Capítulo 11

Casi sin aliento, el señor Goliadkin corrió en volandas tras su enemigo, que le iba tomando la delantera. Sentía una extraordinaria energía interior, pero, no obstante, sabía que un simple mosquito —supuesto que insecto semejante pudiera vivir en esa época del año en Petersburgo— lo hubiera podido derribar sin esfuerzo con una de sus alas. Se sentía en extremo débil y agotado y le parecía que no eran sus propias piernas las que lo llevaban —pues éstas se le doblaban y se negaban a hacer su oficio—, sino una fuerza singular y ajena a él. Pero quizá todo aquello acabaría siendo para bien.

«Para bien o para mal —pensaba, sin resuello apenas por la veloz carrera—, el hecho es que la partida está perdida. De eso no cabe ya la menor duda. Todo ha terminado para mí. El asunto está claro, definido, firmado y sellado».

Con todo, nuestro héroe pareció resucitar de entre los muertos, como si hubiera sobrevivido a una batalla y logrado la victoria, cuando consiguió asir del gabán a su enemigo en el momento en que éste ponía el pie en el estribo de un coche de punto.

—¡Señor mío! ¡Señor mío! —gritó al innoble Goliadkin II después de atraparle—. Espero que usted…

—No. Por favor, no espere nada —respondió evasivo su insensible rival asentando un pie en el estribo mientras volteaba el otro inútilmente en el aire, tratando de meterlo en el vehículo sin perder el equilibrio, al par que esforzándose por arrancar su gabán de manos del señor Goliadkin I, quien lo tenía sujeto con toda la fuerza de que la Naturaleza le había dotado.

—Sólo diez minutos, Yakov Petrovich…

—Perdón, pero no tengo tiempo.

—Admita usted, Yakov Petrovich… Por favor, Yakov Petrovich… Por amor de Dios, Yakov Petrovich… Expliquémonos… de hombre a hombre… ¡Un segundo nada más, Yakov Petrovich!…

—Alma mía, no tengo tiempo —respondió el indigno enemigo del señor Goliadkin con irrespetuosa familiaridad so capa de cordial benevolencia—. Créame que en otra ocasión lo haré con la mejor voluntad del mundo… Pero ahora de veras que no puedo.

«¡Canalla!», pensó nuestro héroe.

—¡Yakov Petrovich! —exclamó angustiado—. Nunca he sido enemigo de usted. Gentes de mala índole me han hecho parecer injustamente distinto del que soy… Por mi parte, estoy dispuesto… Si le parece bien, Yakov Petrovich, vamos a algún sitio ahora mismo… Y allí, con la mejor voluntad del mundo, como usted acaba de decir muy bien, con sinceridad, noblemente, podemos hablar del caso… ¡Mire, en este café, Yakov Petrovich! Ahí todo se explicará. Sin duda alguna…

—¿En este café? Muy bien. No me opongo. Pero con una condición, querido mío, con sólo una condición: que ahí todo se explique —dijo el señor Goliadkin II apeándose del coche y dando una palmada insolente a nuestro héroe en el hombro—. Eres un buen amiguito. Por ti, Yakov Petrovich, estoy dispuesto a meterme por esa callejuela, como dijiste bien en cierta ocasión. La verdad es que eres un pícaro y haces de uno lo que te da la gana —agregó, halagüeño y lisonjero, el falso amigo del señor Goliadkin.

Alejado de las calles principales, el café a que fueron los dos señores Goliadkin estaba enteramente vacío en ese momento. Una alemana rechoncha apareció tras el mostrador así que sonó la campanilla de la puerta. El señor Goliadkin y su indigno enemigo pasaron a un segundo aposento, donde un arrapiezo de rostro abultado y pelo al rape trajinaba con la estufa, haciendo lo posible por avivar con una brazada de leña el casi extinguido fuego. A petición del señor Goliadkin II les sirvieron chocolate.

—No está mal la gordita —dijo el señor Goliadkin II, con un guiño pícaro al señor Goliadkin I.

Nuestro héroe se ruborizó y no dijo nada.

—¡Ah, sí! Se me olvidaba. Perdón. Ya sé lo que a ti te gusta. Nosotros preferimos las alemanas delgaditas, tú y yo, ¿no es eso, Yakov Petrovich? Las delgaditas, pero que no carezcan de encantos. Alquilamos un cuarto en sus casas, las apartamos de la senda de la virtud, les entregamos nuestro corazón a cambio de su Biersuppe y su Milchsuppe, les damos instrucciones por escrito… Eso es lo que hacemos tú y yo, ¿eh, Faublas? ¡Valiente embaucador estás tú hecho!

Todo esto lo dijo el señor Goliadkin II a guisa de sutiles alusiones tan malignas como pueriles a cierta persona del sexo femenino, mientras daba coba y sonreía al señor Goliadkin I, fingiendo amabilidad y procurando demostrar, aunque falazmente, la cordial satisfacción que le causaba el encuentro con su homónimo. Pero percatándose de que el señor Goliadkin I no era tan tonto ni estaba tan falto de educación y urbanidad como para creerle sin más, ese hombre innoble resolvió cambiar de táctica y quitarse el disfraz. Así, pues, tras haberse expresado de tan soez manera, el falso Goliadkin, con irritante desvergüenza y familiaridad, dio una nueva palmada en el hombro al honrado Goliadkin y, no contento con ello, se puso a juguetear con él de manera que la buena sociedad juzgaría indecorosa. No se le ocurrió otra cosa que repetir su fea travesura de antes, es decir, dar un pellizco en la mejilla al señor Goliadkin I, no obstante la repulsa y los gritos ahogados de éste. Ante tamaña indecencia, nuestro héroe se crispó de furia y guardó silencio…, al menos por de pronto.

—Eso es lo que dicen mis enemigos —contestó con voz trémula y dominándose con prudencia. Simultáneamente nuestro héroe miraba inquieto a la puerta. El señor Goliadkin II estaba, al parecer, de humor excelente y dispuesto a hacer nuevas diabluras, impermisibles en público y contrarias, en general, a las leyes de cortesía y las prácticas de la buena sociedad.

—Bien. En tal caso, como usted guste —respondió gravemente el señor Goliadkin II, apurando su taza con ansia plebeya y poniéndola en la mesa—. Pero no puedo quedarme mucho tiempo con usted… ¿Y qué tal está usted ahora, Yakov Petrovich?

—Una cosa sí puedo decirle, Yakov Petrovich —replicó nuestro héroe con digna frialdad—. Y es que nunca he sido enemigo de usted.

—¡Hum!… Bueno, y Petrushka, ¿qué tal? Se llama así, ¿no? ¿Qué tal está? ¿Bien? ¿Como siempre?

—Como siempre, Yakov Petrovich —contestó el señor Goliadkin I algo sorprendido—. Yo no sé, Yakov Petrovich… Por mi parte…, desde un punto de vista objetivo y cándido, estará usted de acuerdo en que…

—Sí. Pero usted sabe, Yakov Petrovich, que los tiempos que corren son difíciles —sentenció el señor Goliadkin con expresiva calma, haciéndose pasar mendazmente por hombre desdichado, arrepentido y digno de compasión—. Apelo a usted, Yakov Petrovich. Usted es inteligente y sensato —agregó halagándolo—. La vida no es un juego. Usted bien lo sabe, Yakov Petrovich —concluyó significativamente, dándose aires de hombre sabio y erudito capaz de disertar sobre los temas más elevados.

—Por mi parte, Yakov Petrovich —respondió animado nuestro héroe—, desdeñando los rodeos y hablando directa y francamente, sin pelos en la lengua, como hombre probo, y poniendo el caso en un plano digno, le diré, Yakov Petrovich, le puedo asegurar franca y honradamente, que no tengo culpa alguna y que, como usted mismo sabe, se trata de un error por ambas partes… Todo puede suceder…, el dictamen del mundo, la opinión de la chusma servil… Lo digo francamente, Yakov Petrovich: todo puede suceder. Digo todavía más: si se juzga así el asunto, si se lo mira desde un punto de vista noble y elevado, declaro abiertamente y sin falsa vergüenza que me alegraré de saber que me he equivocado. Más aún, me será grato confesarlo. Usted bien lo sabe, porque es inteligente y, por añadidura, generoso. Estoy dispuesto a confesarlo sin sonrojo, sin falsa vergüenza… —concluyó nuestro héroe con nobleza y dignidad.

—¡Es el destino! ¡La suerte! Yakov Petrovich… Pero dejemos esto —suspiró el señor Goliadkin II—. Mejor será emplear los breves minutos de nuestro encuentro en un coloquio más provechoso y agradable, como cumple a dos colegas… La verdad es que durante todo este tiempo no he conseguido decirle dos palabras… Y no soy yo quien tiene la culpa, Yakov Petrovich…

—¡Ni yo tampoco! —interrumpió nuestro héroe con ardor—. ¡Ni yo tampoco! Me lo dice el corazón. Echemos la culpa a la suerte —añadió el señor Goliadkin I en tono plenamente conciliatorio. Su voz empezaba poco a poco a debilitarse y temblar.

—Bien. ¿Cómo va de salud? —preguntó con dulzura el descarriado.

—Estoy tosiendo un poco —repitió nuestro héroe aún más dulcemente.

—Cuídese. Con las epidemias que hay ahora puede coger uno un catarro de garganta. Yo, se lo confieso, ya he empezado a vestirme de franela.

—Efectivamente, Yakov Petrovich. Puede uno coger un catarro de garganta —asintió nuestro héroe tras ligera pausa— Yakov Petrovich, ahora veo que me equivoqué… Recuerdo con emoción los momentos felices que pasamos juntos bajo mi pobre, aunque hospitalario, techo…

—No fue eso, sin embargo, lo que decía usted en su carta —comentó no sin reproche el señor Goliadkin II y, por cierto, con razón bastante (pero con razón bastante sólo en esta ocasión).

—¡Yakov Petrovich, me equivoqué!… Ahora veo que me equivoqué también en lo de esa carta mía. Me da vergüenza mirarle. No vaya a creer, Yakov Petrovich… Deme esa carta para que la haga pedazos delante de usted. Y si no es posible, le ruego que la lea al revés, enteramente al revés, esto es, de manera expresamente amistosa, dando a las palabras su sentido contrario. Me equivoqué. Perdóneme, Yakov Petrovich… Me equivoqué de medio a medio.

—¿Dice usted? —preguntó abstraído e indiferente el infiel amigo del señor Goliadkin I.

—Digo que me equivoqué de medio a medio, Yakov Petrovich, y que, por mi parte, sin falsa vergüenza…

—¡Ah, sí! Bueno. Entonces está bien —repuso bruscamente el señor Goliadkin II.

—Hasta se me ocurrió la idea —agregó nuestro héroe con notable franqueza sin advertir la odiosa doblez de su falso amigo— de que habían sido creados dos seres idénticos…

—¡Ah! ¡Conque ésa era su idea!…

Al llegar a ese punto, el execrable señor Goliadkin II se levantó y tomó el sombrero. Sin advertir todavía el engaño, el señor Goliadkin I se levantó a su vez, sonriendo cordial y generosamente a su mentido amigo y procurando en su inocencia mostrarse amable, exhortarle y entablar nueva amistad con él…

—¡Adiós, Excelencia! —exclamó de pronto el señor Goliadkin II. Nuestro héroe se estremeció al observar algo casi bacanálico en el semblante de su enemigo, y con el fin de tenerlo a raya, puso dos dedos en la mano que el réprobo le alargaba.

Pero entonces… la desvergüenza del señor Goliadkin II rebasó todos los límites. Agarrando y apretando primero los dos dedos del señor Goliadkin I, el muy sinvergüenza resolvió repetir la infame travesura de horas antes. Eso era más de lo que la paciencia humana podía tolerar…

Ya se metía en el bolsillo el pañuelo con que se había limpiado los dedos cuando el señor Goliadkin volvió en su acuerdo y fue corriendo tras su irreconciliable enemigo a la sala contigua, a donde, según su ruin costumbre, éste había huido. Allí estaba, junto al mostrador, como si nada hubiese pasado, comiendo pasteles y hablando tranquila y afablemente con la pastelera alemana, ni más ni menos que si fuese hombre de probada honestidad.

«Delante de señoras, no», pensó nuestro héroe acercándose también al mostrador. La agitación lo tenía casi fuera de sí.

—¡De veras que no está mal la hembra! ¿Qué le parece? —dijo con otra salida de mal gusto el señor Goliadkin II, contando sin duda con la infinita paciencia del señor Goliadkin I.

La robusta alemana, por su parte, miraba a sus dos parroquianos con ojos estúpidos, de un gris inexpresivo, sonriendo amablemente y, por lo visto, sin entender palabra de ruso. Nuestro héroe enrojeció como un cangrejo ante la desvergüenza del señor Goliadkin II, e, incapaz de contenerse, se abalanzó sobre él con el propósito evidente de despedazarlo y acabar con él de una vez para siempre. Pero el señor Goliadkin II, fiel a su villano proceder, ya estaba lejos. Había salido de estampía a la calle. Ni que decir tiene que, tras un momento de natural estupefacción, el señor Goliadkin I recobró sus facultades y se lanzó a todo correr en pos de su ofensor, quien ya subía a un coche de punto que evidentemente le esperaba según previo acuerdo. La alemana gorda, viendo la fuga de sus dos parroquianos, dio un chillido y tiró vigorosamente del cordón de la campanilla. Nuestro héroe giró en redondo, casi en volandas, y le arrojó algún dinero en pago de su consumición y la del sinvergüenza que se iba sin pagar. Y sin esperar la vuelta, y no obstante la demora, logró —sólo porque lo hizo volando— alcanzar a su enemigo. Se asió al guardabarros del coche con toda la fuerza de que era capaz y fue a rastras durante un buen trecho, haciendo lo imposible por trepar al vehículo, mientras el señor Goliadkin II, a su vez, trataba de impedírselo. Entre tanto el cochero fustigaba a su mísero jamelgo arreándolo con las riendas, con los pies y a voz en cuello, hasta que el animal arrancó al galope cuando menos se esperaba, mascando el freno y coceando a cada tres pasos de manera sumamente molesta. Por fin, nuestro héroe logró encaramarse en el coche y sentarse con la espalda apoyada en el cochero y cara a cara y rodilla a rodilla con su depravado y tenaz enemigo, mientras se agarraba con la mano derecha al apolillado cuello de piel del abrigo de éste…

De esta guisa los enemigos siguieron algún tiempo en silencio. Nuestro héroe apenas podía resollar. El camino era infame, lo que hacía rebotar de continuo al señor Goliadkin I y correr peligro de romperse el pescuezo. Por añadidura, su desalmado enemigo, que aún no se daba por vencido, se empeñaba en echarle de cabeza al barro. Para colmo de desdichas, el tiempo era de lo más horrendo. La nieve caía en grandes copos y trataba a toda costa de introducirse por entre el abrigo desabrochado del auténtico señor Goliadkin. Alrededor no se veía gota. Era difícil saber adónde iban o por qué calles… Al señor Goliadkin le parecía que le acontecía algo ya conocido. Hubo un momento en que intentó recordar si no había presentido algo la víspera… en sueños, por ejemplo. Su aflicción se trocó en extrema agonía. Se apoyó en su despiadado rival y estuvo a punto de gritar, pero se le heló el grito en los labios…

Hubo un instante en que el señor Goliadkin se olvidó de todo y concluyó que nada de ello importaba; que aquello sucedía de modo arcano y seria vano esfuerzo protestar… Pero de súbito, casi en el momento en que llegaba a tal conclusión, una sacudida imprudente cambió de raíz la índole del caso. Cayó del coche como costal de harina y fue rodando Dios sabe a dónde, advirtiendo con sensatez durante la caída que su acceso de cólera había sido improcedente. Se incorporó de un salto y vio que el coche estaba parado en medio de un patio, que nuestro héroe reconoció al punto como el de la casa de Olsufi Ivanovich. Entonces observó que su enemigo subía los escalones de entrada e iba probablemente a visitar a Olsufi Ivanovich. Presa de indescriptible congoja, estuvo a punto de precipitarse en su alcance, pero afortunadamente lo pensó mejor y se reportó a tiempo. Sin olvidarse de pagar al cochero, salió veloz a la calle y echó a correr sin rumbo fijo y con todo el brío que le permitían las piernas.

Continuaba cayendo la nieve en gruesos copos y el tiempo seguía húmedo y lóbrego. Más que correr nuestro héroe volaba, atropellando y derribando a todo el mundo, hombres, mujeres y niños, y rebotando a su vez contra hombres, mujeres y niños. Por todas partes se oían voces de espanto, gritos, chillidos… Pero, por lo visto, el señor Goliadkin había perdido el juicio y no se cuidaba del alboroto… Lo recobró, no obstante, al llegar al puente Semionovski, aunque sólo porque había arrollado torpemente y hecho caer a dos campesinos, junto con la mercancía que iban vendiendo, lo que también dio en tierra con él.

«No importa —pensó—. Todo esto quizá sea todavía para bien».

E inmediatamente metió la mano en el bolsillo buscando un rublo para indemnizar a sus víctimas por el pan de jengibre, las manzanas, los guisantes y las demás cosas que había esparcido por el suelo. Pero, de pronto, surgió ante él una nueva luz. En el bolsillo halló la carta que el escribiente le había entregado esa tarde. Recordando de paso que no lejos de allí había una taberna que conocía, corrió hasta ella y, sin perder un minuto, se sentó a una mesa alumbrada por una vela de sebo. Sin hacer caso de nada, ni siquiera del mozo que le preguntó qué deseaba, rompió el sello y empezó a leer con el mayor asombro lo siguiente:

A la noble persona que sufre por mí y a quien de todo corazón querré eternamente:

¡Sufro, muero, sálvame!

Un sujeto difamador, intrigante y a todas luces infame me ha prendido en sus redes y estoy perdida, deshecha. Me es odioso, mientras que tú… Nos han separado y han interceptado las cartas que te he escrito, y de todo esto es culpable un indecente que se ha aprovechado de la única buena cualidad que tiene: su parecido contigo. De todos modos, puede uno ser feo, pero descollar por su talento, sensibilidad y buenos modales… ¡Yo me muero! Me casan a la fuerza, y quien ha tramado todo ello es mi padre, mi bienhechor, el Consejero Civil Olsufi Ivanovich, con el propósito seguramente de suplantarme en mi puesto y en mis vínculos con la buena sociedad… Pero yo ya estoy resuelta y protesto por todos los medios de que dispongo. Espérame en tu coche a las nueve en punto de esta noche junto a las ventanas de Olsufi Ivanovich. Vamos a dar otro baile al que vendrá el teniente guapo. Yo saldré y nos iremos volando de aquí. Hay, además, otros puestos en la Administración donde uno puede aún servir a su patria. En todo caso, recuerda, amigo mío, que la inocencia es la fuerza de la inocencia.

Adiós. Espérame con el coche a la puerta. Me dejaré caer en el cobijo de tus brazos a las dos de la madrugada en punto.

Tuya hasta la tumba

KLARA OLSUFIEVNA

Después de leer la carta, nuestro héroe quedó estupefacto algunos minutos. Atrozmente afligido, víctima de horrible agitación, pálido como un difunto, dio varias vueltas por la habitación con la carta en la mano. Para colmo de su situación calamitosa, no advirtió que entre tanto era objeto de la indivisa atención de cuantos allí se hallaban. El desaliño de su indumentaria, su agitación incontenible, su deambular o, mejor dicho, su corretear por la habitación, su gesticular con ambas manos, acaso algunas palabras enigmáticas que en su desvarío dirigía al aire, todo ello de seguro le favorecía poco a los ojos de los demás parroquianos. El camarero mismo empezó a mirarle con suspicacia. Recobrado, por fin, el discernimiento, nuestro héroe notó que estaba de pie en medio del local, escudriñando de manera descortés y aun descarada a un anciano de aspecto respetable que, después de comer y dar gracias ante un icono, había vuelto a sentarse sin quitar los ojos de encima al señor Goliadkin. Éste miró vagamente en torno suyo y pudo darse cuenta de que todos, sin excepción, le acechaban de modo siniestro y suspicaz. De improviso, un militar jubilado, con guerrera de cuello rojo, pidió la Gaceta policial. El señor Goliadkin tuvo un escalofrío y se sonrojó. Al bajar los ojos vio por casualidad que estaba vestido de modo deplorable, con ropa que ni en su casa hubiera llevado y mucho menos en un sitio público. Los zapatos, pantalones y todo el lado izquierdo de su traje estaban llenos de lodo, la tira del pantalón derecho descosida y la levita rasgada en varios sitios. Afligido a más no poder, fue a la mesa donde había estado leyendo y vio que se le acercaba el mozo con una extraña expresión en el rostro en la que corrían parejas la insolencia y la importunidad. Despistado y abatido, nuestro héroe se puso a examinar la mesa a cuyo lado estaba. En ella había platos en que alguien había comido, una servilleta sucia, y cuchillo, tenedor y cuchara acabados de usar.

«¿Quién habrá comido aquí? —se preguntó sorprendido—. ¿Habré sido yo? Todo puede ser. He comido y ni me he dado cuenta. ¿Qué hacer?».

Levantó la vista y vio de nuevo junto a sí al mozo, que se proponía decirle algo.

—¿Cuánto te debo, muchacho? —preguntó con voz temblorosa.

Una risa bronca acogió sus palabras. Hasta el mozo se sonrió. El señor Goliadkin comprendió que también en esto se había equivocado y cometido un desliz atroz. Quedó tan confuso que se sintió obligado a hurgar en su bolsillo en busca del pañuelo, seguramente para hacer algo y no estar allí como un poste. Pero, con gran sorpresa suya y de los presentes, en vez del pañuelo sacó un frasco de medicina que cuatro días antes le había recetado Krestyan Ivanovich. «Pídalo en la misma farmacia» cruzó por la mente del señor Goliadkin… Se estremeció y a punto estuvo de lanzar un grito de espanto. Despuntaba una nueva luz en su mente. Un líquido repulsivo, rojo oscuro, brilló con siniestro reflejo ante sus ojos… El frasco se le escapó de la mano y se hizo añicos. Nuestro héroe lanzó un alarido y retrocedió dos pasos para no pisar el líquido derramado… Le temblaba el cuerpo y tenía la frente y las sienes cubiertas de sudor.

—¡Conque mi vida está en peligro!

Entre tanto, la taberna era escena de agitación y barullo. Todos rodearon al señor Goliadkin, todos le hablaban, algunos llegaron a sujetarlo. Pero nuestro héroe permaneció mudo e inmóvil, sin ver, oír ni sentir nada… Por último, en una arrancada, salió corriendo de la taberna, zafándose de quienes intentaban retenerle, y, casi desfallecido, cayó en el primer coche de punto que acertó a pasar por allí y volvió a toda prisa a su casa.

En el zaguán salió a su encuentro Miheyev, el ordenanza de la oficina, con un sobre oficial en la mano.

—Ya sé, amigo. Ya lo sé todo —repuso nuestro agotado héroe con voz débil y angustiada—. Esto es oficial.

Efectivamente, el sobre contenía un oficio dirigido al señor Goliadkin y firmado por Andrei Filippovich, ordenándole que pusiera los asuntos que estaba tramitando en manos de Ivan Semionovich. El señor Goliadkin tomó el sobre, dio diez kopeks al ordenanza, entró en su apartamento y vio que Petrushka preparaba y amontonaba todas sus posesiones, todos sus bártulos y baratijas, con la intención evidente de dejar al señor Goliadkin e irse a servir de criado a Karolina Ivanovna, para reemplazar a Yevstafi.