Aquella noche David y yo dábamos vueltas en la cama procurando no cerrar los ojos en ningún momento por si al zorro vengador se le ocurría volver.
Wanchu estaba con nosotros, y aunque trataba de vigilar la puerta, vimos cómo daba alguna cabezada.
No podíamos descuidarnos. Sobre todo David, que fue quien le descubrió. Acurrucado entre las sábanas de la litera de arriba, la mía, miraba atentamente cualquier movimiento extraño que se produjera en el enorme dormitorio: Zack conocía bien el terreno y podría entrar por cualquier lugar.
—¡Cuándo se hará de día! —repetía cada cinco minutos.
Lo hizo, por lo menos, un millón de veces.
Nada más amanecer salimos al exterior. La cocina estaba aún cerrada. Ni siquiera la cocinera se había levantado para preparar el desayuno.
Belén y Cris aparecieron con los ojos hinchados. Tampoco habían dormido, pero como era el día de visitas y vendrían sus padres, se fueron a la ducha para tratar de despertarse, arreglarse y mostrar buena cara.
—¡Vaya día! —suspiré.
Ese primer domingo sólo veríamos a la familia de Cris y de Belén. A nosotros vendrían a visitarnos la semana siguiente.
—¡Si estuviesen mis padres, me iba con ellos! —dijo David.
—No seas tonto. Ahora nos queda lo mejor del campamento. Además, sin ese zorro vengador y con la prórroga de otra semana que nos ha dado el director, ya no hay problemas para que sigamos gastando bromitas. He pensado alguna que…
En esos momento vimos al director y corrimos hacia él. Le alcanzamos al mismo tiempo que Yolanda.
La monitora sonreía relajada. Tenía una buena noticia que comunicar:
—He estado escuchando la radio local y han dicho que esta mañana la Guardia Civil detuvo a un joven que conducía un BMW rojo metalizado y…
—Por fin —dijo David—. ¿Lo detuvieron porque iba a demasiado velocidad?
—En cierto modo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el director, intrigado.
—Que iba tan rápido que no vio un árbol y se chocó contra él, pero no le ha pasado nada.
—¿A mi coche?
—No, a Zack. Salió del vehículo por su propio pie y desapareció de allí. Iba a decir que la Guardia Civil está siguiendo sus pasos.
Aquella noticia nos alegró tanto que cuando llegaron los padres de Belén no me importó que estuviese con ellos Erika, a la que acompañaba su inseparable y enorme perro baboso.
—¡Sabab! —lo llamé, y al acordarme de él traté de huir antes de que aquel animal me tirara al suelo y me lamiera la cara, como era su costumbre.
Pero esta vez me llevé una sorpresa. El enorme perro corrió hacia mí, pero pasó de largo y continuó hasta el grupo que había detrás del nuestro. Me volví. Allí estaba Héctor contando a su prima y a sus amigas lo bueno que era en los deportes y lo que le quería todo el mundo.
Y como si Sabab lo hubiese escuchado se lanzó a sus brazos, le tiró al suelo y empezó a bañarle la cara con su gigantesca lengua llena de babas.
—¡Sabab, déjalo! —le dije.
—¡Oh, ha encontrado a un nuevo amigo! —suspiró Erika, que se acercó hasta su perro.
—¿Estás loca? —protestó el sobrino del director desde el suelo.
No había manera de quitarse de encima a aquel monstruo baboso.
—¡Oh, sí! —dijo Erika—. Si le has gustado a mi perro, es que eres un chico guay. ¡Qué fenómeno! ¡Cómo nos lo vamos a pasar los tres!
—¿Los tres? —repitió Héctor, que al fin consiguió ponerse en pie, pero por poco tiempo, ya que Sabab le empujó y besó otra vez el suelo.
Desde allí, el sobrino del director pudo ver cómo su prima (y sus amigas) le daban la espalda y se alejaban, aunque antes se giraron para despedirse:
—Adiós, Héctor, pásatelo bien con tu nuevo amigo.
—¡Esperadme, esperadme! —gritó, tratando de levantarse—. En cuanto me quite a este bicho de encima estoy con vosotras.
Aquella escena era tan divertida que nos costaba movernos de allí, pero los padres de Belén vinieron a recogernos para ir al encuentro de los padres de Cris, que acababan de entrar y buscaban aparcamiento.
Antes de avanzar, giré la cabeza para disfrutar de aquella visión, y al ver al enorme perro encima de Héctor, incordiándole y chupándole la cara, no pude evitar exclamar:
—¡Definitivamente Sabab ha perdido el olfato y el gusto!
—No es el único —añadió Belén, sonriente—. Pobre hermanita. ¿Cómo puede pensar que Héctor es guay? ¡Lo que le queda aún por aprender!
David y yo la miramos, tratando de aguantarnos la risa, y una vez que estallamos en carcajadas, Cris intervino:
—Yo creo que le tenéis un poco de manía. En el fondo, Héctor no es un mal chico.