16

Torcuato la observaba con ojos empapados en dolor, ¿cómo le habían podido hacer aquello? Si solo era una niña de catorce años. Apretó los puños con rabia y se golpeó la rodilla. Sabía que lo peor no era el daño físico, aunque Agnus había recibido una buena paliza. Tenía un ojo morado, grotesco, el labio partido, la nariz hinchada hasta parecer deforme. No respiraba bien, de su nariz se filtraba un ruido agudo que al chico le ponía la piel de gallina. Tenía los labios secos, despellejados, y la boca abierta para poder respirar, y se veía que le habían partido un diente por la mitad. Su cuerpo parecía un campo de batalla, arañazos que eran trincheras y moratones donde habían estallado granadas de dolor, y aunque estaba vestida el chico supo que todo su cuerpo estaría igual de dañado. Cada centímetro de él.

—¿Pero qué te han hecho, por Dios? —preguntó horrorizado, más para sí mismo que a ella.

Porque ella no estaba, en sus ojos no había vida. Torcuato se levantó, el corazón se le había parado. No, no podían haberle hecho eso a ella, aquello con lo que le amenazaron a él. Lobotomía, se repetía una y otra vez. Le han quitado parte del cerebro, es un vegetal. El chico comenzó a tantear la cabeza de Agnus con nerviosismo, apartó pelo, buscaba una cicatriz, le dijeron que aquello dejaba cicatrices espantosas, y que te dejaba atontado, ausente, babeante.

No han podido hacerlo. Nadie, por muy cruel que sea haría algo así. No, por favor, que no me la hayan matado.

Pero ya sentía que la había perdido, que su fea, su Agnus no volvería nunca. Las manos le temblaban buscando la cicatriz, casi se sentía desfallecer. Copperfield le miraba sin comprender, tras unos ojos enrojecidos de llorar. Torcuato no le prestó atención, debía dar con aquella maldita cicatriz… pero no lo hizo. Solo había costras de la paliza, y entonces no comprendió nada, ¿cómo le habían hecho la lobotomía sin abrirle la cabeza? ¿Cómo? Se giró hacia David y lo agarró de los hombros con virulencia, sus ojos clavados en los de él.

—¡¿Pero qué le han hecho, David?! —Ahora todo su cuerpo temblaba—. ¿Por qué está así?

—Chico… la han… —No pudo acabar, se derrumbó, sus ojos volvieron a anegarse en lágrimas.

—¡¿La han qué?!

—Vi… violado, Torcuato, la han violado —dijo tras apartar la cara. Él cesó todo movimiento y procesó las palabras mientras negaba con la cabeza. Se giró para mirar a Agnus e imaginó la de cosas que le habrían tenido que hacer para dejarla en aquel estado, y entonces lloró de nuevo y maldijo a toda la humanidad por permitir que existiera gente capaz de violar a una niña. El ser humano era malo, las personas no merecían vivir.

Otro diluvio nos hace falta, pero en esta ocasión uno más efectivo, se dijo. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que los locos tenían más humanidad que los cuerdos, que cualquiera de ellos valía más que todos los directores de manicomio del mundo juntos.

Agnus tosió con fuerza, David le acercó un vaso de plástico a los labios para darle agua. Ella se atragantó también con el agua, era como si ni siquiera afrontara las acciones más vitales.

—¿Por qué no habla, David? —Si no la han lobotomizado, se dijo para sí mismo.

Dear, quise hablarte de algo en su día, pero no me atreví —rememoró con expresión dolorida—. Tienes que perdonarme… tenéis que perdonarme todos. Verás, ella, yo… la vi tan feliz, oh, my god, desde que estoy aquí y la conozco, que es mucho ya, no la había visto tan feliz como cuando estaba junto a ti. No me atreví, no quería romper algo tan mágico. Pensé que no ocurriría nada, que quizá ya la dejarían en paz…

—David, si de verdad eres mi amigo, cuéntamelo todo —dijo. Cerró los ojos, sentía la calidez de las lágrimas surcando sus mejillas—. Todo.

Copperfield asintió y volvió a sentarse, miró a su alrededor con gesto derrotado. Parecía tener el peso del mundo en sus hombros, como un Hércules moderno. Pero había más, Torcuato lo veía… David sentía vergüenza propia. Tragó saliva.

—Ella… ella no era ninguna vagabunda que se criara robando en las calles de Madrid como te dijo. —Hizo una pausa para observar la crispación de Torcuato—. No es que te mintiera, es lo que ella cree a pies juntillas. Lo que su cabeza le dice. Su verdadera historia me la contó ese hijo de puta del director mientras me torturaba por haberme… quejado la última vez.

¿Quejado? ¿La última vez?, pensó Torcuato, pero no quería interrumpir al inglés, quería saberlo todo y quería saberlo ya. Fuera comenzó a llover, grandes nubarrones negros lloraban por Agnus y un viento maleducado se había levantado despeinando la copa de los árboles. Y dentro hacía frío, demasiado.

She is pretty, verdad? Su verdadero nombre es Martina. El padre de esta pequeña y su hermano —dijo mientras acariciaba la mejilla de Agnus con cariño— eran conocidos por sus ideas izquierdistas antes de la guerra. Vivían a las afueras de Madrid, en un barrio humilde. Cuando estalló el maldito conflicto unos hombres se presentaron en su casa para llevarse a su hermano mayor. It’s terrible. Dijeron que era para que declarara, pero ella ya nunca más le vio, lo mataron tras aquella farsa. Su padre trabajaba en una fábrica de pólvora, socialista reconocido. También le tocó a él, no habían pasado tres días desde que habían matado a su hijo. Un día entraron en la fábrica en la que trabajaba y se lo llevaron junto a otras doce personas, nunca más se volvió a saber de él. Entonces su madre enloqueció de dolor, se iba a trabajar vendiendo leche por las casas. Se la daban en un cortijo que estaba lejos, por caridad, caminaba hasta que le sangraban los pies, pero aún en su dolor sacaba fuerzas para intentar dar de comer a su pequeña Martina. Imagínate a la mujer cargada con dos cántaros pesados, de sol a sol, agotada. No duró ni un año, enfermó y murió sin cumplir los cincuenta años, de dolor, de pena, de cansancio. Dejando en este asqueroso mundo a su retoño. Ya había terminado la guerra y Martina… se bloqueó por primera vez, en el lecho de muerte de su madre, tal y como está ahora. Según los informes médicos estuvo así varios meses en casa de una tía suya, lo que provocó su internamiento aquí. No sabían qué hacer con ella, era un mueble, pero un mueble inútil y una carga. Un día, ya en San Juan de Dios, regresó, pero ya no era Martina, tampoco Agnus, sino Carmen. A la que yo sí conocí…

—¿Pero qué quieres decir con eso, David? No entiendo nada… —Chico, when she back, cuando regresó, no recordaba nada de su vida anterior… ni a nadie —respondió Copperfield con pena—. Y era otra persona totalmente diferente a Martina. Lo mismo que Carmen era diferente a Agnus. Más introvertida y cariñosa. Se inventó una vida, dijo que era rica, que sus padres eran dueños de una fábrica y que ella había discutido con sus padres y había huido de casa y que terminó con sus huesos en este sitio por juntarse con quien no debía. Pero que ellos volverían a recogerla, la encontrarían… se me partía el alma viendo como se pasaba las tardes enteras sentada donde está ahora mismo esperando a unos padres que no existían…

Como tú crees haber vivido una vida que nunca viviste, pensó Torcuato. No podía creer lo que le estaba contando, ¿significaba aquello que Agnus, tarde o temprano, regresaría siendo otra persona?, ¿sin recordar nada? ¿Sin saber quién era él? ¿Siendo una desconocida? Volvió a llorar con fuerza y, en esta ocasión, Copperfield le abrazó.

—Ya la violaron antes, aquí. Este sitio es un infierno, hijo, debería caer una bomba y matarnos a todos, créeme que sería lo mejor. —Hizo una pausa, se recompuso y volvió a sentarse. La mirada perdida, el semblante grave—. Shit! Cuando la violaron dijeron que se la llevaban para darle un tratamiento y ocurrió exactamente lo mismo que ahora. Ella entró en shock y volvió siendo Agnus. Tras dos meses en los que estuvo ausente y yo cuidé de ella. Aunque ese hijo de puta de Apolo Sánchez me comentó que podía llegar a no volver. Me lo dijo mientras me daba descargas por todo el cuerpo tras llamarle desgraciado y asesino, porque esta chica era mi punto débil. A mí ya no me puede hacer nada que me duela, salvo esto. Ese hombre es un vampiro como el que dicen que habita bajo este suelo, pero un vampiro del dolor, necesita su ración cada poco tiempo, y pobre de aquel que se cruce en su camino, porque le chupará toda la vida. Y creo que ahora tú lo has hecho, y sabe cómo hacerte daño a ti también…

Torcuato ya casi no escuchaba lo que David le decía. Se repetía una y otra vez que aquello no podía ser, aquellas palabras que últimamente tanto se decía, pero que estaba comprobado que eran vacías, que sí podía ser, que estaban viviendo todo aquello de verdad. Que aquello no era una horrible pesadilla de la que pudieran despertar. Tiene que volver, mi Agnus, mi fea, mi amor. Ella no puede olvidarme, no puede olvidar el beso que nos dimos, no puede olvidar lo que sentía por mí, lo que yo sentía por ella.

Pero en realidad era como si Agnus hubiera muerto. Podía no volver, sí, pero si volvía siendo otra persona, ¿no habían matado a la chica que él conoció y de la que se había enamorado casi sin querer?

No, no, no, no, yo conseguiré que vuelva, tiene que haber alguna forma. Ella tiene que recordarme, tiene que hacerlo, no ha podido olvidarse.

Se puso frente a ella, miró hacia todos lados, nadie les prestaba atención, ningún enfermero en la sala. Podía hablar con tranquilidad, la iba a traer de vuelta, él la guiaría en la oscuridad, así que la agarró de las manos y clavó sus ojos en los de ella, en el sano, y en el morado. Seguía sin haber vida tras ellos, pero no se rendiría.

—Agnus… escúchame, soy yo, Torcuato.

Nada, los ojos no se movieron, allí no había nada, solo un vacío inmenso que se abría ante el chico. En su anterior vida se habría rendido a la evidencia, incluso no hubiera sido capaz de superar su timidez para cogerle las manos.

—Sé que puedes oírme, sé que no me vas a olvidar, a mí no. Sé que estás ahí y que yo estoy dentro de ti —sollozó—. Tienes que despertar, volver con nosotros… nosotros te… te queremos. Me cuesta decirlo, en mi casa no somos de contar nuestras emociones, pero es así. ¡Vamos, Agnus, tienes que volver!

Ningún atisbo de esperanza, dentro de la cabeza de la chica no parecía haber nadie, ¿habían apagado su luz para siempre? ¿Eso habían hecho? Porque si era así mataría a Apolo Sánchez, mataría a ese cabrón tras torturarlo una y mil veces, y se suicidaría después, porque aquella vida no quería vivirla sin Agnus.

Eso, mata, mata, lo llevas dentro de ti, y créeme que lo sacarás algún día.

—¡Soy tu Totó! —le gritó entonces—. Mírame, Agnus, podrás llamarme Totó siempre que quieras… nunca… nunca me quejaré, lo juro, por mí, por mi hermano muerto, por lo que más quieras. Vuelve, pégame, insúltame, ¡lo que quieras, pero vuelve!

No se había dado cuenta de que apretaba demasiado las manos de la chica, solo se percató cuando Copperfield le agarró de las suyas y consiguió que la soltara. Torcuato le miró entonces con odio, casi tanto como el que sentía hacia Apolo Sánchez.

—¡Tú has permitido esto aún sabiendo lo que le hicieron! —acusó dándole con el dedo índice en el pecho. Hacía esfuerzos inconmensurables para no golpearle— ¡sabías que la iban a violar! ¿Por qué lo permitiste? ¿Por qué no hiciste nada? ¡Eh!

Copperfield se había convertido en una gárgola de piedra, quería hablar, pero no le salía más que aire sin sentido en aquel momento. Al cabo de unos segundos dijo una palabra casi en un susurro:

—Cobardía…

Tengo miedo a que me torturen de nuevo, al dolor, pensó.

—¡Lárgate de aquí! —le gritó el chico dándole un empujón que casi lo tira al suelo—¡Tú no la quieres! ¡No la has defendido, no has hecho nada! No eres tan diferente del león cobarde que ibas a interpretar…

Y Copperfield lo hizo, se dio media vuelta con la cabeza gacha y llorando salió de la sala de los desamparados.

—Yo te cuidaré, Agnus. Yo haré que vuelvas, como sea —susurró a la chica mientras acariciaba su mejilla.

Una hora después una monja vino a llevársela para darle la cena. Le costó separarse de ella y supo que si fuese sor Mateo la que hubiese venido a recogerla no la habría dejado ir, tendrían que separarlos a tiros. Ya en la cama, Torcuato no paró de darle vueltas a una idea. Era una locura, una estupidez cuando menos. Podía no funcionar, pero intentaría cualquier cosa, a cualquier precio.

* * *

La noche avanzaba mientras Torcuato rumiaba la idea en su cabeza. El maravilloso mago de Oz, quizá si conseguía el libro de nuevo y se lo leyera a Agnus ella recordara. No podía dejar de pensar en la cara de fascinación que la chica ponía con cada pasaje, con cada palabra de aquella historia. En los saltos que pegaba cuando Dorothy aplastaba a la malvada bruja del Este. Seguro que se creía una pequeña Dorothy, quizá incluso cuando volviera, si es que lo hacía alguna vez, adoptaría la identidad de esa niña de cuento que vivió una gran aventura en un mundo lejano antes de volver a Kansas. No tenía que irse muy lejos para encontrar un ejemplo de aquello, solo debía seguir con la mirada la hilera de camas hasta llegar a la de Copperfield, cerca de la puerta. Un loco que se creía el personaje de una novela inglesa…

Las paredes del pabellón parecían encoger y oprimirle. Alguien gritó a su lado, pero a él ya no era fácil sobresaltarle, el peligro de San Juan de Dios no estaba allí dentro durmiendo con ellos, sino en los despachos e incluso en las iglesias. Se preguntó dónde estaría Carlos, se preguntó también si él le ayudaría a recuperar el libro, pero creía que no, y no podía culparle de nuevo.

Tienes que ir tú a por él, y cuanto antes. Haz volver a Agnus y escapa con ella de aquí.

Definitivamente tendría que hacerlo solo, y no iba a tardar. Se incorporó un poco sobre los codos y observó a su alrededor. Al final de la sala había otro paciente sentado en la cama, como él, pero miraba hacia la pared y saludaba a su propia sombra. En el pasillo de una hilera de camas vio a Fulgencio, «El pupas» siempre se hacía daño con todo, ahora dormía en el suelo abrazado a sus rodillas. En el pabellón reinaba una relativa calma, así que se levantó, se calzó, y se dirigió hacia la puerta con cautela. Cuando llegó observó el rostro dormido y ceñudo de Copperfield. No estaba teniendo un buen sueño. Torcuato se compadeció un poco de él, ya no es que estuviera enfadado con el inglés, es que estaba decepcionado. Pensó que aquello era peor todavía, negó con la cabeza, agarró el pomo de la puerta y lo giró. El pasillo se abrió ante él en forma de ele, varias bombillas titilaban dejando a veces los pasillos a oscuras. La tormenta había provocado fallos en el circuito eléctrico y todas las luces del manicomio temblaban como una nave en medio de una mar embravecida.

Caminó de puntillas, pegado a la pared como ya hiciera una vez, su corazón volvía a latirle con nerviosismo, pero no temía por él. Si le descubrían otra persona pagaría las consecuencias y no estaba dispuesto a permitirlo. Torció al final del pasillo cuando vio que aquello estaba desierto. Tras varios pasos llegó hasta la puerta del director, para entonces el corazón le bombardeaba los oídos y veía sombras por todas partes.

¿Y si está cerrada con llave? Pero su preocupación no duró más de unos segundos. La puerta estaba abierta. Entró, el despacho permanecía en total oscuridad, y la oscuridad era un monstruo de enormes fauces que quería devorarle. Entra, entra en mi boca, le decía, y él entró. No cerró la puerta del todo para que un hilo de luz se filtrara y le permitiese ver, no era tan loco como para encender la luz. Casi a tientas se dirigió al escritorio y se golpeó la espinilla con una de sus patas, asiéndose a los bordes de la mesa fue girando hasta que se encontró con los cajones. Tiró del primero, ya casi lo tenía, el director ni se percataría de que había desaparecido; el cajón estaba duro. No se abría. Torcuato observó con más detenimiento y por un momento se le cortó la respiración. El compartimiento tenía una pequeña cerradura y estaba cerrado con llave. Quiso llorar, quiso arrojarse por una ventana, quiso buscar el dormitorio de Apolo Sánchez y coserle el cuerpo a cuchilladas, quiso…

Alguien venía por el pasillo, los pasos se dirigían hacia el despacho. Sintió que se le paraba el corazón, ¡Agnus, si me pillan aquí le harán daño!

Corrió hacia la puerta golpeándose de nuevo la espinilla con el escritorio, tenía que cerrarla, quizá no se dirigían hacia el despacho, pero si veían la puerta abierta seguro que repararían en ello e investigarían, y eso significaría que algo desagradable iba a ocurrir. Por suerte llegó antes de que quien fuese que viniese andando por el pasillo asomara por la esquina. Cerró la puerta con toda la suavidad que le permitían sus nervios. No tenía tiempo a esconderse, si se dirigían al despacho estaba perdido. Sin embargo, vio dos sombras oscurecer la rendija de la puerta y pasar de largo. Suspiró aliviado, ¿quién sería? Cuando los pasos se alejaron se sintió seguro para abrir la puerta y asomó la cabeza apenas un poco, lo que vio le dejó boquiabierto: Palo arrastraba su osito cochambroso y empujaba a Rodolfo hacia el fondo, casi no le dio tiempo a verlos antes de que volvieran a girar hacia la izquierda en la intersección de pasillos dejando atrás solo la estela alargada de sus sombras en el suelo.

¿Qué diablos estaba ocurriendo? De nuevo las dudas le asaltaron, ¿por qué decían que daban de alta a la gente si los seguían teniendo allí prisioneros? Envalentonado al ver que no le habían descubierto decidió arriesgar un poco más. No se había olvidado de El maravilloso mago de Oz, volvería a por él otro día, aprendería a usar una ganzúa y forzaría la cerradura, o quizá robaría la llave, ya inventaría algo, pero aquel libro volvería a sus manos.

Aguzó el oído y al comprobar que todo estaba calmo volvió a salir al pasillo. De puntillas caminó hasta donde Palo y su secuestrado habían girado, sabía a dónde lo habían llevado, pero no para qué, aunque los gritos de la noche en que le iban a dar el alta no presagiaban nada bueno. Asomó la cabeza por la esquina, nadie, nada. Caminó pegado a la pared hasta la puerta y pegó la oreja decidido a correr de nuevo si oía que los pasos se acercaban. Pronto se oyeron murmullos, allí había varias personas, creyó identificar al menos tres o cuatro tonos de voz.

—¡Otra vez no, por favor, señor director, duele! —reconoció aquella voz, era la del mismo chico que le preguntaba afablemente si tenía pelos en los huevos.

¿Le estaban torturando, como hicieron con él? Si era así poco tenía que investigar más.

Quizá le maten, quizá nadie escape con vida de este sitio, se dijo. Y justo en el momento en que se iba a ir, justo en el momento en que la culpa le consumía por dentro por no hacer nada para evitar aquello, oyó una voz que al reconocerla hizo que las piernas se le quedaran clavadas en el suelo como si las hubiera enterrado en cemento. No, aquello no podía ser. Sí puede ser, deja ya de repetir eso, aquí todo es posible. Todo es el mal, todo y todos

Pero no daba crédito a sus oídos, tenía que verlo con sus propios ojos. Porque si era lo que él creía ya sí que no tendrían esperanza de huir con vida de San Juan de Dios. Giró el pomo despacio, las voces amortiguadas y un poco lejanas le indicaron que no había nadie cercano al otro lado de la puerta. Intentó no hacer ningún ruido, abrir lo mínimo indispensable la rendija para clavar un ojo en el interior. Y así lo hizo sin que nadie pareciera reparar en él.

La visión que tuvo delante le acompañaría hasta la muerte. El horror, el asco hacia el género humano, hacia la vida misma, le impregnó por completo. Allí no había esperanza, el mundo eran un lugar abominable, cruel, traidor, y todo porque los hombres lo habitaban.

Apolo Sánchez yacía desnudo en una cama, su enorme barriga le caía hacia un lado. Su cuerpo era muy velludo y de entre las piernas colgaba un enorme miembro, flácido. En medio, levemente cubierto de sábanas blancas, yacía Rodolfo, también desnudo, con el brazo del director echado sobre sus hombros y acariciándole un pezón. En el otro lado de la cama una sor Mateo como Dios (no su Dios, desde luego) la había traído al mundo permanecía abierta de piernas, con una mano se tocaba la entrepierna velluda y con la otra el pene pequeño de su amigo, el que sí tenía pelos en los huevos. Los enormes pechos como ubres de la monja se bamboleaban con cada movimiento de sus brazos y reía, con una risa obscena, demoníaca.

Pero no era aquello lo que más había impactado a Torcuato. Junto a la cama, desnudo de cintura para abajo y tras una enorme cámara de fotos apoyada en un trípode estaba Carlos Bardero. Carlos, su amigo, el amigo de todos los locos, su única esperanza de salvación, se masturbaba y reía como el que más viendo el sufrimiento y sometimiento de Rodolfo.

—¡Una foto más, una más! —decía con algarabía.

Justo en ese momento se giró hacia la puerta semiabierta; nadie más había reparado en aquello, pero los ojos del jefe de enfermeros le buscaron y se clavaron en los de él. Una sonrisa maligna asomó en sus labios, pero para entonces Torcuato ya corría llorando hacia el pabellón dormitorio. Cuando llegó se arrojó en la cama y esperó a que viniesen a por él, a matarle, y seguro que a su Agnus también. Quizá aquello era lo mejor que les podría pasar a los dos. Quizá hubiera un Dios como creía su madre y ese Dios le uniría para siempre tras la muerte… demasiados quizá.

Esperó y esperó hasta que se dio cuenta de que había amanecido…