22. Huesos que aparecen y desaparecen

Enseguida averiguamos que las sospechas de David no tenían ningún sentido. Yolanda, la monitora, no estaba espiándonos en la iglesia. Según nos explicó, había ido al pueblo abandonado porque nos vio salir del campamento y nos siguió, ya que no se fiaba nada de nosotros.

Mientras tanto, bajamos los cinco a la cripta, dispuestos a mostrarle aquel esqueleto al que le faltaban la calavera y los huesos de las piernas, pero una vez allí nos llevamos una sorpresa que nos heló la sangre. No podíamos creer lo que teníamos delante.

David y yo nos frotamos los ojos para asegurarnos de que no veíamos visiones, y las chicas tenían la misma cara que si estuvieran delante de un fantasma. Sólo a Yolanda le parecía normal lo que había en aquel nicho: los restos de un muerto enterrado debajo de la iglesia.

—¿Qué tiene de extraño este esqueleto? —preguntó.

Como aún no le habíamos contado nuestro descubrimiento, la respuesta la dejó más confusa.

—La calavera y las tibias —dijo David—. Alguien las ha devuelto.

—Sí, y ha tenido que ser ahora mismo, mientras salíamos de la iglesia —recordó Belén.

—El ladrón ha de estar aún por aquí —dedujo Cris, y envalentonada con el refuerzo de la monitora, se puso en acción inmediatamente—. ¡Hay que atraparle!

Cristina no es la más valiente del grupo, pero esta vez iba tan lanzada que ni siquiera se volvió para asegurarse de que íbamos tras de ella. La monitora no entendía nada, pero nos siguió con cara de asombro, esperando que en algún momento alguien le explicase lo que estaba ocurriendo.

Salimos los cinco al exterior. David y yo observamos atentamente a nuestro alrededor, mientras Cris y Belén dieron una vuelta completa a la iglesia.

—¡Nadie! —concluimos, con una cierta inquietud.

Si quien nos espiaba no había salido, debía de estar escondido dentro. Nos miramos atentamente sin saber qué decir.

—¿Y si atrancamos la puerta y dejamos encerrado a ese zorro cobarde y traidor? —sugirió David.

—No. Vamos a entrar a buscarlo —dijo Cris, y al ver nuestras caras, añadió—: No temáis. Ahora somos CINCO. Yolanda, ¿tú nos acompañas, verdad?

La monitora al fin abrió la boca.

—No sé lo que estáis tramando, pero no os voy a dejar solos en ningún momento. Eso, desde luego.

Sin hacer ruido, fuimos explorando el interior de la iglesia, banco a banco, mirando bien por todos los rincones. Luego subimos al coro y seguimos ascendiendo hasta el campanario.

—¡Nada! —suspiró Belén.

Era como si la calavera y las tibias hubiesen aparecido por sí solas.

—¿No serán huesos fantasmas? —se dijo David, y él mismo se contestó—: ¡Qué tontería! —pero más adelante volvió a hacerse la misma pregunta.

En realidad no estábamos seguros de nada, pero teníamos que irnos. Ya habíamos mirado todos los lugares posibles de la iglesia donde pudiera caber una persona, y la monitora, además, se estaba impacientando.

Por el camino de vuelta al campamento le contamos a Yolanda nuestra teoría de que los huesos del esqueleto de la cripta eran los mismos que los de la bandera pirata: alguien los había cogido de allí y luego los había dejado otra vez.

No le sonó tan extraño como nos imaginábamos. Ella ya sabía que nosotros éramos el zorro del aire, y también que existía otro zorro desconocido que gastaba bromas cada vez más macabras. Como sospechábamos, el director se lo acababa de decir esa tarde a los cuatro monitores. Fue en la reunión de alto nivel a la que se había referido David.

Cuando llegamos al campamento vimos que el segundo turno no había salido de acampada como estaba previsto. Yolanda nos lo explicó:

—El director ha pensado que es mejor retrasar unos días esa excursión. Ahora hay… —y se calló.

—Otros problemas —concluyó David, sonriendo.

—¡Siempre hay problemas con tanta gente junta, aunque esto no había ocurrido nunca! —se lamentó, y corrió hacia Wanchu, que la llamaba desde lejos.

Curiosamente, entre nuestros compañeros se respiraba una paz desconocida. Casi todos se habían decantado por los juegos de mesa: el parchís, la oca, el dominó, las damas, el ajedrez, las cartas, la rana… Los dos días de excursión habían dejado su huella. El ambiente era tranquilo: Chuenlín hablaba con Inés y otro compañero. Héctor paseaba con Gracia, y las otras dos Barbies tomaban el sol.

Miré a Cris, que fingió no ver al sobrino del director, aceleró el paso y se sentó junto a un árbol.

—Ahora que estamos todos, debemos resolver el asunto cuanto antes —dijo, decidida—. Seguro que hay una explicación coherente.

—¡Nosotros ya le hemos dado muchas vueltas! —dije.

—¡Demasiadas, diría yo! —opinó David.

—Pues, a ver, contad me con más detalle. Quizás se necesite un nuevo punto de vista.

—¿El tuyo? —sonrió Belén.

—¿Por qué no? —dijo desafiante; luego suavizó su voz—. Entre todos será más fácil.

Entonces le contamos a Cris la historia completa del zorro del aire, nosotros, y las bromas del zorro vengador, así como nuestras frustradas teorías y las pocas cosas que habíamos descubierto. Una de ellas era el llavero de delfín, un objeto que Cris ya conocía pues Héctor le había regalado uno, según nos confesó.

—¿Pero cuántos llaveros de delfines hay? —pregunté, intrigado y algo furioso.

—Lo importante es saber quiénes son los que lo tienen ya quién le falta el delfín… —recordó Cris—. Héctor me dijo que en el despacho de su tío había una caja llena. Creo que se los regaló el padre de un acampado.

—Ya habíamos pensado seguir la pista de los delfines —le dije—, pero…

—¿Y por qué no habéis hablado con el director de esto? —interrumpió Cris.

—Es que el director era uno de nuestros sospechosos —dijo Belén, que enmudeció al instante porque, en ese momento, el director avanzaba hacia nosotros.

Antes de llegar hasta donde estábamos hizo un gesto a David para que se le acercase. Le dijo que al día siguiente, después del desayuno, nos esperaba a los tres en su despacho, pero que entrásemos disimuladamente.

—¡Yo también voy! —decidió Cris al enterarse.

—Pero…

Era inútil tratar de disuadir a Cristina. Cuando tiene una idea fija no hay manera de convencerla de lo contrario.

El caso es que, a pesar de la intriga que nos despertaban los últimos acontecimientos, aquella noche dormimos de un tirón. Estábamos demasiado cansados y necesitábamos recuperar fuerzas.

Amaneció con un sol brillante, algo que nos animó. Estábamos seguros de que ese día resolveríamos el misterio y creíamos que el director nos daría alguna información clave.

Nada más entrar en su despacho, nos informó de que la confusa situación seguía sin aclararse. Eso no era lo más grave:

—Este domingo —añadió— vienen los padres de visita, y no quiero ni pensar lo que ocurriría si a ese zorro secreto le da por gastar una de sus bromitas de mal gusto. Sería el fin del campamento, e incluso, peor. Me podrían denunciar por imprudencia temeraria o… Por eso se lo he contado a los monitores y quería que vosotros lo supierais.

—Pero… —intervine, contrariado—, ¿por qué lo ha hecho? El zorro puede ser uno de ellos. Cada vez lo tengo más claro.

—Ya lo he pensado —explicó el director—. Es más, me temo que sea así: Víctor, Xira, Yolanda o Zack.

—¡Yolanda, no! —replicó rápidamente Cris.

—Puede ser cualquiera de los cuatro —repitió el director, bajó la cabeza y se interrogó—. Pero ¿quién? ¿Y por qué? Llevo dos días haciéndome sin parar esas preguntas. Ya ni duermo.

—¡Tranquilo, jefe! —le animó David, al ver su mala cara—. ¡Déjelo de nuestra cuenta! A nosotros no hay misterio que se nos resista.

Y tenía razón: Los Sin Miedo volvían a estar juntos y juntos eran capaces de resolver cualquier enigma. Entonces miré a Cris, esperando que se le ocurriera alguna idea brillante.

—¡Los llaveros! —dijo en voz alta.

El director, sorprendido, se acercó a la mesa de su despacho.

—¿Os referís a los llaveros del padre de Urko? ¿Queréis uno? Me regaló una caja de doce y aún me quedan… Hummm —empezó a contar mentalmente—. A ver, tres para mi sobrino, cuatro para los monitores, uno para la cocinera, tres y cuatro, siete, y uno ocho, menos doce… ¡Cuatro, aún debe de haber cuatro por aquí! Justo, uno para cada uno.

—No queremos lIaveros. Ya tengo uno que me regaló Héctor —dijo Cris—. Queremos saber a quién le falta el delfín.

—¿Qué? —el director, aturdido, nos lanzó una mirada severa, como si creyese que le estábamos tomando el pelo.

Entonces le explicamos lo del delfín que David y yo encontramos cerca del cementerio el día de la paloma muerta. Aquella noticia iluminó su cara.

—Mi sobrino no puede ser. Y tampoco, la cocinera: la conozco de toda la vida. Eso confirma que el vengador es uno de los monitores. El primer día les entregué un llavero a cada uno con la llave del armario del material. Voy a pedírsela inmediatamente —y nos miró, animado—. Id a buscarlos y decidles que los espero en el almacén del material. ¡El caso está resuelto! —concluyó, esperanzado.

—¡Ojalá! —murmuré yo, que ya tenía un sospechoso.