A veces un pueblo con gente puede asustar más que un pueblo fantasma. Lo comprobaríamos enseguida.
David, Belén y yo alcanzamos al grupo sin que nadie se diese cuenta de nuestra llegada. El primer sobresalto nos lo llevamos cuando, al borde de la carretera, divisamos las casas, y a su lado, en un montículo, la iglesia con el cementerio pegado a sus muros. Lo miramos bien: blanco, con cipreses y cruces que se veían desde nuestra lejanía.
Al contemplar aquel paisaje nos acordamos de la paloma muerta del día anterior. Inés, que iba delante de nosotros, se detuvo, como si fuese una estatua. Entonces la monitora se acercó a ella y la tomó del hombro.
El pueblo no parecía demasiado siniestro, pero sí sospechoso. Al menos para nosotros tres, que sabíamos que aquella broma macabra no era del zorro del aire. «¿Quién podría ser?», nos preguntamos.
—¡Yo creo que es alguien de aquí! —dijo David, mirando bien a su alrededor—. La paloma muerta sólo la pudo colocar algún tipo del pueblo o el director, que fue el que preparó las pruebas.
—¡El director, no! —le contradije, porque no me parecía sospechoso.
—Tampoco puede ser alguien del pueblo —apuntó Belén.
—¿Por qué?
—Por la broma del laxante. Aquella mañana no había nadie ajeno en el campamento. Si hubiera venido alguien de visita, nos hubiésemos dado cuenta.
—¿Y la cocinera? ¿Y el de la furgoneta que nos trae la comida? —trataba de atar los cabos sueltos—. Si fuesen de este pueblo, estaría todo relacionado y podría encajar.
—Sí, pero es absurdo. ¿Para qué se van a meter ellos en estas cosas? Además, ¿cómo iban a conseguir las zetas?… —razonó Belén—. Creo que te equivocas…
—¡Qué pena que no esté Cristina con nosotros! —los miré, y antes de que me dijeran nada, añadí—: Quiero decir que con Cris seríamos uno más para pensar y, como lee muchos libros, siempre se le ocurren buenas ideas.
No pudimos seguir con esa conversación. El sol era de pleno verano y calentaba demasiado las calles, todas de arena, menos la principal, que era de cemento. Algunas mujeres se asomaban por la semioscuridad de las ventanas, moviendo las cuerdas de las persianas.
—¡Ahí está la única tienda! Es pequeña, pero vende de todo… Así que comprad lo que necesitéis o daros una vuelta sin salir del pueblo. ¡Dentro de media hora aquí! Ya sabéis: one, two… —dijo Wanchu, señalando la fuente que estaba en mitad de una pequeña plaza.
Mientras Belén se fue con Cris y sus dos inseparables amigos, David y yo nos escapamos entre las callejuelas. No necesitábamos nada y preferimos explorar. Buscábamos algo, no sabíamos qué, pero estábamos seguros de que nos daríamos cuenta al descubrirlo.
Si había poca gente en la calle principal, el resto parecía desierto. Me recordó el primer día que llegué de vacaciones con mis padres al pueblo de la casa del fin del mundo. Sólo que aquí tenía una sensación aún más extraña. Había tanto silencio que empezó a darme miedo.
Miré a mi alrededor: las puertas de las casas eran dobles. La mitad de abajo, atrancada, y la mitad de arriba, abierta, pero no se veía nada porque una cortina cubría la entrada.
—¡Aquí no tienen miedo a que les roben! —comentó David.
—¿Qué les van a robar? —contesté mientras trataba de imaginarme cómo sería la vida allí—. ¿Quién les va a robar?
Dejamos atrás la parte sur y, caminando en forma de círculo, llegamos a la zona que estaba cerca de la iglesia y del cementerio.
El sol iluminaba la calle como una linterna de fuego y nos daba de golpe en la frente.
—¿Te has fijado? —le dije a David.
—¡Anda! —suspiró—. ¡No está tan desierto!
En aquella calle había seis o siete viejos sentados en bancos de piedra al lado de la sombra. No se movían mucho más que una estatua, y al pasar por delante de ellos no supimos si nos miraban fijamente o tenían la mirada perdida. Instintivamente aceleramos el paso.
Cuando salimos de aquella calle, le dije a David:
—¿No te parecían extraterrestres?
—¿Extraterrestres? —y sonrió—. ¡Qué tonterías! Son humanos, bien humanos, lo que pasa es que han sido abducidos por un platillo volante y luego los han traído aquí otra vez.
—¡Eso sí que es una tontería! —repliqué.
En aquel momento no me apetecían tales bromas.
—No, en serio. Lucas, el de clase, me dejó un día un juego sobre unos marcianos que capturaban a los terrícolas, les lavaban el cerebro, los reprogramaban y los traían otra vez a su casa. Por el día eran normales, pero por la noche se comportaban como enemigos que invadían la Tierra. En el juego tenías que defenderte de los que atacaban, y también, adivinar quiénes eran los abducidos, porque podías estar rodeado de ellos sin saberlo. Eran tan normales como cualquiera —David hablaba con entusiasmo—. En fin, no estaba mal el vídeo, pero no es de mi estilo, por eso no me lo compré. A mí me gustan más…
No pudo continuar. Al final de la inclinada callejuela nos topamos con la gran sombra proyectada por la iglesia, que se veía en un pequeño alto, a la salida del pueblo.
Caminamos hacia allí y, al llegar a uno de lo muros, justamente al de debajo de la torre, nos quedamos quietos, petrificados.
—¡Son palomas…! —y me atraganté.
La garganta se me había secado de golpe.
—Palomas… ¡muertas! —añadió David ante mi repentino silencio.
No me salía la voz.
Allí, delante de nosotros, se veía un montón de palomas grises y blancas. No había huellas de estrangulamiento ni de sangre por ningún lado. Eran como hojas secas que se hubiesen caído desde el suelo o desmayado al borde del tejado.
Instintivamente miramos hacia arriba, pero en lo alto de la torre sólo vimos un nido de paja, que sobresalía, y al dar unos pasos hacia atrás, divisamos a una cigüeña.
—¡Ah! —dijimos con lógica.
Tanto David como yo sabíamos que en lo alto de las iglesias suele haber cigüeñas en lugar de palomas. Por eso no entendíamos bien lo que había pasado. Parecían haberse envenenado con algo… Sólo teníamos claro una cosa.
—¡El falso zorro cogió de aquí la paloma, estoy seguro!
—Es más —añadí—. Creo que se le ocurrió la macabra broma cuando vio este montón de cadáveres.
—Claro. Eligió una y le rajó el cuello una vez que estaba ya muerta —explicó David, y suspiró—. Es un poco menos sádico de lo que creíamos, aunque aun así…
—Hummm, yo no me fiaría —miré a mi alrededor y me agaché—. Busquemos algo que nos dé una pista.
—Aquí no hay nada —dijo David, giró la cabeza para asegurarse de lo que decía, y añadió—: Eh, ¿qué es aquello que brilla?
A unos pasos de la tapia del cementerio vio un reflejo. Corrió hacia allí, se agachó y regresó con un pequeño delfín de metal.
—¿Qué es?
—¡Es de un llavero! Mira esta argolla en la cabeza —dijo, señalándome el delfín—. ¡Seguro que lo ha perdido el asesino! —y feliz, continuó—: ¡Ya está! Ya tenemos una prueba.
Pero su alegría se arrugó de repente. A mí me sucedió algo parecido: los dos habíamos tenido el mismo pensamiento. En las películas, cuando un detective descubre una prueba clave, el culpable está cerca, acechando, listo para atacar.
Nada más imaginario nos pusimos a temblar y, antes de que nos fallaran las piernas, echamos a correr, cuesta abajo, en dirección al centro del pueblo. Buscábamos a nuestros compañeros para sentimos seguros.
Apenas habíamos divisado la plaza cuando oímos gritar a alguien cuyos alaridos empezábamos a conocer demasiado bien.
—¡Aaaghhh, qué horror! ¡Yo me quiero ir de aquí! —gritaba Inés y corría, seguida de la monitora, que trataba de calmarla—. ¡Me ha tocado, me ha tocado con sus babas!
—¿Qué ha pasado? —llegamos hasta Cris.
—Nada, que ese tipo de ahí anda tocando a todos. Si no me aparto… ¡Aghh, qué asco!
—Es el hijo de la señora Hilaria —nos informó un viejo que no cesaba de observar todo muy atento—. No es mal chaval, pero ¡tiene seco el cerebro!
—¡Es el tonto del pueblo! —dijo Héctor, echándose hacia atrás—. En todo los pueblos hay uno así.
—¿Tonto? —nos miró el anciano y en voz baja, mientras se iba, dijo entre dientes—: A veces parece demasiado listo.
El camino de regreso al campamento no fue tan revuelto como el día anterior, pero casi. Inés estaba más nerviosa y se frotaba el brazo con hojas que recogía por el camino. Se volvía a limpiar el mismo brazo que le había rozado el tipo y que ya se había lavado en la fuente.
—¡Habrá que llamar a sus padres! —oí cómo decía Wanchu a Xira.
—¡Pobrecita! Siempre le toca ella: ayer la paloma muerta y hoy un inocente retrasado le da un susto —suspiró la monitora—. ¡Qué bronca nos va a caer!
Los monitores habían avisado por móvil del incidente y cuando llegamos al campamento nos llevamos una sorpresa mayúscula.
Ya había regresado Zack, el otro monitor perdido, pero sucedían tantas cosas y tan rápidas que su historia se había quedado antigua y nadie se interesó por saber cuándo había llegado o si había encontrado la ropa. Había otros asuntos más urgentes e interesantes.
De repente, y esta era la verdadera sorpresa, teníamos una fiesta especial y fuera de programa que el director había improvisado. El programa nos gustaba: carrera de sacos y chocolatada con bizcochos.
El campamento estaba decorado con farolillos de colores, colgados en la misma cuerda de los calzoncillos. Los dos monitores que no fueron al pueblo, Zack y Yolanda, estaban preparándolo todo. Los otros dos se quedaron tan sorprendidos que, al ver al director, Wanchu confesó:
—Creíamos que estaba enfadado…
—Lo estoy, y mucho. ¡Cómo se os ocurre no vigilar mejor a los chicos, al menos a Inés! Espero que no llame a sus padres. Hay que superar este incidente y lo mejor es una tarde de fiesta.
Mientras los monitores buscaban los sacos para las carreras por equipos, David se acercó hasta nosotros.
—¡Tengo una idea genial!
—¿No se te habrá ocurrido meter cardos en los sacos? —le replicó Belén, que no podía olvidar la broma que le había gastado en su cama.
—Hummm, no está mal —dijo, sorprendido, y sonrió—. Aunque sería mejor llenarlos de cucarachas. ¿Os imagináis?
—¡Olvídate de las bromas pesadas! Recuerda lo que dijo el director.
—Por eso lo hago. Nos dijo que el zorro ha de seguir actuando, y ya…
—Ya has pensado una broma, ¿no? —pregunté—. ¿Qué es? ¿Por qué no nos lo has dicho? ¡Nosotros también somos el zorro!
—Tranquilos. Es una broma psicológica.
—¿Psicológica? —repetimos sin creérnoslo.
Sonaba raro esa palabra en la boca de David.
—Es una broma que no es ninguna broma pero los demás creerán que es una broma y reaccionarán como si fuese una broma —nos vio tan asombrados, que insistió—. Contado así parece complicado, pero es muy fácil. Lo tengo todo pensado.
—Pero ¿qué es?
David nos miraba, sonreía malévolamente y sólo decía:
—¡Ya veréis! ¡Ya veréis! ¡Qué divertido! —luego suspiraba, en voz baja, y se reía—. ¡Soy un genio!