13

Pasó trece días en la enfermería. Aquello tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Por un lado podía descansar mejor por las noches y siempre estaba bajo la atención de Luisa, la enfermera, que le daba pastillas para el dolor, además de llevarle la comida. Allí no había ruidos, ni gritos aislados ni rebuznos mal entonados, tampoco monjas untadas en dinero para permitir atrocidades. Más bien aséptica calma. Aquello era lo bueno y, a la vez, lo malo. No tenía compañía, sus visitas eran muy espaciadas y cuando Luisa dio la última cura a Copperfield cuatro días después ya no recibió visita alguna que no fuera la de Carlos, que estaba demasiado ocupado como para estar cinco minutos con él. Echaba de menos a su familia, sobre todo a su madre. Ella le hubiera cantado coplillas mientras cosía sentada a su vera o le hubiera contado historias de cuando era pequeña e iban al regajo de los huertos a lavar la ropa sobre las piedras planas. Aquellas historias siempre le gustaban.

Interiormente su cabeza era un campo de batalla en el que había dos bandos: el desánimo, el sentir que algo había muerto dentro de él; y la ilusión de poder ver pronto a sus amigos, sobre todo a Agnus. Quería comprobar por sí mismo que la chica se encontraba bien.

Agnus te gusta, Agnus te gusta…

Lo peor fueron los ejercicios de recuperación. Luisa lo levantaba de la cama, hacía que se agarrase a su brazo y caminaban un poco por el pasillo de la enfermería. Para él cada paso era una tortura y un triunfo. Contaba cada pequeña baldosa mientras la espalda aullaba de dolor y le mandaba calambres para advertirle de que volviese al colchón. Aún así, la enfermera siempre le obligaba a caminar un poquito más, y él lo hacía entre lágrimas y palabras de ánimo.

Así pasó sus días y sus noches, hasta que el médico, un señor calvo y con barba, con olor a tabaco y mechero de yesca, que ni se presentó ni le deseó los buenos días, le dio el alta y una alargada muleta de madera para que se la metiera debajo del sobaco. Para entonces ya podía andar casi sin apoyo, aunque el dolor volvía pronto y se tenía que tumbar.

* * *

Agnus le miraba con aquella pose que ponía cuando quería hacer notar que estaba molesta. Brazos en jarra, un pie más adelantado que el otro y ojos entre enfadados y divertidos. Era como si ella nunca llegase a enfadarse del todo, como si en la vida nada tuviese la importancia necesaria para hacer brotar toda su ira, y eso a Torcuato le gustaba, aunque aquella vez él fuese el amonestado.

—Nunca vuelvas a hacer algo como lo que hiciste, ¿me oyes? —le recriminaba Agnus. El flequillo le cayó sobre la frente y el ojo y se lo volvió a meter tras la oreja.

—Bueno… —contestó él. Cielo santo, está guapísima, pensó.

—¿Bueno, qué? —ella frunció el ceño y arrugó los labios.

David Copperfield y los Agapornis les miraban divertidos. Estaban en la sala de los Desamparados, el amarillo de las paredes parecía más vistoso que nunca bajo unos tímidos rayos de sol. Torcuato descansaba en su sillón con la muleta apoyada a un lado y gesto compungido. Varios enfermeros pasaron junto a su lado para llevarse a un joven, poco mayor que Torcuato, que había comenzado a golpearse la cabeza contra un muro.

—Que sí, que no lo haré más —no quería discutir, no se sentía con fuerzas para ello—. Si no sé ni por qué lo hice.

—¿No lo sabes, niño tonto? —Quería pinchar al chico, que dijese la verdad. No sabía por qué, pero necesitaba oír algo, algo que ella comenzaba a intuir pero que no acababa de entender muy bien.

—No soy un niño…

—¿Solo tonto entonces? —vamos, di, ¿por qué lo hiciste, idiota? ¿Es que no lo vas a soltar por mucho que te pique?

—Ni niño, ni tonto… déjame, ¿eh? —Torcuato palmeó la muleta, no le gustaba aquella situación, quería irse de allí.

—No quiero, ¿me hiciste tú caso cuando por poco te muelen a palos? —¡Te estaba protegiendo!

Copperfield asintió y Rita y Vicente le imitaron con seriedad. Parecían los miembros de un jurado escuchando al abogado de la acusación y al de la defensa.

—No necesitaba tu protección. Pero si le hubiera dado una paliza a ese bigotón yo solita —dijo Agnus golpeando con un puño la palma de su otra mano—. Le hubiera metido ese palo por… Bueno, a ese y a todos los que venían con él. Panda de cobardes… Mira, Totó, cuando apenas tenía dos o tres años mis padres me abandonaron en las calles de Madrid, ya debía ser insoportable a esas alturas, digo yo, ¿y sabes qué? Salí adelante, sola, sin ayuda. He hecho de todo, hasta robar, así que no me hace falta ayuda, ya soy yo muy capaz…

—Dice Tobías que un valiente es el que se sacrifica por los que ama… —Casi al momento Torcuato se arrepintió de haber dicho aquello. Se sonrojó, miró hacia todos lados menos a Agnus, y ella, con la boca abierta no podía apartar los ojos del muchacho—. Oye, pero que yo lo hice por…

—Gra… gracias —atinó a decir Agnus. ¿Qué le estaba pasando? Nadie era capaz de dejarla sin palabras. Su lengua le había metido en líos en más de una ocasión, pero aquello la había desarmado. Se dio la vuelta porque ella también se estaba ruborizando y abandonó con paso rápido la sala de los Desamparados.

Copperfield reía a carcajadas y se palmeaba la rodilla como si le hubieran contado el mejor chiste de marineros de la historia. Torcuato no sabía dónde meterse. Vicente y Rita se levantaron y siguieron a Agnus. Entonces el inglés se levantó y estrechó la mano del chico, que le miró sorprendido.

—Felicidades, dear, creo que te estás enamorando. Como dijo mi apreciado paisano Shakespeare: «El amor, como ciego que es, impide a los amantes ver las divertidas tonterías que cometen». Oh, el amor, el amor, congratulations, my young friend!

Y pasaron los días como hojas secas arrastradas por el viento de otoño. Pronto las aguas volvieron a su cauce, aunque Torcuato no podía mirar de la misma manera a sor Mateo. Una mezcla de odio y temor reverencial se apoderaban de él, por lo que intentaba esquivarla con la mayor presteza posible. Su espalda mejoró pronto hasta tal punto que dejó de dolerle y volvió a su trabajo de aprendiz de jardinero junto al viejo Tobías, que gustaba de hablarle sobre la vida y le daba consejos que siempre procuraba tener en cuenta. También continuaron las tardes al cobijo de El maravilloso mago de Oz, eran tardes apacibles, y por mucho que leyeran el libro siempre surgían nuevas preguntas y comentarios, hasta que un día Copperfield tuvo una idea que marcaría sus vidas para siempre, tanto para bien como para mal.

—¡Podríamos hacer una obra de teatro sobre la novela! —exclamó animado.

* * *

—¿Pero vosotros estáis locos? —preguntó un poco escandalizado Carlos. El grupo de amigos le rodeaba, todos con caras suplicantes—. Bueno, olvidad esa pregunta. Pero ni hablar, no lo haré. El director pensará que tendrían que ingresarme a mí también aquí. No, no y no.

Si habían pensado en algún momento que convencer a Carlos Bardero sería fácil, estaban muy equivocados. El jefe de enfermeros se había reído en un principio, hasta que se dio cuenta de que hablaban en serio. Entonces su expresión cambió, no a desagradable, más bien a preocupación. Había apoyado su espalda contra la pared y cruzado los brazos en el pecho dispuesto a que nadie se los descruzara.

—Carlos, querido amigo. Creo que hablo en nombre de todos al decir que si alguien puede conseguir que nos dejen actuar en el teatro del San Juan de Dios eres tú —Copperfield desplegó su sonrisa más encantadora.

Come on, dear, ese teatro se construyó para algo, y desde que estoy aquí sus únicas inquilinas han sido las telarañas. Estamos seguro de que el director aprobará que se realice una obra tan inocente, a la par que magnífica, de esta novela —dijo agarrando el libro de las manos de Torcuato.

—Carlos… —Agnus puso sus manos en plegaria y le miró con la cara más triste que pudo componer.

—Carlos… —se unió a los ruegos Torcuato. Necesitaba aquello, lo necesitaba para evadirse más de la realidad. Para sentirse como uno de los personajes de aquella fantástica novela, aunque fuese Totó.

—Carlos… —repitieron al unísono Vicente y Rita, abrazados como siempre.

Un amago de sonrisa delató al enfermero, intentó volver a componer un gesto serio, pero todos lo habían visto y Agnus no estaba dispuesta a dejar pasar aquello. Se arrojó a su cintura y le abrazó con fuerza.

—¡Por favor, por favor, por favor! —repitió—. ¿Es que te perderías a Torcuato hacer de Totó, sí?

—Esto… yo… no creo que…

—Carlos, aunque sea solo proponérselo por encima, como si fuera la cosa más banal del mundo, ok? —apuntilló el inglés.

Carlos negaba con la cabeza, ahora reía abiertamente y miraba a la chica.

—Sois unos liantes de cuidado, Copperfield —dijo—. Está bien, hablaré con él, pero solo, repito, solo, si se encuentra de buen humor. Desde el fusilamiento del patio está de un humor de perros, no hay quien se le acerque sin que se líe a gritos. Si no es el momento lo dejaremos correr hasta que vea que puedo decírselo sin que me mande al paredón, ¿comprendido? Casi no pudo creerlo cuando todos se abrazaron a él. Tuvo que volver a ponerse serio para que le soltasen, entonces, aún negando con la cabeza, pero sonriendo, se despidió de ellos.

Esa misma noche Torcuato, abrigado por ilusiones y por su vieja manta, a la que ya había cogido cariño, no paraba de pensar en la posible obra de teatro. ¿Lo conseguiría Carlos? Estaba claro que si había alguien allí que pudiera era él. No quería hacerse ilusiones, pero le parecía casi que flotaba en la cama al pensar en que la obra pudiera llevarse a cabo. Tantas horas ensayando, metidos en sus respectivos papeles, riendo y cantando y… Agnus… ¿Pero por qué no paraba de venirle la imagen de la chica sonriendo a su cabeza? Ella se sonrojó, se dijo ilusionado. Cualquiera lo hubiera hecho en su lugar, tonto. Aquella era otra voz, y poco amistosa, Un pueblerino diciendo aquello de que alguien se sacrifica por los que ama, ¿pero cómo fuiste tan estúpido? Se sonrojó porque le daba vergüenza ajena. Ella ahora sabe que te gusta, y ten por seguro que tú no le gustas a ella. Mírate, eres un niñato, un perdedor, pero si ni siquiera hablas. No eres capaz de decir dos frases seguidas cuando estás con ella, ¿qué digo dos frases? Ni dos palabras. No me llames Totó, no soy un niño tonto, no soy una gallina… es lo único que pareces saber decir, idiota.

Se dio la vuelta en la cama, incómodo. ¿De verdad pensaba que tenía alguna oportunidad con Agnus? Ella solo se burlaba de él, además, era al menos dos años mayor, una chica dos años mayor que un tonto de pueblo. Jamás se fijaría en él. Comenzó a cambiarle el ánimo. Intenta dormir y calla las voces. Y eso hizo, se concentró en poner en una celda de aislamiento como la que él visitó, a aquella voz tan pesimista, y lo logró. Quedó dormido, aunque la maldición del sueño ligero volvió a actuar. Cuando abrió los ojos, Palo caminaba por entre las camas. No es que le viera todas las noches, sus incursiones eran espaciadas, pero parecía coincidir que siempre que aquel visitante caminaba por allí él se despertaba. En aquella ocasión, Palo se dirigió hacia Rodolfo Macías, otro chico joven, de unos dieciséis años. Habían intercambiado algunas frases él y Torcuato; Rodolfo tenía curiosidad por saber cuándo le crecería el mostacho al cordobés. No lo preguntaba con burla, era pura curiosidad, y Torcuato respondía que no lo sabía. Aquello se convirtió en una constante, aunque de vez en cuando la conversación pasaba a los pelos del pecho, de los huevos y del culo. El chico no sabía qué responderle a Rodolfo, lo cierto es que le incomodaban aquellas preguntas, pero comenzó a mirar su cuerpo en busca de algún indicio de que el vello fuera a brotar cual jardín en primavera. Al fin y al cabo tenía doce años, casi trece, pronto sería un hombre.

Adiós, Rodolfo, adiós, pensó Torcuato mientras miraba cómo el otro recogía sus cosas de la taquilla con Palo junto a él, con los brazos lacios como los de un escuálido orangután. Hubiera dicho que casi le llegaban a la altura de las rodillas. Y apenas se movía, era como un viejo sauce muerto clavado a la orilla de un riachuelo, y aquellos dedos, ramas esqueléticas.

Cuando Rodolfo recogió sus cosas ambos emprendieron la salida por aquel laberíntico camino de camas y ronquidos. Cientos de narices y bocas tocando una desastrosa melodía. Torcuato se atrevió a decir adiós con la mano, el otro se acercó corriendo hasta su cama. Tenía una especie de carpeta ocre y vieja en las manos.

—Eh, que me voy, ¿te han salido ya pelos en los huevos? —Cuando miré esta mañana no…

—Bueno, yo creo que a lo mejor para mañana te ha crecido alguno. En serio, aparecen ahí como de la nada y cuando te das cuenta tienes todo el cuerpo lleno de pelos. A veces es asqueroso, una vez conocí a un zagal que era como un mono, pero… —Rodolfo se interrumpió cuando una garra de Palo le sujetó por el hombro.

—Tú seguir a Palo, shhhhhh. —La voz cavernosa de Palo provocó un escalofrío a Torcuato. Rodolfo se despidió con la mano y se fueron.

Se iba, libertad, no había más muros que la mentalidad de la gente allá donde Rodolfo iba. Sintió envidia, ¿cuándo saldría él? ¿Le dejarían abandonar aquel manicomio algún día? ¿Recibiría él la visita nocturna de Palo? ¿Seguirían vivos sus padres y su hermano Julián para entonces? ¿Qué pasaría si todos, Copperfield, Agnus, Vicente y Rita se fueran antes que él? ¿Y si él se iba antes que ellos, cómo los vería? De nuevo miles de preguntas alborotaban su cabeza y no le dejaban dormir. Abrió los ojos, pero era tontería, cuando se encontraba en tal estado de actividad lo mejor era tranquilizarse, mirar al techo. Pero algo sobre las mantas llamó su atención, al principio creyó que era un agujero que no había visto aún, después supo lo que era y se sorprendió, ¿qué hacía allí una foto? No era muy grande. La agarró y cuando se la pegó a los ojos para poder ver algo supo a quién pertenecía. Rodolfo sonreía en blanco y negro, un chico poco mayor que él le abrazaba por los hombros. Ambos vestían exactamente igual, además, se parecían mucho. Sin duda debe ser su hermano, pensó. Mierda, se ha dejado aquí la foto, lo mismo es importante para él. Quizá tan importante como para mí mi hermano Evaristo, ¿y si su hermano murió en la guerra o como el mío y es el único recuerdo que tiene de él? Una nueva voz quiso prevenirle, ni se te ocurra, no te levantes de esa cama. Ya se ha ido y tú te puedes meter en un buen lío. Torcuato miró hacia la puerta, hacía apenas un minuto que había visto allí las sombras de Palo y Rodolfo, quizá aún estuvieran en el pasillo, solo tendría que abrir la puerta y llamarles sin levantar mucho la voz. No lo hagas, en serio. Pero lo hizo, se levantó, se calzó y corrió con cuidado hasta la puerta.

Aquello estaba desierto, pero se escuchaba a Rodolfo preguntándole a Palo si tenía pelos en el culo, al final del pasillo, en el recodo que iba hacia la izquierda y se perdía por el otro pasillo lleno de salas de enfermería, sillas ancladas a la pared y oficinas fantasmales. Torcuato intentó llamarles, pero como no quería provocar ningún escándalo y acabar con los huesos de nuevo en la celda de aislamiento no levantó mucho la voz. No le escucharon, y eso que estaban tan cerca… Se dio la vuelta y miró hacia el pabellón, todos dormían, pero aún así no quería arriesgarse.

Vas a hacer una locura, te arrepentirás.

Tengo que hacerlo, se dijo pensando en que si él se hubiera encontrado en la situación de Rodolfo le hubiera gustado que hicieran lo mismo.

Salió al pasillo, mirando hacia todos lados. Si veía u oía cualquier cosa sospechosa volvería al pabellón como alma que lleva el diablo. No iba a arriesgarse, quizá aquella foto era importante para Rodolfo, pero pensando de forma egoísta a él no le merecía tanto la pena como para acabar aislado o algo peor. Se dio un susto con su propia sombra y el corazón se le desbocó. Idiota.

Caminó de puntillas, aguzando el oído, las voces parecían ahora más amortiguadas. Se alejan, pensó, tengo que correr un poco más. Giró al final del pasillo a la izquierda, no había nadie, habían vuelto a girar, pero en esta ocasión vio la sombra alargada de Palo y decidió andar más ligero, casi les había dado alcance, aunque el pabellón comenzaba a quedar un poco alejado. Se la estaba jugando, lo sabía, si le pillaban tan lejos ninguna excusa le libraría de un buen castigo. Justo estaba pensando en eso cuando escuchó varias voces más y una puerta abrirse para después cerrarse con rapidez. Asomó la cabeza por el nuevo pasillo, con sigilo y nervios a partes iguales, el corazón latiéndole desbocado. Nada, nadie. Si había tenido una ocasión de devolver la foto a Rodolfo esta ya había pasado, no se arriesgaría tanto. No tocaría esa puerta, no era tan tonto.

Un momento, se dijo entonces, una idea le había abordado, pasaré la foto por debajo de la puerta. Sin duda la verá cuando salga y la recogerá, aquí hay mucha luz, no tendrá problemas y yo me sentiré mejor.

Seguro que te pillan.

No lo harán, seré muy rápido y estoy cerca de la esquina, si oigo algo me vuelvo corriendo sin que me vean y me arropo hasta la cabeza.

A los asesinos las cosas no les salen bien. Al final siempre pagan… tú mataste a tu hermano, aunque no tuvieras la pistola. Recuérdalo.

Con determinación salió de su escondite y se pegó a la pared de enfrente, se dirigió hacia la puerta, llegó, se agachó, metió la foto por debajo, se levantó, y justo en ese momento comenzaron los gritos. Rodolfo gritó tanto que congeló el corazón de Torcuato en el pecho, sístole, diástole, sístole, sístole, sístole. El chico se quedó clavado contra la pared, con los ojos muy abiertos, temblando. Los gritos no cesaban y las piernas del chico no querían obedecer. Sor Mateo estaba dentro, la había escuchado dando órdenes, y había alguien más. Varios. Unos pasos de se dirigieron a la puerta y entonces Torcuato reaccionó y corrió y corrió hasta que llegó a su cama. Entonces se tapó hasta la cabeza y siguió temblando, a la espera de que sor Mateo y Palo fuesen a buscarle para hacerle lo mismo que fuese que le hacían a Rodolfo.

Cuando amaneció y el canto alegre de los pájaros resonó en los jardines, Torcuato aún seguía temblando, esta vez bajo la cama, con su cara pegada al frío suelo.