4. El as de espadas

Habían sido demasiadas emociones para el primer día. Estaba tan agotado que me quedé dormido nada más entrar en el alargado cuarto. A la mañana siguiente no sabía dónde estaba. Parecía flotar y me vi, de repente, en lo alto de una litera. Miré hacia el suelo: David, sentado en el borde de la cama, trataba de coger fuerzas para ponerse en pie. Al fondo, el chino entraba con una toalla y el pelo mojado.

Entonces comprendí que habíamos pasado la primera noche en el campamento.

Rápidamente salté al suelo.

—¡Venga, David, vamos a desayunar!

—Antes hay que ducharse. Es obliqatorio. Me ha dicho ese monitor de allá. ¡Mírale! Vigila para que nadie se lo salte.

—Pues habrá que salir con una toalla —dije, y fui hacia la mochila, inquieto.

Esperaba que a mi madre no se le hubiese ocurrido meterme la toalla roja de Goofy que me regalaron hacía un montón de años. Era la más grande que tenía, pero ya no la llevaba a la piscina.

—¡Uff! —suspiré, aliviado.

Por suerte, era una toalla blanca, aunque un poco rígida. Mi madre tiene la manía de planchar todo, absolutamente todo.

—¿Habrá agua caliente? —suspiró David.

—¡Seguro! Esto es la civilización.

Pero ya no había. Al parecer, tan sólo los que madrugaban se libraban del agua congelada.

Bajamos al comedor tiritando, con ganas de bebernos cualquier cosa caliente.

Al entrar vimos cuatro mesas muy largas, cada una de un color. En una de ellas Belén y Cris nos llamaban.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Eh, chicos, estamos aquí!

—¿Es nuestra mesa? —preguntó David.

«¡Qué bien! ¡Al fin vuelve a ser todo como antes!», pensé para mí.

—Es la de nuestro grupo, ¿veis? —dijo Cris, y señaló el mantel de hule—: ¡Somos el grupo azul!

—¡Ah!

—Y en ese lugar, donde estás ahora —nos informó Belén—, se pone la monitora, Yolanda. Ya la conocéis.

—¿Cómo olvidar a la sargento? —gritó David, y poniéndose en pie, arrugó la cara, se tocó la nariz, como si llevara bigote y comenzó a imitarla con una voz seca y aguda—. ¡Escuchad con atención! A ver, soldados, mírenme todos. ¡No se lo voy a repetir! —y comenzó a sacar pecho—. Guardad silencio. No quiero oíros. Nada. Ni respirar…

Al ver que no reaccionábamos, David nos miró sorprendido.

—¡Chiss! —traté de advertirle, pero no me oyó.

—¿No os hace gracia? —siguió con su imitación, cada vez más exagerada.

No estábamos en condiciones de responderle.

Como si hubiese adivinado lo que pasaba, miró hacia atrás y… Allí, como un perfecto guardaespaldas, descubrió a… ¡la sargento! Traía en sus manos un paquete de camisetas azules.

—¡Qué divertido, eh! —afirmó Yolanda muy seria—. Ya que te levantas con tantas ganas de moverte, vas a tener acción hasta aburrirte. Después de comer, tú y tu equipo os pondréis a limpiar a fondo los baños.

—¿Yo? —dudó—. ¡Eso no es justo!

Pero aquel era un tema cerrado. Lo supo por la mirada de la monitora, quien añadió:

—¿Todavía no ha llegado el resto del grupo? —y sin esperar respuesta ordenó—: Id a buscar a los demás para que estén aquí inmediatamente —se dio media vuelta, tras despedirse con un «¡muy mal empezamos!» entre dientes.

No fue necesario moverse de allí. En esos momentos entraron dos chicas y un chico que se sentaron a nuestra mesa, y detrás de ellos apareció la última persona que deseaba ver en el campamento:

—¡Hola, gente! —saludó, como si fuese algo original, y luego, mirando a Cris, añadió—: ¿Qué tal estás, compañera de equipo?

—¡Oh, muy contenta! —respondió Cris, y volviéndose hacia nosotros, dijo—: ¡Ya conocéis a Héctor!

—Sí, el imbécil sobrino del director —me susurró David.

Yo no lo hubiese definido mejor. Era alto, supongo que guapo para algunas chicas, y debía de ir al gimnasio, pero todo era pura fachada. Se notaba que era un tipo creído e insoportable, aunque Cris aún no se había dado cuenta.

—¡Seremos el equipo campeón! —se rio Héctor.

Entonces apareció el último de la mesa, quien añadió:

—¡Seguro! ¡Somos los mejores!

—¡Hola, Kevin! —le saludó Cris, que seguía encantada de estar en aquel campamento—. ¿Cómo te has levantado tan tarde?

—Te equivocas conmigo. Yo no soy de los que duermen mucho. Eso lo dejo para otros. He estado por ahí pensando en cosas —dijo para hacerse el interesante.

—¡Ven, siéntate aquí! —señaló Cris, y apuntó al sitio que había entre ella y yo.

Para hacerle un hueco, se acercó un poco más Héctor.

—¡El equipo ha de estar unido! —añadió para justificar aquella absurda invitación.

—Unido, sí, pero no pegado —comentó, en voz baja, David, que estaba a mi derecha.

Cris alzó la cabeza y, mirándome, dijo:

—¿Sabes, Álvaro, que a Kevin también le gusta mucho la ciencia? ¡Y tiene un laboratorio en casa!

—¡Ah! —dije, simplemente.

No se me ocurría nada más.

—Bueno, me gusta la ciencia, pero no sólo la ciencia. También, el deporte y el cine y los idiomas y… —notó que estaba aburriendo al personal y abrevió—. Ya sabes, saco sobresaliente en todo.

No hubo tiempo para más charla, algo que agradecí. Llegó la monitora y gritó para que nos diésemos prisa en acabar el desayuno porque en cinco minutos había que estar sentados en la explanada de enfrente, y nos dejó bien claro que ninguno podía retrasarse ni un segundo.

—¿Qué será eso tan importante que tienen que contarnos? —pregunté.

—Es mi tío —contestó Héctor, sin mirarme.

—¿Quéeeee? —David no entendía nada.

No era el único.

—¡Ya veréis de qué va! ¡Va a ser divertido!

No nos imaginábamos al tío de Héctor y, a su vez, director del campamento, en un asunto divertido. Por eso mismo nos entró curiosidad.

Nuestro equipo fue el primero en llegar a aquella explanada, dividida en cuatro partes. Aprendíamos rápido y Belén, David y yo nos sentamos en la zona que tenía una bandera azul. Después llegaron Cris con sus nuevos amigos y el resto de nuestro grupo.

A pesar de ser casi cuarenta acampados, nadie alborotaba. Aun así los monitores gritaron «¡Silencio!» en cuanto apareció el director, que era el único con pantalón largo.

Muy erguido, comenzó a hablar. Sus palabras parecían uno de esos discursos en los que no se dice nada. Dejé de atender en la segunda frase y me puse a mirar a mi alrededor sin buscar nada en especial. Entonces me pregunté por Chuenlín, al que de pronto eché en falta.

—¿Has visto al chino? —le susurré a David.

—No, pero… —lo pensó brevemente, y sonriendo, añadió—: ¡Seguro que está en el equipo amarillo!

El discurso proseguía. Había dejado a casi todo el campamento medio dormido. El director lo advirtió y, en vez de irritarse, se calló, se quitó la chaqueta, se sentó en una silla, y relajado, como si estuviera hablando a unos amigos, cambió el tono de voz:

—Bueno, después de estas palabras de bienvenida, os quiero hablar de algo que os interesa a todos. Es algo que caracteriza a nuestro campamento: el zorro del aire.

—¿Qué? —preguntaron unos cuantos a la vez.

A David ya mí nos lo había mencionado Belén, pero aparte de eso, estábamos igual de perdidos.

—Los que habéis estado aquí antes ya sabéis en qué consiste, pero vaya explicarlo brevemente para los demás. Aquí —y señaló su bolsillo— tengo una baraja con treinta y seis naipes que voy a repartir ahora mismo. Cada cual debe guardar bien su carta, sin enseñársela a nadie, ni siquiera a vuestro monitor.

—¡Qué juego de cartas tan raro! —suspiró David.

—El que tenga el as de espadas —prosiguió el director— será el zorro, el zorro del aire, y su misión consistirá en hacer bromas sin que los demás le descubran —se calló un momento; observó nuestra reacción, entre la ilusión y el asombro, y prosiguió—. Ahora os vaya entregar vuestra carta y a continuación iréis pasando de uno en uno por mi despacho. Así os voy conociendo personalmente… y al zorro, el que me muestre la carta en cuestión, le daré este paquete con diez grandes zetas en forma de antifaz.

—¿Para qué los quiere? —preguntó alguien que no conocía.

—¿Para qué va a ser? ¡Para disfrazarse! —le contestó el de al lado.

No habían entendido nada. Yo tampoco lo tenía muy claro, pero el director prosiguió con su explicación.

—Estas zetas, en forma de antifaz, serán la firma del zorro. Cuando el elegido actúe, ha de dejar una de ellas en el lugar, para que sepamos que se trata del zorro del aire y no de un compañero que se toma la excusa del juego para su propia diversión. Eso está prohibido. Se expulsará del campamento a aquel que haga bromitas a cuenta del zorro. ¿Ha quedado suficientemente claro? —nos miró brevemente, y continuó—. Y recordad que nadie, ni siquiera los monitores, tienen estas zetas.

—¿Cómo se gana en este juego? —preguntó David, alzando el brazo.

—Ah, sí, me había olvidado. Si el zorro consigue superar diez pruebas sin que lo desenmascaren, gana. Si le descubren, pierde. Y está obligado a usar el paquete entero en una semana.

Todos lo habíamos entendido. Y todos, o casi todos, queríamos ser el zorro. De pronto se nos ocurrían mil ideas. En aquel momento miré a Cris, rodeada por Héctor y Kevin, y me llegaron un millón de bromas que me apetecía hacerles. Ya me lo estaba imaginando.

—¡Que sea el zorro! ¡Que sea el zorro! —pedí.

Tenía mi carta entre las manos, pero no me atrevía a darle la vuelta. Me fijé en Belén, que suspiró: «¡Vaya!».

David, a su lado, ojeó una esquina de su carta y también exclamó: «¡Vaya!».

Sólo faltaba yo.

Miré la carta y repetí «¡Vaya!» antes de preguntar a mis amigos:

—¿Tampoco os ha tocado a vosotros el as de espadas?

—¡Ah, eso es secreto! —comentó Belén.

Y David la apoyó:

—¡Ya has oído lo que ha dicho el director!