19. Contando historias de miedo

Eché a correr todo lo que pude, convencido de que había que ganar tiempo. No sabía si mis amigos me seguían; ni siquiera se me ocurrió mirar hacia atrás.

Me lancé, como si fuese un tobogán, ladera abajo, intentando no estrellarme con los pinos.

Iba a tal velocidad que así era imposible descubrir alguna pista, suponiendo que la hubiese, pero quería llegar abajo lo antes posible. Tenía la corazonada de que Cris y Héctor no habían subido por el mismo camino que nosotros.

Andaba tan obcecado con esta idea que apenas si percibí unos pasos que venían tras de mí.

—¡Álvaro! ¡Álvaro! ¡Espera!

No podía esperar. Mi amiga me necesitaba.

Tan metido estaba en mi papel de rescatador que desapareció de mí todo lo que no fuese Cris. Incluso las voces que oía a mis espaldas me sonaban como la de ella.

—¡Es una locura! —me dije, y aceleré el ritmo de tal modo que pisé una rama, hice una pirueta en el aire y caí al suelo.

Rodé blandamente y me quedé tirado, dolorido y retenido por el tronco de un pino grande. Tenía la boca llena de tierra.

Entonces oí encima de mí una voz que me descolocó tanto que pensé que estaba delirando.

—¿Te ha pasado algo, Álvaro? ¿Te encuentras bien?

No podía ser Cristina.

Pero lo era.

Al darme la vuelta, reconocí su cara preocupada. No entendía nada.

—¡Tú no tenías que estar aquí! —dije, sin levantarme.

—¡Ni tú aquí! —respondió, casi sonriendo.

—¿Estás bien? —le pregunté.

No me acababa de creer que estuviese allí.

—¡Eso te lo debo preguntar yo! ¡Tú eres el que está hecho un cromo en el suelo! —sonrió—. ¿Te has roto algo?

—No —dije orgulloso—. ¡Estoy acostumbrado a estas cosas!

—¿A romperte la cabeza? —y se rio abiertamente.

Luego me ayudó a levantar y caminamos hacia la acampada. Me apoyaba en sus hombros torpemente, mientras trataba de contarle las cosas tan absurdas que habíamos pensado de su desaparición.

Cris volvió a reírse.

—¡Pobre Héctor! —exclamó y aprovechó para contarme lo que realmente había sucedido.

Cuando subimos todos por la montaña, ella se fue hacia el lado izquierdo, que le pareció más fácil, y Héctor la siguió. Ya estaban llegando a la cima cuando vio la entrada de una cueva entre unos matorrales.

—¿No te meterías en ella? —le interrumpí, temiéndome lo peor.

—¿Por qué no? Las cuevas son nuestra especialidad. ¿O es que ya no te acuerdas?

Me acordaba perfectamente de cómo escapamos de la casa del fin del mundo, y también, del pasadizo del monasterio al castillo de los guerreros sin cabeza, pero aquello fueron aventuras nuestras, de Los Sin Miedo, y estábamos los cuatro juntos. Esto era diferente.

—Es que… —me quedé mudo.

—No pasa nada. Héctor me acompañó y… —se calló un segundo, como si estuviera recordando—. Bueno, no es tan divertido como ir con vosotros, pero salió bien: alcanzamos la salida, que nos llevó hasta el otro lado del monte. Al principio anduvimos muy despistados, hasta que oímos voces y, guiándonos por ellas, no fue difícil llegar hasta el lugar de la acampada. Al primero que vimos fue a Jordi, que estaba buscando ramas para el fuego.

—¡Muy divertido! —suspiré, sin reírme ni un poco.

—Lo divertido —dijo Cris, llevándose la mano a la boca para que no se le notara que se estaba partiendo de risa— fue ver cómo salías corriendo y no oías las voces de Belén y David que te llamaban. Les pregunté qué te pasaba y me dijeron que ibas a buscarme. ¡Imagínate!, y yo allí, ¡detrás! Me lancé tras de ti a todo correr, sin parar de llamarte.

—¡Es que…!

Quería contárselo todo, pero no podía decirle que Héctor era el zorro traidor, porque entonces debería explicarle que nosotros éramos el zorro del aire, y eso no podía hacerlo sin consultar a David y Belén. Tampoco tenía tiempo de andar con más explicaciones. Ya habíamos alcanzado la cima y allí todos andaban con sus cosas, como si no hubiese pasado nada.

Empezaba a atardecer.

Me llamó la atención que las dos amplias tiendas de campaña (una para chicas y otra para chicos) no se hubiesen montado en la cima, como estaba planeado, sino que se colocaron en una hondonada que había hacia el fondo. Por un lado, las paredes de tierra nos protegerían del viento, y por el otro había una gran extensión de pinos que se perdían en la oscuridad. Entre las dos grandes tiendas se habían colocado otras dos individuales: la de Yolanda y la de Zack, que hacían de guardianes para que por la noche no atravesáramos la frontera entre chicos y chicas, suponiendo que alguien lo hubiera pensado.

La verdad fue que esa noche no nos entraron ganas de asomar la nariz fuera de la tienda.

La culpa la tuvo el fuego de campamento.

Ya nos había advertido Héctor de que ese era el mejor momento para contar historias de miedo. Fue Gracia quien empezó con una historia que la mayoría ya nos sabíamos. Se trata de una chica que está haciendo autoestop. Cuando la paran se monta en el asiento de atrás, y al cabo de un rato le indica al conductor que tenga cuidado con la próxima curva. El señor se vuelve para preguntarle por qué, pero ya no hay nadie en el coche, la chica ha desaparecido…

—Es que estaba muerta —comentó un compañero—. ¡Había sido atropellada en esa curva!

—Sí, por eso estaba allí —continuó otro—, para advertir a los conductores.

—No es eso, no es eso —se quejó Gracia, indignada—. ¿Me dejáis que acabe?

Pero aquella historia ya estaba desbaratada y no interesaba gran cosa.

—A ver, chicos, una regla fundamental en estos casos es que no hay que interrumpir al que esté contando algo —la monitora, recuperó su acento de sargento—. Si alguien se la sabe, que se calle. ¿Entendido?

Tras este mal comienzo, nadie se animaba a seguir. Nos miramos los unos a los otros esperando a algún voluntario, y al fin, Chuenlín, que nunca dejaba de sonreír, se decidió.

El chino nos contó una historia mucho más terrible que la de Gracia. Dijo que les había sucedido de verdad a sus abuelos, pero como era en las montañas de China y lo explicaba con ese acento tan peculiar, que exageraba la entonación y el misterio donde no había que ponerlo, más que miedo nos dio risa.

Yolanda, la monitora, nos contó el caso de dos gemelas, iguales en todo…, o en casi todo, ya que una era buena y la otra muy malvada. Un día se fueron de excusión y se perdieron por el bosque. Entonces…

La verdad es que sabía contarla y nos dejó impresionados; casi prefiero no recordarlo.

También Zack, muy en el papel de crear un ambiente de miedo, se inventó una historia sobre un chico que va a un campamento y los demás se burlan de él.

Una noche, aprovechando que su grupo se había ido de acampada sin monitor, decide actuar. Es su venganza. Nadie se lo esperaba pues era un tipo pacifico y tranquilo, de esos con los que es muy fácil meterse. El caso es que cuando despiertan sus compañeros, se dan cuenta de que están atados de pies y manos. Gritan todo lo que pueden, y cuando el chico tímido entra, siguen gritando y se ponen a insultarle y amenazarle. Él no se inmuta; sonríe malévolamente y se ríe a carcajadas cuando piensa en lo que va a ocurrir.

Y empieza a actuar: unta a sus compañeros con miel; sale de la tienda y con un palo grueso va destrozando los nidos y las cuevas de los bichos que hay por allí.

Al alejarse de la tienda, en donde ha dejado atados y embadurnados a sus compañeros, un ejército de miles y miles de hormigas rojas avanza hacia el olor de la miel. Parecen ríos de sangre, aunque la sangre llegará después.

—¡Bah, hormiguitas a mí! —decía David.

—Yo hubiese mordido las cuerdas de mi compañero, y luego… —Kevin tampoco lo veía tan dramático, o así intentó aparentarlo.

Lo cierto es que todos juntos, alrededor del fuego y con los monitores al lado, nos mostrábamos muy valientes, como si no nos creyésemos aquellas historias tan macabras; pero una vez dentro de la tienda nos acurrucamos bien en el saco, y por nada del mundo queríamos salir al exterior.

Y eso era precisamente lo que estaba pensando, cuando David interrumpió mis plácidas ensoñaciones.

—¡Álvaro! He bebido demasiado agua.

—¿Y qué? —dije casi entre sueños.

—Que tengo que salir afuera.

No le contesté y, ante mi silencio, me zarandeó.

—¡Acompáñame, que no quiero ir solo! ¡Está muy oscuro!

—¡Coge la linterna! —le sugerí, agotado.

—Sí —protestó—, ¿y cómo alumbro mientras…? Mientras… ya sabes. Yo necesito las dos manos para esas cosas.

—¡Está bien! —había conseguido despertarme, así que me levanté.

Nada más salir de la tienda, David intentó hacerlo allí mismo…

—¡Qué ganas!

—¿Estás loco? —le corté—. ¡Vas a empapar la tienda! ¡Vete hacia los pinos!

—Pues ven conmigo.

—Te alumbro desde aquí.

—No, acompáñame.

—¡Bueno! —cedí, y como andaba algo sonámbulo, tropecé con un trozo de tierra.

No besé el suelo, pero se me cayó la linterna; me agaché para buscarla, y a mi lado oí un ruido muy sospechoso que casi me salpica.

—¿Qué haces?

—¿Qué voy a hacer? —dijo David, que enmudeció unos segundos, y luego, aliviado, suspiró—. ¡Oh, qué bien, qué gusto! ¿Vamos a la tienda? —y como no me veía, preguntó—: ¿Dónde te has metido?

—¡Calla!

—¿Porqué?

—Chhissss —susurré—. ¿No has oído un ruido por ahí? —y señalé—. Me ha parecido…

—Un ruido, ¿de qué?

—Pues… ¡un ruido!

David no andaba para misterios aquella noche.

—Son imaginaciones tuyas —dijo sin darle importancia—. ¿Por dónde está la tienda?

—No lo sé. ¿Y tú?

—¿Por qué crees que te lo he preguntado?

—Calma, no te enfades. Es que… ¡no se ve nada!

—¡No hace falta que me lo jures, ya lo estoy viendo!

—¿Qué es lo que estás viendo? ¡A mí todo me parece igual!

Era una noche cerrada. Negra total. Y cada vez era más difícil recuperar la linterna.

Nos quedamos quietos, intentando que nuestros ojos se acostumbraran a la oscuridad que nos rodeaba.

Apenas si pestañeábamos.

Hacía algo de frío, y por más que me esforzaba, no lograba imaginarme cuál era el camino que habíamos recorrido para llegar allí. Por la noche es muy fácil despistarse.

Miré a mi alrededor y al no ver nada, absolutamente nada, y sentir que todo era tan grande, infinito, comencé a ponerme nervioso. Era como si estuviera perdido en el universo. Menos mal que tenía a David al lado, porque solo me hubiese muerto de miedo y angustia. Y eso que mi amigo no era la mejor compañía en ese momento. Enseguida me di cuenta.

—Álvaro —me dijo—, ¿estás seguro de que Héctor es el zorro vengador?

—No lo sé —me puse a considerarlo seriamente—. La verdad es que no me pega. Lo del llavero puede ser una casualidad. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Y si el zorro no fuese humano? —sugirió David, y por su tono se notaba que no me estaba tomando el pelo.

—¡Qué tonterías dices! —yo también tenía alguna duda, y precisamente por ello añadí—: ¡Cómo se te ocurre algo tan absurdo!

—Hay muchas cosas que no sabemos. ¡Mira todas esas historias que han contado! ¡Y dicen que pasó de verdad!

Cada vez nos apetecía menos quedarnos quietos en plena oscuridad, pero si avanzábamos por la dirección equivocada, podríamos perdernos definitivamente.

¿Qué hacer?

Tanteamos unos cuantos pasos en todas las direcciones y de repente pisé algo duro.

—¡La linterna! —dije al agacharme y palparla—. Sería mucha suerte que…

—¡Alumbra! —exclamó David al ver el foco—. ¡Qué bien, no se ha roto!

Iluminé a mi alrededor muy despacio. A nuestras espaldas estaban las tiendas de campaña. Suspiramos, aliviados.

Ya íbamos a dirigirnos hacia ellas cuando, al enfocar al suelo, vimos unas huellas grises en el marrón oscuro de la tierra.

—¡Alguien ha estado por aquí! —deduje.

—¡Normal! ¡Los que han ido a buscar leña para la fogata!

—No lo creo. Estas huellas son más recientes.

—¿Cómo lo sabes? —David, que se sentía aliviado por haber encontrado el camino de vuelta, bromeó—. ¿Pone la hora?

—Casi —apunté misterioso—. Mira. Estas huellas tienen ceniza, lo que quiere decir que quien sea ha pisado los restos de la fogata después de que se apagara el fuego, y cuando nos fuimos a la tienda aún había llama.

—¿De quién pueden ser?

Mientras David las observaba yo miré a nuestro alrededor. Seguía sin verse nada, pero había algo en el ambiente que me intranquilizaba. Se presentía algo. Giré la cabeza instintivamente hacia mi espalda y vi brillar una luz muy fina que se movió hacia un lado y desapareció, como si se hubiese sentido descubierta.

—David, ¿te has dado cuenta…? —y antes de que contestara iluminé hacia la tienda de campaña y eché a correr.

Mi amigo, que se había quedado detrás, gritaba:

—En, espérame. ¿Qué te pasa?… ¿Estás loco? ¿Has visto un fantasma?