Capítulo 13

Se hubiera dicho que el tiempo se proponía mejorar. En efecto, la nieve medio derretida que hasta entonces venía cayendo en cantidad descomunal empezó a ceder gradualmente y acabó por cesar casi por completo. El cielo quedó en parte visible y, diseminadas por él, aparecieron algunas estrellas. Pero el suelo seguía mojado y fangoso y el aire pegajoso y sofocante, en particular para el señor Goliadkin, quien, aun sin ello, respiraba con dificultad. Su gabán empapado le impregnaba los miembros de una humedad desagradable por lo cálida y sus ya fatigadas piernas se le doblegaban bajo ese peso adicional. Un temblor febril le recorría el cuerpo, acompañado de vivos y punzantes escalofríos. El agotamiento le había empapado de un sudor frío y enfermizo, por lo que, pese a lo oportuno de la ocasión, se olvidó de repetir con su firmeza y resolución habituales aquella su frase favorita de que quizá, de alguna manera, probablemente, con toda seguridad, todo aquello sería al cabo para bien.

«En fin de cuentas, nada de esto importa de momento», dijo nuestro esforzado héroe sin claudicar todavía, enjugando de su rostro las gotas de agua fría que le caían profusamente del empapado sombrero. Añadiendo que tampoco eso importaba de momento, nuestro héroe fue a sentarse en un tronco bastante grueso junto a un montón de leña en el patio de Olsufi Ivanovich. Por supuesto, no cabía ya pensar en serenatas españolas ni en escalas de seda, pero sí en un rinconcito tranquilo, si no caliente, al menos acogedor y oculto. Muy en particular, dicho sea de paso, le seducía aquel rincón en el descansillo de la casa de Olsufi Ivanovich, donde una vez antes casi al principio de esta verídica historia, había pasado dos horas entre un aparador y unos biombos viejos y en medio de un montón de trastos, materiales de desecho y toda especie de basura. Ahora, por otra parte, el señor Goliadkin llevaba ya dos horas esperando en el patio de Olsufi Ivanovich. Pero en lo concerniente al rinconcito anterior, tan acogedor y recóndito, había ahora inconvenientes que antes no habían existido. El primero era que, con toda probabilidad, ese sitio había sido ya localizado desde el día del incidente en el baile de Olsufi Ivanovich y habían sido tomadas las oportunas medidas de seguridad. El segundo era que tenía que esperar la señal convenida con Klara Olsufievna, pues no podía faltar una señal de esa índole. Así había ocurrido siempre, pues, como él decía, «no somos los primeros ni seremos los últimos». Al momento el señor Goliadkin recordó muy a propósito una novela que había leído tiempo atrás, en que la heroína daba la señal convenida a Alfredo en circunstancias muy semejantes a las actuales, anudando a la ventana una cinta color rosa. Pero de noche y en el clima de San Petersburgo, notorio por su humedad e inconstancia, una cinta color rosa carecería de sentido. En una palabra, sería imposible.

«No. Ahora no es cuestión de escalas de seda. Lo mejor será que me quede aquí escondido y en silencio. Eso será lo mejor».

Y escogió un sitio en el patio, frente a las ventanas y junto a un montón de leña. Cierto era que por el patio pasaba mucha gente, entre ella postillones y cocheros, sin contar el fragor de ruedas, el piafar de caballos y demás. Pero, no obstante, el lugar era conveniente, tanto si lo descubrían como si no, porque ofrecía la ventaja de ser en su mayor parte oscuro, con lo que nadie podría ver al señor Goliadkin, mientras que él podría verlo todo. Las ventanas estaban brillantemente iluminadas. Se celebraba una reunión de gala en casa de Olsufi Ivanovich, pero aún no se oía música.

«Así, pues, no es un baile. Se habrán reunido por otro motivo —concluyó nuestro héroe con desaliento—. ¿Pero era hoy? —le cruzó por la mente—. ¿No me habré equivocado de día? Todo puede ser. ¿O quizá…, quizá la carta fue escrita ayer y no llegó a mis manos porque el truhán de Petrushka se entrometió en el asunto? ¿O quizá la carta decía que sería mañana?… Quizá sea mañana cuando tengo que hacer esto y esperar con el coche».

Nuestro héroe buscó en el bolsillo la carta para esclarecer ese punto y quedó espantado al comprobar que no estaba allí.

«¿Qué es esto? —murmuró más muerto que vivo—. ¿Dónde la habré dejado? ¿La habré perdido? ¡Sólo me faltaba eso! —concluyó con un gemido—. ¿Y si cae en manos inicuas? ¡Quizá haya caído ya! ¡Ay, Dios! ¿A qué llevará todo esto? ¿Qué pasará si?… ¡Ay! ¡Qué pésima suerte la mía!».

Nuestro héroe tembló de pensar que acaso su canallesco mellizo le había tapado la cabeza con el gabán para sustraerle la carta, de la que habría tenido noticia por uno de los enemigos del señor Goliadkin.

«¡Y peor todavía, se habrá apoderado de ella como prueba! —pensó—. ¿Pero por qué?».

Tras el primer acceso de estupefacción y horror, le volvió la sangre a la cabeza. Gimiendo, rechinando los dientes y apretándose las sienes, se dejó caer en el tronco y empezó a pensar… Pero sus ideas se negaban a concentrarse en nada. Por su mente desfilaban raudos algunos semblantes, surgían vaga o nítidamente sucesos largo tiempo olvidados, trozos de estúpidas canciones… Jamás había sentido angustia tal.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! —pensaba repuesto un poco y ahogando un sollozo—. ¡Dame fortaleza de espíritu en el abismo insondable de mi infortunio! No cabe ya duda alguna de que estoy perdido, de que he cesado de existir. Ello está en la índole misma del asunto, porque no podría ser de otro modo. En primer lugar, he perdido mi cargo, lo he perdido irremisiblemente, no podía menos de perderlo…

»Pero supongamos que todo se arregla de algún modo. Supongamos que el dinerillo que tengo me basta para empezar. Necesitaré otra vivienda, algunos muebles por malos que sean… También para empezar, no podré contar con Petrushka. Me las arreglaré bien sin ese truhán…, me ayudará la gente de la casa… Pongamos que todo eso está bien. ¿Pero por qué no pienso nunca en lo que debo pensar, sino en otra cosa?».

Una vez más se acordó de su lamentable situación presente y miró a su alrededor.

«¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! ¿En qué estaba pensando?», se preguntaba perplejo, apretándose la cabeza enfebrecida…

—¿Va a tardar mucho, señor? —dijo una voz por encima de su cabeza. El señor Goliadkin se estremeció. Ante él estaba su cochero, también calado y helado hasta los huesos, que, impaciente por su holganza, había venido a ver lo que hacía el señor Goliadkin tras su montón de leña.

—Estoy bien, amigo… No tardaré mucho… Tú espera…

El cochero se retiró, refunfuñando entre dientes.

«¿Por qué refunfuña? —se preguntó el señor Goliadkin entre lágrimas—. ¿No lo alquilé por toda la noche? ¡Estoy en mi derecho, vamos! Lo alquilé por toda la noche, y asunto concluido. ¡Que se quede ahí, da lo mismo! ¡Será lo que a mí me dé la gana! ¡Si quiero, voy, y si no quiero, no voy! ¡El que yo esté aquí detrás de la leña no le va ni le viene! ¡Y que no se atreva a decir nada! ¡Si a un señor se le ocurre ponerse detrás de la leña, pues se pone! ¡No deshonra a nadie, ea!

»¡Conque así es la cosa, señorita! ¡Para que se entere usted! Eso de vivir en una cabaña, señorita, nadie lo hace hoy día.

¡Para que usted lo sepa! Y sin moralidad, señorita, no se va a ninguna parte en nuestra época industrial. ¡Usted es un lamentable ejemplo de ello!… Dice usted: “Trabaja como oficial mayor y vive en una cabaña a la orilla del mar”. En primer lugar, señorita, no hay oficiales mayores a la orilla del mar, y, en segundo, el cargo de oficial mayor es algo que ni usted ni yo podemos conseguir. Porque, supongamos, por vía de ejemplo, que yo mando una solicitud, me presento y digo: “Háganme oficial mayor y protéjanme de mis enemigos”. Me contestarán que “ya hay bastantes oficiales mayores”.

»Dirán: “Aquí no está ahora en el internado de Madame Falbala, donde aprendió la buena conducta de que es usted tan lamentable ejemplo”. Buena conducta significa, señorita, quedarse en casa, honrar a su padre y no pensar en novios prematuramente. Los novios, señorita, llegarán en su tiempo y sazón. Debe usted, por supuesto, dar prueba de diversas aptitudes, por ejemplo, tocar el piano de vez en cuando, hablar francés, saber algo de historia, geografía, Sagrada Escritura y aritmética, ¡sí, señorita, pero nada más! También de cocina. En el ámbito de los conocimientos de toda mocita de buena conducta debe figurar infaliblemente la cocina.

»Pues bien, ¿dónde estábamos? En primer lugar, mi bella señorita, no la dejarán fugarse. Saldrán en persecución de usted y, para colmo, irá usted derechita a un convento. Y entonces, ¿qué, señorita? ¿Qué quiere usted que yo haga entonces? ¿Quiere que suba a una colina cercana como cuentan en algunas novelas tontas y allí me deshaga en llanto, contemplando los fríos muros de su prisión? ¿Que acabe por morirme, como suelen pintarlo algunos miserables poetas y novelistas alemanes? Permítame decirle, como amigo, que, en primer lugar, las cosas no se hacen así, y, en segundo, que debieran haber propinado una azotaina a usted por leer libros franceses y a sus padres por habérselo permitido. Porque los libros franceses no enseñan el bien. Lo que contienen es veneno, ¡un veneno pernicioso, señorita! ¿O es que cree que podemos fugarnos impunemente a una cabaña a la orilla del mar? ¿Y estar en ella arrullándonos y hablando de nuestros sentimientos y pasar allí, contentos y felices, lo que nos queda de vida? ¿Y luego, cuando llegue el rorro, presentarnos ante el papá de usted, Olsufi Ivanovich, y decirle: “Mire, Olsufi Ivanovich, aquí está la criaturita. Ésta es la ocasión de levantar la maldición que nos echó y de bendecirnos”? No, señorita, las cosas no se hacen así. Y lo principal es que no habrá arrullos de ninguna especie, con que no se haga ilusiones. Hoy día, señorita, el marido es amo y señor, y una esposa buena y bien educada debe darle gusto en todo. Hoy día, señorita, en nuestra época industrial, los arrumacos están de retirada. Ya han pasado los tiempos de Juan Jacobo Rousseau. Hoy día el marido vuelve con hambre de la oficina y dice: “Cariño, ¿no hay alguna cosilla para picar antes de la comida, una raspa de arenque, una gotita de vodka?”. Y tendrá usted que tener eso listo, señorita. Y él lo tomará con apetito, sin mirarla a usted siquiera. “Anda, ve a la cocina, gatita mía, y atiende a la comida”, le dirá. Y quizá, quizá, le dé un besito una vez a la semana, ¡y eso de refilón! Sí, señorita, ¡sólo de refilón!… Si bien se mira, así será la cosa. Y bueno, ¿qué? ¿Por qué tengo yo que meterme en los caprichos de usted? “Al bienhechor que sufre por mí, al querido de mi corazón, etc., etc.”. Eso dijo usted. Pero, en primer lugar, yo, señorita, no sirvo para usted, como bien lo sabe. No sé mucho de cumplidos, ni soy amigo de decir sandeces almibaradas a las señoras. No me gustan los donjuanes, y sé que, en cuanto a tipo, no soy nada del otro jueves. En mí no verá usted jactancia ni falsa vergüenza. Se lo digo ahora con toda sinceridad. Por otro lado, lo que sí verá es rectitud, franqueza de carácter y sentido común. No me gustan las intrigas. No soy intrigante y estoy orgulloso de no serlo. Ante la gente buena me presento sin disfraz, y para decirlo todo…».

El señor Goliadkin se estremeció de pronto. La barba roja y goteante del cochero apareció de nuevo por encima de la leña…

—En seguida, amigo. Voy en seguida, ¿sabes?… En seguida —dijo con voz débil y trémula.

El cochero se rascó la nuca, luego se alisó la barba, dio un paso adelante, se detuvo y miró desconfiado al señor Goliadkin.

—Voy en seguida, amigo. Como ves… Un momento más, sólo un segundo… Debo esperar…

—¿Pero no va usted a ningún sitio? —preguntó el cochero, acercándose ya resueltamente al señor Goliadkin.

—Sí, en seguida, amigo. Ya ves… Estoy esperando…

—Sí. Ya veo.

—Ya ves. Yo… ¿De qué aldea eres, amigo?

—Soy siervo.

—¿Tu amo es bueno?

—No es malo.

—Sí, amigo. Quédate aquí un poco más. ¿Llevas mucho tiempo en Petersburgo?

—Ya llevo un año…

—¿Y te va bien?

—No me va mal.

—Pues mira, amigo. Deberías dar gracias a la Providencia. Busca a un hombre bueno. No hay muchos estos días. Un hombre que te vista y te dé de comer y beber. Pero a veces, amigo, ya ves que hasta los ricos lloran… Aquí tienes un mísero ejemplo. Así son las cosas, amigo…

El cochero pareció apiadarse del señor Goliadkin.

—Seguiré esperando, señor. ¿Tardará mucho?

—No, amigo… Yo, ¿sabes?, no voy a esperar más. ¿Tú qué crees? Dependo de ti. No voy a esperar más.

—¿No quiere usted ir en el coche?

—No, amigo, no. Pero te pagaré bien. ¿Cuánto te debo, muchacho?

—Lo que ajustamos, señor, si le parece bien. Llevo esperando mucho tiempo y usted no querrá perjudicarme.

—Aquí tienes, amigo. Toma —dio al cochero los seis rublos prometidos y, habiendo decidido, en efecto, no perder más tiempo, o sea, largarse antes de ser descubierto (dado que el asunto estaba ya resuelto y, despedido el cochero, no había por qué esperar más), salió del patio, torció a la izquierda y, sin mirar a su alrededor, echó a correr jadeante, pero alegre.

«Quizá al cabo todo sea para bien —pensó—. Y de este modo, ¡de buena me he librado!».

En efecto, de pronto e inusitadamente se sintió mucho más animado.

«¡Ay, si todo fuera para bien! —se decía, sin creérselo él mismo—. Bueno, he aquí lo que… No. Mejor será abordarlo de otro modo… ¿O no valdría más?…».

Y titubeando de esta suerte, buscando la clave para resolver sus dudas, nuestro héroe fue corriendo al puente Semionovski y, al llegar allí, decidió prudentemente volverse por donde había venido.

«Es lo mejor —cavilaba—. Vale más abordar la cosa desde otro ángulo. Lo que haré será convertirme en observador desinteresado, y sanseacabó. Decir: “Soy un observador, un extraño, y nada más. No soy responsable de nada de lo que pase”. ¡Eso es! Así será de ahora en adelante».

Habiéndolo decidido, nuestro héroe volvió, en efecto, por donde había venido de tanto mejor grado cuanto que, gracias a esa feliz idea, se había convertido en un perfecto extraño.

«Es lo mejor. Tú no respondes de nada y verás lo que te conviene».

Su cálculo era correcto, y punto final. Más sereno, volvió a deslizarse bajo la sombra protectora y tranquilizante del montón de leña y clavó la mirada en las ventanas. Esta vez su vigilancia y espera no fueron largas. De improviso se echó de ver allá arriba una extraña conmoción. Iban y venían siluetas, se descorrieron las cortinas, y a las ventanas de Olsufi Ivanovich se agolparon numerosas personas, que miraban y trataban de avizorar algo en el patio. Parapetado tras su montón de leña, nuestro héroe seguía, a su vez, con curiosidad la conmoción general, asomando la cabeza a derecha e izquierda cuanto le permitía la exigua sombra del montón que lo encubría. De pronto enrojeció, se echó a temblar y a punto estuvo de desplomarse de espanto. Le pareció o, por mejor decir, adivinó sin más que esas gentes no buscaban una cosa o una persona cualquiera, sino que lo buscaban a él, al señor Goliadkin. Todos miraban y señalaban hacia donde estaba. Imposible escaparse. ¡Lo verían! Sobrecogido de terror, se estrujó cuanto pudo contra el montón de leña y fue entonces cuando advirtió que la sombra le había traicionado al no encubrirle por completo. De haber sido posible, nuestro héroe se hubiera metido de buenísima gana en cualquier orificio entre la leña y allí se hubiera quedado tan tranquilo. Pero no era posible. En su congoja, decidió mirar todas las ventanas a la vez, directamente y sin empacho. Era lo mejor… De súbito, enrojeció de vergüenza. Todos lo habían visto al mismo tiempo, todos le hacían señas, con las manos, con la cabeza, todos lo llamaban. Algunas de las ventanas se abrieron chirriando. Varias voces empezaron simultáneamente a gritarle algo.

«Me choca que no castiguen a estas muchachas cuando son pequeñas», murmuró para su capote, visiblemente desconcertado.

De improviso, haciendo piruetas y cabriolas, danzarín y retozón, jadeante, sin sombrero y a cuerpo, bajó los escalones de entrada él (ya sabemos quién), con aire que quería sugerir falsamente lo mucho que se alegraba de ver por fin al señor Goliadkin.

—¿Está usted aquí, Yakov Petrovich? —dijo con voz cantarina aquel hombre ignominioso—. Va a coger un catarro. Aquí hace frío. Vamos adentro.

—¡Yakov Petrovich! No hace falta. Estoy bien —musitó nuestro héroe con voz tímida.

—No, Yakov Petrovich. Tiene usted que venir. Se lo ruegan humildemente. Le esperan a usted. «Háganos el favor de traer a Yakov Petrovich». Eso han dicho.

—No, Yakov Petrovich. Vea usted…, lo mejor será…, lo mejor será que me vaya a casa —dijo nuestro héroe, ardiendo a fuego lento a la vez que helándose de turbación y terror.

—¡De ninguna manera! No, señor. ¡De ninguna manera! ¡Hala, andando! —dijo con firmeza, arrastrando al señor Goliadkin I hacia los escalones. Éste no quería acompañarle, pero acabó por ir, ya que hubiera sido estúpido resistirse y forcejear a la vista de toda aquella gente. Por otra parte, no cabe decir que fuera, porque ni él mismo sabía lo que le pasaba.

Antes de que tuviera tiempo de reponerse y asearse un poco se encontró en el salón. Estaba pálido, con el pelo en desorden y el traje arrugado. Miró a su alrededor y vio con ojos turbios a toda una muchedumbre. ¡Qué horror! El salón y todas las otras habitaciones estaban de bote en bote. Era una infinidad de gente la que allí había, constelaciones enteras de bellas damas. Y toda esa gente se apiñaba y afanaba en torno a él y le llevaba en una dirección precisa, como pudo fácilmente comprobar.

«Por supuesto, no es a la puerta», le cruzó por la mente.

En efecto, no lo guiaban hacia la puerta, sino hacia el cómodo sillón de Olsufi Ivanovich. Al lado del sillón estaba de pie Klara Olsufievna, pálida, lánguida y triste, pero soberbiamente ataviada. Lo que en particular llamó la atención del señor Goliadkin fueron las florecillas blancas que adornaban su pelo, negro como el azabache, las cuales producían un efecto encantador. Al lado opuesto del sillón se hallaba Vladimir Semionovich, de levita negra, con su nueva condecoración en el ojal de la solapa. Al señor Goliadkin lo llevaban cogido del brazo y, como ya queda apuntado, directamente a Olsufi Ivanovich; a un lado iba el señor Goliadkin II, que había adoptado un aire sumamente decoroso y benigno (del que nuestro héroe quedó muy satisfecho). Al otro lado iba Andrei Filippovich, con semblante solemne.

«¿Qué será esto?», se preguntó el señor Goliadkin.

Cuando vio que lo conducían ante Olsufi Ivanovich lo comprendió todo con la rapidez del rayo. Pensó en la carta sustraída… Con aguda zozobra se presentó ante el sillón de Olsufi Ivanovich.

«¿Qué haré ahora? —pensaba—. Desde luego, no achicarme, hablar con franqueza aunque con dignidad. Decir tal y cual y todo lo demás».

Pero no sucedió lo que nuestro héroe temía. Olsufi Ivanovich pareció recibirle muy bien y, aunque no le alargó la mano, le miró cuando menos y sacudió, con solemne pesadumbre al par que con afabilidad, la encanecida cabeza que tanto respeto inspiraba. En todo caso, así le pareció al señor Goliadkin. Más aún, se le antojó que en los ojos opacos brilló una lágrima. Levantó la vista y creyó ver que de las pestañas de Klara Olsufievna brotaba asimismo una como lágrima minúscula y que incluso en los ojos de Vladimir Semionovich parecía percibirse algo semejante. La dignidad serena e invulnerable de Andrei Filippovich equivalía también a una participación en la general lacrimogenia. Por último, el joven que en cierta ocasión se había parecido a un consejero importante lloraba ahora amargamente. O quizá todo ello lo creyese así el señor Goliadkin, quien por su parte lloraba copiosamente y sentía cómo corrían por sus frías mejillas las ardientes lágrimas… Reconciliado con los hombres y el destino, rebosante de afecto en ese instante, no sólo por Olsufi Ivanovich y el conjunto de sus invitados, sino incluso por su malévolo mellizo, quien ahora, por lo visto, no sólo no era malévolo, sino ni siquiera mellizo suyo, antes bien un extraño y un hombre de índole muy amable, nuestro héroe se aprestó a verter ante Olsufi Ivanovich todo el contenido de su alma con voz entrecortada por los sollozos. Pero tal era su emoción que de sus labios no pudo brotar manifestación alguna de lo que su interior encerraba. Así, pues, se limitó a apuntar a su corazón con gesto elocuente… Al cabo, Andrei Filippovich, deseoso acaso de poner coto a la sensibilidad del encanecido anciano, se llevó al señor Goliadkin y lo dejó, por lo visto, en plena libertad. Sonriente, musitando algo entre dientes, un sí es no es perplejo, pero en todo caso reconciliado con los hombres y el destino, nuestro héroe comenzó a deambular entre la masa de los invitados. Todos le dejaban el paso franco, todos le escrutaban con extraña curiosidad y simpatía inexplicable y misteriosa. Nuestro héroe pasó a otra sala, y fue objeto de pareja atención. Se dio vagamente cuenta de que toda la concurrencia iba tras él observando cada uno de sus pasos, de que todos hablaban en voz queda de algo de sumo interés, de que sacudían la cabeza, argüían, deliberaban y cuchicheaban. Bien hubiera querido saber el señor Goliadkin por qué argüían, deliberaban y cuchicheaban tanto. Mirando en torno, vio a su lado al señor Goliadkin II. Juzgó necesario coger a éste del brazo y llevárselo aparte para pedirle encarecidamente que colaborase con él en todas sus empresas futuras y no lo abandonase en circunstancias críticas. El señor Goliadkin II asintió gravemente y le apretó calurosamente la mano. Tal fue la emoción de nuestro héroe que sintió palpitarle con fuerza el corazón. Pero notó que le fallaba el aliento. Sentía una gran opresión en el pecho y, por añadidura, todas aquellas miradas fijas en él lo abrumaban y sofocaban… El señor Goliadkin vio de reojo al consejero que gastaba peluca, quien le miraba severa e inquisitivamente, como refractario a la simpatía general… Nuestro héroe estuvo a punto de acercarse a él para dirigirle una sonrisa y darle explicaciones, pero por alguna razón no lo hizo. Por un momento el señor Goliadkin se olvidó de sí mismo, perdió la memoria y casi el conocimiento… Al recobrarlos, notó que los invitados habían formado un ancho círculo a su alrededor. De improviso, alguien gritó su nombre en la sala contigua, y el grito fue secundado por toda la concurrencia. El alboroto y la agitación se hicieron generales. Todo el mundo se abalanzó a la puerta de la sala vecina, casi arrastrando consigo al señor Goliadkin, que se encontró junto al inmisericorde consejero de la peluca. Al cabo, éste lo cogió de la mano y lo sentó junto a sí, enfrente, aunque a alguna distancia, de Olsufi Ivanovich. Todos los que estaban en las salas tomaron asiento en filas de sillas, dispuestas en círculo alrededor del señor Goliadkin y Olsufi Ivanovich. Todos callaron y quedaron inmóviles, manteniendo un silencio solemne, con los ojos fijos en Olsufi Ivanovich y aguardando por lo visto algo extraordinario. El señor Goliadkin observó que junto al sillón de Olsufi Ivanovich y directamente enfrente del consejero, se instalaron el señor Goliadkin II y Andrei Filippovich. El silencio duró bastante tiempo. Efectivamente, todos estaban a la espera de algo.

«Igual que cuando alguien en una familia va a emprender un largo viaje. Lo único que falta es que alguien se levante y ofrezca una oración», pensó nuestro héroe, pero sus reflexiones quedaron interrumpidas por una insólita conmoción. Sucedió por fin lo que tanto se venía esperando.

—Ya viene. Ya viene —cundió entre la concurrencia.

«¿Quién viene?», se interrogaba a sí mismo el señor Goliadkin. Una sensación extraña le hizo estremecerse.

—Ha llegado el momento —dijo el consejero, mirando con intención a Andrei Filippovich. Éste, por su parte, miró a Olsufi Ivanovich, quien asintió con una grave y solemne inclinación de cabeza.

»¡Hala! ¡De pie! —dijo el consejero, levantando al señor Goliadkin. Todos se pusieron de pie. Entonces el consejero tomó de la mano al señor Goliadkin I y Andrei Filippovich hizo lo propio con el señor Goliadkin II y, en medio de la multitud que ansiosamente aguardaba, juntaron solemnemente a estos dos seres idénticos. Nuestro héroe miró estupefacto a su alrededor, pero al punto interrumpieron su inspección y le señalaron al señor Goliadkin II, quien le alargaba la mano.

«Quieren reconciliarnos», concluyó para sí nuestro héroe y, conmovido, alargó su propia mano al señor Goliadkin II. Luego…, luego le ofreció la mejilla. El otro señor Goliadkin hizo lo propio. En ese punto, le pareció al señor Goliadkin I que su traidor amigo le sonreía y dirigía un guiño fugaz y malicioso a la muchedumbre circundante; que algo siniestro se pintaba en su semblante, y que hizo incluso una mueca en el instante mismo en que daba su beso de Judas… Algo retumbó en la cabeza del señor Goliadkin. Sus ojos se empañaron. Tenía la impresión de que toda una comitiva de Goliadkins absolutamente iguales irrumpía alborotadamente por todas las puertas del salón. Pero ya era demasiado tarde… Se oyó el sonido de un beso estridente y…

En este instante se produjo un incidente inesperado. Se abrió con estrépito la puerta del salón y en el umbral se presentó un individuo cuya sola aparición heló al señor Goliadkin la sangre en las venas. Éste quedó clavado en el sitio, y el grito que estuvo a punto de lanzar quedó ahogado en su pecho. Pero hacía largo tiempo que el señor Goliadkin había previsto y presentido algo semejante. Con reposada solemnidad el desconocido se acercó al señor Goliadkin, quien conocía bien a aquella figura. La había visto, y muy a menudo; de hecho, ese mismo día… El desconocido era alto, robusto, vestido de levita negra. Llevaba al cuello la cruz de una conocida condecoración, ostentaba patillas espesas y muy negras, y lo único que le faltaba era el cigarro. Su mirada, como queda dicho, heló de espanto al señor Goliadkin. Con semblante severo y solemne, ese hombre terrible se aproximó al lamentable héroe de nuestro relato… Éste le alargó la mano y el desconocido, tirando de ella, lo arrastró tras sí… Nuestro héroe miró en torno a sí confuso y abatido.

—Es Krestyan Ivanovich Rutenspitz, doctor en medicina y cirugía, a quien desde hace tiempo conoce usted, Yakov Petrovich —canturreó una voz repulsiva al oído mismo del señor Goliadkin. Éste se volvió y advirtió que se trataba de su abominable y canallesco mellizo. El rostro de éste brillaba de pérfida y malévola alegría. Se frotaba las manos embelesado, giraba la cabeza con entusiasmo, hacía arrebatadas cabriolas alrededor de todo el mundo. Se diría que iba a danzar de éxtasis allí mismo. De un salto tomó una bujía de mano de uno de los criados y, colocándose a la cabeza de todos, fue alumbrando el camino al señor Goliadkin y Krestyan Ivanovich. El señor Goliadkin advirtió que les seguían cuantos estaban en el salón, agolpándose y apretujándose unos contra otros, y repitiendo al unísono: «No se preocupe, Yakov Petrovich. No tema nada. Es un antiguo amigo y conocido suyo: Krestyan Ivanovich Rutenspitz».

Al cabo llegaron a la escalera principal, brillantemente iluminada, y asimismo abarrotada de gente. Se abrió con estrépito la puerta de la calle y el señor Goliadkin se halló en los escalones de entrada junto con Krestyan Ivanovich. Al pie había un carruaje tirado por cuatro caballos que piafaban de impaciencia. Con diabólico deleite, el señor Goliadkin II bajó de tres saltos la escalera y abrió la portezuela del coche. Krestyan Ivanovich indicó con un gesto al señor Goliadkin que subiera, gesto, sin embargo, innecesario, ya que había bastante gente para ayudarle… Muerto de miedo, nuestro héroe miró tras sí. Toda la iluminada escalera estaba atestada de gente. Ojos atentos le observaban desde todas partes. En el descanso superior de la escalera, desde su cómodo sillón, presidía el propio Olsufi Ivanovich, observando con vivísimo interés el espectáculo. Todo el mundo aguardaba. Un susurro de impaciencia cundió entre la multitud cuando el señor Goliadkin se volvió para mirar atrás.

—Espero que no haya nada reprobable…, o que pueda provocar medidas severas…, o causar atención desmedida…, en lo tocante a mis funciones oficiales —dijo aturdido nuestro héroe.

Hubo una algazara general. Todos movieron la cabeza negativamente. Al señor Goliadkin se le saltaron las lágrimas.

—En tal caso, estoy listo… Tengo absoluta fe en Krestyan Ivanovich… y pongo mi suerte en sus manos.

No bien hubo dicho que ponía su suerte en manos de Krestyan Ivanovich cuando de los circunstantes más cercanos brotó un grito de alegría, terrible y atronador, secundado con eco siniestro por todos los que esperaban. Entonces Krestyan Ivanovich y Andrei Filippovich cogieron cada uno de un brazo al señor Goliadkin y se dispusieron a subirle al coche, en tanto que su doble, según su villana costumbre, les ayudaba por detrás. El infortunado señor Goliadkin I lanzó a todo y a todos una última mirada y, trémulo como gatito rociado de agua fría —si se permite la comparación—, montó en el carruaje. Inmediatamente tras él subió Krestyan Ivanovich. La portezuela se cerró de un golpe, crujió el látigo y los caballos pusieron el vehículo en marcha… Todo el mundo corrió en pos del señor Goliadkin. Los gritos agudos y frenéticos del conjunto de sus enemigos le siguieron como otros tantos adioses. Durante un rato entrevió a algunas personas alrededor del coche, pero poco a poco quedaron rezagadas y acabaron por desaparecer. El que más persistió en correr tras el vehículo fue el infame mellizo del señor Goliadkin. Con las manos en los bolsillos del verde pantalón de su uniforme, siguió corriendo con aire satisfecho, saltando de un lado al otro del carruaje. A veces, asido al borde de la ventanilla, metía por ella la cabeza y lanzaba besos al señor Goliadkin en señal de despedida. Pero también se cansó al cabo. Sus apariciones fueron escaseando y acabó por desaparecer del todo. La pesadumbre atenazaba el corazón del señor Goliadkin. Una oleada de sangre ardiente le inundó la cabeza. Se sintió sofocado. Quería desabrocharse, descubrir el pecho y rociarlo de nieve y agua fría. Al cabo, perdió el conocimiento…

Cuando volvió en sí vio que los caballos le llevaban por un camino desconocido. Bosques tenebrosos se extendían a derecha e izquierda. Todo era silencio y desolación. De pronto quedó petrificado de horror. En la oscuridad dos ojos flameantes le escrutaban con malevolencia e infernal regocijo. ¡Éste no era Krestyan Ivanovich! ¿Quién sería? ¿Y si de verdad era él? ¡Sí, lo era! ¡No el Krestyan Ivanovich de antes, sino otro! ¡Un Krestyan Ivanovich terrible!

—Krestyan Ivanovich, yo… creo que estoy bien —dijo nuestro héroe, tímido y tembloroso, con deseo de propiciar al terrible Krestyan Ivanovich a fuerza de humildad y sumisión.

—Ustet tentrá hapitasión, con fuego, lus y servitumbre, lo gual es más de lo que ustet se merece —repuso Krestyan Ivanovich, como pronunciando una severa y terrible sentencia.

Nuestro héroe lanzó un alarido y se oprimió la cabeza entre las manos. ¡Ay! Venía presintiendo aquello desde hacía largo tiempo.