Cabe decir que en general los acontecimientos de la víspera habían perturbado profundamente al señor Goliadkin. Había pasado muy mala noche; apenas durmió cinco minutos en total. Era como si un truhán le hubiera puesto cerdas en la cama. Pasó toda la noche en una especie de duermevela, dando vueltas en el lecho, suspirando y quejándose, aletargándose un instante para despertar al siguiente; todo ello emparejado con una extraña congoja, con vagos recuerdos y pavorosas visiones, en suma, con todo cuanto puede haber de más desagradable… A veces se le aparecía la figura de Andrei Filippovich en una funambulesca y misteriosa media luz, figura enjuta y airada, de mirada dura y cruel y con un gesto de amonestación fríamente cortés en los labios… Y el señor Goliadkin se apresuraba a acercarse a él para justificarse de algún modo y demostrarle que no era en absoluto como sus enemigos lo pintaban, sino de esta o estotra manera, y que poseía aquello y lo de más allá por encima de sus congénitas dotes normales. Pero en cuanto lo hacía se presentaba el consabido sujeto de maligna disposición, lo echaba todo a rodar del modo más exasperante, daba de un golpe en tierra con todos los propósitos del señor Goliadkin, allí mismo, ante sus propios ojos, ultrajaba su buen nombre, manchaba su orgullo de fango y seguidamente le suplantaba en la oficina y la sociedad. A veces el señor Goliadkin sentía en la cabeza el escozor de un golpe recibido poco antes y sumisamente aceptado, bien en sociedad o bien en el cumplimiento de las obligaciones de su cargo, cuando la protesta hubiera sido difícil. Y mientras se devanaba los sesos para averiguar por qué precisamente era difícil protestar del golpe, su noción de éste asumía imperceptiblemente una nueva forma, la de una pequeña pero no insignificante villanía que había presenciado, oído o cometido él mismo hacía poco. Y cometido a menudo, aunque no por ruindad, sino por casualidad alguna vez, por delicadeza otra, porque se sentía enteramente indefenso alguna más, y, finalmente, porque…, en fin, el señor Goliadkin conocía muy bien ese porque. En ese punto se abochornaba en su sueño y, al intentar disimular el bochorno, murmuraba para sí que entonces hubiera podido mostrar firmeza de carácter, sin duda mayor firmeza de carácter. Y terminaba por preguntarse qué era la firmeza de carácter y por qué tenía que mencionarla en ese momento. Ahora bien, lo que más le enfurecía y exasperaba era que en ese preciso instante, lo llamaran o no, aparecía sin falta el consabido individuo con su repugnante y malévola disposición. Y una vez más, a pesar de que el caso era ya notorio, musitaría con su infame sonrisita: «¿Qué tiene que ver esto con la firmeza de carácter? ¿Qué firmeza de carácter podemos mostrar tú y yo, Yakov Petrovich?».
A veces soñaba el señor Goliadkin que se hallaba en la excelente compañía de personas conocidas por su ingenio y urbanidad y que él, por su parte, se distinguía asimismo por su agudeza y buen trato; que todos le estimaban, incluso algunos de sus enemigos que estaban presentes, lo cual le resultaba muy agradable. Todos le daban la precedencia y, por último, escuchaba con gusto cómo el anfitrión se llevaba aparte a uno de los invitados y colmaba de alabanzas al señor Goliadkin… Pero de pronto, sin motivo aparente, volvía a presentarse el sujeto conocido por su malevolencia e impulsos bestiales bajo la forma del señor Goliadkin II y, al instante, con sólo su aparición, desbarataba todo el triunfo, toda la gloria del señor Goliadkin I, lo eclipsaba, lo hundía en el fango y mostraba a las claras que el señor Goliadkin I, el auténtico, no era en absoluto auténtico, sino una imitación, y que el auténtico era él Y, por último, que el señor Goliadkin I no era lo que parecía, sino tal y cual, y que, por lo tanto, no debía ni podía de derecho pertenecer a la sociedad de personas bien nacidas y de buena voluntad. Y esto sucedía con tanta rapidez que el señor Goliadkin I apenas tenía tiempo de abrir la boca cuando ya todos se entregaban en cuerpo y alma al falso y repugnante señor Goliadkin II y le rechazaban a él, al genuino e inocente señor Goliadkin, con muestras del más profundo desprecio. No había una sola persona cuya opinión no cambiara el señor Goliadkin II en un santiamén para ajustarla a la suya. No había una sola persona, aun la más insignificante de todo el grupo, a quien el falso y pelafustán Goliadkin no hiciera la rueda en su estilo más empalagoso, con quien no hubiera intentado congraciarse, ante quien, según su costumbre, no hubiera quemado el más deleitoso y aromático de los inciensos, lo que arrancaba lágrimas de supremo gozo a quien así se veía tratado. Y lo principal era que todo ocurría en un instante: la rapidez con que se movía el sospechoso y holgazán Goliadkin II era prodigiosa. Además, por ejemplo, lograba engatusar a uno y ganarse su beneplácito cuando, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba camelando a un segundo. Tan pronto como lo tenía «pescado» y le había arrancado sutilmente una sonrisa de benevolencia, ponía en movimiento sus rechonchas y vigorosas pernezuelas y se iba a adular afablemente a un tercero. Y antes de que pudiera uno abrir la boca asombrado, ya estaba haciendo lo mismo con un cuarto. ¡Era algo atroz! ¡Pura magia! Y todos estaban contentos de él, todos lo estimaban, todos lo ensalzaban y proclamaban en coro que, en amabilidad y agudeza satírica, superaba con mucho al Goliadkin auténtico. De ese modo humillaban al genuino e inocente Goliadkin, rechazaban al probo Goliadkin, perseguían al benevolente Goliadkin y colmaban de insultos al auténtico Goliadkin, tan conocido por su amor al prójimo.
Acongojado, amedrentado, furioso, el tan sufrido señor Goliadkin salió veloz a la calle e intentó tomar un coche de punto para ir sin perder un instante a casa de Su Excelencia, o al menos a la de Andrei Filippovich. Pero ¡horror de horrores!, el cochero se negó en redondo a llevar al señor Goliadkin, diciendo: «No puedo llevar a dos personas exactamente iguales, señor. El hombre bueno trata de vivir honradamente y no de cualquier modo y, además, nunca tiene un doble». En un acceso de vergüenza, el enteramente honrado señor Goliadkin miró a su alrededor y comprobó que, efectivamente, los cocheros y Petrushka, que estaba en conjura con ellos, llevaban razón. El perverso señor Goliadkin se hallaba, en efecto, allí, junto a él, y de acuerdo con su ruin costumbre, se preparaba en ese crítico instante a hacer algo sumamente indecoroso, algo que de ningún modo pondría de manifiesto la nobleza de carácter que exigía la buena crianza, nobleza de la que en todo momento tanto se ufanaba el abominable señor Goliadkin II. Fuera de sí, presa de bochorno y desesperación, el desbaratado pero legítimo señor Goliadkin huyó ciego a donde el destino lo llevara. Pero con cada paso, con cada pisada en la acera de granito, surgía como de debajo de la tierra la copia exacta del perverso y repugnante Goliadkin. Y todas estas exactas contrahechuras echaban a correr una tras otra no bien aparecían, en larga procesión, como fila de gansos, meciéndose y bamboleándose en pos del señor Goliadkin I. No había manera de escapar. Al señor Goliadkin, tan digno de lástima, se le cortó el resuello del terror que sentía, y más aún cuando surgió al fin una multitud tan inmensa de tales copias exactas que la capital entera quedó abarrotada de ellas, y un agente de policía, viendo tamaña perturbación del orden, se vio obligado a cogerlas del pescuezo y meterlas en una garita que había allí a mano… Helado y rígido de espanto nuestro héroe despertó. Y, helado y rígido de espanto, se hizo cargo de que su vigilia apenas era mejor que su sueño… Se sentía oprimido, atormentado… Tal era su angustia que se le antojaba que alguien le arrancaba el corazón a dentelladas…
Acabó por no poder aguantar más. «¡Esto no puede seguir así!», exclamó levantándose con coraje de la cama y despertando por completo al ruido de esta exclamación.
Hacía ya largo rato que era de día. En la habitación había más luz que de ordinario. Densos rayos de sol se filtraban por los cristales incrustados de escarcha e inundaban profusamente la habitación, lo que no dejó de sorprender al señor Goliadkin, pues por lo común ello no ocurría sino a mediodía. Nunca antes, si no le era infiel la memoria, se había registrado irregularidad semejante en el curso de las celestes luminarias. Pero apenas tuvo tiempo de sorprenderse cuando el reloj al otro lado del tabique empezó a zumbar en señal de que iba a dar la hora.
«¡Ah, ya!», pensó el señor Goliadkin disponiéndose a escuchar con ansiosa expectación…
Pero para acabar de consternarle por completo, el reloj, tras un esfuerzo supremo, dio la una.
—¿Qué es esto? —gritó nuestro héroe saltando del lecho. En paños menores, sin dar crédito a sus oídos, se precipitó al otro lado del tabique. El reloj marcaba, efectivamente, la una. El señor Goliadkin miró la cama de Petrushka; pero en la habitación ni siquiera olía a Petrushka. La cama de éste había sido hecha hacía rato y dejada tal cual estaba. Sus botas tampoco se veían por ninguna parte, señal cierta de que no se hallaba en casa. El señor Goliadkin corrió a la puerta. La puerta estaba cerrada con llave.
«¿Dónde estará?», murmuró extrañamente agitado y sintiendo que todo el cuerpo le temblaba. De súbito le vino a las mientes una idea. Corrió a la mesa, miró, revolvió. ¡Nada! Su carta de la víspera a Vahrameyev había desaparecido… También había desaparecido Petrushka, el reloj marcaba la una, y en la carta de Vahrameyev había algunos pormenores nuevos que, aunque oscuros el día antes, resultaban ahora perfectamente claros. ¡En fin, estaba visto! ¡Habían comprado a Petrushka! ¡Ni más ni menos!
—¡Conque es ahí donde se ha fraguado la conjura! —exclamó el señor Goliadkin dándose una palmada en la frente y abriendo mucho los ojos—. ¡Conque es en la madriguera de esa detestable alemana donde se esconde toda esa fuerza maligna! ¡Así, pues, el decirme que fuera al puente Izmailovski fue sólo una diversión táctica para que me desorientara y me apartara de la pista! ¡La muy bruja! ¡Y así es cómo me ha estado asediando! ¡Sí, así! ¡Si se mira la cosa de este modo, se ve que eso es precisamente lo que ha pasado! También queda plenamente aclarada la aparición de ese granuja. Todo encaja bien. Le han tenido a buen recaudo largo tiempo, le han estado preparando y conservando para el día fatal. ¡Y hay que ver cómo ha resultado todo! En fin, no importa. ¡No se ha perdido tiempo!…
Entonces el señor Goliadkin recordó con horror que había dado ya la una.
«¿Y qué si han tenido tiempo ya para?… —se le escapó un gemido—. No. Mienten. No habrán tenido tiempo. Veremos…».
Se vistió a la buena de Dios, tomó papel y pluma y garabateó la siguiente nota:
Muy señor mío, Yakov Petrovich:
O usted o yo. Ya no hay sitio para los dos. Y por ello le hago saber que su extraño, ridículo e imposible deseo de parecer mi mellizo y hacerse pasar por tal sólo servirá para provocar su descalabro y deshonra. Por eso le pido que por su propio bien se retire y deje vía libre a quienes son verdaderamente hombres de honor y de buenas intenciones. En caso contrario estoy dispuesto a recurrir a las medidas más enérgicas. Dejo la pluma y espero…
Quedo a su disposición —incluso con pistolas.
Y. Goliadkin
Nuestro héroe se frotó briosamente las manos cuando concluyó la nota. Seguidamente se puso el gabán y el sombrero, abrió la puerta de su domicilio con una llave de repuesto y tomó el camino de la oficina. Llegó a ella, pero decidió no entrar. Ya era, en efecto, muy tarde: su reloj marcaba las dos y media. De improviso, un incidente, trivial al parecer, ahuyentó algunas de sus dudas. De detrás del edificio donde estaba la oficina apareció de pronto un hombrecillo jadeante y colorado de rostro, quien furtivamente, como una rata, trepó por los escalones de entrada y se coló en el vestíbulo. Era el escribiente Ostafyev, muy conocido del señor Goliadkin, hombre útil en ocasiones y dispuesto a hacer cualquier cosa por diez kopeks. Conociendo el flaco de Ostafyev y sospechando que, tras ausentarse de la oficina so pretexto de una «necesidad urgente», tendría más ganas que nunca de procurarse diez kopeks, nuestro héroe resolvió no escatimar el dinero. Subió los escalones y entró en el vestíbulo en seguimiento de Ostafyev, lo llamó, y con aire misterioso le indicó que fuera con él a un rincón apartado, tras una enorme estufa de hierro, donde nuestro héroe empezó a interrogarle.
—Bueno, amigo, ¿qué tal van las cosas?… Tú ya me entiendes…
—A su servicio, señor. ¿Cómo está usted?
—Bien, amigo, gracias. ¿Vés lo que tengo aquí?
—¿Qué quiere usted saber? —Ostafyev se llevó la mano a la boca, que había abierto sin querer.
—Pues mira, amigo, yo… Pero no vayas tú a pensar nada… ¿Está ahí Andrei Filippovich?
—Sí está.
—¿Y los demás?
—También están, como es preceptivo.
—¿Y Su Excelencia también?
—Su Excelencia también —el escribiente volvió a taparse la boca con la mano y miró al señor Goliadkin con lo que a éste le pareció curiosidad y extrañeza.
—¿Y no hay nada de particular, amigo?
—Nada. Nada en absoluto.
—Y de mí, ¿no se dice nada, amigo? ¿Se dice algo? ¿Alguna cosilla? ¿Me entiendes?
—No. Nada por el momento —el escribiente volvió a taparse la boca y una vez más miró con extrañeza al señor Goliadkin. Nuestro héroe trataba de escudriñar el rostro de Ostafyev para inferir si disimulaba algo. Y, en efecto, algo parecía ocultar. Ostafyev se tornaba cada vez más grosero y descortés y, contra lo ocurrido al iniciarse la conversación, no mostraba ahora interés ni simpatía por los asuntos del señor Goliadkin.
«Hasta cierto punto está en su derecho —pensó éste—. ¿Qué soy yo para él? Quizá la parte contraria le haya untado ya la mano y por eso ha salido so pretexto de una “necesidad urgente”. En fin, yo ahora…».
El señor Goliadkin comprendió que había llegado el momento de sacar los kopeks.
—Aquí tienes, amigo…
—Muy agradecido, señor.
—Te daré más.
—¿Dice usted, señor?
—Te daré en seguida más y, cuando terminemos, otra cantidad igual. ¿Entiendes?
El escribiente guardó silencio y, tieso como un huso, miró al señor Goliadkin.
—Bien. Ahora habla. ¿No has oído decir nada de mí?
—Pues no creo…, bueno…, nada por el momento… —Ostafyev respondía haciendo pausas y, al igual que el señor Goliadkin, con cierto aire de misterio, alzando un poco las cejas, mirando al suelo, procurando dar con el tono adecuado, y, en suma, tratando a toda costa de ganarse la cantidad prometida, dado que lo recibido hasta entonces lo consideraba ya ganado.
—¿Y no ha habido nada?
—De momento, nada.
—Escucha…, hum…, quizá haya algo, ¿no crees?
—Por supuesto, quizá haya algo más adelante.
«¡Malo!», pensó nuestro héroe.
—Mira, aquí tienes más, amigo.
—Muy agradecido, señor.
—¿Vino ayer Vahrameyev?
—Sí, señor.
—¿Y hubo alguien más? Haz memoria, amigo.
El escribiente hizo memoria un momento y no recordó nada relativo al caso.
—No, señor, no hubo nadie más.
—Hum.
Hubo un silencio.
—Escucha, amigo, aquí tienes más. Dímelo todo punto por punto.
—Sí, señor —Ostafyev estaba ahora más suave que un guante, que era lo que buscaba el señor Goliadkin.
—Dime, amigo, y ahora ¿cómo está?
—Pues está bien, señor —repuso el escribiente, mirando fijamente al señor Goliadkin.
—¿Cómo está de bien?
—Pues… bien —Ostafyev arqueó las cejas significativamente. Pero estaba ya en un atolladero y no sabía qué decir.
«¡Malo!», pensó el señor Goliadkin.
—¿No hubo nada más en relación con Vahrameyev?
—Lo mismo que de costumbre.
—Piénsalo bien.
—Dicen que sí hubo algo.
—¿Y qué fue?
Ostafyev se llevó la mano a la boca.
—¿No había por allí una carta para mí?
—Miheyev, el vigilante, ha ido hoy a casa de Vahrameyev…, allí donde vive esa señora alemana… De modo que, si usted lo desea, puedo ir a preguntar.
—¡Hazme ese favor, amigo, por lo que más quieras!… Estoy a punto de… No vayas a pensar nada, sólo que voy a… Pregunta, amigo, y entérate de si están tramando algo que tenga que ver conmigo. Lo que hace él. Eso es lo que necesito. Entérate, amigo, y te daré una gratificación…
—Así lo haré, señor. En el sitio de usted ha estado hoy sentado Ivan Semionovich.
—¿Ivan Semionovich? ¡Ah, sí! ¿De veras?
—Andrei Filippovich le dijo que se sentase allí…
—¡No me digas! ¿Con qué motivo? ¡Entérate, chico, por amor de Dios! Entérate de todo y te daré una gratificación. Eso es lo que necesito saber. Pero no vayas a pensar que…
—Muy bien, señor. En seguida voy. Y usted, ¿no viene hoy?
—No, amigo mío. Solamente… he venido a echar un vistazo, pero después te daré una gratificación.
—Muy bien, señor.
El escribiente subió de prisa la escalera y el señor Goliadkin se quedó solo.
«¡Malo! —pensó—. ¡Malo, malo! ¡Qué feas se han puesto las cosas! ¿Qué sentido tendría todo ello? ¿Qué habrá querido decir ese borrachín con sus indirectas? ¿Quién anda tras esto? ¡Ah, ya sé quién es! Probablemente se enteraron y lo sentaron allí… ¿Pero de veras lo sentaron? Fue Andrei Filippovich el que sentó allí a Ivan Semionovich. ¿Pero por qué lo sentó allí y con qué objeto? Lo probable es que se enteraran… Quien está maquinando esto es Vahrameyev. Pero no, qué Vahrameyev, si es tonto de capirote. Son todos los demás los que lo incitan a hacerlo y los que han mandado aquí a ese tunante. ¡Y esa alemana tuerta se habrá quejado! Siempre me he figurado que en este enredo hay algo que me da en la nariz y que en estos chismes de comadres hay gato encerrado. Ya se lo dije al doctor Rutenspitz: “Han jurado cortarle el cuello a un hombre, en el sentido moral de la frase, y para ello han echado mano de Karolina Ivanovna”. ¡Bien se ve que trabajan de mano maestra! Tras esto anda una mano maestra, y no Vahrameyev. Ya he dicho que Vahrameyev es un mastuerzo, y esto… Pero ya sé quién está detrás de todos ellos: ¡ese impostor! De eso sólo depende, lo que explica en parte sus triunfos en la buena sociedad. Pero, francamente, me gustaría saber cómo se lleva ahora con ellos. ¿Pero por qué habrán recurrido a Ivan Semionovich? ¿Para qué demonios lo necesitan? ¡Como si no hubiesen podido dar con otro! Pero hubiera sido igual, quienquiera que se hubiera sentado allí. Sólo sé que ese Ivan Semionovich me ha sido sospechoso desde hace mucho tiempo. Ya dije de él tiempo atrás que era un viejo ruin y repugnante. Dicen que da dinero a réditos, y a interés de judío. Todo este tinglado lo ha montado el “oso”. Es el “oso” el que anda metido en esto. Allí fue donde empezó la cosa, en el puente Izmailovski, allí empezó…».
El señor Goliadkin arrugó la cara, como si hubiera mordido un limón, al recordar algo por lo visto muy enfadoso.
«Bueno, no importa —dijo al fin—. No hago más que pensar en mis cosas. ¿Por qué no viene Ostafyev? Probablemente está sentado en algún sitio o se ha detenido por algo. No me parece mal andar intrigando por mi cuenta y haciendo trabajo de zapa. Ostafyev, solo con darle diez kopeks, estará de mi parte. ¿Pero de veras lo estará? ¡Ahí está el quid! Quizá ellos, a su vez, le hayan dado ya algo para ganárselo. ¡Porque tiene cara de ladrón, de ladrón redomado! ¡Ése se calla alguna cosa! ¡El muy bribón! “No, no hay nada —dice—, y le estoy muy agradecido”. ¡Valiente bandido!».
Se oyó un ruido y el señor Goliadkin se agachó tras la estufa. Alguien bajaba la escalera y salía a la calle.
«¿Quién será ése y a dónde irá?», pensó nuestro héroe. Un instante después volvieron a oírse pasos… El señor Goliadkin no pudo contenerse y asomó la punta de la nariz por detrás de su parapeto…, la asomó y al momento la volvió a esconder como si hubiera recibido un picotazo. Esta vez era alguien conocido, a saber, el sinvergüenza, el intrigante, el vicioso, que pasaba con sus habituales y rastreros pasitos cortos, echando los pies por delante como si fuera a darle una patada a alguien. «¡Canalla!», exclamó para sí nuestro héroe. Sin embargo, el señor Goliadkin no pudo menos de advertir que el canalla llevaba bajo el brazo una enorme cartera verde propiedad de Su Excelencia. Otro «encargo especial», pensó, enrojeciendo de humillación y agazapándose aún más en su escondite. No bien hubo pasado el señor Goliadkin II junto al señor Goliadkin I, sin percatarse de la presencia de éste, cuando se oyeron pasos por tercera vez, que nuestro héroe supuso serían los del escribiente. Y los de un escribiente eran, pero no Ostafyev, sino otro de pelo engominado y de nombre Pisarenko, que vino a buscarle tras la estufa. Ello sorprendió al señor Goliadkin. «¿Por qué tendrán que incluir a otros en el secreto? —pensó nuestro héroe—. ¡Gente más bárbara! ¡No hay nada sagrado para ellos!».
—Bueno, ¿qué? —dijo volviéndose a Pisarenko—. ¿Quién te manda, amigo?
—Vengo por el asunto de usted. Hasta ahora nadie ha dicho ni hecho nada. Cuando haya algo se lo diremos.
—Y Ostafyev, ¿qué?
—No ha podido salir, señor. Su Excelencia ha pasado ya dos veces por el negociado. Y yo tampoco puedo quedarme aquí más tiempo.
—Gracias, muchacho, gracias. Dime sólo…
—De veras, señor, no tengo tiempo… Su Excelencia pregunta por nosotros a cada instante… Usted quédese aquí, y si hay algo relativo a su asunto, le avisaremos.
—No, amigo. Dime…
—Perdón, pero no tengo tiempo, señor —dijo Pisarenko soltándose del señor Goliadkin que lo tenía agarrado de la solapa—. De veras que no puedo. Usted quédese aquí y ya le avisaremos.
—¡Un momento! ¡Sólo un momento, amigo! Mira, aquí tienes una carta. Te daré una gratificación.
—Diga, señor.
—Trata de dársela al señor Goliadkin.
—¿A Goliadkin?
—Sí, amigo, al señor Goliadkin.
—Bien, señor. En cuanto vaya, se la doy. Usted quédese aquí mientras tanto. Aquí nadie le verá…
—No. No vayas a creer, muchacho…, que estoy aquí para que nadie me vea. No estaré aquí, sino en la calle de al lado. Ahí hay un café y en él estaré esperando. Y si pasa algo, me lo cuentas todo. ¿Entiendes?
—Muy bien. Entiendo, pero déjeme ir ahora.
—¡Te daré una gratificación, amigo! —gritó a Pisarenko, que ya había logrado soltarse.
«Ese pillo parecía más grosero hacia el final —pensó nuestro héroe, saliendo a hurtadillas de detrás de la estufa—. Bien se ve que es otro trapisondista por el estilo. Al principio fue esto y aquello… ¡Pero vaya prisa que llevaba! Habrá mucho trabajo. Y Su Excelencia había pasado ya dos veces por el negociado… ¿Con qué motivo habrá sido?… En fin, no importa. Quizá no signifique nada. Ya veremos…».
El señor Goliadkin iba a abrir la puerta para salir a la calle cuando, inopinadamente, en ese mismo instante llegó con gran estruendo el carruaje de Su Excelencia. Antes de que el señor Goliadkin pudiera volver de su asombro, se abrió desde dentro la portezuela del vehículo y el ocupante saltó al escalón de entrada. El recién llegado no era otro que el señor Goliadkin II, que había salido diez minutos antes. El señor Goliadkin I recordó que el director vivía sólo a dos pasos de allí.
«Lleva un encargo especial», se dijo nuestro héroe.
Mientras tanto, el señor Goliadkin II, sacando del vehículo una voluminosa cartera verde y otros papeles, y dando unas órdenes al cochero, abrió la puerta, casi dando con ella al señor Goliadkin I, y volviéndole adrede la espalda para mejor expresar su desprecio, subió con presteza la escalera de la oficina.
«¡Malo! —pensó el señor Goliadkin—. ¡A este punto hemos llegado! ¡Y no se da pisto, que digamos! ¡Santo cielo!».
Nuestro héroe permaneció inmóvil medio minuto más. Por último, tomó una determinación. Sin pararse a pensar, todo tembloroso y con el corazón martilleándole el pecho, subió a todo correr la escalera en seguimiento de su enemigo.
«¡Ah! ¡Que pase lo que tenga que pasar! ¿A mí qué me importa? ¡Yo estoy fuera de todo!», pensaba, mientras se quitaba el sombrero, el gabán y los chanclos en el vestíbulo.
Anochecía cuando el señor Goliadkin entró en su negociado. En la sala no estaban ni Andrei Filippovich ni Anton Antonovich. Ambos habían ido al despacho del director a presentar sus informes, y el director, a su vez, como se podía oír claramente, se aprestaba a presentar el suyo al director general. Por ello, y también porque aumentaba la oscuridad e iban a cerrarse las oficinas, los funcionarios, en particular los más jóvenes, estaban casi todos desocupados cuando entró nuestro héroe, formando corros, hablando y riendo, y algunos de los más bisoños, esto es, de los funcionarios aún sin funciones oficiales, aprovechándose del bullicio general, se habían puesto a jugar a la raya en un rincón junto a una de las ventanas. Sabiendo lo que convenía y sintiendo en ese punto la necesidad perentoria de beneplácito, el señor Goliadkin se acercó a algunos de los que mejor conocía para darles los buenos días, etc., etc. Pero sus colegas contestaron a sus saludos de manera harto extraña. La frialdad general, la sequedad y, cabría decir, la severidad con que fue recibido le impresionaron desagradablemente. Nadie le alargó la mano. Algunos sólo dijeron «¡hola!», y se alejaron de él. Otros se limitaron a hacer una inclinación de cabeza. Uno le volvió la espalda, fingiendo no haberlo visto. Y finalmente —y esto fue lo que más le ofendió— algunos de los más jóvenes de los que aún no habían entrado en el escalafón, mozalbetes que, como decía con justicia el señor Goliadkin, sólo servían para jugar a la raya y andar callejeando, se acercaron al señor Goliadkin y lo fueron rodeando poco a poco, casi impidiéndole la salida. Todos le contemplaban con lo que podría tomarse por insolente curiosidad.
Era mala señal. El señor Goliadkin se dio cuenta de ello y se dispuso con buen acuerdo a no darse por enterado. De pronto, algo enteramente inesperado vino, como suele decirse, a dar la puntilla al señor Goliadkin, a destruirle definitivamente.
En el grupo de los jóvenes colegas que lo circundaban apareció de pronto y como de propósito —y en el momento más angustioso para el señor Goliadkin— el señor Goliadkin II, alegre como de ordinario, con la sonrisa de siempre, travieso como de costumbre, en suma díscolo, saltarín, pelotillero, reidor, suelto de lengua y ligero de pies, como siempre, como antes, igual que la víspera, cuando también se había presentado en un momento sumamente desagradable para el señor Goliadkin I. Gesticulando, haciendo piruetas y dando saltitos, con una sonrisilla que daba las buenas tardes a todo el mundo, se deslizó entre el grupo de empleados, dio la mano a uno, palmoteó el hombro de otro, abrazó de paso a un tercero, explicó a un cuarto el encargo que le había confiado Su Excelencia, a dónde había ido, qué había hecho, qué había llevado consigo; al quinto, que era probablemente su mejor amigo, le dio un sonoro beso en los labios… En suma, todo ocurrió punto por punto como lo había soñado el señor Goliadkin I.
Cuando hubo retozado a sus anchas y tratado a todos a su manera, inclinándolos a favor suyo —fuérale ello necesario o no—, embaucándolos con zalamerías, de pronto y probablemente por equivocación, el señor Goliadkin II, que hasta entonces no se había percatado de la presencia de su examigo, también alargó la mano al señor Goliadkin I. Probablemente por equivocación también, aunque él sí había tenido tiempo de observar al innoble Goliadkin II, nuestro héroe agarró con ansia la mano que tan inesperadamente se le ofrecía y la apretó con la mayor fuerza y cordialidad, en un extraño e imprevisto arranque íntimo y con una emoción en que despuntaban las lágrimas. Es difícil puntualizar si a nuestro héroe lo engañó ese primer gesto de su infame enemigo, o si no supo qué hacer, o bien si sintió y comprendió en el fondo del alma todo el alcance de su vulnerabilidad. Lo cierto es que el señor Goliadkin I, en pleno dominio de sus facultades, por propia voluntad y ante testigos, había estrechado calurosamente la mano de aquel a quien llamaba su enemigo mortal. Mas cuáles no serían su sorpresa, horror y furia, cuáles no serían su espanto y vergüenza, cuando su adversario y enemigo mortal, el innoble señor Goliadkin II, al darse cuenta del error cometido por el hombre inocente a quien venía persiguiendo y alevosamente engañando, arrancó de pronto, con intolerable descaro y grosería, su mano de la mano del señor Goliadkin I, y lo hizo sin escrúpulos, sin piedad, sin compasión, sin delicadeza. Como si ello no bastara, se sacudió la mano como si la hubiese metido en algo inmundo. Más aún, escupió a un lado, acción que acompañó de un gesto sobremanera ofensivo. Y, encima de todo, sacó el pañuelo y del modo más afrentoso se limpió uno a uno los dedos que habían estado momentáneamente en la mano del señor Goliadkin I. Mientras obraba de tal modo, el señor Goliadkin II, según su indecente usanza, miraba intencionadamente en torno suyo para que todos vieran lo que hacía, miraba a cada uno de hito en hito, tratando de causar en todos la peor impresión posible respecto del señor Goliadkin. La conducta injuriosa del señor Goliadkin II pareció provocar la indignación de todos los presentes. Incluso la frívola juventud manifestó su descontento. Se oyeron murmullos y comentarios por todas partes. La conmoción general no pudo pasar inadvertida del señor Goliadkin II. Pero, de pronto, una chanza oportuna del señor Goliadkin II desbarató y dio al traste con las últimas esperanzas de nuestro héroe e inclinó de nuevo la balanza del lado de su enemigo mortal.
—He aquí a nuestro Faublas ruso, señores. Permítanme presentarles al joven Faublas —chilló el señor Goliadkin II con su insolencia usual, escurriéndose ágilmente por entre los empleados mientras apuntaba al petrificado, aunque, en todo caso, genuino señor Goliadkin—. ¡Démonos un beso, alma mía! —agregó con familiaridad intolerable, acercándose a quien tan deslealmente había agraviado. La chirigota del despreciable señor Goliadkin II pareció causar el efecto deseado, ya que contenía una pérfida alusión a algo a todas luces conocido de los presentes. Nuestro héroe sintió en el hombro la pesada mano de sus enemigos. No obstante, tomó una decisión. Con ojos fulgurantes, rostro pálido y rígida sonrisa logró de algún modo zafarse del grupo, y con paso rápido y desigual fue derecho al despacho de Su Excelencia. En la antesala, tropezó con Andrei Filippovich que salía de ver a éste, y aunque en ella se hallaban en ese momento bastantes personas desconocidas del señor Goliadkin, nuestro héroe no hizo caso de su presencia. Audaz, flexible y resueltamente, asombrándose a sí mismo de su osadía, si bien jactándose en su fuero interno de ella, abordó sobre la marcha a Andrei Filippovich, quien quedó atónito ante tan súbita acometida.
—¡Ah! ¿Es usted?… ¿Qué se le ofrece? —preguntó el jefe de negociado, sin escuchar lo que, tartajeante, quería decirle el señor Goliadkin.
—Andrei Filippovich… Andrei Filippovich, ¿podría tener inmediatamente una entrevista personal con Su Excelencia? —inquirió por fin nuestro héroe con claridad y precisión, mientras clavaba una mirada, intrépida en Andrei Filippovich.
—¿Qué?… ¡Claro que no! —respondió Andrei Filippovich midiendo con la suya de pies a cabeza al señor Goliadkin.
—Digo esto, Andrei Filippovich, porque me sorprende que nadie de aquí haya desenmascarado a ese granuja e impostor.
—¿A quién?…
—A ese granuja.
—Y, dígame, ¿a quién llama usted así?
—A cierto sujeto, Andrei Filippovich. Aludo a cierto sujeto. Estoy en mi derecho… A mi modo de ver, Andrei Filippovich, la autoridad superior debería apoyar una acción de este género —añadió el señor Goliadkin ya fuera de sí—. Usted mismo, Andrei Filippovich, puede ver probablemente que la mía es una acción honrosa que demuestra cabalmente mi intención de considerar a nuestro superior como a un padre. Yo, Andrei Filippovich, considero a nuestro benéfico superior como a un padre, y le confío ciegamente mi suerte… Eso es todo…
Empezó a temblarle la voz, se puso encarnado y a sus párpados asomaron dos lágrimas.
Tan maravillado quedó Andrei Filippovich de oír al señor Goliadkin que retrocedió involuntariamente dos pasos. Luego miró inquieto a su alrededor… No es fácil decir cómo hubiese acabado aquello… Pero de improviso se abrió la puerta del despacho de Su Excelencia y salió éste en compañía de algunos funcionarios. Todos los que estaban en la antesala les siguieron. Su Excelencia indicó a Andrei Filippovich que se acercara y fue hablando con él de varios asuntos. Cuando todos abandonaron la antesala, el señor Goliadkin volvió en su acuerdo. Una vez tranquilo, buscó refugio bajo el ala de Anton Antonovich Setochkin, quien llegó cojeando tras todos los demás, con cara que al señor Goliadkin se le antojó severa y preocupada.
«Me he dejado ir de la lengua y he vuelto a meter la pata —dijo para su capote—. En fin, no importa».
—Espero que al menos usted, Anton Antonovich, consienta en escucharme y considerar mi caso —dijo en voz baja que la agitación hacía temblar aún ligeramente—. Rechazado por todos, acudo a usted. Aún no alcanzo a comprender qué significaban las palabras de Andrei Filippovich. Haga el favor de explicármelas, si puede…
—Todo quedará explicado a su debido tiempo —repuso Anton Antonovich severamente. Hizo una pausa y le miró como dando claramente a entender que no quería continuar la conversación—. En breve lo sabrá todo. Hoy mismo se le informará a usted oficialmente.
—¿Qué quiere decir lo de «oficialmente», Anton Antonovich? ¿Por qué «oficialmente»? —preguntó nuestro héroe con timidez.
—No nos incumbe a nosotros discutir lo que acuerda la autoridad superior, Yakov Petrovich.
—¿Por qué la «autoridad superior», Anton Antonovich? —insistió el señor Goliadkin con voz aún más tímida—. ¿Por qué la «autoridad superior»? No veo motivo para molestar a la autoridad superior, Anton Antonovich… Quizá se refiere usted a algo de lo que pasó ayer.
—No. Nada tiene que ver con lo de ayer. Es otra cosa lo que no está bien en usted.
—¿Qué es lo que no está bien, Anton Antonovich? Me parece que en mí todo está bien.
—¿No iba usted a tenderle una trampa a alguien? —preguntó Anton Antonovich cortando en seco al desconcertado señor Goliadkin. Éste se estremeció y se puso pálido como la cera.
—Por supuesto, Anton Antonovich —dijo con voz apenas perceptible—, si uno hace caso de calumnias y presta oído a sus enemigos, sin escuchar lo que la parte contraria tiene que decir, entonces, claro… Anton Antonovich, puede uno sufrir, aunque sea inocente y no tenga por qué.
—Precisamente. ¿Y qué me dice de su conducta improcedente en daño de la reputación de una dama joven y noble, perteneciente a una familia virtuosa, respetada y conocida que le hizo a usted muchos favores?
—¿A qué conducta se refiere, Anton Antonovich?
—Precisamente. ¿Y no se acuerda tampoco de su loable conducta con otra joven que, aunque pobre, es de honrada procedencia extranjera?
—Con permiso, Anton Antonovich… Por favor, escúcheme, Anton Antonovich…
—¿Y su conducta desleal y calumniosa con otro individuo, acusándolo de algo de que usted mismo era culpable? ¿Eh? ¿Cómo llama usted eso?
—Yo no lo expulsé de casa, Anton Antonovich —dijo nuestro héroe echándose a temblar—, ni induje a Petrushka, mi criado, a que lo hiciera… Comió mi pan, Anton Antonovich, y disfrutó de mi hospitalidad —agregó con tan honda emoción que le tembló un poco la barbilla y casi se le saltaron las lágrimas.
—Eso es lo que usted dice, Yakov Petrovich —comentó Anton Antonovich, sonriendo desdeñosamente. En su voz había una nota irónica que desgarró el corazón del señor Goliadkin.
—Permítame una vez más, Anton Antonovich, que le pregunte humildemente: ¿sabe Su Excelencia todo esto?
—¡Pues claro! Pero ahora tengo que irme. No tengo tiempo para usted… Hoy se enterará de lo que le importa saber.
—¡Un minuto más, por amor de Dios, Anton Antonovich!…
—Ya me lo dirá después…
—No, Anton Antonovich. Verá usted que yo… Sírvase escuchar… Yo no estoy a favor del librepensamiento, antes al contrario, huyo de él. Yo estoy plenamente dispuesto… y hasta he dado curso a la idea de…
—Bien, bien. Ya he oído eso…
—No, Anton Antonovich. No ha oído usted esto. Esto es otra cosa, Anton Antonovich. Esto es bueno, bueno de verdad, y gusta oírlo… Yo, como he dicho antes, he dado curso a la idea de que la Providencia ha creado a dos seres idénticos y nuestra autoridad bienhechora, viendo en ello la mano divina, les ha dado cobijo. Eso está bien, Anton Antonovich. Ya ve que está muy bien, Anton Antonovich, y que ni remotamente soy un librepensador. Yo miro a nuestra autoridad bienhechora como a un padre. «Tal y cual», dice la autoridad bienhechora, y usted…, eeh… Un joven ha de tener trabajo. Apóyeme, Anton Antonovich. Póngase de mi parte… No lo hice con mala intención… Por amor de Dios, Anton Antonovich. Una palabra más, sólo una… Anton Antonovich…
Pero Anton Antonovich estaba ya lejos del señor Goliadkin… Nuestro héroe no sabía dónde se hallaba, qué había oído, qué había hecho, qué le habían hecho a él o qué le harían; a tal punto le había confundido y trastornado lo que había oído y le había pasado. Con ojos implorantes buscó a Anton Antonovich entre el tropel de empleados para justificarse una vez más y decirle algo sumamente sensato, noble y agradable acerca de sí mismo… Pero una nueva luz empezaba a filtrarse poco a poco a través de su mente alborotada, una luz nueva y terrible que alumbró de súbito una larga perspectiva de cosas hasta allí desconocidas en su totalidad y ni siquiera sospechadas… En ese momento sintió un ligero empujón en el costado. Miró y vio que era Pisarenko.
—Una carta, señor.
—¡Ah!… ¿Ya has ido allí, muchacho?
—No. La trajeron esta mañana a las diez. Sergei Miheyev, el vigilante, la trajo de casa del secretario Vahrameyev.
—Bien, amigo, bien. Te daré una gratificación.
Diciendo esto, el señor Goliadkin se metió la carta en un bolsillo interior del uniforme y se abrochó éste hasta el cuello. Luego echó un vistazo a su alrededor y quedó sorprendido al notar que ya estaba en el vestíbulo entre un grupo de colegas agolpados a la entrada, pues era la hora del cierre de oficinas. El señor Goliadkin no sólo no había advertido ese detalle, sino que ni se había percatado de que estaba con el gabán puesto, en chanclos y con el sombrero en la mano. Todos los funcionarios se habían detenido en espera respetuosa. El motivo era que Su Excelencia había hecho alto al pie de la escalera aguardando su coche que, por alguna razón, se había retrasado, y mantenía entre tanto una conversación muy interesante con dos de los consejeros y Andrei Filippovih. Algo desviado de éstos estaba Anton Antonovich en compañía de otros empleados quienes, viendo que Su Excelencia tenía a bien bromear y reírse, sonreían por su parte a más y mejor. Los funcionarios apiñados en lo alto de la escalera también sonreían, en espera de que Su Excelencia volviera a reírse. El único que no lo hacía era Fedoseich, el portero corpulento que, tieso como un poste, tenía cogido el picaporte, aguardando impaciente su dosis diaria de deleite, consistente en abrir con un rápido giro de la mano una hoja de la puerta, doblándose por la cintura y dejando pasar ceremoniosamente a Su Excelencia. Pero, por lo visto, el que estaba más contento de todos y sentía mayor satisfacción era el indigno e innoble enemigo del señor Goliadkin. En ese momento hasta se había olvidado de sus colegas, incluso había dejado de retozar y corretear entre ellos, como lo hacía de ordinario, y había desperdiciado la ocasión de engatusar a alguien. Era todo ojos y oídos y se encogía de modo extraño, seguramente para oír mejor, sin apartar la mirada de Su Excelencia. Sólo una sacudida apenas perceptible del brazo, pierna o cabeza delataba de vez en cuando la secreta conmoción de su espíritu.
«¡Vaya importancia que se da! —pensó nuestro héroe—. Parece un niño mimado, ¡el muy canalla! Quisiera saber qué es lo que le permite triunfar en la buena sociedad. No tiene talento, carácter, educación ni sentimientos. Lo que sí tiene el sinvergüenza es buena suerte. ¡Dios santo! ¡Hay que ver lo de prisa que puede trepar un hombre y hacer amistades! ¡Y éste subirá! ¡Apuesto cualquier cosa a que este pillo llegará lejos! ¡Vaya si llegará! ¡Qué suerte la del canalla! También me gustaría saber qué les dice a todos al oído, qué misterios se traen todos ellos entre manos y de qué secretos hablan. ¡Dios santo! ¿Cómo podría yo de igual manera… llevarme bien con ellos? Decirles “esto y lo otro” y quizá incluso preguntarle a a… Decirle “pues tal y cual…, ya no volveré a hacerlo…, yo tengo la culpa…, sí, Excelencia, hoy día un hombre joven tiene que trabajar; a mí no me incomoda mi oscuro empleo”. ¡Eso es! No protestar de ningún modo y aguantarlo todo con humildad y paciencia. ¡Eso es! ¿Pero es así como debo obrar?… No. Al muy canalla no se le gana con palabras. ¡Ni a martillazos se le mete sentido común en la cabeza!… Pero, en todo caso, probaré. Si por acaso llega una buena coyuntura, probaré…».
Sintiendo, en su inquietud, aflicción y trastorno, que las cosas no podían quedar así, que había llegado el momento decisivo y era preciso hablar del caso con alguien, nuestro héroe se iba acercando un poco más al sitio donde estaba su indigno y misterioso amigo, cuando en ese instante llegó retumbante a la entrada del edificio el coche de Su Excelencia, tan largo rato esperado. Fedoseich abrió la puerta de un tirón y, encorvándose hasta el suelo, dio paso a Su Excelencia. Todos los que habían estado esperando se apresuraron a salir y durante un momento apartaron con sus apretujones al señor Goliadkin I del señor Goliadkin II.
—¡No te escaparás! —dijo nuestro héroe abriéndose paso a la fuerza por entre la muchedumbre y sin perder de vista a su presa. Por fin se disgregó el tropel. Nuestro héroe se sintió libre y salió disparado en persecución de su enemigo.