La oscuridad no era su aliada, él no era Palo, el visitante nocturno que hacía imaginarias entre aquel cementerio de hierros oxidados que eran sus camas. Él era Emilio Torcuato Palomo, el destrozafamilias, el loco, la oveja negra, el escudo humano. El que nunca podría volver a Ojuelos Altos con la cabeza alta. La oscuridad no le daba alas para volar sino que lo aplastaba contra el suelo como un mosquito insignificante espachurrado por el dedo del destino. Allí no había ecos, no había sonido, y sin embargo sentía que podía hablar, solo que no podía. Pero sí se oía. Eres una decepción para todos, perdedor, loco, las palabras reverberaban en su mente, no las veía tampoco, pero no hacía falta, las sentía en sus huesos, en cada poro de su piel, en cada mota de oscuridad. He hecho algo bueno, y no por alguien malo, se contestó a sí mismo. Y las voces de su cabeza no le rebatieron, pensó que entonces tenía razón y eso le motivó a seguir: Agnus es buena, ella no merecía lo que le querían hacer. Silencio. Estaba ganando la batalla, ¿ella es buena? Respondieron entonces las voces, ¿Qué sabes de ella?, se burla de ti, una loca burlándose de ti, ¿merecía tu ayuda? ¿Merecía tu dolor?
Sí, sí, sí, sí, sí… lo merecía, porque ella es buena.
¿Y dónde está ahora Agnus?
Antes de salir de la oscuridad ya sentía su cuerpo dolorido, entumecido en algunos sitios. Sabía que alguien le hablaba, pero no le entendía ni sabía quién era, y como no podía abrir los ojos tampoco podía leerle los labios. El tiempo pareció detenerse en su cabeza, a oscuras todo se detiene, o casi todo, porque sentía su pecho subir y bajar, y lo oía como si alguien agitara tablas rotas dentro de un saco de tela. Trish, trash, inspira, trish, trash, respira. Aquello dolía, mucho, tuvo un concepto más amplio de lo que significaba la palabra dolor, y para él respiración y dolor llegaron a ser uno. Y lo peor de todo era estar consciente y no poder hacer nada más que pensar, porque pensar le dolía en el alma, hubiera preferido estar inconsciente, o quizá no despertar nunca. ¿Por qué la gente hacía cosas así? ¿Por qué habían pagado por pegarles?, ¿por diversión? ¿Por qué nadie había hecho nada por detenerles? ¿Y Carlos, y el director Apolo Sánchez? ¿Por qué había guerras o guardia civiles malos? Muchos «por qués» y muy pocos «porque»… él no tenía respuestas y dudaba que alguien las tuviera, porque aquello no era cuestión de que se tratara de temas de adultos. Torcuato estaba seguro de que ellos tampoco podrían responderle.
Un día sintió que alguien le daba algo líquido, era sopa, o agua, no identificaba bien el sabor. No supo con seguridad si lo que le dijeron fue «tómatelo, te vendrá bien» o «bébetelo, te pondrás bien», pero parecía como si sus oídos y su cerebro quisieran volver a colaborar, quizá solo estaban cerrando acuerdos. El líquido corrió por su garganta y aquello también le dolió, intentó girar la cabeza para negarse a tragar, pero su cuello no se movió ni un milímetro. Aún así, la voz que no conocía le dijo que se estuviera quieto, que no intentara moverse. Dolor, quiso decir, pero la voz —ahora supo que era una voz femenina— dijo ¿cómo?; dolor, repitió él, pero ya no pudo escuchar ni decir nada más, su mente desconectó, se apagó como la llama de la vela apretada por las yemas de dos dedos.
No supo cuánto tiempo pasó así, y su primer recuerdo claro llegó el día en que pudo abrir un ojo un poco, solo un poco. Por la rendija apenas pudo verse a sí mismo, al menos su lado izquierdo, y la pantorrilla y zapatos blancos de una enfermera, que no dejaba de ir de un lado a otro de la enfermería con prisas. Pero tanto movimiento le mareaba, así que intentó observarse solo a sí mismo. No podía ver mucho, estaba tapado con una manta marrón y una sábana blanca impoluta. Hizo todo el esfuerzo del mundo para intentar levantar la mano izquierda, pero esta apenas se movió bajo la ropa de cama, como si tuviera un tic. Una nueva palabra comenzó a angustiarle, parálisis, vas a ser un paralítico, como «el aguilucho» del pueblo, que se cayó de un andamio y se partió la espalda. Solo que tú no tienes hijas que te cuiden y que te limpien el culo, Torcuato. Cerró los ojos y lloró, y supo que no solo se mojaba por dentro, porque sintió la cara húmeda.
—Eh, chico, chico, no llores, te vas a poner bien —dijo la enfermera. Quiso preguntar por Agnus, necesitaba saber cómo se encontraba, pero ya estaba de nuevo desconectando. Al menos puedo llorar, se dijo, después durmió.
* * *
Cuando pudo abrir los dos ojos, el sol entraba en cascada por la ventana y le bañaba la mitad de la cara. Partículas de polvo bailaban entre rayos de luz como si tuvieran vida propia y fueran danzarinas del viento. Una mano apretaba la suya, se giró y se topó con la cara sonriente de David Copperfield. Llevaba el sombrero puesto, pero se adivinaban vendajes debajo de él, además, tenía los ojos morados y varios vasos sanguíneos se le habían roto formando una tela de araña roja junto al párpado inferior. Aún así, el inglés parecía de lo más contento.
—Por fin despiertas, my friend —dijo—. Por un momento creía que te perdíamos.
—A… Agn… Agnus…
—¿Cómo? —Copperfield se inclinó, casi pegó su oído a los labios de Torcuato. Esto hizo que el chico sintiera impotencia.
Debo gritar, tiene que oírme.
—¡Agnus! —dijo entonces.
Su amigo se incorporó de nuevo, seguía sonriendo. La enfermera pasó junto a ellos y le dirigió una mirada severa al inglés.
—Ah, ella está bien. La verdad es que tiene algún rasguño y más bien se lo provocó al defenderse. Me lo ha contado todo, you know? —Esto último no lo entendió el chico. A veces era exasperante que mezclase un poco de inglés en sus frases—. Me ha dicho que la protegiste con tu cuerpo, que no llegó a recibir ni un palo.
Dicho esto se quedó pensativo, la sonrisa se le había borrado del rostro, sus ojos se habían enfriado. Torcuato supuso que estaba recordando el día de la paliza. Sin embargo, él se encontraba mejor anímicamente. Agnus, su fea, estaba bien, a salvo, con solo unos rasguños. Todo había merecido la pena… entonces recordó algo.
—Pa… parálisis.
—¿Parálisis? —Copperfield se quedó pensativo, luego abrió los ojos mucho y volvió a sonreír—. Ah, no, jaja. Don’t worry, my friend, no te vas a quedar paralítico. Según la enfermera, y siempre bajo el diagnóstico del médico, te quedan unas dos semanas aquí, luego saldrás por tu propio pie. Tienes un par de costillas rotas, traumatismo craneoencefálico y no sé qué más… —de nuevo se puso serio—. Al parecer, si la chica que venía con ellos no se hubiera puesto a gritar como una posesa puede que aquel tipo te hubiera dejado paralítico o… matado a golpes. Fuiste muy valiente, Torcuato, y por ello siempre tendrás mi amistad, y créeme que algún día te lo demostraré. Agnus es una gran chica, y seguramente no hubiera aguantado los golpes como tú… esos… esos miserables —ver llorar a un hombre de aquella edad hizo que a Torcuato se le encogiera el estómago. Apretó su mano y el inglés debió de sentirla porque le dedicó una mirada de admiración, se enjugó las lágrimas y volvió a sonreír.
—Gra… gracias por ve… venir —consiguió decir.
—Nada —dijo este restando importancia—. Traigo algo para ti. Con esto de que puedo salir y entrar de enfermería para las curas he podido ver a Vicente, a Rita y a Agnus. Y bueno… emmm… Agnus me dio esto para ti —dijo poniéndole una notita arrugada entre sus dedos.
En ese momento entró Carlos en la habitación, Torcuato apenas pudo girar el cuello para mirarle. Cuando lo vio, allí, de pie, ojeroso, con su uniforme blanco, no supo si alegrarse o intentar levantarse y golpearle por no haber estado allí para protegerlos. Carlos pareció intuir los sentimientos del muchacho y su cara dibujó una expresión de «lo siento». El enfermero se metió las manos en los bolsillos, saludó a Copperfield con la cabeza y el otro le devolvió el saludo.
—¿Puedes dejarnos solos? —le preguntó al inglés.
—Sure —respondió este. Miró a Torcuato, apretó durante unos segundos más la mano y se levantó de la cama—. Vendré a verte pronto. Fuerza, cordobés, fuerza. Tus amigos te esperamos.
Después salió de la habitación y Carlos ocupó su lugar. Torcuato no quería hablar con él, prefería contar motas danzarinas de polvo u oír el canto de los pájaros que provenía del exterior. En el pueblo estarías poniendo la red para cazar pajarillos.
Cualquier cosa menos enfrentarse a la decepción.
—Lo siento —dijo entonces el enfermero. No le miraba a él, observaba sus manos, o el suelo, el chico no lo podía saber bien—. Me han contado lo que pasó. Yo no estaba en San Juan de Dios a esa hora, pero tampoco quiero mentirte, de haber estado lo más seguro es que tampoco hubiera podido evitar lo que pasó. Muchas cosas escapan a mi control aquí, Torcuato. Me ocurre como a ti, soy víctima de las circunstancias. Cuando le pregunté a sor Mateo sobre lo ocurrido me dijo que hubo una pelea entre vosotros en la sala de los Desamparados, que os disteis con todo lo que pillasteis a mano. Que tú tuviste la culpa, que eres un peligro, una fuente de problemas, un descarriado. Eso fue lo que me dijo. Por supuesto yo sabía que todo era mentira, conozco a esa alimaña. Me entero de todo lo que ocurre aquí dentro, ya sea por mis ayudantes o mediante algunos locos que no están tan locos. Pero no puedo hacer nada, de poco me serviría denunciar lo que sucede al director, incluso quizá él lo sepa, aunque lo dudo. Y a las autoridades mucho menos, no investigarían, lo comunicarían a Apolo Sánchez y entonces seguramente yo acabaría de patitas en la calle y todo aquí seguiría igual. Sé que no puedes hablar mucho, no quiero molestarte más. Solo venía a disculparme y a decirte que intentaré que todo aquí vaya a mejor con el tiempo. Solo eso. Descansa.
Torcuato estaba conmovido, hubiera deseado poder apretar la mano de Carlos en ese momento. No era tan tonto como para no comprender su situación, él lo había descrito muy bien, estaban hermanados, eran víctimas de las circunstancias, ambos. Cuando el jefe de enfermeros se levantó él inclinó la cabeza, asintiendo. Ve tranquilo, pensó, y lo supo transmitir muy bien porque Carlos le revolvió los pelos y le dijo:
—Recupérate, zagal —dio unos pasos para salir, pero se volvió—. Se me olvidaba…
Arrojó El maravilloso mago de Oz sobre el regazo de Torcuato. Luego salió.
Se quedó solo, ni rastro de médicos o enfermeras. Solo camas vacías, ventanas sin abrir, ánimos por los suelos, miedos flotando junto a él, un pequeño gran libro entre los pliegues de su ropa de cama. Entonces recordó que tenía algo en la mano. Concéntrate, puedes hacerlo, se dijo. Ordenó a sus manos que respondieran y estas respondieron que sí, que querían, pero no se movieron. Malditas, tenéis que hacerlo, os lo mando. Su mano izquierda, la que tenía la nota apretada, se movió, poco a poco se fue levantado. Aquello le suponía un esfuerzo descomunal, le agotaba como no se había agotado cuando su padre le llevaba a hacer «picón» a las seis de la mañana y se tiraba horas y horas arrojando retamas sobre una enorme candela. La mano izquierda no quiso ser menos y acudió al encuentro de su hermana. Entre las dos pudieron desdoblar el papelajo. Torcuato al principio vio un galimatías de letras, don Eduardo le había hablado de jeroglíficos egipcios, quizá fuera eso, o quizá otra de las bromas de Agnus. Después su cerebro comenzó a identificar caracteres. Una caligrafía torcida, de letras grandes, escrita a lápiz:
Eres tonto, muy tonto, y tengo ganas de pegarte… pero ponte bueno pronto, Totó.
Y más abajo un nombre, Agnus.