2. La mejor monitora

No fuimos los últimos en llegar, pero lo parecía. En aquel lugar había demasiada gente. A simple vista se veían más padres que hijos, como si fuese la entrada de una guardería. Por un momento temí que me hubiese equivocado de campamento (nunca leo la letra pequeña) y le comenté a David:

—¿No será esto demasiado infantil? —miré a mi alrededor y añadí—: ¡Nosotros somos mayores!

—¡A mí me da igual! —contestó David y por una vez supo razonar—. Mientras estemos juntos, nos lo pasaremos fenómeno.

Estaba claro. Antes de que sonriera, aliviado, se nos acercó un chico, que era más alto que nosotros. Parecía como sacado de un anuncio.

—¿Queréis que os enseñe el campamento? —dijo, pero sólo miró a Cris.

—¡Ya lo vemos bien desde aquí! —le corté.

Pero él ni me oyó, pues seguía atento a Cristina, que respondió:

—¡Oh, sí! —y mirando a su madre, preguntó—: ¿Podemos?

—Claro, hija. Para eso estáis aquí, para hacer amigos —le dio un beso y se despidió de nosotros—. Bueno, chicos, os dejo, que os veo en buenas manos. ¡Ya llamaré luego al director, que ahora debe de estar muy ocupado!

—¡Es mi tío! —le informó el recién llegado, y se fue con Cris y Belén a enseñarles un campamento que ya se veía a simple vista.

Al darnos la espalda, escuché perfectamente cómo decía: «Me llamo Héctor. ¿Y vosotras?…».

Ni a David ni a mí nos invitó a acompañarle. Estábamos de pie, allí plantados, cuando la madre de Cris nos llamó desde el coche para que recogiéramos los equipajes de los cuatro. Una vez que lo hicimos se despidió tan natural como si nos hubiese dejado en la puerta de casa.

Me entraron ganas de seguirla, de irme con ella. Todo estaba saliendo mal y me daba la impresión de que aún quedaba lo peor.

David, en cambio, sentado en una de las mochilas de las chicas, contemplaba la situación como si estuviera viendo una película: atento, tranquilo, sin complicaciones. Su visión era muy diferente a la mía.

—¿Qué haces? —le dije.

—Nada. Espero y miro.

—¿Qué miras?

—¡Ya ves! —y apuntó con su cabeza hacia adelante—. ¡Creo que aquí nos lo vamos a pasar bien!

No estaba nada seguro, y menos cuando una chica mayor, vestida con un ridículo uniforme, llegó hasta nosotros y gritó:

—¿Qué hacéis aquí perdiendo el tiempo? —miró las mochilas, las contó y añadió—: ¿Estáis locos? ¡Esto no es Marbella! ¡No habéis venido a muchos campamentos…!

—No son nuestras, no son nuestras —dije, pero no me escuchaba—. Esa mochila rosa con el osito —señalé la más pequeña de las dos mochilas de Cris— es de una amiga que…

—Venga —me cortó—. Cargad con ellas y llevadlas al dormitorio —y al ver que no nos decidíamos, remarcó—: ¿O es que estáis esperando a que un botones os las lleve, guapos?

—Hummmm —suspiró David—. ¡No sería mala idea!

Aquella respuesta irritó aún más a la inesperada sargento, y mirándole muy fijamente gritó:

—¿Te estás riendo de mí?

David se dio cuenta de que no era el mejor momento para contestarle y se calló. Ante su silencio, la chica, atacó:

—No sé qué os enseñan vuestros padres. ¡Un campamento no es un hotel! ¿Te enteras?

—Sí, eso ya lo he notado.

Lo que no sabía David es que aquel lugar era como el ejército. Cuando te grita el sargento, no puedes decir nada, y mucho menos, intentar hacerte el gracioso. Es lo peor. Lo había visto en muchas películas.

—¿Intentas tomarme el pelo? —gritó aún más fuerte, se le notaban las venas del cuello—. A ver, ¿cuál es tu nombre?

—Yo, yo…, Álvaro —dijo David.

—Oye, David, que Álvaro soy yo, no me cuelgues el muerto, que…

La chica del uniforme nos miraba como si no se lo creyese. Por un momento la vi dudar:

—¡No sé qué os enseñan en el colegio, pero aquí vais a aprender a…!

En esos momentos pasó por allí un chico de nuestra edad, pero chino.

—¿Ayudal a los nuevos? —le preguntó a aquella sargento, con una sonrisa.

—Sí, Chuenlín, ayúdales con su equipaje y dales una vuelta para que se hagan una idea de lo que es un campamento, tú que lo conoces bien.

Glacias, monitola.

Aquella chica tan gritona, que parecía el sargento de una compañía de desesperados, era una de nuestras monitoras. Esperaba que no nos tocase en nuestro grupo, pero las palabras del chino nos descolocaron:

—¡Yolanda sel la mejol monitola de todas! —y por si no lo habíamos entendido, repitió—: ¡Muy buena!

Así, con esas dudas, avanzamos hacia el barracón donde estaban los dormitorios. David llevaba su mochila y la de Belén; el chino cargaba con las dos de Cris, y yo intentaba ver lo bueno de aquella situación, a la vez que me decía: «¿Por qué tuve que mirar aquel día Internet?, ¿por qué?».

Tales pensamientos se me debieron de notar en la cara, pues el chino me preguntó:

—¿Estal preocupado?

—Oh, no, Chuenlín, yo… —traté de disimular, pero entonces nuestro nuevo compañero me interrumpió.

—Chuenlín, no. Thu-en-Lin sel nombre en China. Aquí sel Yoldi.

—¿Yoldi? —preguntó David, extrañado.

—No, no. Yo me llamo Yoldi. Vivil en Balcelona.

—¿Cómo?

—Yoldi. Yo, Yoldi.

—¡Ah, Jordi! —aclaré, y entonces comprendí lo importante que es la pronunciación en un idioma.

—Sí —apuntó feliz el chino—. Yoldi.

Y guiados por Jordi, el chino, atravesamos el campamento, llegamos hasta un barracón y pasamos por una pequeña entrada con dos puertas, una a cada lado.

—¡Sel dolmitolio de las chicas! —dijo, señalando la de la izquierda, y después, mirando la puerta de enfrente, dijo—: ¡Sel nuestlo dolmitolio!

Aquello era una habitación tan larga como un garaje, pero llena de literas. Miré rápidamente y vi que estaban libres las del final, las más alejadas de la puerta. Corrí hacia allí, lancé mi mochila a la cama de arriba y puse una gorra en la de abajo, pensando en David.

Chuenlín nos seguía con las dos mochilas de Cris, que dejó a los pies de nuestras literas. Los pocos chicos del cuarto empezaron a mirarnos con atención. Aquella mochila rosa fosforito destacaba demasiado en el oscuro ambiente del dormitorio masculino, y tanto David como yo exclamamos al mismo tiempo:

—¡No es nuestra! —y en voz alta recordamos a todo aquel que lo quisiera escuchar—: ¡Esa mochila es de las chicas!

Sel bonita —dijo el chino.

En ese instante entraron nuestras amigas, que corrieron a recoger sus cosas. En la puerta las esperaba el sobrino del director.

—¡Gracias por traer nuestras cosas! —nos dijo Cris rápidamente y se dio media vuelta.

Belén la seguía, y añadió:

—¡Nos vemos luego en la reunión de grupos!

—¿Quéeeee? —me quedé con la palabra en la boca.

No entendía nada. ¿Qué era eso de la reunión de grupos? ¿Cómo se había enterado?

Chuenlín, que me vio despistado, intentó explicarla:

Ahola estalá la plimela leunión y sel impoltante. Ahola folmalse los grupos.

—¡Qué bien! —me dije, y en voz baja suspiré—. ¡Por fin vamos a poder estar los cuatro juntos!

Nuestro amigo, el chino, no hablaba muy bien español, pero lo entendía todo y me corrigió:

Tles. Sólo tles. Cada equipo sel de tles.