Capítulo 12

Entró Petrushka contoneándose. Su aspecto era visiblemente despreocupado, con algo del aire triunfal de la clase servil. Era evidente que había rumiado algo, que se juzgaba en su pleno derecho, y que quería hacerse pasar por un extraño, es decir, por criado de otra persona, y de ningún modo por el antiguo sirviente del señor Goliadkin.

—En fin, ya ves, muchacho —empezó diciendo nuestro héroe, aún corto de resuello—. ¿Qué hora es?

Sin contestar palabra, Petrushka pasó al otro lado del tabique. Volvió luego y dijo en tono neutral que pronto serían las siete y media.

—Bien, muchacho. En fin, ya ves. Permíteme decirte que, al parecer, todo ha terminado entre nosotros.

Petrushka no dijo nada.

—Bueno. Ahora que todo ha terminado entre nosotros, dime con franqueza, como entre amigos, dónde has estado.

—¿Que dónde? Con buena gente.

—Lo sé, muchacho, lo sé. Siempre he estado satisfecho de ti y voy a darte una buena recomendación… ¿De modo que ahora estás con ellos?

—Pues sí, señor. Bien sabe usted que un hombre bueno no enseña cosas malas.

—Lo sé chico, lo sé. Pero hoy día la gente buena es rara. Apréciala, muchacho. ¿Y cómo están ahora?

—Usted ya sabe cómo están… Lo único, señor, es que no puedo seguir sirviendo aquí. Usted lo sabe.

—Lo sé, muchacho, lo sé. Conozco tu celo y constancia. Los he visto y notado. Te respeto, muchacho. Yo respeto a un hombre bueno y honrado aunque sea criado.

—Lo sé. ¿Cómo no, señor? La gente como yo, usted lo sabe, tiene que ir a donde las cosas estén mejor. Así tiene que ser. ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Está claro, señor, que sin un hombre bueno es imposible…

—Bien, chico. Lo comprendo… En fin, aquí tienes tu dinero y tu recomendación. Ahora abracémonos y digámonos adiós… Pero hay algo más que quiero pedirte, la última cosa —dijo el señor Goliadkin con voz solemne—. Porque todo pudiera ocurrir, muchacho. El dolor anida hasta en los palacios suntuosos y es imposible escapar de él. Me parece, muchacho, que siempre he sido bueno contigo…

Petrushka no dijo nada.

—Me parece que he sido siempre bueno contigo… Dime. ¿Qué tal ando de ropa blanca?

—Todo está ahí, señor. Seis camisas de lino, tres pares de calcetines, cuatro pecheras de camisa, un chaleco de franela, dos juegos de ropa interior. Todo eso lo sabe usted. No me he quedado con nada suyo… Yo, señor, siempre he cuidado bien las cosas de mi amo. Yo, lo de usted, señor…, bueno, ya sabe… Ése no ha sido nunca uno de mis pecados. Bien lo sabe, señor…

—Te creo, chico, te creo. No lo decía por eso. Lo que pasa es que…

—Lo sé, señor. Eso es cosa sabida. Cuando estuve sirviendo en casa del general Stolbnyakov, me despidió porque se fue a vivir a Saratov… Tenía allí una finca…

—No, muchacho, no lo decía por eso. No era eso lo que quería decir… No se te ocurra pensarlo, muchacho…

—Ya lo sé. Es que a gente como yo, sabe usted, se la puede calumniar en cualquier momento. Conmigo siempre han estado contentos en todas partes. Ministros, generales, senadores, condes. He servido a todos ellos. Al príncipe Svinchatkin, al coronel Pereborkin, al general Nedobarov, que también se fue a vivir a su finca… Eso es bien sabido…

—Sí, amigo, sí. Muy bien. Ahora soy yo el que me voy… Todos vamos por caminos diferentes y nadie sabe en cuál de ellos va a estar. Bueno, ayúdame a vestirme. Saca mi uniforme…, los otros pantalones, sábanas, mantas, almohadas…

—¿Quiere que haga un envoltorio con todo?

—Sí, amigo. Por favor, un envoltorio… ¿Quién sabe lo que nos puede pasar? Ahora, muchacho, anda y búscame un coche…

—¿Un coche?

—Sí, muchacho, un coche. Grande y para alquilar por horas. Y no vayas tú a creer…

—¿Piensa usted ir lejos?

—No sé, amigo. Eso es algo que no sé. Me parece que el edredón también debe ir. ¿Tú qué crees, muchacho? Quiero tu opinión…

—¿De veras que quiere irse en seguida?

—Sí, amigo, sí. Así han salido las cosas. Conque ya ves…

—Lo sé, señor. Lo mismito que le pasó a un teniente de nuestro regimiento. Raptó a la hija de un propietario de allí…

—¿Que la raptó? ¿Qué quieres decir, amigo?

—Sí señor. La raptó y se casaron en otro sitio. Todo había sido preparado de antemano. Fueron tras ellos. Pero intervino el difunto príncipe y la cosa se arregló…

—¿Conque se casaron? ¿Pero cómo…, cómo sabes tú eso, muchacho?

—Porque es cosa sabida. El mundo está lleno de rumores, señor. Lo sabemos todo… Por supuesto, podría pasarle a cualquiera. Permítame decirle sólo, señor, con franqueza, como cumple a un criado, que si las cosas han llegado a ese punto, tiene usted un rival, señor, y de muchas agallas.

—Lo sé, amigo, lo sé. Tú también lo sabes… Por eso cuento contigo. ¿Qué debemos hacer ahora, muchacho? ¿Qué me aconsejas?

—Pues bien, señor, si por acaso va usted ahora por ese camino, necesita comprar algunas cosas: sábanas, almohadas, otro edredón (doble esta vez), una buena manta. Una vecina que vive aquí abajo (una mujer del pueblo) tiene una hermosa capa de piel de zorro. Puede usted verla y comprarla. Puede incluso ir ahora mismo a verla. Es lo que necesita usted, señor: una buena capa de piel de zorro con forro de satén…

—Bueno, muchacho, de acuerdo. Confío en ti plenamente. ¡Anda por la capa! ¡Pero de prisa, por Dios santo! Compro la capa, ¡pero de prisa, por favor! Van a dar pronto las ocho. ¡Por Dios santo, de prisa! ¡Date prisa, amigo!…

Petrushka abandonó el envoltorio de ropa blanca, almohadas, mantas, sábanas y otros artículos que había recogido y estaba a punto de anudar y salió del cuarto como una exhalación. El señor Goliadkin, mientras tanto, sacó una vez más la carta, pero no pudo leerla. Agarrándose la mísera cabeza en las manos, se apoyó en la pared. No podía pensar ni hacer nada. Ni él mismo sabía lo que le pasaba. Finalmente, viendo que pasaba el tiempo y Petrushka no asomaba con la capa, el señor Goliadkin resolvió ir allá él mismo. Abrió la puerta que daba al descansillo y oyó abajo runrún de voces, parloteo y querella… Unas vecinas estaban cotorreando, chillando, deliberando, disputando sobre algo. El señor Goliadkin sabía precisamente de qué. A sus oídos llegó la voz de Petrushka. Luego se oyeron pasos.

«¡Dios mío! ¡Están juntando a todo el mundo!», gimió, desesperado, retorciéndose las manos. Volvió apresuradamente a su cuarto y se derrumbó casi inconsciente en el sofá, con la cabeza hundida en un cojín. Al cabo de un minuto se alzó de un salto y, sin esperar a Petrushka, se puso el sombrero, el gabán y los chanclos, cogió la cartera y se lanzó veloz escaleras abajo.

—No te molestes. No importa. Yo me encargo de todo. De momento no tengo necesidad de ti y, además, todo quedará probablemente arreglado al fin —murmuró el señor Goliadkin al tropezar con Petrushka en la escalera. Atravesó a todo correr el patio y salió a la calle. Se sentía abrumado, incapaz de decidir qué hacer, cómo obrar, en esta situación crítica.

«¿Pero qué hacer, Dios mío? —gritó desalentado, dando bandazos sin rumbo por la calle—. ¿Qué necesidad había de esto? De no haber sido por esto, todo habría resultado bien. Con un golpe, con un solo golpe oportuno, enérgico, audaz, todo habría salido bien. ¡Me hubiera dejado cortar un dedo por que saliera bien! Incluso sé cómo habría salido bien. Del modo siguiente: Habría dicho: “pues tal y cual, señor mío; diré, con su venia, que eso no viene al caso. Así no se hacen las cosas, señor mío. No, señor, no se hacen así. Con la impostura no se va a ninguna parte. El impostor, señor mío, es un hombre inútil a la patria. ¿Entiende usted? ¿Entiende usted eso, señor mío?”. Eso es lo que habría dicho… Pero no… No es así. De ningún modo. En absoluto. No digo sino tonterías, ¡tonto que soy! ¡Me estoy destruyendo a mí mismo! ¡Eres tu propio verdugo, Goliadkin! Ya ves lo que ahora te pasa, ¡hombre perverso!… ¿Pero adónde voy ahora? ¿Qué voy a hacer de mí? ¿Para qué sirvo? ¿Para qué vas a servir ahora, vamos a ver, miserable Goliadkin?

»Bueno, y ahora ¿qué? Necesito tomar un coche. “Toma un coche —dice ella— y ven acá porque sin coche nos mojaremos los piececitos…”. ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Vaya, vaya, respetable señorita! ¡Mocita de intachable conducta, tan alabada de todo el mundo! ¡Esta vez se ha sobrepasado usted, que digamos!… Todo ello es consecuencia de una educación inmoral. Ahora, cuando vuelvo a revisarlo todo y meditar sobre ello, veo que la causa no es otra que una educación inmoral.

»Si cuando era más pequeña le hubieran sentado la mano de vez en cuando, en vez de darle confites, golosinas, y si el viejo no la hubiese echado a perder con aquello de que “¡tú eres mi prenda, mi tesoro, hermosa mía, y te voy a casar con un conde!…”. Y ahora ya se ve cómo ha salido y cómo les ha puesto las cartas sobre la mesa. “Este es el juego ahora”, dice ella. En vez de tenerla en casa cuando era menor, la mandaron al internado de una francesa emigrada, una tal Madame Falbala, o algo así. ¡Y habrá que ver lo que allí aprendió! ¡Así ha salido! Me dice: “Ven y sé feliz. Trae el coche a tal hora, ponte junto a las ventanas y canta una romanza española sentimental. Te espero y sé que me amas. Nos fugaremos juntos y viviremos en una cabaña”. Pero, claro, eso es imposible, señorita. Eso será imposible, si hasta ahí llega la cosa. Las leyes prohíben sacar a una muchacha honrada e inocente de la casa paterna sin consentimiento de sus progenitores. Pero, en fin de cuentas, ¿qué necesidad hay de ello? Debe casarse con quien Dios manda, con quien el destino escogió para ella, y basta. Yo soy un empleado del Estado y podría perder mi destino por una cosa así. ¡Puede que incluso me procesen, señorita mía! Así es la cosa, si no lo sabe usted. Aquí mangonea esa alemana. Esto es cosa de ella, la muy bruja. Ella es la que ha armado este lio. Para calumniar a un hombre, para inventar chismes en su perjuicio, patrañas absurdas, a instancias de Andrei Filippovich. Si no ¿por qué iba a andar Petrushka metido en el ajo? ¿A él, qué le va ni le viene? ¿Y a esa bruja qué le importa? No, señorita, no puedo. De ninguna manera puedo… Por esta vez tendrá que perdonarme. Usted es la causa de todo ello, señorita, y no la alemana, la muy bruja. Usted sola, porque la bruja es una mujer buena y no tiene culpa de nada. Usted, señorita, es quien la tiene. Así, clarito. Me acusa usted de algo de que no soy culpable… Pierde uno el dominio de sí mismo, se despista, está a punto de esfumarse ¡y habla usted de boda! ¿Y cómo terminará esto? ¿Como se arreglará el asunto? ¡Daría cualquier cosa por saberlo!…».

Así cavilaba exasperado nuestro héroe. Volviendo de nuevo en su acuerdo, advirtió que se hallaba en la calle Liteinaya. El tiempo era horroroso. La nieve había empezado a derretirse. Nevaba y llovía a la vez, igual que aquella medianoche, inolvidable por su terror, en que habían comenzado todas sus desdichas.

«¡Qué viaje éste! —pensaba observando el tiempo—. ¡Es una muerte cierta!… ¡Dios mío! ¿Dónde voy a encontrar un coche por aquí? Allí, en aquel rincón, parece haber una cosa oscura. Vamos allá y veamos… ¡Dios mío! —prosiguió, encaminándose débil y claudicante hacia donde creía ver algo semejante a un coche—. No. Lo que voy a hacer es lo siguiente. Iré y me echaré a sus pies y se lo pediré humildemente. Le diré: “Pues tal y cual. Pongo mi suerte en sus manos, en manos de la superioridad”. Añadiré: “Protéjame y apóyeme, Excelencia… tal y cual…, esto y lo otro…, es una conducta ilegal. No me destruya. Veo en usted a un padre. No me abandone. Salve mi dignidad, mi honor, mi nombre… Sálveme de un malvado, de un perverso… Él es una persona y yo otra, Excelencia. Él va por su camino y yo por el mío. Sí, Excelencia, por el mío. Esa es la verdad. No puedo parecerme a él. Sustitúyalo, se lo ruego. Mande sustituirlo, Excelencia, y ponga fin a una impostura impía y arbitraria… para que no sirva de ejemplo a otros. Veo en usted a un padre. Una autoridad bienhechora que protege los intereses de sus subordinados debe apoyar tal acción… En ello hay incluso algo caballeresco. Veo en usted, autoridad bienhechora, a un padre. Le confío mi suerte. No pondré objeciones. Confío en usted y yo me aparto del asunto”. Así se lo diré».

—¿Eres cochero, muchacho?

—Lo soy.

—Quiero un coche para esta noche…

—¿Va a ir lejos, señor?

—Lo quiero para esta noche y para ir adonde sea preciso.

—¿Será acaso fuera de la ciudad?

—Sí, hombre. Quizá fuera de la ciudad. No lo sé todavía de seguro y no puedo decírtelo. Porque aún pueden arreglarse las cosas. No sería la primera vez…

—Sí, claro, señor. Dios dé a cada uno lo suyo.

—Sí, amigo, sí. Gracias. Dime, ¿cuánto me vas a cobrar?

—¿Quiere usted ir ahora mismo?

—Sí, ahora mismo. Mejor dicho, no. Tendré que esperar en cierto sitio… un ratito nada más, muy poco…

—Pues si lo alquila usted por toda la noche, no puedo cobrarle menos de seis rublos… Con este tiempo que hace…

—Bueno, hombre. No saldrás perdiendo. Entonces, ¿qué? ¿Me llevas ahora?

—Suba usted. Perdón. Arreglo esto en un tris. Súbase ya. ¿Adónde vamos?

—Al puente Izmailovski, muchacho.

El cochero se encaramó en el pescante. Con esfuerzo apartó de la artesa del heno a sus dos jacos esqueléticos y los arreó con dirección al puente Izmailovski. Pero de repente el señor Goliadkin tiró de la cuerda, hizo parar el coche y con voz suplicante pidió al cochero que no fuese al puente Izmailovski, sino a otra calle. El cochero así lo hizo, y al cabo de diez minutos el señor Goliadkin y su recién alquilado vehículo hicieron alto ante la casa en que vivía Su Excelencia. Se apeó del carruaje, pidió encarecidamente al cochero que esperase, y con el corazón en la boca subió corriendo al segundo piso, tiró del cordón de la campanilla, se abrió la puerta y nuestro héroe se encontró en el vestíbulo de Su Excelencia.

—¿Está Su Excelencia en casa? —inquirió del criado que salió a abrirle.

—¿Qué desea usted? —preguntó éste a su vez, mirándole de pies a cabeza.

—Yo, amigo, s-s-soy… Goliadkin, el funcionario Goliadkin. He venido…, pues…, pues a explicarme.

—Espere. No es posible…

—No puedo esperar, amigo. Mi asunto es importante y no puede aplazarse…

—¿De parte de quién viene usted? ¿Trae papeles?

—No. Vengo por mi propia cuenta. Anúnciame, muchacho. Di que he venido a explicarme. Te lo agradeceré mucho…

—Imposible, señor. Hay orden de no admitir a nadie. El señor tiene invitados. Vuelva usted mañana a las diez…

—Anúnciame, amigo. Me es de todo punto imposible esperar… De lo contrario, responderás de ello…

—¡Anda y anúnciale! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Es que quieres ahorrar suela de zapato? —dijo otro criado, repantigado hasta entonces en un asiento sin decir palabra.

—¡Qué suela de zapato ni qué niño muerto! ¿No sabes que hay orden de no admitir a nadie? Las visitas como ésta son por la mañana.

—Anúnciale. ¿O es que temes que se te caiga la lengua?

—Bueno, lo haré. Y no hay miedo de que se me caiga la lengua. Pero ésa fue la orden. Tal como lo digo. Pase usted aquí.

El señor Goliadkin pasó a la primera sala. En la mesa había un reloj. Miró y vio que eran las ocho y media. La congoja le ahogaba. Tentado estaba de volverse atrás, pero en ese instante un lacayo larguirucho apareció en la puerta de la sala contigua y anunció en voz recia el nombre del señor Goliadkin.

«¡Vaya vozarrón tiene este tipo! —pensó nuestro héroe en indecible agonía. Y siguió pensando—: Debieras haber dicho: “Tal y cual, ha venido respetuosa y humildemente, a explicarse…, eeh… ¿Tendrá el señor la bondad de recibirle?”. Ahora lo has echado todo a perder y has dado al traste con todo lo que has hecho. Pero, en fin…, no importa».

Sin embargo, no había tiempo para reflexionar. Volvió el criado, dijo «por favor» y condujo al señor Goliadkin al despacho.

Al entrar, nuestro héroe pensó que se había quedado repentinamente ciego porque no pudo ver nada. Ante sus ojos cruzaron vagamente dos o tres figuras.

«Deben de ser los invitados», dedujo.

Por fin pudo distinguir la estrella en el frac negro de Su Excelencia; luego, poco a poco, divisó el frac mismo y, por último, recobró la facultad de ver con claridad…

—¿De qué se trata? —dijo por encima de él una voz conocida.

—El consejero titular Goliadkin, Excelencia.

—Bien, ¿y qué?

—He venido a explicarme…

—¿Cómo? ¿Qué?…

—Pues eso. He dicho que he venido a explicarme, Excelencia…

—¿Pero quién es usted?

—El señor Goliadkin, Excelencia, consejero titular.

—Bueno. ¿Y qué quiere?

Nuestro héroe pensó: «Le diré: “Pues esto y lo otro. Veo en usted a un padre. Yo me aparto del asunto y usted me protege de mis enemigos”. Eso le diré».

—¿Qué es esto?

—Por supuesto…

—Por supuesto, ¿qué?…

El señor Goliadkin guardó silencio. La barbilla empezó a temblarle ligeramente.

—Bueno, ¿qué?

—Pensé que era caballeresco, Excelencia… Lo que digo es que en ello hay algo caballeresco. Y que considero a mi jefe superior como un padre… Protéjame, s-s-se lo p-pido con l-lágrimas en los ojos… Una ac-acción como é-ésa debe s-ser ap-poyada.

Su Excelencia le volvió la espalda. Durante unos momentos los ojos del señor Goliadkin no pudieron distinguir nada. Sentía que un peso enorme le oprimía el pecho y respiraba con esfuerzo. No sabía dónde estaba… Se sentía abochornado y triste. Dios sabe lo que vendría después… Recuperándose al fin, nuestro héroe reparó en que Su Excelencia hablaba con sus invitados y discutía algo con ellos de manera un tanto brusca y enérgica. El señor Goliadkin reconoció en seguida a uno de los invitados: era Andrei Filippovich. A otro no lo reconoció, aunque su cara le parecía algo familiar. Era un hombre alto y robusto, entrado en años, con cejas y patillas muy pobladas y mirada penetrante y expresiva. El desconocido llevaba una condecoración al cuello y un cigarro en la boca. Fumaba continuamente, sin quitarse el cigarro de los labios, mirando de vez en cuando al señor Goliadkin y moviendo la cabeza significativamente. El señor Goliadkin empezó a sentirse incómodo. Desvió los ojos y descubrió a otro invitado sumamente raro. En una puerta, que nuestro héroe había tomado hasta entonces por un espejo, como le había ocurrido una vez antes, apareció él, bien se sabe quién, el íntimo amigo y conocido del señor Goliadkin. Efectivamente, el señor Goliadkin II había estado hasta entonces en otra salita, escribiendo algo con gran premura. Ahora, al parecer porque era necesario, se presentó con unos papeles bajo el brazo, se acercó a Su Excelencia y, aguardando la exclusiva atención de éste, logró entrometerse bonitamente en la conversación y consulta, colocándose un poco a la espalda de Andrei Filippovich y ocultándose a medias tras el caballero del cigarro. Todo daba a entender que el señor Goliadkin II tomaba parte activa en la conversación, a la que atendía con obsequioso interés, sacudiendo la cabeza, apoyándose ora en un pie, ora en el otro, sonriendo, mirando a cada instante a Su Excelencia, como implorándole con los ojos que le permitiera también a él meter baza en el coloquio.

«¡Canalla!», pensó el señor Goliadkin, dando un paso involuntario adelante. En ese punto se volvió Su Excelencia y se acercó, no sin algún titubeo, al señor Goliadkin.

—Bueno. Muy bien. Vaya usted con Dios. Estudiaré su asunto y mandaré que alguien le acompañe a la puerta… —el general miró de soslayo al desconocido de las patillas espesas y éste inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

El señor Goliadkin entendió que le tomaban por algo que no era y no por lo que era efectivamente.

«Debo explicarme de alguna manera —pensaba—. “Pues tal y cual, Excelencia”. Eso es lo que debo decir».

En su confusión bajó los ojos y vio estupefacto que en las botas de Su Excelencia había grandes manchas blancas.

«¿Se le habrán reventado?», se preguntó. Pronto, sin embargo, descubrió que no era así, sino que reflejaban fuertemente la luz, fenómeno fácilmente explicable, puesto que eran botas de charol y brillaban a más y mejor.

«Eso es lo que llaman toque de luz —pensó—, expresión que se emplea sobre todo en los talleres de los pintores. En otros lugares lo llaman luz blanca».

Entonces el señor Goliadkin alzó los ojos y vio que había llegado el momento de hablar, porque el asunto podía tomar un cariz desagradable… Nuestro héroe dio un paso adelante.

—Pues, Excelencia, yo le dije a él: «Tal y cual, con la impostura no se va hoy a ninguna parte».

El general no respondió, pero tiró con fuerza del cordón de la campanilla. Nuestro héroe dio un paso más.

—Es un villano y un pervertido, Excelencia —dijo tan enardecido como muerto de espanto, apuntando con audaz resolución a su infame mellizo, que caracoleaba en torno a Su Excelencia—. Eso digo. Y aludo a alguien a quien todos conocemos.

A las palabras del señor Goliadkin sucedió una conmoción general. Andrei Filippovich y el desconocido meneaban la cabeza. Su Excelencia tiraba impaciente y con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla para llamar a los criados. En ese punto el señor Goliadkin II se adelantó.

—Excelencia —dijo—, le ruego humildemente que me permita hablar. —La voz del señor Goliadkin II tenía un timbre decisivo. Todo en él revelaba que se sabía, en su pleno derecho.

»¿Puedo preguntarle —comenzó, anticipando en su celo la respuesta de Su Excelencia y dirigiéndose al señor Goliadkin—, puedo preguntarle si sabe en presencia de quién está hablando así, ante quién está y en qué lugar se encuentra? —el señor Goliadkin II se mostraba insólitamente agitado. Tenía la cara congestionada de furia e indignación y hasta lágrimas en los ojos.

—¡Los señores Bassavryukov! —rugió el criado, apareciendo en la puerta del despacho.

«Hermoso y noble apellido de Ucrania», pensó el señor Goliadkin, e inmediatamente sintió que una mano amistosa se le posaba en la espalda. Luego sintió otra. El infame mellizo del señor Goliadkin iba delante mostrando el camino, y nuestro héroe se dio cuenta de que lo guiaban hacia la puerta principal del despacho.

«Exactamente igual a lo que pasó en casa de Olsufi Ivanovich», se decía, y se encontró en el vestíbulo. Mirando a su alrededor, vio a su lado a dos de los lacayos de Su Excelencia y a su propio mellizo.

—¡El gabán! ¡El gabán! ¡El gabán de mi amigo! ¡El gabán de mi mejor amigo! —cotorreaba aquel hombre perverso, arrancando el gabán de manos de uno de los criados y echándoselo por la cabeza al señor Goliadkin para ridiculizarle del modo más ruin y bochornoso. Mientras se debatía para quitarse de encima el gabán, el señor Goliadkin I oía claramente las risotadas de los dos lacayos. Pero sin hacer el menor caso de lo que sucedía en torno suyo, salió del vestíbulo y se encontró en la escalera. El señor Goliadkin II iba tras él.

—¡Adiós, Excelencia! —le gritó a sus espaldas.

—¡Canalla! —dijo nuestro héroe fuera de sí.

—Bueno, ¿y qué?…

—¡Pervertido!

—Bueno, también pervertido… —respondió el indigno Goliadkin al digno Goliadkin desde lo alto de la escalera, mirándolo fijamente, con esa singular desfachatez suya, como incitándolo a que prosiguiera. Nuestro héroe hizo un gesto de indignación y salió corriendo a la calle. Tan desesperado estaba que no tenía conciencia de quiénes o de cómo le habían subido al coche. Cuando se serenó, vio que lo llevaban por la Fontanka.

«Sin duda vamos al puente Izmailovski», concluyó para sí. Había algo más en que quería pensar pero no pudo. Era algo tan horrible que no cabía explicación alguna… «En fin, no importa», se dijo, y siguió su camino hacia el puente Izmailovski.