Cuando aquella noche apagaron las luces del pabellón, los disparos de fusil aún resonaban en la cabeza del chico. Miraba hacia el techo sin ver los desconchones y humedades del cielo raso, solo veía el reguero de sangre surcando meandros de barro. Y cuerpos cubiertos con sábanas, la mitad de la cara de su hermano Evaristo arrancada. La noche era oscura fuera, como el corazón de las personas, y quizá hubiera sido silenciosa en otro sitio, pero en el pabellón dormitorio de hombres de San Juan de Dios, no. Tras un minuto eterno en el que todo el mundo callaba por respeto a la negrura que pasaba de acechar bajo las camas o dentro de las taquillas para directamente atacar a sus presas, comenzaron los murmullos de los que no iban a poder dormir y las llamadas al silencio de los más cansados. Alguien, unas filas adelante y a su izquierda, comenzó a imitar a un burro. Torcuato pensó que era una imitación desastrosa y molesta. Lejos, quizá en la otra punta del dormitorio, se oían los lloros desamparados de algún pobre desgraciado que quizá había tomado conciencia de donde se encontraba, o quizá no, quizá se sentía más perdido que nunca. Como él.
El chico estaba seguro de que jamás, aunque pasara media vida allí, se acostumbraría a aquello, pero sin embargo estaba creando una especie de muro de aislamiento alrededor de su mente. Poco a poco, con adobe, sudor y lágrimas. No era algo que hubiera pensado conscientemente, pero ahí estaba.
Cuando sintió que el colchón se combaba a sus pies supo que alguien se había sentado junto a él. Dio un brinco, pero no le extrañó descubrir la amable cara de David Copperfield. Sonreía, destilaba cariño.
—¿Estás bien, chico? —preguntó este poniendo una mano en su rodilla por encima de las mantas.
—Sí —respondió él incorporándose y abrazándose las piernas. Copperfield asintió sin dejar de sonreír con ternura. Un paciente se acercó hasta él y le hizo gestos con la mano para pedir un cigarrillo. Negó con la cabeza y el hombre siguió su errático camino.
—Algunos guardas han contado lo que habéis tenido que hacer. Es duro, más para tu edad. Shit! Ningún niño debería vivir una guerra, y menos, morir en una guerra. Y tampoco cargar con los muertos de los demás. Bueno, solo quería asegurarme de que estás bien —miró a Torcuato a los ojos, desafiando a la oscuridad. Ya no sonreía, pero su tono de voz acariciaba.
El chico asintió lentamente. Se encontraba entre acongojado por lo visto y emocionado de que alguien se preocupara por él. Echaba de menos aquella sensación, y David parecía un buen hombre. Se encontró preguntándose si hubiera caído bien en su familia de haberse conocido en otras circunstancias. Seguramente a Julián no, pero Julián era Julián. ¿Y a Evaristo? Evaristo… la congoja se le agarró a la garganta provocándole una pequeña asfixia, sus ojos se derramaron en lágrimas, no muchas, pero las suficientes para que Copperfield las viera.
—Ey, caballerito, no te preocupes. Don’t worry. —El hombre se levantó y abrazó a Torcuato. Dio varios golpes suaves en su espalda—. La vida es dura, pero estarás bien. Te lo aseguro. Y además, ya no estás tan solo, aquí tienes amigos. Están Vicente y Rita, estoy yo, y bueno… está Agnus. Ahí donde la ves es una niña sensible y con muy buen corazón, aunque haga esas bromas que puedan parecer pesadas. Hoy estaba preocupada por ti, se enteró de lo que has presenciado y quería verte, pero no la dejaron.
Torcuato hubiera querido que el abrazo del gallego que se hacía pasar por inglés durase más, pero no se quejó cuando David volvió a tomar asiento junto a sus pies.
—David —dijo entonces— ¿qué es un vampiro?
—Oh, my god —contestó este tras una risilla—. Creo que ya se ha ido alguien de la lengua, ¿eh? Y estoy seguro de que sé quien fue. Pero no temas, lo del vampiro de los sótanos no es más que una leyenda, nadie, que sepamos, lo ha visto. En todos los sitios se inventan cosas así —viendo que Torcuato no quedaba convencido con esto decidió continuar—. Dicen que canta canciones de guerra cuando alguien va a morir cerca de este sitio. En fin, cuando era más joven que tú y vivía en Dover con la tía Betsy, leía un poco de todo. Quería culturizarme, ser alguien útil y no volver a pasar por las miserias por las que pasé, y me encantaban las enciclopedias. Las que tenía allí cogiendo polvo mi tía. Mi tía te hubiera caído bien, muchacho, era una mujer muy excéntrica y con genio, pero todo corazón y coraje, de eso pueda dar buena cuenta el señor Dick, o yo mismo. Bueno, no me desvío de la pregunta, eh, leí sobre la figura del vampiro. En esencia, un vampiro es una criatura maldita, un ser humano sin humanidad, pero inmortal. A nightmare creature. Según el folclore de otros países, se alimenta de la sangre de los que fueron sus congéneres y representa el mal. Unos dicen que tiene afilados colmillos, otros que se puede transformar en araña, murciélago e incluso lobo, pero toda mente lógica y dotada de raciocinio sabe que son patrañas. Invenciones para asustar a los niños en las noches frías de invierno, a la luz de una chispeante candela. Nada más.
—Pero Agnus dijo que aquí había un vampiro. —Y creo que yo le escuché, se guardó para sí. Torcuato había sentido escalofríos ante la descripción de su amigo, por mucho que negase la existencia de dicho ser.
Copperfield agarró el sombrero que no se quitaba ni aún con el pijama puesto, se pasó la mano por los canosos cabellos y resopló. Torcuato comenzó a recriminarse a sí mismo, ¿de nuevo iba a caer en lo de los monstruos? ¿No había tenido suficiente con Palo?
—Agnus puede decir muchas cosas, incluso inventárselas. Chico, no creas todo lo que ella te diga, no porque lo haga por maldad, ni mucho menos. Ella es muy buena, es que… —titubeó unos segundos, después guardó silencio.
—¿Es que qué? —preguntó entonces Torcuato con el ceño fruncido.
—Nada, nada —contestó David Copperfield, que acompañó sus palabras con movimientos rápidos de cabeza—. Duerme todo lo tranquilo que puedas, amigo mío. Mañana será otro día, y seguramente mejor que el de hoy. Me voy que mis huesos comienzan a crujir y el frío no ayuda. Dicho esto se levantó y volvió a su cama rodeado de muchos enigmas y de los gritos de varios pacientes, inclusive una imitación desastrosa de rebuzno.
* * *
Soñó que era libre, soñó que las balas de los fusiles volvían hacia atrás y nunca eran disparadas, que el plomo no ansiaba la piel de nadie, y así ningún pastor inocente moría por amor a su familia. Soñó con que Evaristo vivía, que su cabeza seguía intacta y que él, el pequeño de la familia, estudiaba en la cocina, y leía El maravilloso mago de Oz bajo la mirada de la lumbre y a cubierto de la noche ventosa. Soñó hasta que despertó, y vio a Palo, inmenso, jorobado, caminando entre niños de infancia rota y adultos de vida estéril cercados por la locura. La oscuridad era su aliada, su amiga, la oscuridad había jurado lealtad a Palo como los caballeros del Medievo juraban lealtad a sus señores.
Torcuato no gritó esta vez, ni se levantó de la cama, tan solo se apoyó sobre sus codos para observar. Palo se detuvo delante del camastro de un paciente anciano, Ataulfo, le llamaban. Ataulfo era un buen hombre, no molestaba nunca a nadie, ni a sí mismo. Solo repetía una y otra vez «las milicianas querían divorciarse, y bailar, sí, jaja, bailar bajo el sonido de las bombas al caer. Una vez vi a un avión nacional rodear a un avión republicano, sonó la metralleta y vi al avión caer echando humo».
Aquella torre con piernas tocó los enjutos hombros del durmiente, no con miedo pero sí con respeto. El hombre, calvo y adormilado, dio un brinco, pero se recuperó al instante, ¿ya?, ¿a mí? ¡Sí, sí!, dijo tocando la cara deforme de Palo sin creerlo del todo. Alguien le mandó callar. Ataulfo se levantó raudo y sonriente y fue a por su ropa y demás enseres, a aquellas horas de la madrugada el chirriar de la taquilla abriéndose era un escándalo, pero pocos se quejaron. El hombre se vistió mientras el mundo dormía.
Cuando Palo y el anciano se fueron, Torcuato miró al techo de nuevo. Al menos alguien será libre hoy, pensó. Después, cerró los ojos.
Antes de volver a dormirse, en ese estado de duermevela donde arriba es abajo y abajo arriba, donde lo imposible se funde con lo lógico y le hace el amor, bajo el suelo del pabellón, escuchó un gemido inhumano que iba in crescendo. Algo se arrastraba en los sótanos. Algo maligno. Lo achacó a una pesadilla.
«Cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer me hallará la muerte si me lleva y no te vuelvo a ver formaré junto a mis compañeros que hacen guardia sobre los luceros, impasible el ademán, y están presentes en nuestro afán».