9. Tras la pista de un tesoro

Quizás no fue una buena idea forzar la excursión al pueblo ese mismo día, pero el director había madrugado para preparar las pruebas y los monitores no quisieron llevarle la contraria.

Sólo Yolanda, que con sus tripas revueltas no se sentía muy segura al andar, se quedó en el campamento al cuidado de los ocho o nueve compañeros que seguían para el arrastre, más pendientes del WC que de cualquier otra cosa en el mundo.

Cuando ya íbamos a partir, la sargento nos llamó a unos cuantos de su grupo:

—¡Cuidad a Inés!

—¿Qué? —dijeron al mismo tiempo David y Kevin.

Los demás tuvimos la misma duda:

—¿Quién es Inés?

—Inés es vuestra compañera, ¿o es que no lo sabéis? También pertenece a vuestro grupo, el azul.

—Ah, esa que siempre está llorando y quiere irse a casa —dijo David.

—Sí, haced que se integre, que participe, hacedla sentir importante —luego miró al sobrino del director—. Tú, Héctor, que ya has estado aquí otros años, deberías saber cómo son estas cosas.

—¿Yo?… —no le gustaba que le comparasen con una niña llorosa—. ¡Yo nunca he tenido esos problemas!

—Por eso mismo. Hay que conseguir que se divierta, que se sienta comprendida, que esté a gusto.

Hablando así, Yolanda no parecía la sargento de hierro que creíamos que era. Cris, a la que le gusta luchar por las causas perdidas, fue la primera en apoyar sus palabras.

—La integraremos, monitora. Vamos a conseguir que Inés no quiera volver a casa en su vida, ya veréis. ¿Verdad, chicos? —y nos miró a todos, que asentimos sin saber muy bien en qué consistiría su plan.

Después de comer y descansar un poco, comenzó la excursión o, mejor dicho, la prueba. Los cuatro equipos estábamos en la línea de salida a las tres en punto, preparados, listos y ya dispuestos para correr en cuanto lo anunciara uno de los monitores.

—¡A ver, chicos: one, two, three…! ¡Atentos!

El Madelman era el encargado de dirigir el juego, ayudado por Zack y Xira. Nadie recordaba su nombre y empezamos a llamarle Wanchu por su afición a comenzar con: one, two… siempre que se dirigía a nosotros.

El juego era muy sencillo: habían escondido un tesoro en el pueblo y nosotros debíamos encontrarlo siguiendo las pistas que nos habían dejado en el camino. Para no ir todos juntos ni tropezarnos los unos con los otros, cada equipo tenía sus propias pistas. La última era común y conducía directamente al tesoro.

Así que, en fila, mirando atentamente al frente, esperábamos atentos el primer mensaje. Wanchu habló:

—Tenéis que buscar un sobre que sea del color de vuestro equipo, ¿lo entendéis?… Los verdes han de buscar un sobre verde, los rojos…

—¡Síiiiiiii, lo entendemos! —voceamos unos cuantos.

Creo que no valoraba suficientemente nuestra capacidad mental.

—Ese primer sobre se encuentra en el campamento, delante de nuestras narices. De hecho, desde aquí —estaba en lo alto de una mesa y giró su cabeza ciento ochenta grados— veo los cuatro: one, two, three, four… Ese sobre, primera pista que os doy, está colocado en algún lugar que tiene relación con el color de vuestro equipo. Ya sabéis, el verde en…

—¡Síiiii! ¡Lo sabemos! —volvimos a gritar, y comenzamos a dar vueltas sin sentido por el campamento.

Cristina fue la única que no se movió. Al verla tan quieta me acerqué:

—¿Qué estás tramando?

Sabía que pensaba en algo. Conocía bien ese gesto.

—¡Ayúdame! ¿Qué es lo que hay por aquí relacionado con el azul?

—El cielo —dije, alzando la cabeza—. El…, el…, el… —miré alrededor—, el… mar, pero aquí no hay ningún mar cerca —señalé, desencantado.

—¿Seguro?

Aquella interrogación quería decir algo. Vi cómo Cris giraba la cabeza hacia la caseta donde estaba el despacho del director, me miró, como diciéndome que la siguiera, y corrió hacia allí.

Al lado de la puerta había un cartel que anunciaba CAMPAMENTO DEL MAR. En la fotografía se veían unas tiendas de campaña y una casa pequeña al pie de un monte, cerca de la playa.

—¡Ahí está! —señaló, segura.

Detrás de aquel cartel enmarcado se ocultaba nuestra primera prueba.

Llamamos al resto del grupo y Cris comenzó a leer:

—Es una adivinanza. A ver si acabamos la rima entre todos. Dice: «Si miras se ve, / si te vas, se pierde; / porque lo que es / es un…».

—Un moco verde —soltó el chico que estaba aliado de Inés.

Todos le miramos con asco procurando que no nos rozara.

—Es algo que muerde —dijo David, sorprendido por su habilidad—. Ya está. ¡Un perro!

—¿Cómo van a dejar un sobre en un perro? —le cortó Belén—. Además, ¿dónde ves por aquí a un perro?

Lo único que había a nuestro alrededor eran rocas, y árboles, muchos árboles que…

—¡Ya lo sé! —dije, convencido—: ¡Un pino verde!

—¡Claro!

Al instante echamos a correr en dirección al bosque, que estaba de camino al pueblo. Subimos la cuesta y, una vez que llegamos allí, tropezamos con tantos pinos juntos que nos entró el desánimo: el bosque se extendía hasta el final de nuestros ojos. No podíamos buscar en cada uno de los árboles, perderíamos toda la tarde.

Aun así, nos desperdigamos entre ellos. Sólo Cris se quedó inmóvil y al verla así de nuevo fui hacia ella.

—¿En qué piensas?

—Ven, acompáñame.

Bajamos rápidamente hacia el campamento.

—¿También tú tienes la tripa revuelta?

—¡No, vente para acá!

Nos dirigimos al punto de partida, a la puerta del despacho del director. Una vez allí se puso a mirar en dirección al bosque.

—¿Qué estamos buscando? —pregunté.

—Nos hemos precipitado. La clave está en los versos del principio: «Si miras se ve…». Lo lógico es que haya que mirar desde aquí, porque luego dice: «si te vas se pierde».

—¡Cierto! —dije, pero no lo veía tan claro—. ¿Qué es lo que se ve? ¿Qué es lo que se pierde?

—¡Tiene que ser un pino verde!

Desde donde estábamos fuimos avanzando, paso a paso, en dirección al bosque sin dejar de mirar muy atentamente todos los árboles en la distancia, y fue entonces cuando me di cuenta: a nuestra derecha se veía claramente un pino que, si seguíamos caminando, salía de nuestro campo de visión, dejaba de verse.

—¡Ya está! —le anuncié a Cris, dando un paso hacia atrás—. ¡Ese es el árbol que estamos buscando!

—¡Muy bueno, Álvaro! —dijo Cris, que retrocedió y se puso a mi altura—. ¡Ya ves, juntos formamos un buen equipo!

—¡Como siempre! —suspiré, orgulloso, mientras corríamos hacia el bosque.

Enseguida alcanzamos el pino verde, en cuyas ramas, sujeto con una pinza, había un sobre azul. Antes de abrirlo, llamamos a los demás.

La siguiente prueba nos conducía al mirador donde merendamos el día anterior.

Veloces, partimos hacia aquel lugar que ya conocíamos. Al comprobar que David no venía con nosotros, me giré y le vi detenido en mitad del recorrido.

—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal? —le pregunté en cuanto llegué a su altura.

Estaba agachado en la desviación hacia el pueblo deshabitado del que nos habló la monitora.

—Hay alguien —dijo en voz baja, sin apenas moverse—. En ese pueblo fantasma hay alguien.

—¿Qué dices? ¿Estás loco?

—Seguro. He visto unas huellas, unas huellas de botas. ¡Míralas, ahí!

—¡Los fantasmas no dejan huellas!

—Pues peor. Alguien vive en ese pueblo deshabitado. La sargento nos engañó.

Estábamos tan centrados en esta conversación que no nos dimos cuenta de que los demás ya habían hallado el sobre y nos esperaban para leerlo. Belén nos llamó y no tuvimos más remedio que dejar aquel misterio e ir corriendo a su lado.

No fue una prueba difícil.

Y así, uno a uno, fuimos adivinando los mensajes de todos los sobres, y al fin llegamos al que nos llevaría directamente al tesoro.

No éramos los únicos: el equipo verde también estaba abriendo su sobre no muy lejos de nosotros, y el equipo rojo parecía haber descubierto la clave final, pues se lanzó antes que nadie cuesta abajo, hacia el pueblo.

Había que darse prisa.

—A ver, Héctor, ¿quieres leer de una vez?

—«Aunque no llegues al pueblo / tendrás tumbado el tesoro, / como una cruz en el cielo, / brillará aún más que el oro» —tragó saliva y, perplejo, soltó—: ¿Esto qué es?

—Otra adivinanza —dije yo, por si no lo había comprendido aún.

—¡Corramos! —dijo David, mirando al equipo verde, que se disponía a entrar en acción—. ¡Que esos también se nos adelantan!

—Sí, ¿pero hacia dónde vamos?

—Hacia el pueblo, como todos. ¿No es así?

—Sí —dijo Cris, convencida, y luego añadió—, pero no.

—¿Qué quieres decir? ¿Sí o no? Date prisa. Los verdes ya han llegado al pueblo, y los rojos…

—Peor para ellos —dijo.

Sonrió al ver que el equipo de las tres GGG también se adentraba en el pueblo y señaló hacia el fondo:

—Ahí está la solución.

Desde lo alto de la cuesta vimos una pequeña tapia blanca. Por encima de ella asomaban tres cipreses.

Era el cementerio.

—¿No os acordáis de la adivinanza? —dijo Cris, y empezó a recitarla—. «Aunque no llegues al pueblo…».

—Claro —y proseguí—: «Tendrás tumbado el tesoro». ¿Lo oís? Tumbado de tumbas… —miré a Cris, y le dije en voz baja—: Formamos el mejor equipo, ¿eh?

Pero Héctor me oyó y estúpidamente se sumó.

—¡Claro, el que esté conmigo siempre estará en el mejor equipo!

Me lancé a correr hacia el cementerio para no escuchar otra tontería. Belén me adelantó, mientras David nos miraba a todos tranquilamente. Desde lo alto veía el panorama y, de pronto, echó a correr como un caballo desbocado.

—Lo han descubierto. El equipo rojo ha dejado el pueblo y viene hacia aquí. ¡Y no sabéis cómo vuelan Gloria y sus amigas! Esta vez no les importa despeinarse.

Nada más decirlo, vimos a las Barbies y a Belén corriendo, desde puntos distintos, hacia la misma puerta del cementerio. Como estaban más cerca, Gloria y Gemma entraron las primeras. Se nos habían adelantado, pero esperábamos que no hubiesen adivinado el lugar exacto del tesoro.

Nosotros ya lo sabíamos. Tenía que estar en la tumba que tuviese una cruz dorada, y si había más de una cruz, en la más alta. Belén se dirigía directamente hacia allí, y saltando entre tumbas (algo que no se atrevieron a hacer las Barbies), alcanzó la meta. Encima de la lápida, cubierta por una corona de flores muertas y varios ramos más, había una caja de metal que Belén tomó entre sus manos, triunfante. La elevó al aire como si fuese la copa de campeón del mundo.

Todo nuestro equipo empezó a aplaudir en cuanto entramos.

—¡Enhorabuena! —dijo una Gracia desconocida—. Y ahora, Belén, abre la caja de una vez. A ver en qué consiste ese tesoro.

—¡Espera! —dijo Cris, y recordando las palabras de la monitora, nos preguntó—: ¿Qué os parece si dejamos que sea Inés quien la abra?

—Claro —acepté yo, y le susurré al oído a Belén—: Así se sentirá más integrada y dejará de llorar y de querer irse a casa.

Belén colocó la caja encima de la tumba, y Cris le dijo a Inés que tenía el honor de mostrar a todo el campamento el tesoro que había hallado el equipo azul, el mejor equipo del mundo.

Entonces vimos a Inés sonreír por primera vez desde que llegó.

Muy ceremoniosamente abrió la caja y, sin dejar de mirarnos, metió sus manos en el interior. Y de pronto…

—¡AAAHHHH!

Se miró las manos, heridas, manchadas de sangre, y siguió con su «¡Ahhhhhhhhhhhhhn!», al tiempo que gritaba, casi histérica:

—¡Asesinos! ¡Asesinos!