a la casa, y sin mediar palabra ni provocación alguna por parte de la benemérita, este loco saltó sobre don Francisco y le propinó tal golpe con un cazo de hierro que cayó al suelo. Cuando se incorporaba, Evaristo Torcuato Palomo, el hermano mayor del detenido, quiso arrebatarle el arma oficial para matarlo. Entraron en pelea con el consabido resultado. Don Francisco tuvo que ser llevado anoche mismo a la Cruz Roja de Fuente Obejuna para recibir unos puntos de sutura en la sien, hoy está de baja. Al parecer, nuestro amigo Torcuato no paraba de repetir que una voz en su cabeza le había ordenado que atacara al bueno de Don Francisco.

—¿Una voz? —preguntó para sí mismo el juez, intrigado. Se rascó la bien afeitada barbilla y entornó los ojos—. Eso suena muy mal. Muy mal, sí. Como hablar con uno mismo en voz alta, eso es cosa de locos. En Navalcuervo, hace muchos años, había un pastor que hablaba con sus ovejas, al final mató a su mujer a garrotazos y se lo tuvieron que llevar preso a Córdoba. Siendo el caso que este chico dice escuchar voces y puede suponer un peligro para la comunidad, no quedaría más remedio que mandarlo a un manicomio, quizá allí sepan tratar su mal, si es que el demonio no se le ha metido dentro… pero de todos modos, Mateo, hace falta que el director médico examine al zagal y apruebe su ingreso.

—Tiene usted el documento por partida doble en la mesa.

—Qué rapidez —dijo el juez echándole una hojeada a los papeles y viendo que todo estaba en orden. Solo faltaba su firma y sabía que más tarde conseguirían la firma voluntaria de uno de los padres. La guardia civil sabía cómo conseguirla—. En fin, pues no hay más que hablar, este chico irá a un manicomio…

Cuando Torcuato escuchó la palabra manicomio no pudo resistirlo más y con lágrimas en los ojos se arrojó a los pies del anciano. Este se echó hacia atrás, asustado, y por poco estuvo a punto de caer de la silla y dar con sus huesos en el suelo. El chico se había enganchado a sus pies con fuerza y no podía separarlo. Buscó algo con lo que pegarle sobre la mesa, pero allí solo había papeles y más papeles.

—¡No me aleje de mi familia, señor! —suplicaba Torcuato con la voz entrecortada—. ¡No volveré a hacerlo, no sabía lo que hacía, se lo juro por Dios!

La primera patada en el costado le arrojó contra el mueble desvencijado que tembló como si se fuera a desmoronar sobre él. Varios tomos le cayeron encima y uno le golpeó en la cabeza atontándolo y haciendo que su visión se tornara borrosa. La segunda patada, en el estómago, le dejó sin respiración y sin habla, echando la bilis sobre las baldosas. En ese momento vio las botas del capitán, las tenía casi en la cara, y seguían limpias.

Fueron las primeras patadas de las muchas que recibiría a lo largo de los siguientes meses.

—¡Miguel, llévate a este loco al calabozo! —gritó don Mateo—. Que no coma ni beba hasta que lo manden al manicomio.

Cuando unos brazos fuertes lo levantaron del suelo notó que aún llevaba el libro a la espalda.