Horas más tarde se vio recorriendo un pequeño y mohoso pasadizo que comunicaba con el alcantarillado desde el sótano. Marcus le había dicho que nadie, ni siquiera aquella sanguijuela de Apolo Sánchez, conocía aquella salida, que había raspado la pared con quijadas humanas hasta hacer aquel agujero y que pronto el mundo volvería a saber de él.
Torcuato palpaba las paredes siguiendo un lejano ruido de agua corriente, no había querido tentar a su suerte pidiéndole la vela al vampiro, además, le daba repulsión saber que estaba hecha de grasa humana. Se limpió el sudor de la frente, jadeaba y tenía sed. Cada dos por tres echaba rápidos vistazos hacia atrás, hacia aquel pozo de negrura, sin poder creer que le hubieran perdonado la vida. Su mente no paraba de advertirle que allí habría algún tipo de trampa y con estos pensamientos giró y giró por entre aquellas abigarradas paredes que se empañaban en arrodillarle, hasta que el ruido del agua fue más cercano y unos grados más de claridad le dieron ánimos para seguir. Pocos minutos después comenzó a ver algo en la penumbra, se percató entonces de una especie de acequia a su izquierda por donde corría el agua, flotaban en ella varias heces que se iban uniendo formando presas naturales a lo largo de aquel pequeño cauce. El olor allí seguía siendo nauseabundo, pero al menos no tanto como en «el palacio del vampiro». Poco más adelante llegó a un pequeño habitáculo más ancho, de paredes de cemento, y al fondo, unas escaleras de metal engarzadas en la pared subían en embudo hasta una especie de chapa gruesa por la que se colaba la luz. Supo que aquella era la salida y el corazón se le disparó. Con toda la cautela que le permitía la prisa subió los escalones y empujó con esfuerzo la chapa a un lado, hasta que la luz del mediodía le bañó el rostro sucio; salió y se echó sobre la hierba mojada. Miró a su alrededor para ver dónde se encontraba y solo vio bosque por todos lados. Pinos, decenas, cientos, algunos alzándose majestuosos hasta hacer cosquillas en el ombligo a las nubes y otros, oscuros, muertos, formando bucles imposibles que daban un aspecto tétrico al lugar. Y pese a todo, sin muros, sin vigilantes, sin torturadores, sin vampiros… era libre. Lloró. Vete, corre, nunca mires atrás. Apolo Sánchez te dio de alta, nunca te buscarían, vuelve con tu familia, te lo mereces. Al fin y al cabo solo eres un niño, nadie te culparía por irte, le decía una vocecita muy zalamera. Pero él sabía que nadie le convencería para no entrar a buscar a Agnus, aunque muriese en el intento. Tampoco era un niño ya, si volvía, don Francisco, el asesino de su hermano, contactaría con el manicomio y hasta oídos de Apolo Sánchez llegaría la noticia de que estaba vivo, y aquello significaría su fin. Se levantó, su cuerpo dolorido le pedía a gritos un descanso, sus piernas temblaban bajo su peso como naipes bajo la brisa, se sentía incapaz de alzar los brazos, hasta que al final cayó al suelo. Entonces hincó la rodilla, intentó levantarse de nuevo y su boca volvió a comer hierba. Agarró con impotencia tierra entre sus dedos hasta hacerse daño, con sus lágrimas regó aquel suelo. La rabia no pudo evitar que la consciencia se le escurriera como la tierra por entre sus dedos.
Cuando despertó estaba vuelto boca arriba, varias agujas de pino habían caído sobre él sirviéndole de poco abrigo ante el frío que se había levantado. Le castañeaban los dientes y su cuerpo seguía entumecido por el dolor y ahora también por el frío; enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, el día se le había echado encima y comenzaba a oscurecer el horizonte. Tomó impulso con las manos y consiguió levantarse, aún así, el descanso le había dado fuerzas. Se sentía desorientado, no sabía por dónde quedaba el San Juan de Dios y no podía guiarse por la maraña de pasillos oscuros que había recorrido bajo el suelo porque unas veces le pareció avanzar hacia la derecha otras a la izquierda y a veces incluso hacia atrás. Se maldijo por ser tan débil y haberse desmayado, a aquellas horas ya debería haber averiguado una forma de volver a entrar en el manicomio. Comenzó entonces a andar hacia el oeste siguiendo la muerte del sol, no sabía qué otra cosa podía hacer más que seguir un rumbo fijo, al menos. No fue hasta una hora después cuando creyó que se había perdido y algunas estrellas pulsaban el cielo, que oyó el ruido de un vehículo no muy lejos de allí. Corrió ocultándose entre los árboles hacia su encuentro. Cuando vio que se trataba de la furgoneta verde de trabajo del viejo Tobías se cruzó en medio del camino de tierra hasta casi ser atropellado.
—¡Mmm, pero por el amor del cielo y de la tierra, zagal! —Exclamó el anciano que había bajado del vehículo con rapidez—, ¿qué hace usted aquí y qué le ha ocurrido para que tenga esas pintas y huela tan mal? Mmm, nada bueno, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de ello. Pero ya dejo de hablar, cuénteme…
Torcuato se abrazó a él con fuerza, después se lo contó todo sin omitir un detalle.
* * *
—Todo eso que me cuenta es terrible, ¡terrible! Mmm —Tobías se pasaba las manos por la cara una y otra vez, sin poder dar crédito a lo que escuchaba—. ¿Cómo ha podido esta guerra crear monstruos así? ¿Cómo hay un Dios ahí arriba que permite que estas cosas sucedan? Si sois solo criaturas indefensas… quizá sea por eso que se aprovechan de vosotros, sí. A esa conclusión llego yo.
Ya había oscurecido totalmente y algunas lechuzas ocuparon su sitio entre el ramaje a la espera de una suculenta cena. La furgoneta se llenaba de vaho y angustia conforme iban hablando.
—Tienes que ayudarme a entrar de nuevo, Tobías —rogó Torcuato que agarraba uno de los famélicos brazos del hombre—. Mis amigos están en peligro, cualquiera sabe la de atrocidades que les tendrán preparadas esos asesinos…, y luego está el… el… ese ser que vive ahí abajo, ¡se los comerá, a Agnus piensan echarla hoy al sótano con él!
Torcuato había notado cómo el viejo le miraba cuando le contaba la parte de su historia que transcurría en los sótanos del San Juan de Dios. No le había creído, al menos no del todo, ¿y no era normal aquello? Nadie en su sano juicio le habría tomado en serio. Al contrario, hubieran pedido de nuevo su ingreso en aquel manicomio.
Mata al viejo, róbale la furgoneta y destroza la puerta de ese sitio…
—Mmm, no pide poco, hijo, ¿sabe qué me pasaría a mí si se descubre que le he ayudado a entrar? —El viejo permanecía tras el volante y se miraba con fijeza las callosas manos—. Me matarán. Si han podido mantener oculto lo que están llevando a cabo ahí dentro es porque seguro que tienen contactos muy poderosos, con el estado, con los civiles, con banqueros y adinerados… para ellos solo somos basura, los pobres, los locos… me borrarían de un plumazo. Me matarían con la misma facilidad con la que aquel día fusilaron a aquellos pobres hombres en el patio… solo me tiene que señalar uno de ellos con el dedo, y lo harán, mmm, vaya si lo harán.
—Tobías… —intentó hablar Torcuato. Tenía argumentos para convencerle, pero se le tropezaban en la mente.
—Pero creo que… —le cortó el anciano clavando sus ojos en el chico—. Creo que ya llevo demasiado tiempo con las manos y el alma sucias. Viendo cómo gente inocente muere cada día por el simple hecho de querer llevarse un mendrugo de pan a la boca. Mi… mi hijo era maestro de escuela, conoció bien el hambre, ¿sabe usted?, hasta el punto de quedarse en poco más de treinta kilos. No sabe lo que es para un padre ver a su hijo morir poco a poco, ver cómo se vacía de carne la cuenca de sus ojos, como las costillas se le marcan hasta poder contarlas una a una… —Tobías lloraba, su voz temblaba al igual que sus manos—, y sin embargo él no faltaba a su deber como maestro. Mmm… Los niños le querían y respetaban por igual, los padres no podían estar más satisfechos. Hasta que un día entraron en el colegio y se lo llevaron para declarar. Cuando te llevan para declarar es como decirte que te van a fusilar, pero él les dijo a sus alumnos que no tardaría en volver. No montó ningún espectáculo, no se resistió, sonrió y se fue, y yo no pude hacer nada por él. Cuando me enteré ya era tarde, siempre me entero tarde de todo. Aún no sé ni dónde está su cadáver.
—Tobías…
—Déjeme continuar, joven. —El hombre se limpiaba toscamente las lágrimas con dedos llenos de arañazos donde la tierra ya se había fusionado con su piel—. Le voy a ayudar, diré a los guardas de la puerta que me olvidé de descargar unos sacos de abono, de hecho no es mentira. Que uno ya tiene una edad y se le olvidan las cosas. Escóndase entre los sacos, hay una lona verde oliva. Cuando lleguemos, si es que podemos pasar, abriré atrás y podrá salir con cuidado. Más no le puedo ayudar, a mi edad cualquier chico de la suya me tumbaría de un puñetazo, mucho más uno de estos guardas que parece que los han criado con pienso. Tampoco puedo correr y os sería más de estorbo que de ayuda. Lo… lo siento.
Torcuato volvió a abrazarle y el anciano le devolvió el gesto entre lágrimas. Aún queda gente buena, pensó el chico, y aquello le volvió a infundir ánimos. Bajaron de la parte delantera de la camioneta y se escondió tal cual le había indicado Tobías. Este dio la vuelta en mitad del camino y regresó hasta el manicomio. Cuando divisó la cancela una enorme luna se levantaba impetuosa tras ella, se percató de que solo estaba de guardia Jorge Herrero, faltaba David Díaz. No es que tuviera mucha amistad con ellos, pero conocía sus nombres, y sus costumbres, y una de las costumbres de David era dar vueltas a última hora y tocar el culo de alguna paciente rezagada antes de que las monjas le dijeran algo.
—¿Qué haces de vuelta, viejo? —le preguntó Jorge apoyándose en la ventanilla de la furgoneta. Su cara era redondeada y el pelo empezaba a ralear, aunque lo llevaba corto.
—Mmm, ¿a usted nunca se le ha olvidado descargar unos sacos de estiércol de la camioneta, jovenzuelo? —preguntó mientras se rascaba la coronilla con fuerza.
—Pues supongo que no —dijo el guarda rascándose la cabeza también, como si le hubiera contagiado pulgas—. Viejo, ya sabes que a esta hora ya no permiten que entren vehículos. Es muy tarde ya, ¿por qué no te vuelves a casa?
Torcuato escuchaba la conversación con el corazón en un puño. No iban a dejarles entrar. Te pillarán, asesino, y volverán a torturarte, y en esta ocasión no tendrás tanta suerte. Tendría que encontrar otra manera, buscar algún pino cercano al muro y saltar aunque se destrozase la crisma o se partiera una rodilla.
—¿Y si le doy un cigarro, eh? —El viejo sacó un cigarro liado del bolsillo de su sucia camisa y dibujó una sonrisa cansada.
—Si me das un cigarro dejaría que te follaras a mi madre, abuelo.
La sonrisa del guarda dejó entrever unos dientes picados por la caries. Sí, al fin y al cabo Tobías conocía sus costumbres, e incluso algunos puntos débiles.
—Mmm, no creo que haga falta llegar a tanto —contestó alargándole el tabaco—. La verdad es que me conformo con descargar estos sacos, irme a casa y meter los pies en una palangana de agua caliente con sal.
Jorge encendió el cigarro mientras abría la cancela. Vaharadas de aliento junto con el humo danzaban a su alrededor, a aquellas horas era raro que no tuviera puestos los guantes ya. Se frotó las manos para hacerlas entrar en calor tras haber contactado con el metal frío y dio unos pasos hacia la ventanilla del conductor.
—No tardes —le dijo con seriedad y dio unos golpes en la portezuela del vehículo—. Tienes cinco minutos, si por casualidad preguntan tú no has salido del reciento y mucho menos has vuelto a entrar. Sino que se te ha hecho tarde, ¿entendido?
—¡Mmm, tanto como si me lo hubiera dicho en latín! —contestó Tobías metiendo una marcha y acelerando.
Recorrieron el caminillo de grava y cuando llegaron a la pequeña caseta de herramientas Tobías se dirigió a la parte de atrás, miró hacia todos lados y, tras comprobar que no había nadie, llamó al chico. Cuando este salió de debajo de la lona portaba unas pequeñas y puntiagudas tijeras de podar con los mangos recubiertos de tela sucia. El hombre asintió y le ayudó a bajar.
—Hasta aquí le puedo ayudar en su camino, chico. —En esta ocasión fue él quien abrazó a Torcuato—. Mmm… Mucha suerte, le hará falta, ¿sabe usted? Cuando uno trata de luchar contra el mundo, el mundo se da la vuelta y le muerde. Mmm, así que cuidado. Espero que lo consiga, se lo merece. Y ojalá que este maldito lugar se caiga a trozos. Aunque creo que seguiría viniendo a cuidar de estos jardines. Debo irme ya, no lo digo más… rezaré por usted y sus amigos…
Permanecieron así unos segundos más, después el viejo se subió a la furgoneta y se fue tras la estela del humo de aquel trasto. Torcuato nunca más volvería a verle.