14. Tres en el pueblo fantasma

La genialidad de David consistió en poner a todo el campamento de los nervios y a punto de vomitar.

—¿Habéis visto? —nos dijo a Belén y a mí, orgulloso—. Mi plan ha funcionado.

Lo que nosotros veíamos era a unos cuantos compañeros que iban corriendo a los servicios, como si tuviesen diarrea, mientras los demás dejaban su tazón de chocolate y lo apartaban de sí, horrorizados, tras escupir lo que tenían en la boca.

—Tranquilos, que no pasa nada —dijo David—. Ya sabéis que es una broma psicológica —y se rio al recordarlo.

—¿Psicológica? —no entendíamos nada, así que insistimos—. ¡Explícate!

Y David, antes de decirnos lo que significaba para él «broma psicológica», quiso hablarnos de lo sucedido durante la tarde.

No era necesario. Lo recordábamos bien.

La fiesta había comenzado con la carrera de sacos. Teníamos que correr todos y nos fuimos relevando los unos a los otros. En nuestro equipo, el azul, Héctor fue uno de los más rápidos, algo que no me hizo mucha gracia, y Belén también, pero perdimos la ventaja cuando le tocó el turno a Inés.

Quedó campeón el equipo rojo, porque las Barbies eran expertas en correr y el chino se impuso al equipo verde en el último tramo. El premio consistía en bizcochos, en lugar de pan, para la chocolatada. No era un gran botín.

Y fue en ese momento cuando a David se le ocurrió experimentar su genialidad.

Tras la carrera, nos precipitamos hacia la gran cacerola sin guardar turno alguno. La sargento lo servía. Estábamos tan hambrientos que comenzamos con el chocolate cuando todavía había algunos esperando en la cola.

—¡Qué rico está! —reconocí.

David tenía la taza delante, pero sin tocarla. No dejaba de mirar hacia el fondo, cada vez más inquieto.

—¿No te gusta el chocolate? —le preguntó Kevin, y alargó la mano hacia su taza.

—Sí, sí, sí, pero está muy caliente —dijo, sin dejar de mirar hacia la cacerola, donde Yolanda, la monitora, lanzó un grito que asustó hasta a los pájaros que revoloteaban en lo más alto.

—¡El zorro! —exclamó—. ¡Otra vez! ¡Se creerá muy gracioso! —añadió con malestar.

El cazo con el que servía había pescado una zeta, lo que significaba que el zorro había actuado de nuevo y lo había hecho en el chocolate.

Nada más verlo soltamos la taza que teníamos entre las manos y algunos escupieron. Otros corrieron hacia el servicio sin saber muy bien a qué.

—¿No habrás echado laxante? —le dije, en voz baja, a David.

—Oh, no —respondió, satisfecho—. ¿De dónde lo iba a sacar? Ha sido algo mucho más simple.

—Entonces, ¿qué has hecho? Porque la zeta estaba ahí. ¿O no era tuya?

—Sí, es nuestra. Ha sido muy divertido. Ya dije que es una broma psicológica —se rio y luego lo explicó—. No he echado nada al chocolate, sólo la zeta del zorro. Ahí está la clave: sólo la Z. Al verla, los demás creen que hay algo asqueroso dentro y ya ves cómo reaccionan. ¡Pura imaginación!

Fue una tarde accidentada.

Se armó un gran revuelo en el campamento y, lo que es peor, se perdió una cacerola de chocolate buenísimo. Nadie quiso probar más y nosotros no podíamos hacerlo. Sólo el chino, que tenía un cuerpo a prueba de bombas, siguió en la mesa y dio buena cuenta de varias tazas. Pero aquello no le llamó la atención a nadie.

Con el estómago vacío nos retiramos a nuestros cuartos. Los monitores estaban preocupados.

—¡Va a ser una noche difícil! —comentaban entre sí.

—Con tanto alboroto, no creo que se duerman.

Sin embargo se equivocaron. Habíamos tenido demasiadas emociones, además de una larga caminata al pueblo, así que nos quedamos dormidos enseguida y tan profundamente que nada más cerrar los ojos se hizo de día.

O así nos lo pareció.

—¿Ya hay que levantarse? —nos preguntábamos al oír el toque de diana.

Esta vez no hubo un despertar con sorpresa.

Tampoco sucedió nada fuera de lo normal durante la mañana: el que unos cuantos nos saltásemos la obligatoria ducha empezaba a ser algo común, pues los monitores tenían demasiadas cosas de las que ocuparse.

Todo presagiaba un día tranquilo. Belén y yo nos cruzamos una mirada de alivio: el zorro impostor, el otro zorro, había desaparecido. O eso es lo que creíamos. A David, en cambio, se le veía contrariado, y se quejaba:

—¡Sin competencia no hay emoción!

Miré a mi amigo y de repente me acordé de que teníamos un asunto «muy emocionante» sin resolver.

—¿Qué os parece si esta tarde vamos al pueblo fantasma?

—Es que… —dudó Belén— yo quiero jugar el partido. Las chicas me necesitan.

En el campamento se había preparado un partido de fútbol. Chicos contra chicas. Y para favorecer a las chicas, el director optó por darles una pequeña ventaja numérica: los chicos serían siete en el campo y las chicas, once.

El entrenamiento y el partido ocuparían casi toda la tarde, así que el director decidió dejárnosla libre a los demás, siempre y cuando no nos alejásemos demasiado. Casi todos se quedaron por el campamento.

David y yo teníamos dudas. En esto llegó Cristina.

—¿Hacemos algo esta tarde, chicos?

—¿No estabas con tus nuevos amigos? —le reprochó David.

Yo no lo hubiera expresado mejor.

—¿Quiénes? —dudó y luego se echó a reír—. ¡Ah, Héctor y Kevin! Son estupendos…

Casi me atraganté al escucharlo.

—Es que se han apuntado al fútbol. Ya sabéis cómo son los chicos.

—¡Nosotros somos chicos! —le dije, casi ofendido.

—Ya, pero vosotros sois…

—¿Qué somos?

—Pues… no sé. Vosotros sois distintos.

—¡Ah! —sonreí orgulloso.

—Nos conocemos desde niños. ¡Sois como de la familia!

—¡Vaya! —aquella confesión no me gustó nada.

Significaba que Cristina me veía como a un hermano.

—¿Qué os parece si hacemos una excursión los tres, como en los viejos tiempos? —propuso Cris.

—¡Estábamos planeando ir al pueblo fantasma! —le confesó David.

—¿Pueblo fantasma? ¡Qué divertido! ¿Qué es? ¿Por dónde se va? —la vimos tan entusiasmada que ya no tuvimos dudas.

Por el camino le explicamos que la monitora nos había hablado de un pueblo abandonado situado no muy lejos del campamento, y David le comentó lo de las huellas que habíamos descubierto, aunque en realidad las había descubierto yo.

—¡Qué emocionante! —dijo—. ¡Lástima que no venga con nosotros Belén!

—¡Otra vez será!

Es posible que desde el campamento hubiese un atajo a través del campo, pero como no lo conocíamos fuimos por el camino seguro: primero en dirección al pueblo habitado, y después tomamos la desviación a la izquierda, ese sendero de tierra casi tapado por los hierbajos. Allí volvimos a ver huellas de pisadas.

—¡Ya ves, Cris, como no te engañábamos! —le dije—. En ese pueblo deber de haber alguien.

—¡Igual no está abandonado! —sugirió David.

—Si viviese alguien no tendrían este camino tan abandonado, cubierto de hierba y matojos. ¿No os dais cuenta? —comenzaba la lógica de Cris.

—¿Y esas pisadas? —le recordé.

—Pueden ser de cualquiera —se puso a pensar y rápidamente sugirió—: Seguramente serán de cazadores. Por aquí debe de haber conejos y perdices. ¿Es ahora la temporada?

Ninguno lo sabíamos ni nos importaba. Si no era la temporada de caza, se trataría de cazadores furtivos. Su explicación tenía sentido y Belén había argumentado lo mismo.

Tras media hora andado, llegamos hasta un punto en el que el camino se ensanchaba, torcía a la izquierda Y descendía bruscamente dando muchas curvas entre árboles.

—¡Humm, menudas vistas! —suspiró Cris.

—¡El último que llegue, alcornoque! —nos retó David.

Nos echamos a correr como si fuese una carrera de Fórmula 1. Al fondo de ese camino contemplamos seis, siete y ocho casas de adobe con los tejados muy inclinados.

—¡Así que este es el pueblo abandonado!

—¿Seguro que está abandonado? —preguntó David.

—¿Tú ves a alguien?

Miramos atentamente hacia todos los lados. Las casas no parecían abandonadas, sino dormidas. Detrás de ellas se veía una torre muy estrecha con una cruz en lo alto y debajo, una campana en el hueco.

—¡Qué iglesia tan pequeña! —suspiró David.

—Es una ermita —le explicó Cris.

—¿Cuál es la diferencia? —David estaba confuso.

Dimos vueltas sin saber muy bien qué hacer. No había ni un alma en aquel lugar. Las ventanas de las casas estaban cerradas; algunas, incluso, tapiadas con maderas.

Tras recorrer una y otra vez el pueblo, nos cercamos hasta las puertas y las empujamos con fuerza. Ninguna cedía.

—¡Así que esto es un pueblo fantasma! —suspiró David, muy tranquilo bajo la luz del sol.

—¡Un pueblo abandonado! —le corregí.

—Pues es algo muy soso —añadió David, decepcionado—. Aquí no hay nada, y no se puede hacer nada… ¿Nos volvemos?

Los dos nos giramos hacia Cris, que miraba hacia todos los lados y se le veía muy pensativa. Habla algo que le preocupaba. La conocíamos bien.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—No intento asustaros, pero…

—Pero ¿quéeeee?

—No estamos solos.

—No digas tonterías. Todas las puertas están cerradas; también las ventanas, ¡mira! ¿Quién va a vivir aquí?

—Esto es como un cementerio —sugirió David, que siempre suelta lo primero que se le pasa por la cabeza y luego, al pensarlo mejor, rectificó—. Quiero decir que es un pueblo desierto. ¿No se nota?

—Sí, pero creo que alguien nos vigila desde lejos. He visto brillar algo por allí —dijo, señalando unos árboles aliado del camino.

—¡Sería… cualquier cosa! ¡El reflejo de una lata o una botella! —dije, tratando de ser lógico.

—¿Tú crees que esos árboles son un buen lugar para ir de merienda? —se preguntó David.

Cris seguía con los ojos muy fijos en el fondo:

—¡Eh! Mirad allí —nos señaló—. Vaya, ya no está.

—¿Qué es lo que no está?

—No sé. He vuelto a ver algo que brillaba y se ha movido. ¡Estoy segura!