17

Cuando uno de los enfermeros que habían llegado al pabellón para despertar a los enfermos se situó frente a él supo que había llegado su hora. Así que esto es lo que se siente cuando sabes que te van a fusilar, ¿no? Se preguntó. Rabia, impotencia, miedo, resignación. Voy a morir con casi trece años y quizá mi familia nunca se entere, a lo mejor no saben dónde me entierran y no queda rastro de mí en este mundo. ¿Y no es eso mejor, Torcuato? ¿No has hecho demasiado daño ya en esta vida a toda la gente que te quería? Tu hermano Evaristo murió por tu culpa, a Agnus la pueden matar por tu culpa. Si sigues viviendo, ¿a cuántos más matarán? ¿Quieres que asesinen a Copperfield, a Vicente y a Rita? No, claro que no, no quería. Pero podría provocarlo. Se levantó manso de la cama; no opondría ninguna resistencia.

El enfermero, rollizo y calvo, le condujo entre resoplidos por el pasillo hasta donde él ya sabía que les llevarían sus pasos. La puerta estaba entreabierta pero se veía el escritorio, y sobre él dos moles en forma de puños, unos dedos como gusanos cebados de cadáveres agarraban una pluma. Empujó la puerta, Apolo Sánchez estudiaba un informe con atención, sin mirarlo le hizo una seña vaga para que se sentase. Le odiaba como jamás pensó que odiaría a nadie, pensó que quizá podría llegar al enorme sujetapapeles de mármol pulido que había junto a él, pensó que podría destrozarle su enorme cabeza en unos segundos hasta que el cerebro no fuese más que una papilla que no se comerían ni los perros… pero no hizo nada. Una cuerda invisible le amarraba a la silla, y tenía nombre de chica. La chica de los mil nombres.

—Perdona, Torcuato —dijo mientras apartaba un poco los papeles—. ¿Qué tal estás hoy?

El chico frunció el ceño, no entendía nada, el tono de voz del director había sido afable. En sus ojos no había burla.

No te fíes… Mátale, si él muere no tocarán a Agnus, ¿o quieres que le vuelvan a hacer lo que sabes?, le decía casi en un susurro una voz. Pero en esta ocasión la voz no tenía razón, siempre quedarían con vida Carlos y sor Mateo y ellos podrían tomar represalias.

Sacrifícate entonces… qué gran lección le había dado el viejo Tobías. Le echaría de menos allá donde fuera.

—Veo que estás poco hablador —continuó la montaña—. Iré al grano. Desde que has ingresado aquí hemos tenido nuestros problemas, nuestros más y nuestros menos. Incluso has hecho cabrear a buenos clientes de esta casa como César García Márquez. Reconozco que los tratamientos aquí pueden ser duros en algunos casos, pero créeme que es por vuestro bien. Te preguntarás que por qué te he citado al despacho, pues bien, tengo una buena noticia para ti: te voy a dar de alta. Después de comer te recogerá una ambulancia en la puerta junto con otros pacientes y podrás volver con tu familia. Ah, toma —sacó una pequeña llave del bolsillo y en un segundo El maravilloso mago de Oz estaba frente a él en la mesa—, vamos cógelo, es tuyo, te lo puedes llevar.

—¿Có… cómo? —preguntó incrédulo, aunque agarró el libro y se lo sujetó a su espalda con el elástico del pijama de paciente.

¡Idiota, te está mintiendo, nunca te dejará salir de aquí con vida! Pero la simple mención de abandonar aquel pulcro infierno, le había desarmado durante unos segundos.

—Parece ser —dijo el director echándose sobre el respaldo. Apoyó los codos sobre la mesa y unió los dedos— que hay alguien que te quiere ver fuera de nuestro prestigioso manicomio. Alguien que tiene muchos y poderosos contactos.

Durante unos segundos Torcuato pensó que le tomaba el pelo, ¿qué hombre poderoso iba a conocer él que quisiera hacer algo así? Si era un pueblerino más pobre que las ratas que dormía sobre un jergón de paja junto a sus hermanos. Si ahora volvieras solo dormirías con un hermano. Eso si tus padres te dejasen entrar en su casa.

Casi al momento un nombre le vino a la cabeza:

—¡Don Fermín! —exclamó levantándose de golpe.

Don Fermín siempre había ayudado a los suyos, nunca les dejó que se murieran de hambre. Durante la guerra y después, dio la cara por ellos, y siempre tenía palabras amables para toda la familia. Incluso en navidad les daba un pequeño aguinaldo en forma de perra chica para él, o perra gorda para sus hermanos mayores. Por fin vio un rayo de luz, alguien bueno de verdad y no un farsante. Además, si había sido don Fermín quizá pudiera convencerle para que sacase a Agnus y a sus amigos de allí, se lo pediría, nunca fue de pedir nada, su padre decía que había que ganárselo todo con el sudor de la frente, pero aquello sí lo haría, aunque tuviera que trabajar gratis de gañán toda su vida, de sol a sol. Y además, advertiría a aquel hijo de puta de Apolo Sánchez que como le hiciera algo a sus amigos todo el mundo lo sabría y quizá le fusilarían. Iba a abrir de nuevo la boca cuando las carcajadas primero del director y después del enfermero le callaron.

—¡Jodidos idiotas, se lo creen todo! —exclamó el hombre sujetándose la barriga—¿Quién coño iba a querer salvar a una basura como tú? No, niño, no. Tú vas a morir hoy, y créeme, no te gustará como. ¿Creías de verdad que te iba a dar el alta? Eres tan ingenuo como todos estos locos. Aquí solo se le da de alta a los que tienen familiares ricos, estúpido. A los que no… bueno, lo vas a descubrir dentro de poco. Ya me contó Carlos que viste lo que les hacemos.

Torcuato cerró los ojos, dos lágrimas bailaron sobre sus pestañas y cayeron en sus rodillas. Traidor…

—Malnacidos… —dijo. Intentó tragar su rabia para lo que tenía que decir—. Solo… solo os pido una cosa, haré lo que sea, lo que sea… pero no la toquéis a ella. Os lo ruego.

—¿Qué no la toquemos? —se rió Apolo Sánchez—. Será que no la toquemos otra vez, chico, jaja. Pero no te preocupes tanto por ella, no creas que lo pasó mal. Qué cuerpo de escándalo tiene, nos quedan unas fotos preciosas con ella, ¿y sabes qué? ¡Las vendemos a muy buen precio! Digamos que tenemos una clientela muy exquisita y hambrienta, jaja. ¿Pensabas que esto era solo un manicomio? Ingenuo, de aquí salen muchos negocios. Gente que paga por pegaros, por torturaros, por follar con vosotros, por ver cómo os follamos. César suele venir cada dos meses, siempre acompañado. También hay mucha gente que paga por nuestras fotos… ¿tengo que seguir? Pero volviendo a tu amiguita, yo también la besé, si la hubieras visto gemir, si hubieras visto cómo se sentía cuando la penetrábamos, o ante las caricias de sor Mateo. Esa monja sabe cómo hacer vibrar, ¡te digo yo que disfrutó! Bueno, menos cuando a vuestro amigo Carlos le dio por ponerse violento cuando ella dijo lo mismo que estás diciendo tú ahora mismo, que no te tocaran, aunque de muy malos modos, esa chica era todo genio…

En esa ocasión no le hizo falta escuchar las voces en su cabeza, saltó hacia el director con las manos hacia adelante para estrangularle o sacarle los ojos, o arrancarle la lengua, solo que Apolo estaba prevenido y esquivó sus brazos. Le asestó un puñetazo en la cara y Torcuato cayó primero sobre el escritorio y luego al suelo. Una cascada de papeles llovió sobre él y después un enorme zapato le pisó el pecho entero. El director le miraba desde arriba, presionó con fuerza.

—Primero morirás tú, luego tu puta, pero no antes de otra sesión con nosotros esta noche. Lástima que en esta ocasión sea como una planta, no dará mucho juego. Pero bueno, en las fotos no se notará, muchacho —miró al enfermero y le dio una orden—. Ve a por el otro.

—Hijo… de… puta. —El chico no podía respirar, sentía cómo el pecho se le hundía. Empujó hacia arriba con sus manos, pero el pie no se movió ni un milímetro—. Te… voy a… matar.

—Supongo que te han hablado sobre el vampiro del manicomio. Ya sabes, ese ser de ultratumba, el que no ha muerto y no puede ver la luz del sol, el que bebe la sangre de los vivos… pues bien, siento decirte que para tu desgracia… existe. Y pronto lo vas a conocer.

Levantó a Torcuato agarrándole del pelo, él se resistió y le golpeó en el pecho, pero el puñetazo de aquella mole le había dejado mareado y dejado sin fuerza. Aquel puño había sido el equivalente a un martillo golpeando un yunque bajo el brazo de un fornido herrero, solo que su cara no era tan dura.

El rollizo enfermero llegó empujando a Rodolfo, el chico también tenía mala pinta, le habían dado una paliza y tenía las manos atadas a la espalda. Cuando vio a Torcuato dio un paso vacilante hacia él, quería ayudarle o quizá solo derrumbarse, pero las manos del enfermero le retuvieron y le estamparon contra la pared. Rodolfo comenzó a sangrar por la nariz y la boca.

—Aparta la estantería —ordenó el director.

Su subordinado se dirigió hacia una esquina del despacho y agarró la estantería metálica que contenía varios libros. Estos temblaron y comenzaron a caer a los lados cuando el mueble se deslizó a la derecha, dejando a la vista una pequeña puerta metálica algo descascarillada. No era muy alta, el mismo Torcuato se tendría que agachar para pasar por ella sin golpearse la cabeza. Tenía varios pestillos y una enorme cadena, cogida con dos candados no menos enormes. El enfermero comenzó a desatrancarla.

—Un último regalo —dijo entonces Apolo. Lo siguiente que Torcuato vio fue de nuevo uno de sus enormes puños. Luego todo fue oscuridad.

Y cuando despertó, la oscuridad seguía allí.

* * *

El suelo besaba su mejilla, su pecho, sus piernas. Se sintió desorientado, incluso ciego. Se dio la vuelta para poner la espalda contra el suelo, pestañeó, pero sus ojos habían sido devorados por la negrura. Ni en las noches más oscuras en la sierra le había ocurrido aquello. Le dolía todo el cuerpo, estaba entumecido de espalda para arriba, aunque el mentón le palpitaba tan rápido como el corazón. Allí donde había recibido el puñetazo de Apolo Sánchez.

¿Estoy ya muerto?

Respiró con fuerza para comprobarlo y sus fosas nasales se impregnaron de un olor nauseabundo. Le recordó al «regajo de la mierda» de su aldea, a donde iban a parar todas las heces de los vecinos, cerca de los huertos en la parte baja del pueblo. Solo que aquello era peor, se dijo que ni el mismísimo infierno olería así. Se giró a un lado y contuvo las ganas de vomitar.

—Torcuato, eh, Torcuato. —Alguien le tocó la pierna y él la apartó con brusquedad, asustado.

—¿Rodolfo? —preguntó con sorpresa, hasta que recordó lo sucedido.

—Baja la voz —respondió este en un susurro. Tenía miedo.

—Desátame. Creo que ese puto vampiro está por aquí, ¿no oyes nada?

Cerró los ojos y aguzó el oído. A lo lejos oyó un goteo constante, el ambiente estaba húmedo, se dio cuenta de que el suelo le había mojado la ropa. No escuchaba nada más salvo la respiración acelerada de su compañero de fatigas mientras le desataba, su corazón como si alguien golpeará un bongó, y un sobrecogedor silencio que le taladraba la cabeza. Estaba a punto de decírselo a Rodolfo cuando una voz grave y lejana se lo impidió:

Negras tormentas agitan los aires

nubes oscuras nos impiden ver,

aunque nos espere el dolor y la muerte,

contra el enemigo nos llama el deber.

El bien más preciado es la libertad

hay que defenderla con fe y valor,

alza la bandera revolucionaria

que llevará al pueblo a la emancipación

alza la bandera revolucionaria

que llevará al pueblo a la emancipación.

En pie pueblo obrero, a la batalla

hay que derrocar a la reacción.

¡A las barricadas, a las barricadas,

por el triunfo de la Confederación!

¡A las barricadas, a las barricadas,

por el triunfo de la Confederación!

Quien fuera que estuviera allí con ellos dejó de cantar, las palabras eran pronunciadas con un acento fuerte, no parecían provenir de los labios de un español. La experiencia había sido casi hipnótica para ambos. Una vez, don Eduardo les había hablado sobre el canto de las sirenas, y de cómo el valiente Odiseo consiguió escucharlas atándose al mástil sin saltar a las aguas, donde hubiera muerto irremediablemente. Pues él se había sentido atraído hacia la voz y el mástil que le hubiera impedido saltar al agua se había convertido en un vegetal al que apenas le quedaban unas horas de vida. Agnus, mi amor. Unas veces escuchaba la canción más lejos, otras más cercas, ahora a su derecha, ahora a su izquierda, y otras… como si surgiera del techo, encima de ellos. Aquello era imposible, nadie podía caminar del revés o estar en todos sitios a la vez. Olvida eso, es una voz tan cálida, agradable. ¿Así que no existe, David, eh?

—Tengo miedo, Torcuato… —Rodolfo le sacó del encantamiento— ¿tienes un crucifijo? Por favor, dime que sí, hombre. Me dijo Melquiades que si llevas un crucifijo encima un vampiro no te puede hacer daño.

—No tengo nada —respondió mientras tanteaba el suelo en busca de una piedra o algo que les sirviera para defenderse. Se dio cuenta de que estaba echado sobre un inmenso peldaño.

Pese a que no podía ver sintió una presencia delante de ellos. La saliva se le atascó en mitad de la garganta, sus sentidos se revolucionaron y reculó hacia atrás, hasta tocar la puerta por donde les habían obligado a pasar. Deseó que se filtrara algo de luz por ella, pero ya habrían puesto el mueble delante y no pasaba ni un mísero rayo.

Aquello que tenía delante era el mal, se orinó encima, sus dientes castañearon, su pecho subía y bajaba frenético, ¿cómo podía haber pensado que la voz era cálida, que había alguien bondadoso tras aquella canción de guerra?

Yo tenía un camarada.

¡Nunca lo hallaré mejor!

Que en la gloriosa jornada

iba, firme la pisada,

al redoble del tambor.

¡Una bala, compañero!

¿Para quién de los dos es?

Era el dialogo postrero,

y bajo el plomo certero

cayó tendido a mis pies.

Hace un esfuerzo, y en vano,

quiere mi mano estrechar.

¡Duerme en paz, querido hermano!

La Patria quiere mi mano

para volver a atacar.

¡Gloria! ¡Gloria!

¡Gloria y victoria!

Con el cuerpo, con el alma,

con las armas en la mano,

por la Patria.

Nuestros cantos, que vuelan,

el viento los lleva por ahí,

que en España, que en España,

empieza a amanecer.

—Torcuato —el tono asustado de Rodolfo le delató—, ¿dónde est…?

No pudo acabar la frase, algo más negro que la oscuridad se cernió sobre él en unas milésimas de segundo. Rodolfo quiso gritar, quiso huir de allí corriendo, gateando o arrastrándose, pero cuando se dio cuenta algo le había abrazado desde atrás con tal fuerza que no podía ni mover un músculo, casi ni pestañear. Cuando los colmillos se clavaron en su cuello no sintió dolor alguno, solo un cosquilleo, era casi agradable. Dejó de pensar; allí estaba el placer, sí, ¿quién era él? No lo recordaba, ¿qué hacía allí? ¿Allí dónde? No estaba en ningún lado, aquello era el limbo, no existía. Solo existía el placer, el placer de ir abandonando la vida, el placer de desangrarse como una sanguijuela, el placer de ser el alimento de un ser superior. Quiso girarse y agradecerle al vampiro… Marcus, se llama Marcus, me lo han dicho sus colmillos. Él está en mí. Él es yo. Quiso agradecerle lo que estaba haciendo, mas no pudo girar la cabeza porque de un zarpazo el vampiro se la arrancó de cuajo. El cuerpo sin vida cayó al momento desplomado como un saco de patatas, y a Torcuato no le hizo falta ver la escena para saber qué había ocurrido.

Soy el siguiente, se dijo, ni siquiera sé qué es lo que me va a matar. La oscuridad me llevará.

Deseó una muerte rápida, para él y para Agnus. Se levantó, no moriría en el suelo, moriría de pie, con la mirada de los que han perdido tanto que ya nada les importa. Con la cabeza alta de su padre pese a los golpes, ahora comprendía cuánto sufrimiento cargaba sobre los hombros. Caminó hacia adelante, al abrazo de la muerte. Has cambiado, se dijo, pero no eres mejor. No te han hecho mejor, aunque seas más valiente.

Primero pisó el charco de sangre que se había formado ante el cuerpo del decapitado Rodolfo, después, tropezó con el cuerpo en sí hasta casi caer. Fue en ese momento cuando algo le empujó con tal virulencia que voló unos metros hasta chocar contra una pared rocosa. Su cuerpo estalló en un ramalazo de dolor, hubiera gritado de tener aire en sus pulmones, pero no podía respirar. Cuando se quedó hecho una madeja en el suelo sintió la sangre brotar de su nuca. Aquí acaba entonces todo, ¿no?

Una sombra se abalanzó sobre él.

* * *

—¿Eso es un libro? —preguntó el vampiro con aquel extraño acento. Torcuato no entendía nada, su mente se había evadido para morir con un recuerdo bonito. Estaba en su pueblo, donde se imaginaba enseñándole la fuente de la noria a Agnus; jugaban a ponerse empapados bajo el sol de agosto, sus padres estaban cerca, todo era bucólico y pastoril, allí no había dolor, ni sufrimiento de cualquier tipo, solo el canto de las aves, de las cigarras y de las risas.

—Comida, abre bien las orejas o te las arrancaré de cuajo —le dijo Marcus con un tono que no daba lugar a dudas—, ¿es eso un libro?

Primero silencio, después las voces hablando dentro de la cabeza del chico. Habla, responde, pídele misericordia.

No, no le contestes, te va a matar igualmente, no le des el gusto. Muere con dignidad, como haría tu padre. No le hagas caso a este, habla, quizá tengas una oportunidad, si no lo haces por ti hazlo por Agnus. Agnus. Agnus.

—S… sí, lo es —contestó a la oscuridad. Palpó el elástico del pantalón pero allí no estaba el libro. Supuso que habría caído a un lado.

—¿Cuál es su título?

El… El maravilloso mago de Oz, de L. Frank Baum, señor. Dios, no puedo respirar, este sitio es nauseabundo.

Algo le trepó por la cara, no lo vio pero se lo quitó con las manos al instante.

Una araña enorme…

—¿Sabes leer, basura?

—Sé.

Sintió un cosquilleo en la espalda, aquello estaba lleno de bichos. Aún así no se movió, cerró los ojos y esperó a que se fueran.

—Hubo un tiempo en que hablaba, leía y escribía en más de veinte idiomas —divagó Marcus. Torcuato sentía que se estaba desplazando, pero no le veía—. En el que no huía noche tras noche de una guerra estúpida, ¿atisbas lo que es no saber si una noche llegarán a por ti los militares de cualquier bando? Si me llegan a encontrar me hubieran matado sin ceremonia, sin respeto. A un ser centenario como yo. Hubo también un tiempo en el que el honor y la dignidad tenían valor para los humanos. Ahora todo es mierda, sois cerdos en la pocilga y os comeríais vuestros propios cadáveres. Aquellos tiempos de honor quedaron atrás, para siempre, se perdieron como se pierden los ojos en un firmamento cargado de estrellas. Sin embargo las palabras os entierran, cuando no quede uno solo de vosotros en la Tierra vuestros libros perdurarán, serán testigos de la podredumbre del último humano y os sobrevivirán incluso siglos. Por eso respeto más a los libros que a vosotros. Porque son inmortales, como yo.

El no muerto se fue alejando conforme hablaba, Torcuato le escuchó cuando agarró el cuerpo de Rodolfo y comenzó a sorber sangre de los restos del cuello. Se le puso la piel de gallina al imaginarlo, pensó en huir, ¿pero a dónde? Estaba encerrado en aquella especie de sótano. La única opción era la puerta bloqueada, y para ello tendría que pasar de nuevo por delante del mal. No, no había escapatoria posible.

—Mi padre tenía dignidad, y cuando no la tuvo fue con la intención de salvarnos a nosotros —se oyó contestar—. Pero el ser humano es patético, monstruoso…

—¡Ja! —rió Marcus—. Has aprendido pronto que sois alimañas. Otros mueren con muchos más años que tú y nunca se dan cuenta. Ese imbécil de arriba, Apolo Sánchez, piensa que está por encima de vosotros los locos, o de lo humano y lo mundano, incluso por encima de mí. Piensa que soy prisionero cuando lo único que me ha retenido aquí ha sido la guerra, ¿quieres salvar tu mísera vida, niño?

No entendió el giro en la conversación, pero a aquellas alturas, totalmente resignado a morir, ya nadie le engañaría más.

—Sé que me vas a matar.

La oscuridad se cernió sobre él como si hubiera podido recorrer los metros que distaban entre ambos en un solo pestañeo. Unas garras sujetaron su cuello como inmensas tenazas y le levantaron del suelo raspando su espalda dolorida contra la pared. Enormes arañazos abrieron su piel, las rocas afiladas de aquella especie de cueva que era el sótano bebieron su sangre, y él no podía respirar. Su cuello se iba a partir como el pasto ante las pisadas del rebaño.

—¿Con quién te crees que estás hablando, humano? —La voz de aquella criatura del averno le enloqueció más que cualquiera de sus voces interiores—. Marcus nunca ha faltado a su palabra en siglos, otros mejores que tú la pusieron en duda y sus huesos adornaron mi chimenea. Solo te beneficias de una cosa para que no te abra ahora mismo en canal, quiero que me leas ese libro, no preguntes los motivos. Hazlo y salvarás tu fugaz vida, si te niegas te partiré el cuello y te sacaré las entrañas antes de que acabes de hablar.

Torcuato sentía la sangre correr por su espalda y mancharle el pantalón. Su vida se le escurría por ella y caía en pequeñas dosis sobre un suelo de piedra frío. Pensó que no le saldría la voz, pero cuando fue a hablar las garras del vampiro aflojaron su corbata.

—Lo… lo haré —dijo antes de volver a caer al suelo cuando le soltó—. Pero… pero… no veo en la oscuridad, señor.

—Eso no es problema, ¿has hecho velas alguna vez con sebo proveniente de la grasa de una persona? No pongas esa cara, desprenden un aroma desagradable, pero son baratas —comenzó a reír y sus carcajadas resonaron en todo aquel lúgubre lugar—. Tengo aquí varias, de adorno, me recuerdan a otros tiempos. ¿Sabes?, este lugar es muy húmedo, pero estas velas podrían ser recuperadas de un naufragio y volverían a arder.

Oyó un chasquido y una débil luz parpadeó a unos metros de él. Cuando la mecha, una tela de uniforme de paciente algo sucia, prendió, la estancia se iluminó por completo mostrando aquella cámara de los horrores. Cuencas vacías le miraron desde el suelo, había decenas, cientos. Cráneos enteros, unos descarnados, otros con gusanos blancos y sebosos revolviéndose en su extraño baile, y comiendo. Vaya si comían. Pilas de huesos compartían espacio con brazos amputados donde solo quedaban colgajos de músculo y tendones, con torsos abiertos en canal, con piernas colgadas del techo como jamones secándose; por el gris del suelo vio intestinos grandes como serpientes, con moscas zumbando una letanía a los muertos. Aquel era un huerto de cadáveres que nunca hallarían paz. Torcuato vomitó y vomitó hasta que el estómago le dio pellizcos queriendo arrancar su carne por dentro.

—Lee, cuando acabes te mostraré la salida —dijo el mal arrojándole El maravilloso mago de Oz—. Y jamás vuelvas aquí.

Marcus se había sentado en una especie de trono formado por huesos humanos de todos los tamaños, al final de cada reposabrazos sus manos se apoyaban en dos pequeñas calaveras, las calaveras de dos niños. Torcuato abrió el libro y su corazón se detuvo de golpe. Apolo Sánchez había arrancado páginas y dibujado en su mayor tesoro, apenas se podía leer nada. Cerró los ojos, quería llorar, darse por vencido, pero en lugar de eso comenzó a recitar el libro de memoria.