15. En lo más profundo de la iglesia

Cristina se alejó de nosotros en dirección a aquel lugar del monte donde creía haber visto algo sospechoso. Me sorprendió que fuese tan decidida. En esos momentos me recordó a Belén.

David había cambiado de opinión y ya no quería dejar el pueblo sin intentar colarse en alguna casa vacía. Decía que era una ocasión única y tenía curiosidad por ver qué había allí dentro. Y yo, de pronto, me quedé solo en mitad de un pueblo abandonado.

—¿Hacia dónde voy? —me pregunté, mientras oía a David empujando las puertas.

Imaginé que andaría muy ocupado con sus cosas, así que fui a ayudar a Cris. Me apetecía estar con ella de nuevo.

Aceleré el paso, salí del pueblo y me topé con ermita blanca. Entre ella y el monte había un largo trecho sin árboles y por allí no se veía a mi amiga.

—¡Cris! ¡Cris! —grité—. ¿Dónde estás?

—¡Aquí! —oí una voz que me llegaba desde la parte trasera de la ermita.

Rodeé los muros. Al no verla, supuse que se habría refugiado entre los arbustos que había tras el enorme árbol lleno de sombras.

—¡Ahora no estamos para jugar al escondite! ¡Venga, sal! ¿Dónde te has metido? —miré bien hacia todos los lados.

—¡Aquí! —oí otra vez su voz en lo alto.

Instintivamente alcé la cabeza.

—¿Dónde es aquí?

Entonces se asomó al borde del tejado.

—¿Qué haces tan… alta? —pregunté—. ¿Cómo has subido?

—Por ese árbol —me indicó—. Trepa por él y llegarás hasta el tejado. ¡Corre! ¡He descubierto algo muy interesante!

—¿Y David?

No podíamos dejarle perdido.

—Ya vendrá. Deja tu mochila para que sepa que hemos llegado hasta aquí.

—Pero… pero ¿qué vamos a hacer? ¿Adónde quieres que nos metamos?

—¡Sube!

No fue difícil encaramarse al árbol. Una vez en sus ramas, fui ascendiendo despacio. El temor aumentó al abordar el tejado.

—¿Tú crees que estas tejas aguantarán? —pregunté a Cris.

—Seguro. Las he recorrido con cuidado y ninguna ha crujido. Las casas son sencillas, pero en aquella época las iglesias las construían a conciencia. ¡Fíjate! —y dio un pequeño salto.

—¡No seas loca!

Caminando por lo más alto del tejado, poniendo un pie en cada uno de los dos lados inclinados alcanzamos la torre de la ermita, que era cuadrada y no muy grande.

A la altura de nuestros hombros nos topamos con la campana, que se veía, y se oiría, desde todas partes.

—¿Entramos? —me indicó Cris, y ya estaba poniendo sus pies en los agujeros de la pared.

—¿Para qué? —dije—. No nos vamos a llevar la campana. ¡Fíjate! ¡Debe de pesar una tonelada!

—No, tonto —y se rio—, es para bajar a la ermita. Desde aquí podremos llegar. Estoy viendo las escaleras de caracol.

Nunca había entrado en una iglesia abandonada, aunque fuese pequeña, como aquella. Ahora que estábamos allí era más fácil seguir que volverse atrás.

Desde lo alto del tejado miré el paisaje de mi alrededor: no vi a David, pero tampoco percibí ningún reflejo sospechoso.

—¿Qué te parece? —preguntó Cris.

—Como a alguien le dé por tocar la campana, nos vamos a quedar sordos.

—¡Eso no ocurrirá! ¡Aquí no hay nadie! ¡Bajemos a explorar la iglesia! —y se puso en acción—. Me da en la nariz que vamos a descubrir algún secreto.

—¿Estás segura? —le pregunté aturdido.

—No, pero es más emocionante así.

—Ah, claro, claro.

Estábamos en una torre. Comenzamos a bajar, acercándonos lo más posible a la pared. Al final, las escaleras de caracol acababan en una especie de cuarto con un agujero en el suelo, por donde se colaba la gruesa cuerda atada al badajo de aquel monstruo de acero.

—Desde abajo, el cura tocaba la campana para anunciar que comenzaba la misa —me comentó Cris, que había leído demasiados libros sobre chicos que van a visitar a sus abuelos al pueblo en verano.

—¿Y este sitio para qué es? —pregunté, mirando hacia todos los lados.

—No lo sé.

Dimos otra vuelta a aquel lugar vacío, abrimos la pequeña puerta que había a un lado, y salimos a una especie de balcón interior. Desde allí se veía bien la iglesia: los bancos de madera como si fuese el patio de butacas de un pequeñísimo teatro, la pila del bautismo y el altar, al fondo.

—Estamos en el coro —dijo Cris—. Desde aquí debían de tocar el órgano —y miró a su alrededor—, suponiendo que tuviesen uno.

En un oscuro rincón había unas escaleras y bajamos por ellas hasta alcanzar, al fin, el suelo de la ermita, que era de amplias baldosas blancas.

—¡Uff, qué frío hace aquí! —tirité.

Al ver a mi lado la cuerda, no pude evitar abalanzarme hacia ella. La campana pesaba demasiado, y antes de que Gris me dijera algo, ya estaba trepando por la cuerda, como en las clases de gimnasia.

Por fin aquella liana comenzó a temblar, y se oyeron unos sonidos graves, planos, demasiado próximos.

—¿Qué haces? —me reprochó Cris—. Estás tocando la campana.

—Es para asustar a David —me justifiqué nada más saltar al suelo.

—No seas loco. ¿No ves que puede venir alguien? Del pueblo o del campamento. El sonido de las campanas de las iglesias se oye desde muy lejos. ¡Vámonos!

—Espera —le dije—. Ya que estamos aquí dentro exploremos un poco más. Quizás haya un tesoro.

Cris dudó, pero finalmente cedió.

—¡Está bien! —y se detuvo a recordar nuestras aventuras anteriores—. Además…, en lugares más peligrosos hemos estado.

Recorrimos lentamente la ermita enfocando con las linternas, aunque se podía avanzar sin ellas: la luz entraba, como un rayo inclinado, por las cuatro ventanas estrechas que había a ambos lados. El panorama no era demasiado apasionante: los bancos de madera oscura estaban llenos de agujeros.

—Es la polilla —advirtió Cris.

Pero no eran los bancos lo único tenebroso.

En la reseca pila bautismal sólo se apreciaban telas de araña y polvo casi sólido. Y en el altar habían desaparecido todas las imágenes de santos, Cristos y Vírgenes que hubiese podido haber. Sólo quedaba una cruz de madera y parecía que la hubieran colocado después de vaciar aquella pared.

—¿Te das cuenta?

Nos acordamos de los robos de iglesias que habíamos desvelado ese mismo verano en el pueblo de Fernando. Al fondo de la ermita se veía el suelo demasiado oscuro. Avanzamos hacia allí. En aquel lugar, las baldosas habían sido sustituidas por una madera oscura y polvorienta.

—¡Esta es la entrada al sótano! —indicó Cris.

—¿Un sótano en una iglesia? —me parecía muy raro—. ¿Serán las catacumbas? —dije, lo pensé mejor y añadí—: ¡O donde guardan los tesoros! ¿Miramos?

—Estás como una cabra —dijo Cris, que había sido demasiado valiente al subirse sola al tejado, pero ahora, en aquel lugar, comenzó a intranquilizarse.

Lo noté porque se me acercaba más de lo habitual, lo que me gustó y me hacía ser más osado. E insistí:

—Venga, entremos.

Me imaginaba que se asustaría con cualquier cosa y correría hacia mí para que la protegiera. Lo he visto en muchas películas. Así que intenté levantar las maderas del suelo, que crujían.

Debajo aparecía una pequeña escalera de piedra, que no quise ni imaginarme adónde conduciría.

De pronto se me quitaron las ganas de meterme por allí. Iba a comentárselo, cuando Cris iluminó con su linterna.

—¡Corre! —me dijo en voz baja—. Baja por aquí, y no hagas ruido.

—¿Qué pasa? —le pregunté en un tono casi inaudible.

—La puerta —dijo, señalando hacia el final—. Alguien está intentando entrar en la iglesia. ¿No oyes?

Miré rápidamente y vi un fino rayo de luz que se colaba. Sin pensarlo más, me introduje por aquellas escaleras, cerramos la portezuela de madera sobre nuestras cabezas y nos quedamos allí debajo, muy pendientes de cualquier ruido.

Permanecimos unos segundos, que a mí me parecieron horas.

—¡Bajemos más! —indicó Cris.

—Espera —le pedí, acercando la oreja al techo de madera.

Trataba de adivinar si había entrado alguien y dónde se encontraba. No oía nada.

—¡Salgamos!

No me encontraba demasiado a gusto en aquella catacumba.

Quise empujar la puerta que había sobre mi cabeza, como si fuese una trampilla, pero ni siquiera pude intentarlo. Para mi sorpresa, aquella madera se abrió sola y…

—¡¡¡David!!! ¿Qué haces aquí?

—¡Eso mismo os pregunto yo! —dijo David en cuanto salimos—. ¿Qué hacíais ahí tan escondidos los dos? —y me miró, cómplice, como suelen mirarse los chicos entre sí en esas situaciones confusas.

Rápidamente nos contamos nuestras historias. Nos sorprendió que nuestro amigo no escapara corriendo cuando oyó el sonido de la campana, Y aún más, que se decidiera a venir a averiguar qué es lo que pasaba.

Va más relajados, miramos a nuestro alrededor.

—¡Qué interesante! —suspiró David—. Una iglesia para nosotros solos. ¿Qué había ahí dentro?

—¡No lo sabemos!

—Pues, ¿a qué esperamos?

—¿No te impone bajar por ahí? —le preguntó Cristina.

David suele ser el primero en rajarse cuando se trata de hacer algún esfuerzo o meterse en una aventura desconocida.

—¡Qué va! ¡Para eso estamos aquí! —y se dirigió hacia las escaleras con su linterna en la mano—. ¡Exploremos! ¡Descubramos los secretos escondidos durante siglos!

Aquellas escaleras acababan en un cuarto pequeño excavado en la tierra. Hacía demasiado frío. Era como si estuviéramos en Siberia. Me recordó a las catacumbas que había visto en Roma cuando viajé con mi padre.

—¿Esto qué es?

Los tres alumbramos las paredes y vimos algo parecido a nichos, todos cerrados, y placas de piedra delante de algunos de ellos.

—¡Así que aquí es donde enterraban a la gente de este pueblo! —suspiró Cris, que había adivinado lo que nosotros tratábamos de pasar por alto, y prosiguió—: ¡Ya me extrañaba a mí ver una iglesia en un pueblo sin un cementerio al lado!

—¿Por qué no nos vamos? —sugirió David.

Su valor empezó a resquebrajarse.

—¡Un segundo! —lo detuve, alumbrando hacia abajo.

A la altura de nuestras rodillas había un nicho que estaba abierto.

Nos agachamos, iluminamos los tres a la vez, esperando encontrar algún tesoro y…

—¡Huesos! —exclamamos con desencanto y cierto asco David y yo.

—¡Es un nicho que no han tapado! —evaluó Cris—. No suele ocurrir nunca. ¿Por qué lo habrán dejado así?

—No tendría familia que lo pagara —dije con sentido práctico.

—Sí, pero es extraño, muy extraño… —añadió David, alumbrando bien el agujero.

—¿Qué es extraño? —y me reí—. ¿Que un muerto esté muerto?

—No, que el esqueleto esté revuelto, como si alguien lo hubiese enredado.

—¡Aaag, ratas! —gritó Cris, y echó a correr, buscando la salida, el aire libre.

—¡Vamos tras Cris! ¡No la dejemos sola!

—Sí —añadió David—. Algo me huele mal por aquí.