—¡No, no, querida! —exclamó Torcuato—. En realidad soy un hombre muy bueno, aunque admito que soy un mago bastante malo, dijo Oz a Dorothy.
Agnus, sentada en el suelo y con las piernas cruzadas, soltó una estridente carcajada y comenzó a golpearse las rodillas con vehemencia, Rita y Vicente también lo hicieron con aquella risa contagiosa que tanto gustaba a todos. Muy malo, muy malo, repetía el oligofrénico y su compañera inseparable coreaba junto a él. Torcuato no pudo evitar bajar la vista de las páginas y sonreír. Le habían convencido para terminar de leerles el libro. En un principio no quiso, se enfurruñó en su lectura solitaria cuando vio que los pasos decididos de Agnus se dirigían hacia él. Pensó que la chica le saltaría con alguna de las suyas o que le llamaría Totó y ladraría, pero se equivocó: ella le preguntó que cómo estaba. Allí, plantada delante de él y con expresión preocupada. El chico no supo cómo reaccionar, así que no reaccionó hasta que pronto llegó el resto de aquella estrafalaria pandilla.
—My friend, ¿cómo te encuentras hoy? —le preguntó el inglés quitándose el sombrero de copa y haciendo una exagerada reverencia (para él siempre sería inglés, dijese lo que dijese Agnus).
Y él habló, poco, como siempre, pero lo suficiente para que volviera a sentirse cómodo en compañía de aquellas personas. Cuando Agnus le pidió que terminara de leerles El maravilloso mago de Oz y Vicente y Rita aplaudieron y gritaron que les leyera, él no supo decirles que no. Todos se sentaron a sus pies y escucharon atentamente, y allí seguían cuando sor Mateo y un grupo de cinco personas, dos hombres y tres mujeres cuyas miradas no le gustaron, entraron en la sala de los Desamparados.
El chico intentó seguir con la lectura, pero su cabeza se desviaba una y otra vez hacia la oficina de las enfermeras, desde donde se repartía la medicación día sí y día también a los pocos afortunados que la recibían, que solían ser los que tenían familiares con más dinero, no los parias del país como Torcuato. Esos solo aspiraban al electroshock.
En la oficina vio cómo sor Mateo daba a los visitantes unos monos de trabajo de color blanco. Nunca había visto esos monos con anterioridad, estaba acostumbrado a verlos verdes, pero los dos hombres que acompañaban a la monja se estaban quitando sus ropas hasta quedarse en calzoncillos (ropas caras, por lo poco que entendía el muchacho) y se los estaban poniendo. Una de las mujeres, la más joven, la de mirada azul, negaba con la cabeza, estaba roja y parecía incómoda. Las otras dos reían y miraban a los hombres con nerviosismo, aún así aceptaron ponerse el mono por encima de sus vestidos de diseño. Sor Mateo fulminó a Torcuato con la mirada, pero enseguida volvió la vista hacia la mujer joven e hizo gestos algo más vehementes para que aceptara el mono. Al final ella lo cogió, pero no se lo puso, lo guardó bajo el brazo.
—Totó, sigue, ¡que ya queda muy poco! —le recriminó Agnus.
—¿Eh?, ah, sí —contestó Torcuato que ni reparó en la broma. Sus ojos volvieron a la oficina de enfermeras.
—¿Qué ocurre, dear? —preguntó Copperfield girando su cuerpo hacia donde el chico miraba.
Sor Mateo y el grupo al que guiaba salieron de nuevo a la sala de los Desamparados. Uno de los hombres, delgado, con bigote y sonrisa de alcalde, le dio un fajo de billetes a la religiosa y ella sonrió. Después los contó uno a uno. Los dos hombres llevaban ahora bates de beisbol y parecían evaluar su peso blandiéndolos en el aire, sus dos mujeres varas de olivo pegadas a los muslos, finas. La mujer más joven, la que había rehusado el mono, no levantaba la vista del suelo, no portaba nada en las manos. No quería estar allí, de eso se dio cuenta Torcuato. No quería estar allí porque algo malo iba a pasar, razonó. Un paciente, Toribio, de unos cuarenta años y errático deambular, esquizofrénico como él según su historial, recibió el primer golpe. Un bate lo dobló en dos. Su único pecado fue el de pasar cerca del visitante del bigote.
—¡Buen golpe, César! —gritó su amigo, que aprovechó para asestar otro en la espalda de Toribio y mandarlo al suelo entre gritos de auxilio.
—Cinco minutos tienen, y procuren no matar a ninguno, no queremos tener que dar explicaciones luego —dijo sor Mateo ya entre gritos de pacientes que se veían venir encima un problema muy gordo. La fría mirada de la monja tras las lentes recorrió toda la sala, después salió y cerró la puerta.
Todo sucedió muy rápido. David Copperfield se levantó con los brazos en alto y exclamando que qué ocurría allí, que aquello no era cosa de seres racionales, que en su país jamás hubieran permitido una cosa así. Que si unos verdaderos caballeros…
—¡Dale fuerte a ese imbécil, Manolo! —Y Manolo dio fuerte a ese imbécil.
El sombrero de Copperfield cayó hacia un lado y el cuerpo del hombre hacia otro. Sin conocimiento, con una brecha en la cabeza.
Hubo más gritos, Agnus no acertaba a moverse, estaba petrificada, al igual que Torcuato. Al menos durante los primeros segundos. Después, sin saber muy bien por qué lo hacía, sin tiempo siquiera para pensar en lo que hacía, se arrojó encima de la chica y la cubrió con su cuerpo cuando César estaba a punto de golpearla. Torcuato no sintió el golpe porque no llegó a recibirlo, el del bigote había detenido el bate poco antes de darle. El chico levantó la cabeza, el bigote del hombre estaba curvado hacia arriba en una sonrisa.
—¡Eh, mirad, este pequeño loco quiere defender a su novia! —dijo a los demás.
—Cielo santo —dijo una de las mujeres, algo regordeta y morena, de las que no había pasado hambre durante la guerra—. ¿Les permitirán… quiero decir… les dejarán tener sexo aquí a estos animales?
Sus amigos rieron, todos menos la más joven, que seguía encogida de hombros, contemplando el linóleo. Cualquiera hubiera dicho que tenía frío, porque temblaba.
—Bueno, vamos a quitarle a este las ganas de follar. Y cuando termine con él su putita loca seguirá su misma suerte —apostilló César.
Entonces Torcuato sí sintió el golpe, en plena espalda, a media altura. El dolor fue insufrible y le recorrió el cuerpo en todas las direcciones posibles. El dolor era un río que se ramificó en cientos de venas por la orografía del chico. Agnus gritó, intentó apartarle, hacer algo para detener a aquella gente. Pero Torcuato se aplastó más contra ella, cubrió su cabeza y casi todo su cuerpo. Parecía una sanguijuela gigante adherida a la chica. En la cabeza de Torcuato ya solo surgió una idea, nadie le haría daño a Agnus. ¿Sigue siendo fea? ¿Y tonta? ¿Tanto te gusta y no lo sabías? Las preguntas surgían mientras los palos caían, una y otra vez. Incansables. Oyó risas, oyó gritos, «ey, esto es más divertido que ir a pescar pez espada, ¿eh, César?», sentía a Agnus moverse bajo él, pero no iba a dejar de protegerla. Nadie le tocaría un pelo. Al bate de beisbol le acompañó una vara, aquella no dolía tanto, pero escocía mucho. No te harán daño, Agnus, no te harán daño, nunca, pensaba Torcuato, solo que no lo pensaba sino que lo decía en el oído de la chica. Sus caras se rozaron, ella lloraba de impotencia, él gritaba.
—Joder, es dura la rata esta, no hay quien los despegue, lo mismo están follando ahora mismo, jaja. Sería ya el colmo, vamos —rió César.
Aunque en realidad estaba cabreado. Él siempre se salía con la suya, la gente le obedecía, nadie osaba contradecirle. Porque tenía dinero y el dinero es poder. Ni un mocoso enamorado le impediría hacer lo que quería, «lo que le salía de los huevos», como le gustaba decir a sus amigotes. Le sudaban las manos pese a que hacía frío, le dolían los brazos, el bate pesaba un quintal. Aquel chico sangraba, seguro que tenía algo roto, y gritaba, aunque cada vez más bajo. Si hacía falta le mataría y después a ella. O solo a ella para que aquel jodido loco comprobase que nadie retaba a César García Márquez. Soltó el bate e intentó separar a Torcuato y Agnus con las manos, pero no pudo y encima la chica le arreó una patada en la cara y le partió el labio. Aquello lo encendió más y comenzó otra retahíla de palos con sus últimas fuerzas.
—¡Su puta madre! ¡Os voy a matar a los dos! —gritó César levantando el bate de nuevo. Mechones de pelo se le adherían a la frente sudada. Ya nadie reía.
—¡Suéltame, suéltame! —gritaba Agnus al chico, pero el chico no la soltaba.
—¡No te harán…! —intentó decir Torcuato. Y ahí terminó su frase, justo en el mismo momento en que la madera golpeaba su cabeza y las luces se apagaban dentro de ella.
Alguien gritó esta vez, y no era ningún paciente. La mujer más joven, la que les acompañaba, la hermana pequeña de César, gritó y gritó hasta que todos corrieron hacia ella, incluido César que la llamaba «pajarito» y que siempre tenía buenas palabras que le regalaban el oído.
Y aún así, «pajarito» no dejó de gritar hasta que abandonaron el manicomio pocos minutos después.