Nos levantamos temprano. David y yo queríamos ver las caras de sorpresa de nuestros compañeros cuando descubriesen que el zorro había actuado de nuevo y había cumplido con la prueba a la que le retaron: las cuatro mesas del comedor formaban una zeta perfecta.
Cuando entramos, sólo estaban la cocinera, un monitor y unas cuantas chicas que no sabían qué hacer ni dónde sentarse. Belén se nos acercó:
—¿Por qué no me habéis avisado? —también ella estaba sorprendida—. ¿Cuándo lo habéis hecho?
—Fue anoche, mientras lo de la radio.
Lo pensó un momento y añadió, complacida:
—¡Muy bueno!… No podíais haber elegido mejor momento —se rio y nos miró—. ¿Así que no oísteis nada?
—No —dijo David—. Sólo unas carcajadas. ¿Alguien mandó un chiste a la radio?
—¡Oh, no! Fue mucho mejor. Era una grabación en la que un tipo con voz de pito, porque lo había grabado a velocidad ultra rápida, decía cosas muy divertidas de las Barbies… Ya sabéis, Gloria, Gracia y Gemma, esas tías que sólo están pendientes de su pelo y creen que esto es un desfile de modelos.
De pronto me puse rojo y me quedé mudo. Había algo de aquel asunto que empezaba a resultarme familiar. Tan sólo dije:
—¡Glugs!
—Lo más gracioso fue lo de Cristina —Belén se calló al ver entrar a nuestra amiga.
Nada más aparecer por la puerta, dos chicos del grupo verde cantaron a su paso:
—¡Oh, Cristina, Cristina, eres como una bailarina!
—¡Idiotas! —contestó Cris, y se acercó hacia nosotros—. ¡Me quiero ir de este campamento! ¡Hoy mismo llamo a mi madre para que venga a buscarme!
—¿Te vas a enfadar por una bromita de dos memos? —le replicó Belén.
—Es que no son sólo esos dos —clamó Cris, señalando a los que le acababan de cantar—. Desde que me he levantado, casi todos los chicos con los que me he cruzado no han parado de cantarme eso de que soy una bailarina, como si fuera gracioso… —cada vez estaba más irritada—. ¡Como encuentre al tipo de la voz de pito que quiso reírse de mí, se va a reír de…!
—¡Glugs! ¡Glugs!
En esos momentos miré a David, que miraba hacia todos los lados excepto a uno, que era mi cara: intentaba hacerse el despistado. Demasiado tarde comprendí la jugarreta de mi amigo y me di cuenta de que en la conversación del día anterior sobre las chicas, yo era el conejillo de indias para sus experimentos.
En cuanto se fueron nuestras amigas, David señaló:
—¡No te lo tomes a mal! ¡Ha sido una maniobra de distracción! Cuestión de estrategia.
—¡Me lo podías haber dicho!
—¿Y hubieras aceptado?
—Hacer el payaso, el idiota, el imbécil, ridiculizar a Cris… ¿Estás loco? ¿Cómo iba a aceptar?
—Pues por eso.
La situación no era grave, pero sí un poco humillante, aunque me di cuenta de que tenía consecuencias positivas: de pronto Cris prefería estar con nosotros, sus amigos de verdad, en vez de con Héctor y Kevin, que también le habían tarareado la canción.
«¡Al final va a merecer la pena haber hecho el ridículo!», me dije. «¡Mientras no se entere nadie, claro! ¿Pero quién se va a enterar?», me repetía tan tranquilo.
Era imposible. Eso pensaba, hasta que Héctor, que andaba en el otro extremo de la mesa, se acercó a nosotros y, mirando a Cris, preguntó:
—¿Te gustaría saber quién ha sido el idiota que te cantó la canción esa de…?
—Lo estoy deseando —le cortó ella—. ¿Se puede averiguar?
—Claro —dijo Kevin, que había seguido a Héctor—. Recuperamos el mensaje que mandaron por Internet, lo reproducimos a velocidad lenta, y ya está: se oirá normal. No me será difícil entrar en el correo que tiene la monitora para sus cosas de la radio.
—Yo pediré a mi tío las llaves de su despacho para usar su ordenador. Tengo la clave de acceso —concluyó Héctor.
Miré a David con ganas de estrangularle. Debió de entenderme perfectamente porque se levantó de la mesa y salió corriendo.
—¿Qué le pasa a ese? —preguntó Belén.
—Habrá ido al váter —no quise contarle nada—. Ya sabes cómo es David.
Nadie sabe en realidad cómo es David exactamente, pero cuando decimos «¡ya sabes cómo es David!», nos entendemos con toda claridad.
Lo curioso fue que su escapada resultó contagiosa.
Nada más desaparecer por la puerta, Llorente se levantó y corrió tras él. Y también dos chicos del grupo verde. E incluso el Madelman, y las Barbies, las tres a la vez, y…
—¿Qué está pasando? —dijo Cris, y miró hacia las enormes cacerolas llenas de leche con cacao—. ¿Hay fuego?
De pronto Héctor y Kevin también se fueron sin decir nada más. Nuestra monitora, al ver que éramos los únicos que estábamos en la mesa y con el cacao sin empezar aún, dijo:
—¡Aquí ha pasado algo! ¿No sentís nada raro?
—No, ¿por qué? —contesté con la taza en la mano.
No había empezado a desayunar, pero tantas carreras ajenas me habían despertado el apetito.
—¡Uff, mis tripas! No puedo… —Yolanda se llevó la mano a la cintura y se echó a correr, como fueron haciéndolo casi todos los demás.
En el comedor quedábamos exactamente seis: nosotros tres, dos chicas de la mesa verde con su cacao sin empezar y Chuenlín, que estaba apurando el desayuno de sus compañeros.
Antes de que dijésemos nada, percibimos un olor asqueroso, y más asqueroso a medida que salíamos y nos acercábamos a los váteres.
Allí descubrimos a todos los huidos.
—¡La leche estaba mala! —dijo Cris al ver aquel panorama.
—¡Menudas diarreas! —suspiró David, tapándose las narices.
—¡Andábamos tan centrados en el asunto de la canción de Cris que nosotros ni habíamos empezado a desayunar! —comentó Belén—. ¡Menos mal!
—¿Qué es aquello? —me acerqué a los servicios, seguido de David.
—¿Hummmm? ¡Qué extraño!
—¡El zorro! ¡Esa «Z» es del zorro! Así que el zorro ha echado laxante en la leche… —y me reí—. ¡Menuda gracia!
—¡De verdad que yo no he sido! —me susurró al oído mi amigo.
—No pasa nada, no me voy a enfadar, pero podías haber contado conmigo. Es una broma sonada. ¿Dónde conseguiste el laxante?
—¡De verdad que yo no he sido! —insistió David.
Y yo le creí.
Fue una mañana muy agitada. A nosotros se nos quitaron las ganas de desayunar, y a los demás, las ganas de hacer cualquier cosa que les alejara de los servicios. En cuanto se movían un poco sentían cómo se les retorcían las tripas y echaban a correr de nuevo.
—¿A qué grupo le tocaba hoy limpiar los baños? —preguntó David.
Dada aquella situación de emergencia, nos dejaron la mañana libre para que nos recuperásemos. La excursión se trasladó a la tarde.
Como Yolanda y el Madelman estaban también afectados, los otros dos monitores, Zack y Xira, corrieron al pueblo a buscar algún medicamento contra la diarrea masiva.
Cristina se fue a su cuarto y nos quedamos los tres dando vueltas al asunto.
—Si tú no has sido el que ha hecho esta broma, David, ¿quién ha sido? —preguntó Belén.
—No lo sé, pero alguien me ha robado una zeta. ¡Vayamos a mirar! Quizás encontremos huellas.
David rebuscó en el fondo de su mochila, contó las firmas del zorro y comprobó que todavía le seguían quedando ocho. Nadie las había tocado.
—¡Es extraño, muy extraño! —suspiró.
Comenzamos a pensar en quién podría tener alguna zeta de esas, hasta que Belén abrió mucho los ojos y gritó:
—¡Ya lo sé! ¡Es el director! No hay otra posibilidad.
—No lo creo —la contradije—. Tiene el despacho demasiado cerca de los servicios y están llegando ahí todos los olores. No le merecería la pena gastar esta clase de broma. Además, ¿para qué? Es el responsable de todo lo que ocurre en su campamento, y esto no es muy buena propaganda.
—¡O sí! —dijo David—. Además, ha desaparecido. ¿Alguien lo ha visto en toda la mañana?
—Es cierto. Suele desayunar con nosotros —apuntó Belén—. ¿Dónde se habrá metido?
En esos momentos pasó por allí nuestra monitora y le preguntamos por el director.
—Se ha ido muy pronto. Tenía que preparar las pruebas de la excursión al pueblo de esta mañana. Por eso se adelantó y… —se interrumpió y se fue corriendo hacia los servicios, alarmada—. ¡Uff, cuando se entere de esto!
Los tres nos miramos algo confusos pero con una idea clara:
—¡Es el director!