15

Derrotado, miraba hacia abajo como un caballero al que han roto su lanza y yace en el suelo tras una justa. Solo que él no tenía armadura, de hecho, estaba desnudo por completo y atado a una silla de pies y manos. Además, allí no había polvo, ni olor a excrementos de caballo y sudor, sino a miedo y humedad. Tenía el pelo empapado, el cuerpo entero mojado, ya que Apolo Sánchez le había echado encima un cubo de agua helada. Se había orinado encima y temblaba de pies a cabeza, no había vítores allí para el caballero enamorado, ni damiselas dejando caer sus pañuelos, solo burlas. El director le ridiculizaba con desprecio, como si al entrar en aquel manicomio hubiera perdido derecho a toda dignidad y clemencia. Como si para ellos el haberse enamorado fuese motivo de escarnio, de castigo. Preguntó varias veces por Agnus sin resultado, si había algo peor que aquellos «tratamientos» era el no saber nada de ella, ¿qué le estarían haciendo? ¿Lo mismo que a él? Oh, Dios, si estás ahí, si eres justo, que a ella no le hagan nada, que me lo hagan todo a mí; yo pagaré si hicimos algún mal. Pero si Dios le escuchaba, no lo mostraba de ninguna manera, y quizá aquel silencio por su parte significaba que sí, que estaba mal lo que habían hecho, que los locos tenían prohibido amar. Pensó que Carlos entraría allí, que le sacaría de aquel infierno, pero no lo hizo. Tiene las manos atadas, tiene miedo y es normal, tú también lo tendrías, se repetía.

Eran tiempos malos, faltaba el trabajo, había hambre y te podían fusilar solo con demostrar que escondías dinero republicano o por darle de comer a los maquis, él y el viejo Tobías lo sabían bien. Una persona con buena posición podía joderte la vida, Torcuato lo sabía.

¿Dónde estaría el viejo Tobías? ¿Le habrían buscado ya un nuevo ayudante?

Solo se veía el pene, los muslos y el suelo a su alrededor, podría levantar la cabeza, pero estaba muy cansado y le dolían todo los huesos. No se esperaba otro cubo, pero cuando el agua cayó se enderezó y su espalda crujió mientras sus dientes castañeaban.

—¡Más no! —gritó cuando pudo volver a hablar.

—¿Sabes? —preguntó Apolo Sánchez. Le tiró del pelo y pegó su cara a la del chico; con aquellas manazas podría haberle cogido la cabeza entera—. Intento curarte, de verdad. Para eso estoy aquí. Aunque viendo tu historial sabía que me darías problemas. Atacar a alguien de la benemérita, santos cojones. Bueno, no había tenido tiempo de examinarte aún desde que llegaste, pero he hecho un diagnóstico rápido y de paso te estoy dando unos tratamientos de choque. En San Juan de Dios no podemos permitir algunos tipos de conducta, se nos iría esto de las manos, chico. Son muchos pacientes y pocos médicos. Y no soy uno de los directores psiquiátricos más respetados de Europa por nada. Disciplina, eso es lo que hace falta.

¿Lo iban a matar? ¿Era esto lo que le habían hecho a Rodolfo cuando Palo le había ido a buscar?

—Tor… Tortura —dijo Torcuato sollozando.

—¿Tortura? —preguntó el director sorprendido, su perilla ensanchada, sus más de cien kilos sobre él y la bata un poco mojada—. No, no, por favor, a esto se le llama Hidroterapia. El agua purifica y libera de ideas falsas, y tú tienes la falsa idea de que puedes enamorarte aquí, en un manicomio, delante de mis narices. ¿Esperabas que después de lo que vi os pusiera una cama para follar? A ver cómo te lo explico de manera resumida… emmm… sí: los locos no sois personas, estáis más cercanos al animal que al hombre.

»Aún así la sociedad ha evolucionado, hombre, ya no somos bárbaros. ¿Sabes qué se hacía antes con vosotros? Se os metía en una pequeña barca y se os empujaba por un río o por el mar, sin rumbo. La nave de los locos la llamaban, ja, ja. Sin embargo ahora se os estudia, se os intenta curar, se buscan maneras, tú piensas que te torturo, pero míralo de esta manera: eres un pequeño reloj que se ha estropeado, y, a veces, con unos pequeños golpes el mecanismo vuelve a funcionar.

—No… no le hagáis nada a ella… por favor —suplicó—. Yo… yo la besé, ella no… lo esperaba.

Sacrificio, un hombre de verdad se sacrifica por los que ama. Como tu padre al permitir que le apalizaran, como tu hermano Evaristo que forcejeó contra un hombre armado, como aquel pastor al que fusilaron en el patio…

—No tienes que preocuparte por esa pequeña puta. Ella también tendrá su… tratamiento. Aunque un poco diferente al tuyo… —le contestó aquel gigante antes de reír como un poseso.

Fueron días en los que Torcuato se recluyó en sí mismo mientras su cuerpo sufría vejaciones de todo tipo. A veces venían enfermeros (nunca Carlos) y le ataban a una silla giratoria y no paraban de darle vueltas ni cuando se bañaba en vómitos y suplicaba; otras, le daban descargas eléctricas en el cuerpo hasta que su espalda crujía. En una de aquellas veces, cuando le dieron una descarga en los genitales, se mordió la lengua con tantas fuerzas que se arrancó un pequeño pedazo. La lengua se le hinchó y casi no podía tragar su saliva o comer la bazofia que le daban. Nadie se la curó. Ninguna bondadosa enfermera le atendió. No solían darle agua nunca y la garganta se le despellejó al igual que los labios.

En otras ocasiones simplemente le golpeaban. Un enfermero le agarraba por detrás y otro le daba puñetazos en el estómago y la cabeza. A veces podía desconectar, a veces no. Siempre rogando porque un golpe le dejara inconsciente. Aunque el dolor no era lo peor, lo peor eran las burlas.

Chalado… Don Juan demente… puto chiflado… basura… animal… el Romeo de San Juan de Dios… ¿Pero por qué me hacen esto? ¿Cómo puede haber gente tan cruel en el mundo? ¡Mamá! ¿Dónde estás, por Dios, dónde estás? ¿Por qué dejas que me hagan esto? ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Por qué no me matan directamente? ¡Por favor, que lo hagan, que esto acabe ya!

Le hablaron de la lobotomía, un tratamiento innovador que se había inventado no hacía mucho y que según los enfermeros consistía en cortarle un trozo de cerebro para que se convirtiera en un vegetal babeante. Le dijeron que Apolo Sánchez tenía intención de practicar con él, que quedaría más tonto y más feo que Palo. Pero lo peor de todo fue cuando dejaron de torturarle físicamente y lo metieron durante una semana en la sala de aislamiento. Allí volvieron las voces, tronaban en su cabeza y no las podía controlar. Aquello era peor que el dolor físico. Estaban por todos lados, detrás de las paredes, en el techo, en el suelo. También comenzó a oír risas lejanas, en el sótano.

«El Ejército del Ebro, rumba la rumba la rumba la. El Ejército del Ebro, rumba la rumba la rumba la una noche el río pasó,

¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! Una noche el río pasó,

¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! Y a las tropas invasoras, rumba la rumba la rumba la. Y a las tropas invasoras, rumba la rumba la rumba la buena paliza les dio,

¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela!»

Es el vampiro, ya canta, viene a por ti. Te arrancará la garganta de un bocado. O se transformará en lobo y te comerá las entrañas. O vendrá en forma de araña negra y te picará en los ojos mientras duermes.

Mátalos a todos, son crueles, mátalos, mátalos, mátalos. Dejarás de estudiar, serás gañán.

Mátalos…

Estáis más cercanos al animal que al hombre…

Me gustas, memo. Me gustas, memo. Calla, calla, calla… Mátalos…

Aquel tiempo se le hizo eterno; intentó golpearse la cabeza contra las paredes pero no se hacía el daño suficiente para matarse. No sabía cuándo el sol estaba arriba o cuando estaba abajo. La soledad, la impotencia, la rabia, se adueñaron de su espíritu y lo consumieron. Prefería la muerte que estar allí. No comía, no bebía, tuvieron que obligarle a hacerlo. Comenzó a cagarse y a mearse encima en vez de en el orinal. En sus buenos momentos, en aquellos en los que no estaba tan desesperado, pensaba en Agnus, en cómo estaría ella, en que tenía que aguantar lo que fuera hasta verla, y después, si estaba bien, le daba igual qué le pasase, podían matarlo si querían, o enviarlo en una barca mar adentro hasta que muriera de sed o ahogado.

Cuando creyó que nunca vería algo más que oscuridad, la puerta se abrió. Detrás de ella no estaba Carlos, pero tampoco uno de los enfermeros que habían ayudado en su tortura.

—El director te quiere ver —dijo el hombre con tono neutro.

* * *

Aquella montaña de hueso y carne se encontraba detrás de su escritorio cuando pasaron. En algún otro momento de su vida pasada Torcuato no se habría atrevido a aguantarle la mirada. Habría claudicado ante aquellos ojos pequeños y fríos casi tapados por dos cejas espesas. Pero el Torcuato que había regresado sí era capaz de eso y más. No le dijeron que se sentara, el enfermero le había agarrado de los hombros hasta situarle frente al director del centro. Este tamborileaba con sus dedos gruesos como morcillas sobre la mesa, pom, pom, pom, en la otra mano sujetaba El Maravilloso Mago de Oz, pero había dejado de mirarlo para dirigir su atención al enclenque y pálido chico de doce años que acababa de pasar a su despacho.

—¿Quieres que volvamos a meterte en el cuarto de aislamiento? —preguntó. Su perilla volvió a curvarse hacia arriba.

Torcuato permaneció callado, su mirada era amenazadora y desprendía odio. La cabeza alta, hijo, le decía su padre una y otra vez. Ahora lo comprendía, aunque una voz en su cabeza comenzó a susurrar una palabra: «miedo». La apartó a un lado, ¿miedo de qué? ¿Podían quitarle algo que no le hubieran quitado ya? Sí, a Agnus, le respondió la voz. Pueden hacerle daño por tu culpa, él lo sabe, trágate tu odio. Quiso entonces cambiar su mirada, no por una de conejo asustado, había decidido que ya nunca más miraría así, pero sí por una de serena tranquilidad.

—No —dijo con tono neutral.

—Me alegra escuchar eso. —Continuaban manteniéndose la mirada, ninguno de ellos quería perder esa batalla, y Apolo tenía las de ganar, siempre las tenía—. Bueno, como supondrás la función ha sido cancelada. Nunca debí hacer caso a Carlos, últimamente se está dejando meter demasiados pajaritos en la cabeza. Creo que no acaba de comprender lo que sois, ni cuáles son sus funciones aquí. También te requisamos este libro, si un libro así ha podido llevar a la situación de que dos pacientes intenten fornicar en público no puede ser bueno.

Eso no, el libro no, por favor.

Aquello le dolía casi tanto como las torturas a las que había sido sometido. Aquel libro seguía siendo el único asidero que tenía con el mundo exterior. El que le recordaba que fuera de aquellos muros había vida, que tenía una familia esperando, un buen profesor al que tenía mucho que agradecer, un pueblo al que pertenecía, una chimenea donde le estuviera esperando un cocido pobre o unas bellotas asadas, un pasado que no estuviera cargado de locura. Apolo Sánchez abrió un cajón metálico de la mesa y arrojó el libro dentro, a la oscuridad enlatada.

Lo recuperaré, lo juro por la poca dignidad que me quede. Es mi libro, es mi vida.

Aún así intentó no mostrar ninguna emoción de derrota, y lo debió conseguir porque el rictus del director comenzó a ponerse más tenso. Parecía como si necesitara ver sufrir a Torcuato; de repente sonrió, en realidad sabía cómo hacer daño psicológico, siempre había sabido.

—Respecto a tu amiguita —dijo haciendo una pausa para ver la reacción del chico. Cuando vio por fin sufrimiento en su cara continuó—, bueno, ya sabes, está aquí como tú. Es una paciente, sin familia ni dinero, lo que se dice una lacra, vamos. Además, que esté aquí solo puede significar una cosa: problemas mentales.

»Supongo que tu amiguito José Luis López Torres, el loco que se cree el personaje de un libro, te habrá contado algo de lo que le ocurrió a tu novia. Lo que ocasionó que la internaran… —la cara de estupefacción de Torcuato le provocó carcajadas—. ¿No? Esto sí que es gracioso. Bueno, no seré yo quien te lo cuente. Supongo que ella te dio su versión falsa de por qué la ingresaron aquí las autoridades. Pero no tienes que preocuparte, en San Juan de Dios destacamos por nuestra profesionalidad, por nuestros tratamientos individuales y especializados. Te comento esto porque quizá no la encuentres tal y como la viste por última vez. Digamos que está un poco cambiada, jaja.

Conforme Torcuato iba escuchando las palabras del director una nube roja se instalaba en su cabeza, en sus ojos. La ira dominó sus puños, tensó su cuello y enderezó su espalda. Estaba ido, igual que cuando atacó al asesino de su hermano. Pese a que estaba agarrado por el enfermero se arrojó hacia adelante sin que este pudiera hacer nada y lanzó un puñetazo a la mandíbula de Apolo Sánchez. La montaña embutida en ropajes estrechos no esperaba el gancho y aunque la mesa intercedió por él impidiendo que el muchacho diera el golpe limpio sintió el dolor recorrerle desde el pómulo hasta la frente y la quijada. Los mismos reflejos hicieron que retrocediera y el enfermero agarró a Torcuato antes de que pudiera proseguir con la pelea.

—¡Hijo de puta!, ¿qué le has hecho? —preguntó revolviéndose con todas sus fuerzas—. ¡¿Por qué hacéis todo esto?!

—¿Lo llevo a la celda de aislamiento, señor? —preguntó el enfermero tragando saliva con miedo a la represalia de su superior.

—Imbécil… —le espetó junto a un salivazo de sangre al suelo—. No, llévalo junto a su puta, que la vea. Así quizá se dé cuenta de que nadie se ríe de Apolo Sánchez. Y después preséntate aquí, vamos a tener unas palabras tú y yo.

El enfermero se llevó a Torcuato casi a rastras. En el pasillo le propinó un par de puñetazos y una patada en el estómago cuando se encontraba en el suelo. Boqueando, el chico fue llevado hasta la sala de los Desamparados, hasta su fea, hasta Agnus. Ella estaba sentada en el poyete amarillo del ventanal, tenía a Copperfield sentado a su lado. El hombre negaba con la cabeza y lloraba con las manos apoyadas por encima de las cejas, cuando Torcuato la vio cayó de rodillas y lloró. Aquello no estaba bien. La vida no estaba bien…