16. La canción del pirata

Los caminos de vuelta suelen hacerse más cortos; seguramente porque vamos recordando los pasos dados y conocemos el final. En nuestro caso hubo otras razones más contundentes: echamos a correr todo lo que pudimos, pues queríamos alejarnos de aquel lugar.

Además, regresamos por un atajo.

Desde el pueblo abandonado no se veía el campamento, pero sí las rocas que había justamente enfrente. Cris y yo las identificamos cuando estuvimos en el tejado de la ermita y desde allí planeamos ya el regreso.

—¡Si vamos todo recto en esa dirección, llegaremos antes!

Así que olvidamos la ele que habíamos hecho para llegar hasta el pueblo y nos adentramos a través del campo, que ahora era cuesta abajo.

Al divisar, a lo lejos, el campamento, nos sentimos más seguros. Sólo entonces aflojamos el paso y nos pusimos a hablar tranquilamente, como si las ratas y los huesos de aquel esqueleto no hubieran existido nunca.

—¿Quién habrá ganado el partido? —se interesó Cris.

—Seguro que los chicos —dijo David—. ¡Somos los mejores!

—No creo que Héctor sude mucho la camiseta —comenté, como si fuese un experto en fútbol.

Cris lo defendió:

—Pues es el capitán del equipo de su colegio. Me lo ha contado.

—Bah, Héctor es un fantasma total —comentó David, que sin darse cuenta me estaba echando una mano.

Pero Cris, que parecía otra, se empeñaba en defenderlo.

—¿No será, chicos, que le tenéis un poco de envidia porque es bueno en… —y se rio— casi todo?

—¡Envidia! —salté, herido—. ¿En qué es bueno? A ver…, ¿en qué es bueno? —miré a Cris, y como no decía nada, proseguí, cada vez más alterado—. Mañana mismo le desafío a un partido de tenis. Ya verás quién es el bueno aquí.

—Pero si no hay campo de tenis, ni raquetas.

—Da igual, pues de pimpón.

Y así, con esta conversación tan absurda, llegamos al campamento, que vivía un momento de transición: unos estaban tirados en el suelo; otros, en el dormitorio, y unos pocos correteaban y charlaban en grupitos. Fue entonces cuando nos enteramos de que el partido había acabado dos a dos, y Belén, nuestra Belén, había marcado el gol del empate.

La buscamos para felicitarla y contarle lo del pueblo abandonado, pero no estaba por allí.

—Vuestra amiga —nos dijo Gloria— se ha ido al río a lavarse la ropa. ¡Uff, qué horror!

—Eso nunca nos pasará a nosotras —añadió Gracia—, ¿verdad, chicas? Yo me he traído TRES maletas, tres.

—¡Por cierto, esta noche hay radio! Nos lo ha dicho vuestra monitora —señaló Gemma, sin que le preguntáramos nada—. ¡Qué emocionante! Seguro que nos dedican a nosotras todos los discos.

Pero no era aquella la única novedad.

Al poco rato nos encontramos con Chuenlín, que tenía la pierna derecha con una venda y cojeaba.

—¿Qué te ha pasado, Jordi? —le preguntamos.

—¡Las chicas sel buenas futbolistas! —nos contó, feliz—. ¡Dal glandes patadas!

—¿Te duele mucho?

—Algo, pelo yo sel fuelte. Yo ilé mañana con vosotlos de acampada —y se rio recordando su aventura del año pasado—. Sel lo más diveltido del campamento: dos noches peldidos en el bosque. ¡Glandioso!

—¿Quéeeeeeee? —suspiramos, asombrados, los tres a la vez.

Y Jordi empezó a repetir, de una manera tan incompleta y misteriosa, la historia, que parecía que nos lo estuviese contando en chino.

Al final logramos enterarnos de que a la mañana siguiente nos íbamos de acampada al bosque que había tras cruzar el río, no muy lejos de aquellas rocas altas que se veían desde todos los lados. Como éramos muchos, la excursión se hacía en dos turnos: nuestro grupo y el rojo seríamos los primeros.

—¡Qué pasada! —suspiró Cris antes de irse hacia su cuarto.

Serían dos noches durmiendo en tiendas de campaña en mitad de la naturaleza.

—¡Me gusta el plan! —le dije a David, al entrar en nuestra habitación para cambiarnos antes de empezar a cenar.

—¡Y a mí! —exclamó David y se rio, misterioso, como si estuviese dando vueltas a algo en su cabeza.

En el comedor todo volvió a ser como siempre: al lado de Cristina se colocaron Kevin y Héctor, quien empezó a contar cómo había marcado el primer gol y había dado el pase del siguiente. Cris le miraba como si le interesara de verdad aquella aburrida historia. Era tan absurdo que, enojado, me precipité hacia el sobrino del director:

—¿Va a haber otro partido?

—Nunca se sabe. Cuando se le ocurra a mi tío, pero… —y me miró desafiante—, si quieres jugar, no lo vas a tener fácil. Los chicos sólo somos siete en el campo, aunque, bueno, como reserva te puedes apuntar.

—¿Quieres jugar? —me preguntó Belén en voz baja, alarmada; ella conocía bien mis cualidades futbolísticas—. ¿Estás loco?

—No, si yo lo decía por ti. Para que lo frías a patadas en el próximo partido. A ver si lo lesionas a él y no al pobre chino…

—¡Eso está hecho! —me guiñó un ojo, cómplice.

A ella también se le había atragantado Héctor.

Tras la cena, hubo un fuego de campamento. Nos sentamos alrededor de la hoguera. Chuenlín hizo unos juegos malabares, como si estuviese en el circo. Dos chicos del grupo verde tocaron la guitarra y cantaron tres canciones. Las Barbies bailaron alrededor del fuego una danza improvisada, que no estaba mal, pero que no tenía nada que ver con lo que pedíamos los chicos:

—¡La danza del vientre!

—¡No, la de los siete velos!

—¡Esa será el último día! —prometió Gracia.

—¿Por qué no mañana, en la acampada?

—Y nosotros, ¿qué? —protestaron los chicos de los grupos que se quedaban.

—Mañana por la noche os contaré algunas historias de miedo reales que han sucedido por aquí. ¡Ya veréis! —dijo Héctor.

—¡Qué emocionante! —añadió Gracia, moviendo la cabeza como una flor al viento—. ¿Y de qué van a tratar?

No pudimos hablar mucho más, porque empezaron a sonar las primeras notas de Beethoven, que era la sinfonía de cabecera del programa de la radio del campamento, y oímos a Yolanda:

—Buenas noches, chicas y chicos del Campamento del Aire… —todos le contestamos en plan de broma—. ¡Cómo se nota que pasa el tiempo y que os vais conociendo un poco mejor!… —continuaba—. Esta vez hemos recibido muuuchas notas, muuuchos mensajes y muuuchas canciones dedicadas. Esperemos que nos dé tiempo a ponerlas todas.

Las Barbies se miraron entre sí, orgullosas, seguras de que ellas serían las chicas más solicitadas; pero el primer mensaje fue para Héctor, «el chico más guapo del campamento», como leía la monitora. Todos miramos a Cris, que se justificó en voz baja, reafirmándolo con sus manos:

—¡Yo no he sido!

La creíamos, pero lo que no me tragaba era que alguien considerase a Héctor «el chico más guapo del campamento». ¡Qué horror, si era imbécil! Eso significaba que o no lo conocían bien o se lo había dedicado alguna chica cegata y sorda.

El siguiente mensaje fue para Belén, que se puso roja nada más oír su nombre y se tapó los oídos. No quería enterarse de lo que decían sobre ella. Nosotros, en cambio, prestamos una atención especial: «A Belén, la chica más valiente y decidida, y la mejor jugadola de fútbol, de su humilde y secleto admirador».

—¡Eso es el chino! —se rio David.

—¡Seguro! ¡Si escribe como habla!

Belén no sólo se apretaba los oídos con las manos; también cerraba los ojos para no enterarse de nada, como si no quisiera que existiese aquello. Al final conseguimos que volviese a la realidad, pero, muy seria, afirmó:

—¡Que nadie comente nada, eh!

Hubo algunos mensajes más, canciones dedicadas a Gracia y a Gemma (a Gloria, ninguna) y tres notas seguidas para Cristina, donde se reían un poco de aquellas palabras que yo había dicho sin querer, y repetían cosas como «Cristina la de la piel más fina» y «Cristina que tiene cara de…».

Cris me miró como si quisiera asesinarme. No parecía la misma amiga que hacía unas horas había estado en el tejado de la iglesia.

—¡Yo me voy! —le dije a David.

—¡Espera, que está muy interesante!

Entonces se oyó la voz de Yolanda que decía:

—Y para terminar, he dejado como cierre este mensaje tan… extraño y original, que dice: «A todos los acampados de este año, para que no me olviden, quiero dedicar un poema de Espronceda. Firmado: el pirata Rozo» —se calló un momento y rectificó—. ¿Rozo? Será Rojo, como Barbarroja, claro —y luego soltó el típico rollo de profesora aburrida—. ¡A ver si escribís de una manera más clara, que con esto del ordenador se ha perdido la afición a la caligrafía y no se os entiende bien! En fin, os vaya leer el poema que vuestro anónimo amigo, sea quien sea, ha escrito a continuación… Ejem… ¡Vamos allá! «Con diez cañones por banda, / viento en popa a toda vela, / no corta el mar sino vuela / un velero bergantín…».

—¿Qué significa «bergantín»? —preguntó David.

—¡Qué sé yo! Pregúntaselo a Cris, que es la que más lee, aunque no parece estar de muy buen humor.

—¡Claro, se han burlado de ella por tu culpa!

—¿Por mi culpa? —reaccioné indignado—. ¿Quién fue el que me tiró de la lengua y me grabó y lo hizo público y…?

—Era un jueguecito de nada —añadió David, riéndose al recordarlo.

Con tanta charla no oímos La canción del pirata, que era una poesía muy larga. No me podía creer que alguien se la supiese de memoria para escribirla entera, y empecé a darle vueltas.

Había algo que no encajaba en todo aquello, y cuando ya estábamos en la cama, salté de mi litera inquieto. Tenía una intuición.

—¡Ya sé quién es el que nos ha dedicado la canción del pirata!

—¡No fastidies! —exclamó David, asombrado, y se sentó en la cama—. ¿Quién es?

—¡El zorro!

—¿Nosotros? —me miró como si no me conociera—. ¿Estás tonto?

—No, que no te has enterado de nada. El zorro farsante, el otro zorro, que ha vuelto a actuar.

—Dedicar una poesía no parece una broma muy interesante.

—Es que esa no es su venganza, sino que planea algo y lo ha anunciado por la radio.

—No me puedo creer que sea el zorro.

—Yo, sí. Todo encaja. He estado dándole vueltas. Recuerda que Yolanda dijo que el poema nos lo dedicaba el pirata Rojo, como Barbarroja, pero al principio leyó Rozo, y dijo que se había confundido.

—¿A qué viene eso?

—A que la verdadera firma sí era precisamente Rozo.

Me callé, esperando que mi amigo captara la clave, pero pasó medio minuto y se le empezaban a cerrar los ojos.

—¿No te das cuenta? Rozo, rozo, rozo —pronuncié a toda velocidad— es «zorro» al revés. ¿No lo escuchas? Así que está muy claro que el tipo del mensaje es ese zorro misterioso que vuelve a incordiar.

—Pues qué tontería de prueba. Además, como no ha dejado la Z, no se ha enterado nadie.

—El mensaje sólo era un aviso —insistí—. Ahora es cuando va a actuar.

—¿Seguro? —David se despertó de golpe y comenzó a dar vueltas a esa posibilidad.

—Seguro, seguro, no; pero yo no estaría muy tranquilo esta noche.

—Uff, pues yo estoy agotado —señaló David, con pesar—. ¿Qué podemos hacer?