20. Oculto en todas partes

No sé lo que había visto, pero aquella noche estuve con los ojos bien abiertos hasta que se me cerraron solos. Me desperté el último. Cuando me levanté, ya estaban todos vestidos, incluso David, que vino hacia mí, animado.

—¿Sabes que las huellas que vimos anoche no eran del zorro?

—¿Por qué?

—Porque el zorro vengador ha actuado esta noche en el campamento donde se han quedado los otros. Nos lo ha contado la sargento.

—¿Qué?

Mientras desayunábamos, Yolanda volvió a repetir la historia.

Al parecer, aquella mañana había llamado por teléfono a Wanchu y este le había dicho que se habían quedado a oscuras por la noche y que cuando fue a la caja de los contadores descubrió una Z. Entonces se dio cuenta de que alguien —el zorro— había quitado los fusibles y los había sustituido por unos hilos de cobre muy débiles que, en cuanto encendieron todas las luces, se fundieron al no aguantar tanta intensidad.

—¡Muy listo ese zorro! —concluí.

—Lo que no entiendo —le dijo Yolanda a Zack, que la escuchaba tan atentamente como nosotros— es cómo se les ocurren esas cosas tan complicadas a los chicos de hoy. En nuestra época no teníamos ni idea de que existieran las cajas de fusibles y ahora…

—¡Este zorro sabe bien lo que hace! —comentó el monitor, y yo me estremecí, porque estaba pensando lo mismo.

Por suerte nos separaban cinco o seis kilómetros del campamento y un río. De pronto, al recordarlo, me sentí más intranquilo: si las huellas con ceniza que vimos por la noche no eran del zorro vengador, ¿de quién podían ser? Y no era esa la única incógnita: también estaba el asunto de la luz que desapareció en cuanto la vi.

No quise contárselo a David porque sus explicaciones suelen dejarme aún más preocupado. Además, empezaba la acción. Nos esperaba un día muy movido al aire libre: una excursión por los alrededores, un baño en el río, una divertida carrera de sacos en la ladera de una montaña, una merienda…

No estuvo mal.

Por la noche se repitió el fuego de campamento.

Estábamos tan agotados que no teníamos fuerzas ni para abrir la boca, así que el monitor comenzó a contarnos una historia que a mí me sonó a inventada.

Fue la primera de una serie de leyendas urbanas. En vez de escucharlas, hubiese preferido jugar a las cartas, pero parece ser que cuando se está en un lugar solitario, alrededor del fuego y de noche, hay que contar historias de miedo.

Y la de Zack lo era.

Trataba de unos amigos que van de excursión a un bosque. Se encuentran con un tipo que les avisa que no deben acampar en aquel lugar e insiste en que no pasen allí la noche. Los chicos no le hacen caso, le dicen que el campo es de todos y que no hay nada que se lo prohíba. «Está bien, haced lo que queráis, pero recordad que si sopla el viento del Sur…». Ellos no entendían de vientos, así que le interrumpen: «¿El viento del Sur?». Y el otro explica: «Sí, ese viento que es como un gemido. Si sopla, recordad lo, no debéis salir de ningún modo al exterior y cerrad muy bien la tienda sin dejar ningún resquicio: vuestra vida peligra». «¿Por qué?», pregunta uno de ellos, mientras los demás se burlan de la amenaza. «¿Por qué? Porque ese viento seca el cerebro de los animales, les vuelve locos, y entonces… ¡cualquier cosa puede ocurrir!».

El monitor lo contaba como si lo estuviera viviendo. Me fijé en sus ojos. Eso fue lo que más me sorprendió, pero a mis compañeros no les afectó demasiado.

Les impactó mucho más la historia que relató Héctor sobre unos estudiantes que cogen una mecedora en la basura, la llevan a casa y, por la noche, oyen unos ruidos extraños, se levantan y allí, en mitad del salón, la mecedora no para de moverse sola, como si se hubiera sentado en ella el fantasma de su antigua dueña.

A mí la historia que más miedo me dio fue el caso de una señora que un día ve luces moviéndose en mitad de la habitación, grita, y su marido, que se estaba afeitando, se corta el cuello y empieza a sangrar. Después…

¡Uf!, no quiero repetirla, pero ya os lo imagináis, ¿no? El caso es que esas luces, que sólo veía ella, aparecen siempre que va a ocurrir una tragedia.

Cuando Gloria acabó de contarla, me froté los ojos y le dije a David:

—¿Seguro que anoche tú no viste también unas luces muy pequeñitas en la oscuridad?

—Ya te dije que no —contestó tan serio que le creí, para mi pesar.

Belén, que estaba al lado, se unió a la conversación.

—¿De qué habláis?

—Esta noche va a ocurrir algo grave —señalé en tono misterioso, y al alzar la vista hacia el fondo descubrí un detalle que no dejó de inquietarme—. Mirad, chicos —dije, señalando con el dedo—, ¿no es una Z aquello? —y ante su silencio, proseguí—. Las ramas de ese árbol forman una zeta, la firma del zorro.

—Estás un poco mal —señaló Belén.

—Sí, claro, una zeta —le quitó importancia David—, y aquellas ramas forman una ele. Y las otras, una efe y una jota, ¿no ves? Si te pones a imaginar, es fácil imaginarse cualquier cosa. Pasa lo mismo que con las nubes: puedes ver en ellas la figura que se te ocurra.

—Ya pero…

—¡Te has obsesionado! —concluyó Belén, y se separó pues nos estaban llamando para ir a las tiendas de campaña.

El día había sido largo y cansado. A los pocos minutos todos mis compañeros ya estaban dormidos. Al verlos en sus sacos, tan tapados y sólo con la cara descubierta, me recordaron a unas momias malévolas que cobran vida en mitad de la noche. Al instante saqué los brazos y zarandeé a David. Necesitaba hablar con alguien.

—¿Eh? —gritó—. ¿Qué pasa?

Mi amigo se dio media vuelta y giró hacia mí, asustado, parpadeando. Le acababa de sacar de un sueño, posiblemente de una pesadilla.

—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? —dijo, moviendo rápidamente sus ojos hacia todas partes con una mirada que no parecía suya.

Y de pronto, en aquel silencio, comenzó a oírse algo como…

—¿Eeeeeso es el viento? —preguntó, aún sonámbulo.

Nos miramos y escuchamos lo que parecía la respiración de un gigantesco animal herido y que a mí me recordó…

—¡El viento del Sur! —sugerí, pues me llegó a la mente la historia que nos había contado el monitor.

David se despertó de golpe y completó:

—¡El que vuelve locos a los animales!

No había tiempo que perder: corrimos hacia la entrada de la tienda, cerramos la cremallera hasta el final y tapamos las dos ventanitas de gasa que había a los lados.

Con tanto movimiento pisamos más de un bulto rodante. Nuestros compañeros se fueron despertando.

—¿Qué hacéis?

—¡No cerréis así, que nos vamos a ahogar!

—¿Qué pasa?

No fue necesario contestar: el viento lo hacía por nosotros. Sonaba tan fuerte que era como si estuviésemos viviendo una película de huracanes.

De repente, pareció disminuir, pero su gemido llegaba mezclado con otros sonidos de fondo:

—¡Lobos!

—¡Jabalíes!

—¿Pueden ser osos?

—¿Qué animales hay en un bosque? —preguntó David.

Todos nos quedamos mudos e inmóviles, como si temiéramos ser divisados por las fieras. Héctor fue el primero en reaccionar.

—¡Vamos, chicos, esto es absurdo! Debe de tratarse de alguna broma. ¡Será el zorro otra vez! ¡Salgamos a ver!

Nadie dio un paso. Héctor, tampoco.

—¡Qué lástima que no tengamos aquí un móvil! —se quejó Kevin.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, de pie, sentados o medio tumbados, rígidos, petrificados, mirándonos unos a otros, sin saber bien qué hacer.

Como si se hubiesen fundido los plomos, aquel sonido desapareció de golpe: ya no había viento ni se oían animales alrededor, pero igualmente nadie se movió de la tienda.

—Si no estuviésemos todos aquí, hubiese creído que era un sueño —me dije.

—¡Igual lo es! —comentó David, ya relajado y me pellizcó, al tiempo que decía—: ¿Notas algo?

—Tú eres el que va a notar un puñetazo en la cara como…

—Tranquilo, Álvaro, que quería comprobar que estábamos despiertos de verdad. Era, como tu dirías, un experimento científico…

A la mañana siguiente, nadie salió del saco hasta que no oímos las voces de Yolanda, que intentaba levantar a las chicas. Una vez que supimos que ya estaban fuera, nos asomamos al exterior, aunque nuestro monitor no andaba cerca para meternos prisa.

—Ah, por fin aparecéis. Zack ha ido a buscar leña para el desayuno. ¿Por qué no vais a echarle una mano? —sugirió la monitora, y nos miró a David y a mí—. ¡Es por allí!

—¿Por ahí? —dije, y di un paso hacia atrás.

David lo advirtió y me preguntó qué me pasaba. No podía decirle que fue precisamente en esa dirección en la que creí ver las luces fugaces que él no vio. Pero aquel asunto ya no me preocupaba demasiado. Era de día. Los paisajes cambian con la luz.

Cuando regresamos, bien cargados, los chicos y las chicas seguían hablando del viento loco y los gruñidos de esos animales que habíamos oído todos menos el chino. Chuenlín no se despertó aunque le pisamos varias veces.

—¡Es extraño todo esto, muy extraño! —dijo Belén.

Y se iba a explicar mejor cuando David la cortó:

—Oye, que esa frase es mía, y me toca decirla a mí —nos miró a todos, y repitió, muy despacio—. ¡Es extraño, muy extraño!

Luego, dirigiéndose a Belén, preguntó:

—¿Qué es lo extraño?

—¡Las huellas! —aclaró Belén, que era una experta montañera—. He estado mirando alrededor del campamento y sólo he visto nuestras huellas, pero ninguna de animales.

—¡Es cierto! —dijo Gracia—. Y anoche parecía que los lobos estaban aquí al lado. ¿Seguro que entiendes de huellas?

—Mejor que tú de ropa de marca —le soltó, ofendida.

Ambas se miraron como si se desafiaran a un duelo, pero Cristina, que seguía dando vueltas al asunto, comentó:

—Lo más extraño no es eso, sino… —y enmudeció, como si siguiera pensando.

La miramos, pero no dijo nada más. Corrió hacia su tienda y la seguimos. Se detuvo un instante, tomó un pañuelo y lo levantó al aire.

—¿Qué haces? ¿No querrás jugar ahora a…?

—Ya está —dijo Cris, segura de lo que había descubierto—. No estamos en ningún recodo protegido. Aquí corre el aire, como en todas partes.

—Claro. ¿Ahora te enteras?

—No, lo que me sorprende es que anoche sopló un viento fuerte, muy fuerte. Todos lo oímos, y sin embargo…

—Y sin embargo —le tomé el relevo, porque acababa de verlo claramente—, las paredes de la tienda de campaña ni se inmutaron. Teníamos encima el viento, lo oíamos bien, pero el viento no llegaba hasta nosotros… ¿También ocurrió así en vuestra tienda?

—Sí.

—¡Es extraño, muy extraño! —suspiramos todos, incluida Gracia, ante la mirada ofendida de David, que sentía que otra vez le habíamos arrebatado su frase favorita.