19

La parte más segura para entrar de nuevo al manicomio era la puerta grande trasera que daba acceso al jardín, así que escondiéndose entre árboles y setos se dirigió hacia allí. Antes de abandonar el cobijo que le proporcionaba la vegetación miró hacia todos lados buscando la presencia cercana de algún guarda. No vio nada bajo la pobre iluminación exterior de la fachada, así que corrió hasta acercarse más. Quizá si no estuviera tan sucio y herido podría pasar desapercibido entre los demás pacientes y ante enfermeros que nada sabían de lo que había pasado en las últimas veinticuatro horas. Pero su aspecto dejaba mucho que desear, parecía un naufrago al que la marea ha tenido la bondad de arrojar a alguna costa. El uniforme estaba destrozado en varios sitios, hecho tiras, sucio todo él, sobre todo por la sangre seca de su espalda. Además, olía a muerto o incluso peor. Cualquiera que le viera se acercaría a él, y entonces estarían todos perdidos.

Corrió de cuclillas por entre los setos, apenas podía ver nada de la fachada desde allí. Aún así, avanzó cobijado por las sombras. Cuando llegó hasta cerca de la puerta, se permitió abrir un hueco con las manos por entre los arbustos. Pronunció un «no» casi demasiado alto, su ánimo se vino abajo de golpe. ¿Por qué la suerte nunca estaba de su lado? David Díaz cerraba con llave la puerta trasera, sus opciones de entrar por allí se esfumaron de golpe. ¿Cómo podía entrar? No podía hacerlo por ninguna ventana, todas tenían rejas para evitar que los locos saltasen por ellas y se hicieran daño. Rezó inútilmente para que le viniese una buena idea a la cabeza, pero estaba demasiado nervioso, no se le ocurría nada. Agnus puede estar en peligro, joder, tienes que pensar algo ya. Y no pensó, actuó. Se metió las pequeñas tijeras de podar en la cinturilla del elástico, junto al libro. Salió de detrás de los setos y caminó por el sendero hasta los amplios escalones de la puerta. David Díaz enseguida reparó en él, recogió la llave en su bolsillo y le miró con ojillos desconfiados.

—Ey, yo te conozco, tú eres el ayudante del viejo —dijo—, ¿qué carajos haces fuera del edificio a estas horas?

—Señor, se me ha hecho muy tarde —contestó intentando recordar cómo hablaría su antiguo yo—. Al viejo Tobías se le olvidó descargar unos sacos de estiércol, volvió y me llamaron para que le ayudara a descargarlos. Creo que fue su compañero Jorge el que llamó para que saliese a echarle una mano. Hemos terminado ahora, su compañero se lo podrá decir.

David le estudiaba de arriba abajo con los brazos en jarra y el morro arrugado. A Torcuato le parecía que estaba negando con la cabeza, pero el gesto era tan leve y la iluminación tan escasa que no habría podido jurarlo. Tras unos segundos el hombre se dio la vuelta, sacó la llave y le llamó para que entrara.

—Anda, pasa, no me toques más las pelotas.

—Gracias, señor —dijo Torcuato cuando fue a pasar por su lado. En ese momento un fuerte golpe en la cabeza hizo que tropezara hacia atrás, dio tres pasos al menos y hubiera podido recuperar el equilibrio si no hubiera sido por el filo del primer escalón. Dio otro traspié y al final cayó sobre los setos, su cabeza por pocos centímetros no golpeó contra una piedra de buen tamaño llena de moho. De haberlo hecho no le cabía duda de que estaría muerto. Justo en el momento que se iba a incorporar cayó sobre él el enfermero y le golpeó otra vez, en el mismo lugar donde lo había hecho Apolo Sánchez. Sintió dolor, pero también una rabia inconmensurable.

—¿Crees que estoy tonto o qué, niñato? ¿De dónde sales tú así, eh? ¡Dime! —preguntó el hombre hecho un basilisco—. ¡O es que te han pegado unos sacos de estiércol una paliza!

El tipo, enclenque, estaba con las rodillas sobre su estómago, casi no podía respirar.

»Mátale, mátale, mátale, mátale, le gritaban las voces de su cabeza, y no podía controlarlas, tampoco quería, solo quería rescatar a Agnus, ¿por qué nadie lo comprendía? Agarró la piedra con la que había estado a punto de partirse la crisma, poco después no sabría de dónde había sacado la fuerza necesaria para levantarla con una mano, pero no solo la levantó, se la estampó entre la nariz y la boca al guarda. Le rompió la nariz, le hundió la quijada, casi oyó el crank de su mandíbula al romperse. Y aquel desgraciado aulló, pero más aullaba él presa de su locura. Aprovechó el momento para sacar una pierna de debajo del cuerpo del hombre y le asestó una patada en el pecho. Este cayó hacia atrás y fue su perdición. Torcuato saltó sobre él, agarró la piedra y comenzó a estrellarla en su cabeza con las dos manos. La sangre regó el jardín, la cara de David Díaz quedó irreconocible. Ya estaba muerto cuando Torcuato aún seguía destrozándole la cabeza al grito de «¡dejadnos vivir en paz!».

Segundos después se detuvo, agotado por el esfuerzo y la adrenalina.

¿Pero qué demonios he hecho? No, no, no, este no soy yo. Este hombre podía ser inocente, podía estar cumpliendo solo con sus obligaciones, ¿y si ni siquiera sabe lo que ocurre aquí, no habré matado a alguien que no lo merecía? ¿No seré tan asesino como Apolo Sánchez y sus secuaces?

Comenzó a llorar mientras pensaba en su madre. Ella era la única persona que podría abrazarle y consolarle en aquellos momentos. Se dejaría ir entre sus brazos, dormiría como cuando era pequeño y ella le cogía en la silla de enea junto a la candela y le cantaba por Juanito Valderrama o la Piquer. Qué bien cantaba su madre.

»¡Despierta, inútil!, no se había dado cuenta de que estaba en posición fetal sobre el cadáver. Tenía el pulgar en su boca. Coge la llave y entra, busca a Agnus, rápido. El otro guarda pronto echará de menos a su compañero. Tocará el silbato para avisarle, ¿y sabes qué pasará cuando lo haga y no obtenga respuesta? Que llamará adentro y se dispararán todas las alarmas, y entonces dime tú cómo escaparéis de aquí.

Su rostro cambió, su mirada cambió. No había vida en sus rasgos, como tampoco había nadie por los pasillos una vez que abrió la puerta. Torcuato sabía perfectamente que estaban en la hora de la cena, de hecho, escuchaba el repiqueteo de las cucharas en los platos de sopas y el murmullo de los cientos de locos en el comedor. ¿Estarían todos allí? Tenía que saberlo, ¿pero cómo acercarse hasta el comedor sin ser visto? ¿Cómo mirar dentro en busca de sus amigos? Era demasiado arriesgado. Habría demasiados enfermeros, y solo bastaban un par de ellos para reducirle.

»¿Qué hago, qué hago?

Cerca de la puerta de entrada al comedor había otra que daba a uno de los baños que usaban los enfermeros. Los pacientes tenían totalmente prohibido su uso, pero había visto a más de uno colarse allí, porque siempre estaban abiertos. Podía apostarse allí con la puerta casi encajada y cuando todos salieran mezclarse entre la multitud buscando a Agnus, buscándoles a todos, y entonces advertirles y huir. Ya averiguarían el modo. Pero aquel plan no estaba carente de riesgos, si a uno de los enfermeros le daba por ir al baño estaría perdido de nuevo. O si a Jorge Herrero le da por hacer una llamada al manicomio… recuérdalo…

No queda más remedio. Tengo que arriesgarme, quizá no encuentre otra oportunidad y no puedo estar corriendo de un pasillo a otro eternamente. Me pillarían.

»Y ojalá aquí acabe tu racha de suerte, asesino, asesino…

Contaba en esos momentos con viento a favor, puesto que en la hora de la cena todos los enfermeros estaban en el comedor, porque era el sitio donde se solía producir la mayoría de los altercados entre enfermos. Apenas quedaba uno de guardia, que daba vueltas por todos los pasillos para comprobar que nadie se había quedado atrás, más los dos (ahora uno) de la puerta principal, que rara vez entraban.

Una vez que se armó de valor corrió por el pasillo, deteniéndose en cada cruce para comprobar que no viniese nadie. Cuando apenas le quedaban unos metros para llegar al baño, observó con horror que las puertas del comedor permanecían abiertas y algunos enfermeros y una monja pululaban entre las mesas recriminando la actitud de algunos pacientes. Se apostó contra una pared y cerró los ojos, al momento los volvió a abrir, el sudor corría por su frente. Unos segundos después pudo continuar y llegar hasta su meta. Ya dentro encajó la puerta hasta dejar una fina rendija que apenas dejaba lugar para que viera qué ocurría en el pasillo. No supo cuántos minutos esperó hasta que los enfermos comenzaron a salir, pero fueron eternos. Se le hizo escuchar un silbato a lo lejos, ¿pero era eso posible o solo se trataba de una mala jugada de sus nervios?

Al principio abandonaron el sitio algunos rezagados, locos con la panza llena, ahora sería fácil meterlos en una barca, pensó él, y luego la masa en grupos más grandes. Se alarmó al ver salir también a algún enfermero y se preguntó si estarían dentro Carlos y sor Mateo. Si uno de ellos dos le veía… no podía pensar en eso. No debía siquiera pensarlo.

Se agarró el pecho cuando vio el sombrero de copa de David Copperfield. El hombre caminaba con una mano sobre los hombros de Rita, al otro lado Vicente hacía lo mismo. Caminaban solos, cabizbajos, como unidos en el dolor, ¿y Agnus? Se preguntó con el corazón acelerado Torcuato, ¿dónde estaba ella? ¿Lo habían adelantado todo? ¿La habían matado ya, sin esperar a la noche? Sin pensar lo que estaba haciendo abrió la puerta y salió al encuentro de sus amigos. Esquivó a algunos pacientes que se quejaron obscenamente y cuando David le vio a su lado abrió los ojos como platos y le agarró por los hombros.

—¡Por la gloria de Dios Todopoderoso! —exclamó. Varios pacientes les empujaron, pero ningún enfermero reparó en ellos—. ¿Pero qué te ha pasado?, how are you? Nos dijo Carlos esta mañana que alguien había hablado por ti para que te dieran de alta. Estaba muy contento, ¡creíamos que ibas camino de tu pueblo!

—¡¿Dónde está Agnus?! —le espetó sin responder a sus comentarios.

—Tranquilo, friend, she is fine —contestó su amigo—. Se la llevaron antes de la cena a enfermería para darle unas curas. Está bien, créeme.

—¿Qué está bien? Escúchame, David —respondió Torcuato agarrando al inglés de la muñeca con fuerza—. Nunca pretendieron darme el alta. Han estado a punto de matarme. Nos están mintiendo en todo. El director, sor Mateo… Carlos. Estamos en peligro, aquí casi nadie sale con vida, solo la gente con dinero. No quieren curarnos, no les interesa. Tienes que creer lo que te estoy diciendo… hay un… hay un… vampiro en el sótano. Pero antes… antes les hacen «cosas» a los pacientes…

Copperfield empalidecía por segundos, Rita se tapó los oídos con las manos y comenzó a gritar que no quería saber nada de vampiros. Vicente se abrazó a ella para tranquilizarla, pero también tenía miedo. Pronto varios locos comenzaron a alterarse formando escándalo. Aquello no era bueno.

—Que Dios se apiade de nosotros si lo que cuentas es verdad, chico… —Sacó una cadena de plata del cuello y besó la cruz que pendía de ella.

De nuevo le pareció escuchar un silbato en la parte trasera, en el jardín. En aquella ocasión estuvo seguro de que no se trataba de un espejismo auditivo.

—Tenemos que buscar a Agnus, rápido, David. Esta noche la van a matar, me lo dijo el director antes de encerrarme en ese maldito sótano. Yo… yo… entré con Rodolfo. Él está ahora muerto… Si vieras las cosas que hacen aquí, si tan solo lo vieras… —comenzó a gemir. Volvía a sentirse sin fuerzas, ¿dónde estaba Agnus?

Casi al momento le vino la respuesta a la mente. Lo supo con tanta seguridad como que sale el sol cada día. En el despacho de Apolo Sánchez, le iban a dar el alta antes de violarla y enviarla a la muerte. Como hicieron con él, como hacían con todo el mundo. Aquel paripé que montaban solo por maldad.

—¡Venid, sé dónde está Agnus!

—¡Pero por ahí no está le enfermería! —le corrigió David.

—Lo sé —respondió él agarrando a Rita de la mano y tirando de ella—. ¡Daos prisa!

—¡Eh! —gritó alguien a sus espaldas— ¿dónde vais corriendo? Cuando Torcuato se giró vio el rostro regordete del enfermero que le había llevado al despacho de Apolo Sánchez esa misma mañana. A sus pies le salieron alas.

* * *

Se sacó del elástico las pequeñas tijeras de podar ramas. Aquí fue donde empezó todo y aquí terminará, se dijo cuando llegó a la puerta donde aparecían las palabras DIRECTOR FACULTATIVO APOLO SÁNCHEZ rotuladas. Entró, solo que esta vez el Torcuato que casi arranca el pomo no era el mismo que había llegado al San Juan de Dios.

Eres el Juan sin miedo del cuento infantil, asesino.

Sentado a la mesa estaba el gigantesco Apolo Sánchez y frente a él una inexpresiva y flaca Agnus. Tras ella, sujetándola por los hombros como si en cualquier momento se fuese a rebelar, se encontraba sor Mateo, vestida con sus falsos hábitos. De sus labios colgaba una sonrisa. La malnacida sonríe, disfrutan con lo que hacen, fue lo único que le dio tiempo a pensar antes de darle un empujón con su cuerpo en carrera. Porque esta vez no sería tan tonto de dar tiempo a la montaña a reaccionar. Puso un pie sobre la mesa para darse impulso, las tijeras hacia adelante, los dientes apretados. Y lo consiguió, Apolo no aguardaba un ataque tan rápido. Además, la aparición del chico le había petrificado en su asiento, debería estar muerto, se dijo antes de que las tijeras acabaran clavadas en el lado derecho de su cuello casi hasta el mango.

¡Tiene que estar muerto, nadie sale de ahí abajo! Esto no está pasando…

La cabeza de Torcuato chocó contra la de él y eso le devolvió a la realidad. Con su enorme cuerpo arrastró la silla hacia atrás y se palpó las tijeras. Los dedos se le empapaban de sangre, la mitad derecha de su bata ya no era blanca, sino de un profundo rojo. Rojo muerte. No es nada, esto no es nada, una herida superficial. Entonces fue él quien sintió la furia de un toro ante el picador que le lanza las puyas. Con la mano izquierda lanzó un puñetazo al chico, este tuvo tiempo de defenderse con su brazo izquierdo, pero aún así el impacto fue como el de un martillo. Le había roto el brazo a la altura del cúbito y el radio. Torcuato aulló de dolor y cayó hacia el lado contrario. En ese fugaz momento vio que Copperfield atrancaba la puerta con su peso y varios enfermeros empujaban desde el otro lado. El sombrero le había caído al suelo y lo pisaba una y otra vez sin querer. Van a entrar y aquí acabará todo. Vicente y Rita trataban de sujetar en el suelo a la monja que se debatía como un animal herido, arañando y lanzando bocados al aire.

—¡Soltadme, animales!, ¡no sois hijos de Dios! ¡No sois más que basura! —gritaba.

»Levántate, vamos, acaba lo que has empezado. Al final le cogerás el gusto a matar… asesino.

»¡No soy un asesino, ellos me han obligado! Yo no hago más que defenderme, defendernos. Ellos se aprovechan de nuestra debilidad…

»Asesino…

»Agnus, ¿recuerdas? Sálvala.

»Asesino…

Ella seguía impertérrita, mirando a ninguna parte, con su ojo extremadamente morado, su nariz reventada, su diente partido. Su cuerpo era un lienzo donde un pintor borracho había pintado a golpes con brocha gorda. Y entonces sintió la patada en sus costillas y se quedó sin respiración.

—¡Maddito loco hijdo de putta, tde voy a mattaf! —le gritó Apolo, que apenas podía usar las cuerdas vocales desgarradas. No había ya rastro del tono de superioridad que solía usar para hablar con los pacientes. Solo rabia.

Torcuato rodó hacia un lado hasta topar con una camilla, la misma en la que le habían atado y dado electroshock a su llegada. Mi regalo de bienvenida. Usó su mano derecha para levantarse justo cuando aquella mole volvía a caerle encima. El chico no entendía cómo Apolo Sánchez podía seguir moviéndose pese a la sangre que estaba perdiendo por el cuello. Tengo que sacarle la tijera, está taponando parte de la herida.

Empujó la camilla contra él y le golpeó en las piernas, desestabilizándolo por unos segundos. Era una torre de Babel a punto de derrumbarse y aprovechó ese momento para volver a caer sobre él con su brazo sano y sacarle la tijera, forzando hacia abajo para abrir más la herida. Y lo consiguió, la sangre manó a borbotones, el director se tambaleó y el chico aprovechó para darle un puñetazo. La montaña resbaló con su propia sangre y cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza contra la mesa y quedó recostado de lado. Que no se levante más, por Dios. Me va a matar. Varias convulsiones tomaron el control de aquel Goliat de la era moderna. Después… murió ahogado entre su propia sangre, con los ojos clavados en los de Torcuato.

»Lo has vuelto a hacer, asesino, ¡asesino!

—¡Ayúdame, Torcuato! —Le pidió Copperfield—. ¡Van a entrar! De nuevo no supo de dónde sacó la fuerza para empujar el mueble que tapaba la puerta de entrada a los sótanos, pero lo hizo. Entre el inglés y él lograron ponerlo como defensa ante los envites de los enfermeros que habían acudido a la llamada de auxilio de su compañero. Por entre la rendija que se abría pudo ver el rostro furibundo de Carlos dando órdenes. ¡Estás muerto! Decía su mirada cuando se cruzó con la de él. Después, pusieron la pesada mesa también como barricada y contra ella todo el mobiliario que consiguieron. Ya no podían entrar, al menos por el momento.

—¿Y ahora qué? —preguntó desesperanzado el inglés. Se dejó caer en el suelo y agarró el sombrero, le quitó el polvo y se lo puso.

Rita había conseguido sentarse encima de sor Mateo y esta ya no forcejeaba, sino que les miraba en silencio, con odio. Torcuato se acercó hasta Agnus, se arrodilló ante ella y la abrazó por la cintura con el brazo sano. Sus lágrimas empaparon la ropa de la chica, sintió la suave curva de sus pechos, ya era una mujer, y él un loco enamorado. Más al fondo escuchó el latir de su corazón.

»Ya estoy contigo, cariño. Me da igual qué me pase ahora porque estoy a tu lado. Podría morir en este mismo momento y hacerlo con una sonrisa. Me has enseñado lo que es amar, y eso nunca lo olvidaré. Yo te sacaré de aquí. Te lo debo.

Se despegó de ella y la miró a los ojos. Dentro de ellos había un universo repleto de galaxias. Millones de puntitos incandescentes le contemplaban. Durante una milésima de segundo le pareció que ella le había devuelto la mirada desde alguna estrella lejana, que había hecho el esfuerzo al menos para recorrer los cientos de millones de kilómetros que les separaban. Esperó un poco más, pero el momento había pasado. Allí dentro no había nadie, no había galaxia alguna, solo un agujero negro que se tragaba todas las esperanzas de Torcuato. Aquella era una carcasa vacía. Se levantó roto, el brazo le dolía a rabiar, las costillas se le habían comenzado a amoratar y la espalda le crujía a cada paso.

—Solo hay una salida de aquí —dijo. Miró los papeles sobre la mesa y vio la ficha de alta de Agnus. La recogió y la metió dentro de El maravilloso Mago de Oz. Después, se agachó junto a Apolo Sánchez y sacó una pequeña llave de su bolsillo.

»Ni siquiera siento satisfacción por haberle matado, ¿eso es bueno o es malo?

Asesino, asesino, asesino, coreaban sus voces mientras le cerraba los ojos al cadáver. Fue hasta la puerta del sótano y comenzó a quitar candados y cadenas de plata.