27. Una confesión y una huida

No fue una entrada muy gloriosa, pero resultó espectacular. Con tanto impulso, tropecé en el cable de la lámpara de pie y la tiré al suelo. Antes de caer, la bombilla se rompió en la cabeza de Wanchu, al tiempo que el director veía cómo se llenaban de cristalitos los papeles de su mesa. En fin, pequeños daños colaterales. Lo importante era que teníamos las pruebas para salvar a nuestro amigo. Los Sin Miedo estaban otra vez juntos, aunque uno de ellos (yo mismo), seguía en el suelo, entre los restos de una lámpara hecha añicos.

—El zorro —dije—, el zorro vengador…

No hubo necesidad de explicar nada más.

Zack debió de darse cuenta de que estaba descubierto y pensó que lo mejor que podía hacer era confesar.

—Lo siento, chicos, perdonadme por estropearos el juego del zorro. No iba contra vosotros. Yo… —nos dejó boquiabiertos con esta disculpa.

No le salían las palabras y le temblaba la voz. La verdad es que visto así nos daba pena, y aún nos dio más pena al empezar a contarnos su vida.

Al parecer, cuando Zack era un chico de doce años, sus padres, en contra de su voluntad, le apuntaron a un campamento, al mismo campamento en el que estábamos ahora. Y lo pasó muy mal: era tímido, lleno de miedos, y los mayores se burlaron de él, le gastaron bromas muy pesadas. Lo peor fue que ni los monitores ni nadie hizo nada por ayudarle.

—Yo no estaba entonces, Zacarías —trató de justificarse el director—. Es más, me pusieron al frente de este lugar para que lo convirtiese en un campamento estival en el que todo tipo de chicos y chicas pudieran encontrarse a gusto disfrutando de la naturaleza, el deporte, la aventura, la educación, la camaradería… En fin, eso es lo que modestamente he intentado hacer.

Zack ya no le escuchaba. Su cabeza estaba en otra época, en esos días de verano en los que tanto le humillaron. Desde entonces, y esto era lo más triste, había vivido con una única obsesión: convertirse en monitor del Campamento del Aire y vengarse de todos, de los chicos acampados, de los monitores y hasta del director.

Sus macabras bromas del zorro vengador eran sólo el preámbulo de algo que llevaba varios años planeando y que cada vez iba a ser más terrible.

No sabíamos por qué nos contaba aquello. Debía de estar arrepentido o necesitaba confesar sus fechorías para sentirse mejor. Parecía un oso herido.

O así lo creía yo.

De repente le cambió el tono de voz y empezó a hablar como si fuese otro.

—¡Había pensando un final que ni siquiera os podéis imaginar, je, je! —gritó, y se rio igual que un loco.

David y yo dimos un paso hacia atrás. Nos dio la impresión de que nos lo estaba contando sólo a nosotros dos.

—¡Oh, no!

Nos asustamos al ver sus ojos brillantes, ausentes, perdidos. Era imposible saber lo que pasaba por su cabeza.

Se hizo un silencio muy tenso, y el director se le acercó muy despacio para tratar de calmarle. Sin embargo, el monitor culpable se alejó a toda prisa derribando sillas y saltó por la ventana, no sin antes mirarnos a David y a mí, al tiempo que gritaba, entre dientes:

—¡Me vengaré! ¡Me vengaré! ¡Esto no va a quedar así!

Aquello era igual que una película de terror. Nosotros estábamos demasiado asustados para dar un paso. Los monitores, por su parte, salieron por la puerta tratando de alcanzar a su compañero.

—Ahora me explico lo de las zetas —dijo Belén—. Así que esas zetas que encontré con Xira las robó de pequeño y las guardó hasta ahora.

—¡Es increíble! —suspiró el director, tratando de ordenar un poco su despacho.

—¿Le ayudamos a recoger esto? —se ofreció Cris.

—Oh, no, os lo agradezco de verdad, pero dejadlo. Ahora que ha pasado todo, tenemos que prepararnos para el día de visita. Mañana es un día grande.

Ya íbamos a salir cuando llegaron los tres monitores seguidos de un nuevo invitado, Héctor, que creía que se estaba perdiendo algo importante en el despacho de su tío.

—¡No hemos podido echarle el guante! —anunció Wanchu.

—¡Se ha escapado en su coche! —informó Yolanda.

—¿Quéeeeee? —exclamó el director, y por las venas de su cuello se notaba que estaba muy enfadado— ¿En mi BMW rojo metalizado? —no se lo podía creer—. ¿Cómo ha sido posible?

Los monitores señalaron a Héctor, que no entendía por qué lo miraban así, y trató de justificarse.

—¿Entonces ya sabéis lo de Zack, verdad?… —empezó a hablar—. El pobre se tenía que ir urgentemente a casa para ver a su madre, que está muy enferma. Me lo contó mientras recogía sus cosas en el cuarto, y yo le dejé las llaves de tu coche —explicó, dirigiéndose al director—, las que me diste para que te las guardara por si perdías las tuyas. ¿He hecho bien, tío?

Pero el director sólo tenía un pensamiento en su cabeza.

—¡Mi coche! ¡Mi coche!

—No te preocupes, tío, que ya te lo traerá. Zack se ha ido, pero ha dicho que volverá, que esto no iba a acabar así —Héctor se quedó pensando y preguntó—: ¿A qué se refería?