Los gritos de Rodolfo le hostigaron durante todo el día, ¿qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? Nada, se dijo enseguida. Déjalo estar, son cosas de mayores, Torcuato, no te metas en más líos o nunca saldrás de aquí. Todo tendrá su explicación, lógica, seguro. Pero no, no estaba tan seguro, si Rodolfo se iba del manicomio a qué venía hacerle daño, ¿qué habría pasado con él? ¿Qué ocultaba aquella monja diabólica? Porque Torcuato tenía claro que no era a su Dios al que ella rezaba. No pienses más en esto, olvídalo. No debías estar allí, no estabas allí, así que sigue adelante, sé como un caballo de tiro al que tapan los ojos para que solo vaya al frente, y sobrevive.
¿Pero, y mis amigos, y si les pasa algo? ¿Y si Palo se para alguna vez delante de sus camas? ¿No debería hablarlo con ellos? ¡Estás loco! Seguro que se difundiría el rumor y todo el mundo sabría que no estabas en tu cama anoche, que saliste del pabellón y que quizá viste algo… incómodo. Imagina que llega a oídos de esa sor Mateo, ¿sabes qué te pasará? Que Palo te visitará a ti, será tu oscuro guía. Tus amigos… si ves que ellos van a sufrir actúa, haz algo, habla con Carlos, lo que sea, pero hasta entonces entierra lo que pasó en los jardines de este manicomio. Sabrás dónde está, pero mantenlo alejado mientras tanto, y ojalá que no llegue el día en que tengas que acudir a desenterrar este recuerdo.
Y eso hizo.
* * *
Un par de días después, Carlos se detuvo en el umbral y contempló al grupo. Tenía las manos a la espalda y sonreía. Agnus daba una oratoria y a juzgar por las caras de sus oyentes debía ser muy interesante. La chica gesticulaba mucho, daba saltitos a un lado y a otro, abría la boca y rugía mientras arañaba el aire, asustando a Vicente y a Rita. El enfermero decidió no interrumpir. Mientras, fuera, el invierno daba un descanso y los rayos de sol acariciaban las copas de los árboles y la piel de todos los enfermos que habían salido a pasear acompañados de sus cuidadores. Carlos comenzó a pensar en las labores que le quedaban a lo largo del día y suspiró, mucho trabajo. En San Juan de Dios no conocía hora de descanso, por eso, cuando llegaba la noche caía rendido en su camastro hasta las seis de la mañana del día siguiente, cuando los gallos aún ensayaban sus cacareos. Aún así, se entretuvo un rato más en observar al grupo hasta que Copperfield se percató de su presencia, dijo algo y entonces todos clavaron sus ojos en él. Lo esperaban y se dio cuenta de que ya sabían lo que venía a decirles. Su sonrisa se ensanchó y ellos corrieron a abrazarle.
—¿A que ha dicho que sí, eh? —Agnus daba botecitos a su lado y le agarraba un brazo.
—Ha dicho que sí —contestó él. Intentó ponerse un poco más serio—. Pero ha puesto unas condiciones. Voy a explicaros…
—¡Viva, viva! —le cortó la chica.
—¡Viva, viva! —exclamaron entonces los Agapornis, Torcuato y David se unieron a los vítores. El inglés intentó subirlo a hombros mientras le gritaba «torero», pero no pudo y acabaron todos en el suelo, riendo a carcajadas.
—Bien, os explico —dijo Carlos sentado en el suelo. Pidió calma con las manos—. La función será privada, solo para el personal médico del centro y las monjas que quieran ver la obra, que no creo que sean muchas. Puede que se deje pasar a algún enfermo, siempre y cuando sea de los más tranquilos y no den la lata. Todo, y cuando digo todo es todo, estará bajo mi responsabilidad. El director Apolo me lo ha dejado bien clarito, si ocurre algo «malo» me cortará los huevos personalmente. Tenemos que mantener aquello limpio antes y después de la función, y por supuesto que no se rompa nada o lo pagaré yo de mi sueldo. Y nada, tenemos tres semanas como mucho para ensayar, el director sabe que esto me apartará un poco de mis funciones y dice que no nos lo podemos permitir, que las cosas están muy malas y se nota cuando faltan dos manos, más si son las del enfermero jefe. Y bien verdad que es, estoy saturado y vosotros bribones vais a terminar con mi salud.
—¡Viva Carlos! —se encontró exclamando el tímido Torcuato. Casi se arrepintió en el acto y se puso como un tomate.
—¡Viva! —dijeron los otros, e incluso algún enfermo más con el que poco tenía que ver lo que sucedía allí.
* * *
Limpiaron el teatro de arriba abajo. La sala era amplia, con aforo para unas cien personas sentadas en butacones rojos de tela abandonados al polvo. Parecía como si su construcción hubiera sido un capricho del arquitecto y languidecía consumido por cucarachas, arañas, polillas y olvido. El escenario era de tablas casi podridas que crujían como la espalda de un segador de sesenta años, y no era muy grande. Dos cortinas rojas bastantes gruesas y sucias hacían la función de telón; cuando Agnus tiró de la cuerda que las descorría, estas cayeron al suelo junto con la cuerda y el soporte de metal, tapándola a ella, a Vicente y a Rita, que aplaudieron hasta que el mundo se les vino encima. Todos rieron a carcajadas y Torcuato estuvo a punto de orinarse encima, incluso se atrevió a bromear con Agnus al pisar el borde y no dejarla salir de debajo de la tela. Fueron varios días en que dedicaban sus tardes a esta labor, ya que por la mañana cada uno tenía sus deberes. Torcuato aprendía rápidamente su oficio de jardinero y, cuanto más sabía más le gustaba. Pensó que bien podría dedicarse toda la vida a cuidar de flores, plantas y árboles, incluso se ilusionó con la idea de tener algún día un pequeño huerto. Su abuelo Ramón tenía uno en mitad de la sierra, entre sus olivares. A veces había ido con él, siendo más pequeño. Recordaba que su abuelo, de vuelta, siempre le subía en el burro, que iba con las alforjas cargadas hasta arriba de las viandas que la tierra les proporcionaba. Atado detrás de ellos un rucho caminaba con menos carga. El campo es muy duro, niño, pero hay que amarlo como a una mujer porque es lo que nos mantiene con vida, le dijo una vez mientras vareaban un olivo para recoger las aceitunas, y eso nunca se le había ido de la memoria. Tampoco los capones que le daba si lo veía dentro del bar de la plaza o en las cercanías, o como se santiguaba cuando pasaba cerca de la iglesia. El rostro de su abuelo, sin embargo, sí se difuminaba con el tiempo. Lo mataron en la guerra siendo Torcuato bien pequeñito. Nadie de su familia se lo dijo directamente, pero se enteró por un amigo que fue por guardar dinero republicano que ganó honradamente.
Los primeros ensayos de la obra fueron un caos, Carlos se subía al escenario con ellos e intentaba poner cierto orden, pero cada uno acababa haciendo lo que quería. Agnus chinchaba a Torcuato ladrando a su alrededor y dando saltitos al grito de «ahora yo soy Totó», Vicente y Rita enseguida la imitaban y todo acababa cuando el chico se bajaba del escenario y se sentaba en una esquina de la última fila, con los brazos cruzados y mirada grave. Cuando todo fue cogiendo forma y se lo tomaron un poco más en serio el jefe de enfermeros decidió ver los ensayos desde la primera fila de butacas, para tener una visión más completa del escenario y de la posición de los actores.
En cierta ocasión Copperfield se sentó a su lado.
Ains, suspiró el inglés, cuánto tiempo hacía que no acudía a una obra de teatro, y ahora iba a ser uno de los protagonistas. Echaba de menos Londres y Dover, pese a la humedad y las lluvias. El teatro allí era fantástico y siempre que se acudía en buena compañía era mejor. Allí, en San Juan de Dios, a miles de kilómetros de Albión y con su trasero ahoyando el asiento, recordó a todos sus seres queridos, aquellos que en su atrofiada mente creía haber conocido, amado y dejado atrás, pero que no eran más que personajes de ficción creados por la mente del escritor Charles Dickens. Porque él era gallego, y tuvo una familia real, pero no recordaba nada de aquella vida que decían que tenía antes de ingresar. Al final pensó que todo el mundo estaba loco en España, que la guerra les había vuelto majaretas y que él era el único cuerdo, y lo aceptó. Ante su memoria pasó su buen amigo Tommy Traddles, al que conoció en la escuela de pensionados Salem House; a sus amados Pegotty, que tanto habían hecho por ayudarle cuando murió su madre; los siempre endeudados Micawber, cuya ayuda le fue indispensable para desenmascarar al horrible Uriah Heep; su tía Betsy Trotwood, que le había acogido cuando llegó hecho un mendigo de pies destrozados y rostro famélico, tras patear caminos plagados de ladrones y miseria; el señor Dick, el protegido de su tía, que pronto se convirtió en un padre para él; y, cómo no, sus dos amores siempre le acompañarían aunque nunca las hubiera besado o yacido con ellas en la cama. Dora, la bella y delicada Dora, qué pronto te nos fuiste, mi amor, Dios te guarde en su gloria. Y Agnes, mi hermana, mi amada, el amor que maduró desde la infancia hasta la vejez, la madre de mis hijos… suspiró en su butaca y Carlos le miró extrañado.
—¿Qué te ocurre, David?
—Recuerdos —respondió él, limpiándose una lágrima.
* * *
Cada día que pasaba la obra iba tomando forma, ya conocían sus guiones y ensayaban la entonación. No solían equivocarse, aunque Vicente y Rita sí se distraían con cualquier trivialidad, cuando no se estaban haciendo mimos. Copperfield a veces perdía la mirada y divagaba en sus pensamientos, quizá rememorando sus ficticios tiempos en Londres. Agnus y Torcuato, además de Carlos, eran los que más en serio se lo tomaban. Para ellos era muy importante que todo saliera bien. Iban a tener un público al que contentar, lo habían hablado a veces y aquello les ponía nerviosos, era una gran responsabilidad, temblaban solo de pensarlo. Pero lo harían, no defraudarían a nadie y Carlos se sentiría orgulloso de ellos.
Aquella tarde Torcuato estaba escondido detrás del butacón que habían escogido para que cumpliese las funciones de trono de Oz. Detrás, una sábana blanca y rota había sido pintada, de tal forma que un camino de baldosas amarillas estaba franqueado por hermosas flores que componían un tapiz de capullos amarillos, blancos, azules y púrpuras, además de amapolas escarlatas. Al chico le dolían las rodillas de estar acuclillado, pero tenían que repetir la escena varias veces porque se estaban confundiendo mucho.
—¿Qué os prometí? —dijo poniendo voz ronca, aunque quería reírse.
—Me prometiste enviarme de vuelta a casa cuando la Malvada Bruja fuese destruida —contestó Agnus juntando las manos a la altura del pecho y mirando hacia el trono vacío con cara apenada.
—¡Cerebro! —exclamó entonces Vicente, aludiendo a que a él Oz le había prometido uno. Luego comenzó a aplaudir.
—¡Corazón! —dijo Rita en su papel de leñador de hojalata. No puedo evitar reírse.
—Y a mí me prometiste darme valor —David dio un paso adelante y se golpeó el pecho con su puño. Se había pintado unos bigotes de león y se había quitado el sombrero; con el pelo largo y rizado bien parecía un león, viejo, eso sí.
En ese momento entró uno de los ayudantes de Carlos a la sala y se dirigió hacia él con paso apresurado; cuando llegó a su altura, le susurró algo al oído y este asintió.
—Chicos, tengo que salir un momento, al parecer hay una visita inesperada —les dijo levantándose de su asiento de director teatral—. David, no creo que tarde más de cinco minutos, hasta entonces te dejo como responsable de todo. Seguid con esta escena hasta pulirla bien, quedan pocos días para el estreno, ¡así que ánimo, mis pequeños actores!
En cuanto salió por la puerta, Agnus se sentó en el trono, resopló y se frotó los gemelos.
—¡Estoy cansada! —exclamó ante la mirada de incomprensión del inglés.
—Pero, my Darling, si apenas hemos ensayado…
Torcuato abandonó su puesto y se apoyó en el respaldo del asiento. Desde allí veía la nuca de la chica y la suave curva que hacía su espalda.
—¡Pues me duelen las piernas, las rodillas y los pies! —se quejó Agnus—. Hoy hemos lavado no sé cuántas sábanas en la pila y estoy reventada, ¡déjame descansar! ¿Quieres que te lo diga en inglés?
—No sabes inglés —contestó David.
—¡Y tú tampoco, solo palabras sueltas! —espetó ella.
—Podemos hacer un descansito pequeño —sugirió Torcuato para apaciguar los ánimos—. No creo que a Carlos le vaya a molestar si vuelve antes. Cinco minutos como mucho, David.
—¡Ja, ha dicho «molestá», se come las letras este andaluz! —se burló de su acento Agnus.
El chico la miró con rabia, pero enseguida se calmó, le había tomado el pulso, aunque no estaba acostumbrado a que la gente se riera de él por su acento. Al fin y al cabo, nunca había salido de su provincia con anterioridad.
—Como queráis, pero luego seré yo el responsable si Charles nos dice algo. —Se quitó el sombrero y se rascó la coronilla, pensativo—. Bueno, yo me siento con Vicente y Rita en los butacones. Vamos, niños.
Torcuato los miró mientras bajaban los escalones de madera, ¿debía ir con ellos? Le daba una vergüenza horrible quedarse solo allí con Agnus. De hecho, siempre que estaban un poco alejados del resto se iba porque empezaba a tartamudear y le temblaban las piernas. Sin embargo, estar con ella le insuflaba energías, su presencia era algo indispensable para él. Cuando la veía el corazón se le aceleraba, se ponía nervioso y no paraba de mirarla. Aunque tampoco conseguía aguantar mucho rato la mirada de la chica, la apartaba enseguida, y lo peor era que se ruborizaba, y que ella se daba cuenta, y aunque nunca le dijo nada, sonreía. Mierda, te gusta esta chica, y mucho. Nunca le había gustado anteriormente ninguna chica, nunca sintió deseos de besar a ninguna, y sin embargo hubiera dado un año de vida porque sus manos se rozaran en algún momento, por sentir el tacto de su piel. A veces se sorprendía mirándola cuando ella no le veía y pensando en que bajo aquella capa de autosuficiencia y alboroto había un corazón dulce. También estaba su olor, Agnus olía a una mezcla extraña entre jazmín y piel de naranja, cuando estaba cerca de ella trataba de respirarla al máximo, para llevarla dentro de él. ¿A qué sabrán sus besos? Se preguntó más de una noche mientras miraba al techo. Seguro que a melocotón, se contestaba él mismo, y es que su amigo Andrés, que ya había besado a una chica se lo dijo. Torcuato estaba tan ensimismado en sus pensamientos que, cuando se vino a dar cuenta, alguien le tocó en la espalda.
—¿En qué piensas? —le preguntó Agnus. Sus dos grandes ojos estaban clavados en él.
Allí, encima de aquel teatro, ellos dos eran los protagonistas de su propia obra. Copperfield y los Agapornis se habían ido a las filas de arriba, casi no se veían porque la luz brillaba por su ausencia allí. Tampoco les escuchaban, las voces apenas eran susurros amortiguados por los metros que les separaban. Aunque en ese momento se escuchó la risa estridente de Vicente, siempre feliz.
—Yo… en nada —contestó. Estuvo a punto de bajar los ojos, pero se contuvo, le echó valor.
—Nadie piensa en nada, en algo pensarás —respondió ella, después arrugó los labios.
Torcuato pensó en huir. Pronto comenzaría a hacer el ridículo y no quería. No delante de Agnus.
—Se puede pensar en nada, solo tienes que pensar en no pensar en nada —encogió los hombros como si hubiera dado una respuesta de lo más elemental.
—Eres un cabeza hueca.
—¡¿Pero por qué me insultas tanto?! —exclamó sin poder controlarse.
Se dio la vuelta, ahora sí que tenía claro que no iba a quedarse allí. Cuando dio un paso ella le agarró por el hombro y él se giró.
—¿No te has dado cuenta? —Agnus hizo la pregunta como si la respuesta fuera evidente.
—¿De qué?
¿A qué se refería?, no le gustaba aquello, le hacía sentir tonto ante Agnus. Inferior.
—De que me gustas, memo…
—¿Cómo? —No supo si había escuchado bien, pero la mandíbula se le desencajó y el corazón le galopó en el pecho.
—Calla —zanjó ella, y posó sus labios en los del chico con suavidad. Y entonces Torcuato supo lo que era un beso y conoció lo que era el amor. Amor era aquello, amor era un dios y el beso su profeta. Amor era sentirse morir quemado por dentro y renacer de las propias cenizas, amor era volar hasta el firmamento y abrazarse a una estrella. Los labios de Agnus se abrieron y su lengua bailó con la de Torcuato una bella melodía.
Esto no sabe a melocotón, no, se dijo, esto sabe mejor, un millón de veces mejor. Se preguntó entonces que cómo había podido estar perdiéndose eso, se preguntó si lo que estaba viviendo era real o si estaba soñando en el pabellón dormitorio debajo de las sábanas y mantas. Movió su lengua, la de Agnus la buscó, se acariciaban, aquello era mágico, más que el mundo de Oz, lo mejor que le había pasado en su vida, lo mejor que le iba a pasar en su vida. No quería que se acabase, quería besarla por siempre, quería detener el tiempo, abrazarla, fundirse con ella e impregnarse de su olor por toda la eternidad.
—¡Pero qué demonios está pasando aquí! —exclamó el director Apolo Sánchez.
Torcuato y Agnus despegaron los labios, el infierno había comenzado. ¡¿De dónde han salido?! Se preguntó alarmado Torcuato, sabiendo que aquello no iba a traer nada bueno.
—¡Cielo santo! —Sor Mateo estaba junto a él, cerca del escenario—. ¡Si yo sabía que algo así pasaría, el teatro lo inventó el demonio, señor director, le dije que debíamos haber venido antes por aquí!
—¡Carlos, Carlos! —vociferó aquel hombre de manos gigantes.