Todo, al parecer, sin exceptuar a la Naturaleza misma, militaba contra el señor Goliadkin; pero él seguía en pie e invicto. En su fuero interno se daba por invicto. Estaba dispuesto a luchar. Bastaba ver la determinación y el vigor con que, tras su inicial sorpresa, se frotaba las manos para deducir que no se daría por vencido. No obstante, el peligro, un peligro evidente, le acechaba a la vuelta de la esquina. El señor Goliadkin lo presentía. ¿Pero cómo atajarlo? He ahí la cuestión. Hasta hubo un instante en que le cruzó por el magín el siguiente pensamiento:
«¿Por qué no dejar las cosas tal como están? ¿Por qué no dar de espalda al caso sencillamente? ¿Por qué no? Nada más sencillo. Me mantendré al margen, como si no fuera yo. Dejaré pasar la procesión. No soy yo, y basta. Él también se mantendrá al margen. Quizá incluso abandone el campo. El muy granuja me acosará algún tiempo y luego me volverá la espalda y saldrá por pies. Eso será lo que pase. Venceré con la mansedumbre. ¿Qué peligro hay en ello? ¿Y dónde está ese peligro? ¡A ver quién me dice dónde está! ¡Una pura bagatela! ¡Algo que pasa un día sí y otro también!…».
Aquí el señor Goliadkin se interrumpió. Las palabras murieron en sus labios; más aún, renegó de haber pensado de tal modo y se tachó de mezquino y cobarde. Sin embargo, el asunto no progresaba. Sentía que era absolutamente preciso tomar una resolución en este instante mismo, y aun habría dado una buena gratificación a quien le hubiera dicho qué hacer. Porque ¿cómo adivinarlo? Además, no había tiempo para meterse en adivinanzas. En todo caso, para no malgastar más tiempo, tomó un coche y fue a casa a toda prisa.
«Bueno, ¿qué? ¿Cómo te sientes ahora, Yakov Petrovich? —se preguntaba para sus adentros—. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer ahora, pícaro miserable? Tú mismo te has puesto en el brete y ahora todo se te vuelve gemir y llorar».
De este modo se mortificaba a sí mismo el señor Goliadkin, zarandeándose como un pelele en su destartalado vehículo. Sentía en ese momento un profundo deleite, rayano en voluptuosidad, en hostigarse y enconar sus heridas.
«Si ahora apareciese un mago —pensaba— o si alguien me dijese autorizadamente: “Goliadkin, sacrifica un dedo de la mano derecha y quedamos en paz. No habrá otro Goliadkin y vivirás feliz con un dedo menos”, sacrificaría de buena gana ese dedo, lo sacrificaría sin la menor queja. ¡Al demonio con todo ello! —acabó por gritar desesperado—. ¿A qué viene esto? ¿Qué necesidad había de que ocurriera esto y no otra cosa? ¡Con lo bien que se estaba al principio! ¡Todo el mundo feliz y satisfecho! Pero no, ¡tenía que ocurrir esto! En todo caso, con palabras no se resuelve nada. ¡Es preciso poner manos a la obra!».
Así, pues, tan pronto como llegó a su domicilio dispuesto a hacer algo, el señor Goliadkin tomó la pipa y, dándole recias chupadas y arrojando nubes de humo a diestro y siniestro, se puso a deambular por el cuarto poseído de agudísima agitación. Entre tanto Petrushka se aprestó a poner la mesa. De pronto, habiendo tomado una determinación, el señor Goliadkin arrojó la pipa, se endosó el gabán, dijo que no comía en casa y salió de ella como una exhalación. En la escalera lo alcanzó Petrushka que, jadeante, le traía el sombrero que había olvidado. El señor Goliadkin lo tomó y quiso justificarse a los ojos de Petrushka diciéndole algo así como «¡Vaya, vaya! ¡Conque olvidaba el sombrero!», para que no imaginase nada fuera de lo común. Pero como Petrushka no lo miró siquiera y se volvió en seguida, el señor Goliadkin se limitó a ponerse el sombrero y bajó corriendo la escalera, diciéndose que quizá todo al cabo sería para bien y que el asunto se arreglaría de algún modo. No obstante, sentía entre otras cosas un escalofrío por todo el cuerpo. Salió a la calle, tomó un coche de punto y fue a toda prisa a casa de Andrei Filippovich.
«¿No sería mejor dejarlo para mañana? —se preguntó agarrando el tirador de la campanilla al llegar a la puerta de Andrei Filippovich—. Además, ¿tengo algo especial que decirle? De especial no tengo nada. Es un asunto tan mezquino… Eso, tan baladí es el caso…».
De pronto tiró de la campanilla, ésta sonó y dentro se oyeron pasos… y en ese instante el señor Goliadkin se maldijo por su precipitación y arrojo. Los recientes infortunios, que casi había olvidado mientras trabajaba en la oficina, y su malentendido con Andrei Filippovich reaparecieron al punto en su memoria. Pero ya era tarde para escapar. Se abrió la puerta. Afortunadamente para el señor Goliadkin, le hicieron saber que Andrei Filippovich no había vuelto de la oficina y no comería en casa.
«Sé dónde estará. Cerca del puente Izmailovski. Allí es donde va a comer», pensó nuestro héroe rebosante de alegría.
Al preguntarle el fámulo si quería dejar recado, respondió:
—No se preocupe, amigo. Volveré más tarde.
Y se lanzó escaleras abajo casi con gallardía. Ya en la calle, resolvió prescindir del coche y pagar al cochero. Cuando éste le pidió una propina, señalando que la espera había sido larga y había llevado el caballo a buen trote para complacer al señor, le dio cinco kopeks de más e incluso de buena gana, y prosiguió su camino a pie.
«El asunto es de ésos que, la verdad sea dicha, no cabe dejar tal como están. Por otra parte, pensándolo bien, pensándolo a derechas, ¿a qué viene ahora tanto ajetreo? ¿Para qué matarme sudando, luchando, sacrificándome? A lo hecho, pecho, puesto que ya no se puede remediar… ¡Claro que no! Pensemos del modo siguiente: se presenta un hombre bien cualificado, funcionario capaz, de buena conducta, sólo que pobre y que ha padecido diversas penalidades…, sufrido muchos ahogos. Ahora bien, la pobreza no es un vicio. Nada de eso tiene que ver conmigo. Entonces, ¿por qué esta tontería? Pues bien, da la casualidad de que la Naturaleza misma ha dictado que ese hombre se parezca exactamente a otro, que sea su copia exacta. ¿Se le va a impedir por eso que ingrese en un negociado? Si sólo el azar, o la ciega fortuna, tienen la culpa, ¿se puede acaso tratar a ese hombre como un trapo viejo y no dejarle trabajar?… En tal caso, ¿dónde está la justicia? Ese hombre está sin fondos, desvalido, asustado… Da pena verlo. La compasión exige que se le socorra. ¡Sí, señor! ¡Vaya, vaya! ¡Buenos estarían los jefes de Administración si pensaran como un pillo como yo! ¡Qué cabeza de chorlito la mía! ¡A veces pienso como una docena de imbéciles juntos! ¡No, no! Hicieron bien y les agradezco el haber ayudado a ese pobre diablo…
»Bueno, si, pongamos que somos gemelos, hermanos gemelos. ¿Y qué? ¡Pues nada! ¿Qué hay en ello? ¡Nada! Todos los compañeros de la oficina se acostumbrarán a ello… Y si un extraño entra en nuestro negociado, de seguro que no encontrará en ello nada indecoroso u ofensivo. El caso tiene incluso su lado conmovedor. Habrá quien piense que la Divina Providencia ha creado a dos seres idénticos y que la Administración filantrópica, entendiendo la intención divina, les ha facilitado un refugio. Claro está —prosiguió el señor Goliadkin tomando aliento y bajando un poco la voz— que sería preferible que nada de este asunto conmovedor hubiera ocurrido y que tampoco hubiera habido gemelos… ¡Maldita sea! ¿Por qué tuvo que haberlos? ¿Qué necesidad había de ello? ¿Qué especial necesidad había y por qué no se pudo esperar un poco? ¡Dios mío! ¡Menudo lío se ha armado! Porque ¡hay que ver qué tipo es ése! Frívolo y ruin. Un granuja, siempre de la ceca a la meca, un pelotillero, un lameculos. ¡Vaya Goliadkin! Quizá el muy sinvergüenza se porte de modo que llegue hasta deshonrar mi apellido. ¡Y ahora tengo que mirar por él y hacerle la rueda! ¡Pues sí que es castigo! Bueno, ¿y qué? No importa. Sí, es un granuja… ¡Pues bien, que lo sea! El otro señor Goliadkin es honrado. Ese otro será el granuja y yo el honrado. Y la gente dirá: “Ése es el Goliadkin granuja, no le hagáis caso ni lo confundáis con el otro, que es honrado, virtuoso, tierno, clemente, consagrado a su trabajo y merecedor de un ascenso”. ¡Eso es! Bueno, pero…, pero ¿y si nos confunden? Él es capaz de cualquier cosa. ¡Ay, Dios mío!… Es un granuja que le reemplazará a uno porque sí, que le tratará a uno como si fuera un trapo viejo y que ni pensará siquiera que uno no es un trapo viejo. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgracia!».
Razonando y lamentándose de esta suerte, iba corriendo el señor Goliadkin aturdido y sin rumbo fijo. Se percató de que había llegado al Nevski Prospekt sólo porque se dio de bruces con un transeúnte, y de modo tan contundente que vio las estrellas. Sin levantar la cabeza, el señor Goliadkin murmuró una disculpa, y sólo cuando el transeúnte, musitando a su vez algo nada cortés, había pasado ya, alzó los ojos para ver dónde estaba y cómo había llegado allí. Viendo que se hallaba junto al restaurante en que había descansado antes de ir a la comida de Olsufi Ivanovich, nuestro héroe sintió de pronto punzadas y retumbos en el estómago y recordó que no había comido. Así, pues, consciente de que no había perspectiva de otra invitación a comer y sin perder un tiempo precioso, subió apresuradamente la escalera del restaurante para tomar un bocado sin mayor demora. Y aunque el restaurante era bastante caro, ese pequeño detalle no arredró al señor Goliadkin en esta ocasión. Además, no había tiempo para fijarse ahora en tales menudencias. En la sala brillantemente iluminada, ante un mostrador repleto de los manjares variados que la gente de alto copete consume a guisa de tentempié, se apiñaba un nutrido grupo de clientes. El camarero se veía y deseaba para llenar vasos, servir, cobrar el importe y dar la vuelta. El señor Goliadkin aguardó su turno y, cuando llegó, alargó la mano a un pastel de pescado. Fue a un rincón, volvió la espalda a los circunstantes y comió con apetito. Cuando hubo terminado, devolvió el plato al camarero y, como sabía el precio, sacó una moneda de diez kopeks y la dejó en el mostrador, llamando la atención del camarero para hacerle saber que había tomado un pastel de pescado y que ahí quedaba el dinero, etc.
—Debe usted un rublo y diez kopeks —dijo el camarero entre dientes.
El señor Goliadkin mostró considerable asombro.
—¿Qué me dice?… Que yo sepa, no he tomado más que un pastel.
—Ha tomado usted once —repuso con firmeza el camarero.
—Me parece…, me parece que se equivoca usted. He tomado sólo un pastel, se lo aseguro.
—Tomó usted once. Los conté. Debe usted pagar por los que tomó. Aquí no se da nada de balde.
El señor Goliadkin quedó estupefacto. «¿Qué es esto? ¿Arte de birlibirloque? ¿Qué me está pasando?», pensó. El camarero aguardaba mientras tanto la decisión del señor Goliadkin. Éste se vio rodeado de gente. Metió la mano en el bolsillo para sacar un rublo con que pagar al momento y evitar más sonrojo.
«Pues si dice que son once, serán once —pensó, colorado como un cangrejo—. ¡Bah! ¿Qué hay de raro en comerse once pasteles? Si uno tiene hambre y se come once pasteles, ¡buen provecho le hagan! Nada de particular ni de ridículo tiene eso…».
De pronto, como si hubiese sentido un pinchazo, levantó los ojos y al momento descifró el misterio, el mágico escamoteo. Todas las dificultades quedaron resueltas… En la puerta de la habitación vecina, casi justamente a espaldas del camarero y de cara al señor Goliadkin —puerta que hasta allí el señor Goliadkin había tomado por un espejo— estaba un hombrecillo. Estaba él, él mismo, el señor Goliadkin, no el señor Goliadkin I, héroe de nuestra historia, sino el otro, el nuevo, el señor Goliadkin II. Éste se hallaba, por lo visto, de excelente humor. Dirigió una sonrisa al señor Goliadkin I, le hizo un saludo con la cabeza al par que le guiñaba el ojo, retozaba y daba a entender que, con el menor pretexto, huiría a otra habitación y se escaparía por una puerta trasera…, lo que haría inútil todo intento de persecución. Tenía en la mano el último bocado del décimo pastel, que se llevó a la boca ante los mismísimos ojos del señor Goliadkin, relamiéndose de gusto.
«¡El granuja se ha hecho pasar por mí! —pensó el señor Goliadkin enrojeciendo de vergüenza—. ¡No se abochorna de hacerlo en público! ¿Lo habrán visto los demás? Parece que nadie se ha dado cuenta…».
El señor Goliadkin echó en el mostrador el rublo como si le quemara los dedos y, sin notar la insolente sonrisa de triunfo y prepotencia del camarero, se apartó del grupo y salió sin mirar atrás.
«Menos mal que no ha comprometido a nadie —pensó el señor Goliadkin I—. Gracias al muy ladrón y a la suerte por que todo haya salido bien. Lo único ha sido la grosería del camarero. Pero, por otro lado, en su derecho estaba. Dijo que allí no se daba nada de balde. ¡Si hubiera sido más cortés!… ¡Tío más grosero!».
Esto se decía el señor Goliadkin mientras bajaba la escalera y llegaba a la puerta de la calle. Sin embargo, se quedó clavado en el último escalón y de repente se puso como la grana y se le saltaron las lágrimas: tan lastimado había quedado su amor propio. Al cabo de un minuto de inmovilidad, dio una patada en el suelo, salió de un salto a la calle y, sin mirar tras sí, anhelante y sin notar el cansancio, fue a su casa en la calle Shestilavochnaya. Una vez allí, sin despojarse del gabán, no obstante su costumbre de vestir “a la casera” en su domicilio, y sin fumar una primera pipa, se sentó en el diván, acercó un tintero, tomó una pluma y una hoja de papel de cartas y, con mano insegura por la agitación interior que sentía, garrapateó la siguiente misiva:
Muy señor mío, Yakov Petrovich:
Jamás hubiera tomado la pluma de no ser porque las circunstancias en que me hallo y usted mismo, señor mío, me empujan a hacerlo. Créame que sólo la necesidad me obliga a entrar en explicaciones con usted. Por ello le ruego como primera providencia que considere este paso mío no como un propósito deliberado de insultarle, sino como consecuencia inevitable de los incidentes que ahora nos vinculan.
«Eso me parece bien. Decoroso, cortés, y al mismo tiempo firme y vigoroso… No creo que haya nada que pueda ofenderle. Sin contar que estoy en mi derecho», pensó el señor Goliadkin releyendo lo escrito.
Su inopinada y extraña aparición, señor mío, en una noche tempestuosa, tras la grosera e indigna conducta de mis enemigos, cuyos nombres omito por el desprecio que me inspiran, fue el origen de todos los equívocos que ahora existen entre nosotros. La porfía de usted, señor mío, en inmiscuirse en el ámbito de mi existencia y de todas mis relaciones en la vida práctica rebasa ya los límites que marcan la simple cortesía y la más elemental sociabilidad. Creo que no es preciso recordar aquí, señor mío, su apropiación indebida de mis papeles y aun de mi propio buen nombre pura congraciarse con las autoridades y obtener favores que no merece. Tampoco es preciso recordar aquí la manera deliberada y afrentosa con que ha evitado usted dar las explicaciones que tales actos hacen necesarias. Finalmente, para no omitir nada, no aludiré a la última y peculiar —casi diría incomprensible— manera de conducirse usted conmigo en el café. Lejos de mí el quejarme de la pérdida inútil de un rublo; pero no puedo disimular mi indignación al recordar, señor mío, su descarada tentativa de mancillar mi honor, mayormente en presencia de personas que, aunque desconocidas de mí, eran de buena crianza…
«¿No voy demasiado lejos? —pensó el señor Goliadkin—. ¿No es esto un poco fuerte? ¿No es demasiado quisquilloso…, por ejemplo, la alusión a la buena crianza?… ¡Bah, no importa! Hay que tratarle con firmeza. Por otra parte, para suavizar el tono, puedo lisonjearle un poco al final. Ya veremos».
No molestaría a usted, señor mío, con esta carta si no fuera porque estoy firmemente convencido de que la nobleza de su corazón y la franqueza de su carácter le indican el modo de corregir todos los deslices y volver las cosas a su estado anterior.
Espero con toda confianza que no considere ofensiva esta carta, que no se niegue a darme sus explicaciones por escrito y que me envíe su respuesta con mi criado.
En espera de sus noticias quedo de usted, señor mío, atento y seguro servidor
Y. Goliadkin
«Bueno, está bien. La cosa está hecha. Se ha llegado hasta el extremo de tener que escribir cartas. Pero ¿quién tiene la culpa? Él la tiene. Él es quien le empuja a uno a exigir algo por escrito. Además, estoy en mi derecho».
Después de leer la carta por última vez, el señor Goliadkin la plegó, la selló y llamó a Petrushka. Como de costumbre, éste se presentó con ojos soñolientos y aire de mal humor.
—Toma y lleva esta carta, ¿entiendes?
Petrushka guardó silencio.
—Llévala a la oficina. Pregunta por el oficial de servicio, el secretario Vahrameyev. Vahrameyev es hoy el oficial de servicio ¿Entiendes?
—Entiendo.
—¡Entiendo! ¿No puedes decir «Entiendo, sí, señor»? Pregunta por Vahrameyev y dile que tu señor le saluda y le ruega respetuosamente que se sirva informarse por el directorio de la oficina de dónde vive el funcionario Goliadkin.
Petrushka siguió callado y al señor Goliadkin le pareció que se había sonreído.
—Así, pues, Piotr, le preguntas la dirección y te enteras de dónde vive el nuevo empleado Goliadkin.
—Sí.
—Le preguntas la dirección y llevas allí esa carta. ¿Entiendes?
—Sí.
—Si cuando llegues allí…, a donde llevas la carta… ese señor Goliadkin, a quien se la vas a dar… ¿De qué te ríes, zopenco?
—¿Yo reírme? ¿Reírme de qué? No, señor. La gente como yo no se ríe…
—Bueno, entonces…, si ese señor te pregunta cómo está tu amo, qué tal lo está pasando o algo por el estilo, tú te callas y sólo le dices que tu amo está bien y que esperas contestación por escrito. ¿Entiendes?
—Sí, señor.
—Bueno. Le dices que tu amo está bien, que anda bien de salud y está a punto de salir a hacer visitas. Y que le pide una contestación por escrito. ¿Entiendes?
—Sí.
—Bueno, lárgate.
«¡Por si fuera poco, qué trabajo me da este mentecato! No hace más que reírse. ¿Y de qué se reirá? ¡Hay que ver hasta dónde han llegado las cosas! Pero quizá al final resulte todo bien… Este imbécil de seguro se pasa ahora dos horas holgazaneando y después desaparece. No se le puede mandar a ningún sitio. ¡Qué fastidio es todo esto! ¡Qué fastidio!».
Sintiendo así todo el peso de su infortunio, el señor Goliadkin resolvió pasar inactivo las dos horas que debía esperar a Petrushka. Durante la primera estuvo dando vueltas por su cuarto, fumando. Después dejó la pipa y se sentó a leer un libro. Seguidamente se tendió en el sofá. Luego volvió a tomar la pipa. Finalmente volvió a deambular por el aposento. Trató de pensar, pero sencillamente era incapaz de hacerlo. Por último, la agonía de su pasividad llegó al máximo y decidió hacer algo.
«Petrushka volverá dentro de una hora —pensaba—. Puedo dar la llave al portero y, mientras tanto…, puedo investigar el caso… por mi propia cuenta».
Sin perder tiempo y apresurándose a investigar el caso, el señor Goliadkin tomó el sombrero, salió de su domicilio cerrando con llave tras sí, pasó por la portería, entregó al portero la llave y una propina de diez kopeks —se había vuelto sobremanera generoso últimamente— y salió hacia donde tenía que ir. Fue primero a pie al puente Izmailovski, trayecto en que gastó una media hora. Cuando llegó a su destino entró en el patio de una casa conocida y alzó los ojos a las ventanas de la vivienda del consejero civil Berendeyev. Salvo tres que ostentaban cortinas rojas, las demás estaban a oscuras.
«Supongo que Olsufi Ivanovich no tiene invitados hoy —pensó el señor Goliadkin—. Seguramente están todos en casa ahora».
Estuvo un rato en el patio tratando de tomar una determinación. Pero por lo visto estaba destinado a no tomarla, porque después de pensarlo mejor, se encogió de hombros y volvió a la calle.
«No. No es aquí donde tenía que haber venido. ¿Qué iba yo a hacer aquí?… Lo mejor será que…, ¡hum!, investigue el caso personalmente».
Tomada esa resolución, fue a su oficina. La caminata fue larga y, por añadidura, el barro era atroz y una nieve semiderretida caía en grandes copos. Pero se diría que para nuestro héroe no había obstáculos en esta ocasión. Cierto que estaba calado hasta los huesos y salpicado de lodo, pero todo lo sobrellevaba si lograba su objetivo. Y, efectivamente, el señor Goliadkin se acercaba ya a su meta. La enorme masa del edificio gubernamental se alzaba oscura a lo lejos.
«¡Alto ahí! —pensó—. ¿Adónde voy y qué voy a hacer allí cuando llegue? Pongamos que me entero de dónde vive, pero es probable que mientras tanto vuelva Petrushka con la respuesta. Perdería en vano un tiempo precioso, como lo vengo perdiendo hasta ahora. Pero no importa. Todo esto puede aún corregirse. Pero, de todos modos, ¿por qué no pasar a ver a Vahrameyev? No. Lo dejaré para más tarde… ¡Bah! No tenía por qué salir de casa. ¡Pero, nada, soy así! ¡Qué talento tengo para anticiparme atropelladamente a las cosas, tanto si es necesario como si no lo es!… ¡Hum!… ¿Qué hora es? Supongo que serán las nueve. Puede volver Petrushka y no encontrarme en casa. ¡Qué tontería he hecho con haber salido!… ¡Vaya fastidio!».
Plenamente convencido de que había hecho una tontería, nuestro héroe se apresuró a volver a la calle Shestilavochnaya. Llegó allí cansado, exhausto. Por el portero se enteró de que Petrushka no había vuelto todavía.
«¿Conque ésas tenemos? ¡Ya me lo figuraba! —pensó nuestro héroe—. Y ya son las nueve. ¡Hay que ver qué granuja! ¡Siempre emborrachándose en alguna parte! ¡Dios santo! ¡Vaya día miserable que me ha tocado!».
Razonando y quejándose de esta guisa, el señor Goliadkin abrió la puerta de su habitáculo, tomó una bujía, se desnudó, encendió una pipa, y, harto de ajetreo, extenuado, desfallecido y hambriento, se acostó en el sofá para esperar a Petrushka. La bujía ardía débilmente y su luz temblequeaba en las paredes… El señor Goliadkin miraba meditabundo el vacío y acabó por quedarse dormido como un tronco.
Se despertó durante la noche, ya tarde. La bujía, consumida casi por entero, humeaba y estaba a punto de extinguirse. El señor Goliadkin se levantó de un salto, se despabiló y recordó todo, absolutamente todo. Tras el tabique se oían los sonoros ronquidos de Petrushka. El señor Goliadkin se abalanzó a la ventana: no se veía luz en ninguna parte. Abrió el postigo de ventilación: todo tranquilo. La ciudad dormía y en la calle no había un alma. Debían de ser, por lo tanto, las dos o las tres de la madrugada. Efectivamente, el reloj detrás del tabique dio con esfuerzo las dos. El señor Goliadkin fue como una tromba al otro lado del tabique.
Tras largos esfuerzos consiguió despertar a Petrushka y hacer que se sentara en la cama. En ese momento se apagó por fin la bujía. Pasaron unos diez minutos antes de que el señor Goliadkin lograse encontrar y encender otra, y durante ese tiempo Petrushka volvió a dormirse.
—¡Granuja! ¡Sinvergüenza! —exclamó el señor Goliadkin sacudiéndole de nuevo para despertarle—. ¡Levántate! ¡Hala, despiértate!
Al cabo de media hora de esfuerzos el señor Goliadkin logró por fin despabilar a su criado y arrastrarlo a su propio cuarto. Sólo allí se dio cuenta de que Petrushka estaba, como se dice vulgarmente, mamado como una cuba y apenas podía tenerse de pie.
—¡Holgazán! —gritó el señor Goliadkin—. ¡Ladrón! ¡Me has puesto en ridículo! ¡Ay, Dios! ¿Dónde habrá dejado la carta? ¡Ay, Dios santo! ¿Qué habrá hecho de ella?… ¿Para qué la escribí? ¿Qué necesidad tenía de escribirla? Me dejé llevar, como un tonto, por el amor propio. ¡A eso te arrastra el amor propio, so idiota, a eso!… ¡Ahi tienes tu amor propio, imbécil, ahí lo tienes!… ¡Oye, tú! ¿Qué has hecho con la carta, ladrón? ¿A quién se la diste?
—No le di a nadie ninguna carta. No tenía ninguna carta. ¡Conque ya lo sabe usted!
El señor Goliadkin se retorcía las manos de desesperación.
—Oye, Piotr…, ¡escúchame!
—Estoy escuchando.
—¿Dónde has estado? Contesta…
—¿Que dónde he estado? ¡Con buena gente! ¿A mí qué me importa?
—¡Ay, Dios mío! ¿Adónde fuiste primero? ¿A la oficina? Mira, Piotr. Quizá estés bebido.
—¿Yo bebido? ¡Que me quede en el sitio si lo he pro-pro-probado!… ¡Vaya!
—No. No importa que lo estés… Fue sólo una pregunta. Está bien que hayas bebido. No me importa, Piotr, no me importa… Quizá se te haya olvidado de momento, pero luego te acordarás. Vamos a ver, trata de acordarte, amigo. ¿Viste al oficial Vahrameyev, sí o no?
—No. No hay tal oficial. ¡Que me quede en el sitio si…!
—¡No, no, Piotr! ¡No, Petrushka, te digo que no importa! Ya ves que no me importa… Bueno, vamos a ver. Hacía frío en el patio, estaba húmedo y echaste un trago. No importa… No me enfado. Yo también he echado un trago hoy… Bueno, vamos, trata de acordarte, amigo. ¿Viste al oficial Vahrameyev?
—Pues mire. Palabra de honor que fui…, fui en seguida.
—Bien, Petrushka, está bien. Ya ves que no me enfado… —continuó nuestro héroe engatusando aún más a su fámulo, dándole palmadas en el hombro y sonriéndole—. ¿Conque empinaste un poco el codo, so pillo? ¿Diez kopeks de lo bueno? ¡Valiente pícaro estás hecho! Pero no importa. Ya ves que no me enfado… No me enfado, amigo, no me enfado…
—Yo, señor, digalo que quiera, no soy un pícaro… Sólo porque estuve con buena gente. No soy un pícaro y nunca lo he sido…
—¡Claro que no, Petrushka! Escucha, Piotr. No me importa. No es para regañarte por lo que digo que eres un pícaro. Te lo digo sólo para consolarte, sin intención de ofender. Porque más de un hombre piensa que es un cumplido cuando le dices que es un pícaro o un zorro, porque significa que tiene el olfato fino y no se la dan con queso… A algunos les gusta que se lo digan… ¡Bueno, bueno, no importa! Ahora cuenta, Petrushka, sin comerte nada, con franqueza, como a un amigo… ¿Fuiste a ver al oficial mayor Vahrameyev y te dio la dirección?
—Sí, me la dio… También me dio la dirección. Es un buen oficial. Y dijo: «Tu amo es también una buena persona, una persona buenísima. Dile que le mando saludos». Eso me dijo. «Y dale las gracias, y dile que lo estimo mucho y que lo respeto». Eso dijo. «Porque tu amo, Petrushka, es una buena persona y tú, Petrushka, también eres una buena persona». Eso dijo…
—¡Ay, Dios! ¿Pero y la dirección, la dirección, so Judas? —el señor Goliadkin pronunció las últimas palabras casi en un murmullo.
—Sí, también me dio… la dirección.
—¿Te la dio? Bueno. ¿Dónde vive Goliadkin, el funcionario Goliadkin?
—Me dijo que encontraría a Goliadkin en la calle Shestilavochnaya. Dijo: «Cuando llegues a la calle Shestilavochnaya verás una escalera a mano derecha. Allí es, en el cuarto piso. Allí encontrarás a Goliadkin».
—¡Embustero! ¡Ladrón! —gritó nuestro héroe perdiendo al fin la paciencia—. ¡Pero si ése soy yo! ¡Pero si soy yo de quien hablas! ¡Hay otro Goliadkin y es a ése a quien me refiero! ¡Farsante!
—Bueno, allá usted. ¿A mí qué? Allá se las entienda usted.
—¿Pero la carta? ¿La carta?…
—¿Qué carta? No hubo carta ninguna. Yo no vi ninguna carta.
—¿Qué has hecho con ella, bribón?
—La entregué. «Saluda a tu amo y dale las gracias», me dijo. «Tu amo es una buena persona», me dijo. «Saluda a tu amo…».
—¿Quién te dijo eso? ¿Goliadkin?
Petrushka calló un momento y, mirando a su amo cara a cara, le obsequió con una ancha sonrisa.
—¡Escucha, bellaco! —exclamó el señor Goliadkin sofocado y arrebatado de furia—. ¿Qué has hecho conmigo? ¡Dime qué has hecho conmigo! ¡Me has hecho polvo, bandido! ¡Me has cortado el pescuezo! ¡Eres un Judas!
—Bueno, allá usted. ¿A mí qué me importa? —dijo Petrushka resueltamente, refugiándose tras el tabique.
—¡Ven aquí, ven aquí, ladrón!…
—¡No voy ahí! ¡Ni por pienso! ¿A mí qué? Me voy con las buenas gentes…, las que viven con honradez…, las que viven sin falsedad y no tienen dobles…
Al señor Goliadkin se le helaron las manos y los pies y se le cortó el aliento…
—Sí, señor —continuó Petrushka—. Nunca tienen dobles y no son un baldón para Dios y los hombres de bien…
—¡Estás borracho, holgazán! ¡Duerme ahora, ladrón, y mañana te daré tu merecido! —dijo el señor Goliadkin con voz apenas perceptible.
Petrushka, por su parte, murmuró algo más. Luego se oyó chirriar la cama cuando se tumbó en ella. Después bostezó largamente, se estiró y, por último, empezó a roncar con el sueño de la inocencia, como reza la frase. El señor Goliadkin estaba más muerto que vivo. El comportamiento de Petrushka, sus extrañas aunque ambiguas alusiones —de las que no cabía enfadarse puesto que estaba borracho— y, por último, el giro maligno que tomaba el asunto, todo ello le había causado una profunda conmoción.
«¿Qué fue lo que me hizo regañarle en mitad de la noche? —se preguntaba nuestro héroe temblando febrilmente por causa de una sensación morbosa—. ¡Algo me indujo a meterme con él cuando estaba borracho! ¿Qué sentido se puede sacar de lo que dice un borracho? Cada palabra es una mentira. ¿Pero a qué aludía el muy ladrón? ¡Dios santo! ¿Y por qué escribí todas esas cartas? Soy mi propio verdugo, sí, señor. ¡No sé callar! ¡Siempre tengo que hablar por los codos! ¡Sobre todo eso! Me estoy destruyendo a mí mismo. Soy un guiñapo y, sin embargo, tengo que meter el amor propio en todo. “Padece mi orgullo y debo salvarlo a toda costa”. ¡Soy mi propio verdugo!».
Así decía el señor Goliadkin, sentado en su sofá y tan espantado que no se atrevía a moverse. De pronto sus ojos se clavaron en un objeto que cautivó en sumo grado su atención. Temiendo que fuese una ilusión o un engaño de la fantasía, alargó la mano tímidamente, con esperanza e indecible curiosidad… ¡No! No era engaño. No era ilusión. Era una carta, indudablemente una carta, y dirigida a él… La cogió de la mesa. El corazón le latía fuertemente.
«De seguro la trajo ese bribón —pensó—, la puso ahí y después se le olvidó. Eso habrá sido».
La carta era del oficial Vahrameyev, joven colega y en un tiempo amigo del señor Goliadkin.
«Con todo, ya lo preveía yo —pensó nuestro héroe—. Y hasta preveo ahora lo que dirá la carta».
Decía así:
Muy señor mío, Yakov Petrovich:
Su criado está borracho y lo que dice no tiene pies ni cabeza. Por eso prefiero contestar a usted por escrito. Me apresuro a comunicarle que cumpliré con fidelidad y exactitud el encargo que me hace, a saber, entregar una carta a la persona que usted sabe. Esa persona, que usted conoce bien y que ahora ha venido a reemplazar a un examigo cuyo nombre callo (porque no quiero manchar la honra de alguien que es enteramente inocente), vive conmigo en el domicilio de Karolina Ivanovna, en la misma habitación que, cuando vivía usted aquí, ocupaba un oficial de infantería procedente de Tambov. Sin embargo, a esa persona se la puede siempre ver en compañía de gentes honradas y sinceras, cosa que no cabe decir de algunos que yo me sé. Tengo la intención de cortar con esta fecha toda relación con usted, ya que es imposible mantener el tono amistoso y la identidad de pareceres de nuestra camaradería anterior. Por eso le pido, señor mío, que no bien reciba esta franca misiva se sirva mandarme los dos rublos que me adeuda por las navajas de afeitar de manufactura extranjera que, como recordará, le vendí a crédito hace siete meses, cuando aún vivíamos juntos en casa de Karolina Ivanovna, señora a la que profundamente respeto. Obro de este modo porque, a juzgar por los comentarios de gente de talento, ha perdido usted su pundonor y buen nombre y se ha convertido en una amenaza a la moralidad de las personas inocentes y puras. Porque sepa que hay quienes no viven de acuerdo con la verdad, quienes mienten con la palabra y cuya cara de hombres de buena voluntad es sospechosa. En lo de tomar partido a favor de Karolina Ivanovna —señora siempre de intachable conducta y, aunque soltera y ya no joven, de buena familia extranjera—, sepa usted que siempre y dondequiera se hallarán gentes prontas a hacerlo. Lo cual varias personas me han pedido que mencione aquí de paso y que yo, a mi vez, hago constar por mi cuenta. En todo caso se enterará usted oportunamente de todo, si es que ya no lo sabe, dado que, según los comentarios de gente entendida, ha cobrado usted mala fama en sus correrías por la capital y puede, por consiguiente, haber oído en muchos sitios lo que de usted se dice. En conclusión, señor mío, debo informarle que la persona de usted conocida, cuyo nombre no menciono aquí por razones tan obvias como honorables, goza de la alta consideración de gentes de buen juicio. Además, es de carácter festivo y agradable y sus éxitos son tan notables en su trabajo como entre las personas sensatas, sin contar que es fiel a su palabra y a sus amigos y no los insulta a sus espaldas mientras que les pone buena cara cuando están delante. En todo caso, quedo atento y seguro servidor suyo
N. Vahrameyev
P. S. Despida usted a su criado. Es un borrachín y con toda probabilidad le causará muchos quebraderos de cabeza. Tome a Yevstafi, que estaba aquí antes de criado y ahora se encuentra sin trabajo. Su criado de ahora no sólo es un borrachín, sino un ladrón, y la semana pasada vendió por menos de su valor una libra de azúcar en terrón a Karolina Ivanovna, lo que a mi parecer sólo puede haber hecho hurtándole a usted de cuando en cuando pequeñas cantidades. Le digo esto para su bien, a pesar de que algunos individuos sólo saben insultar y engañar, sobre todo a las personas honradas y de buen carácter, difamándolas cuando no están delante y haciéndolas parecer lo contrario de lo que son. Y lo hacen sólo por envidia, por carecer ellos mismos de tales cualidades.
V.
Después de leer la carta de Vahrameyev, nuestro héroe continuó largo rato inmóvil en el sofá. Una como nueva luz se filtraba por entre la vaga y misteriosa bruma que le envolvía desde dos días antes. Nuestro héroe empezó a comprender un poco… Quiso levantarse y dar un par de vueltas por la habitación a fin de reanimarse, ordenar sus dispersos pensamientos, enfocarlos sobre un tema determinado y luego, una vez repuesto, examinar sensatamente su situación. Pero no bien intentó levantarse, volvió a caer, débil y agotado, en el sofá.
«Claro, yo ya lo había previsto. ¿Pero por qué ha escrito esto y cuál es el recto sentido de estas palabras? Pongamos que conozco el sentido, pero ¿a qué conduce esto? Si me hubiera dicho sin rodeos: “tal y tal, esto y lo otro, lo que se necesita es tal cosa”, yo lo habría hecho. ¡Qué desagradable giro toma el asunto! ¡Ay! ¡Quisiera que fuese ya mañana para poner manos a la obra! Ahora ya sí sé lo que debo hacer. Diré, “pues sí, tal y tal, estoy de acuerdo en que hay que aclarar el asunto, pero lo que es mi honor, eso no lo vendo, etc. etc.”. ¿Pero cómo es que la persona de marras, ese individuo de mal agüero, anda metido en esto? ¿Y por qué precisamente? ¡Ay, si fuese mañana! Hasta entonces seguirán calumniándome. ¡Intrigan contra mí, procuran mortificarme! Lo importante es no perder tiempo, escribir ahora mismo una carta y decir solamente que, bueno, tal y tal, y que estoy de acuerdo con tal y tal. Y mañana, en cuanto se haga de día, la mando y voy a la oficina lo más temprano posible… y, por otra parte, tomo la ofensiva y advierto a esos señoritos… Pero me calumniarán, ¡vaya si lo harán!».
El señor Goliadkin acercó una hoja de papel, tomó una pluma y escribió la siguiente misiva en respuesta a la carta de Vahrameyev:
Muy señor mío, Nestor Ignatievich:
Con estupor y honda pesadumbre he leído su afrentosa carta, pues por ella veo claramente que cuando habla usted de personas descaradas y falsamente bienintencionadas se refiere usted a mí. Veo con verdadera pena la rapidez, buen éxito y profundo arraigo de las calumnias que han cundido en perjuicio de mi bienestar, mi honra y mi buen nombre. Y ello es tanto más ultrajante y deplorable cuanto que gentes de bien, de genuina magnanimidad y, sobre todo, de rectitud y franqueza de carácter, echan por alto sus genuinos intereses y ponen sus mayores dotes al servicio de la nociva corrupción que, por desdicha, se propaga con tanto brío y amplitud en este tiempo nuestro, tan penoso e inmoral. Diré en conclusión que considero deber sagrado abonarle en su totalidad la deuda de dos rublos que menciona usted.
En cuanto a sus alusiones, señor mío, a cierta persona del sexo femenino, como asimismo a los propósitos, cálculos y designios de dicha persona, diré que sólo vaga e imprecisamente pude entenderlos. Permítame, señor mío, proteger de cualquier baldón mi buen nombre y mis elevados pensamientos. De todos modos, estoy dispuesto a discutir el caso personalmente con usted, ya que prefiero el contacto personal a la comunicación por escrito; y, además, estoy dispuesto a llegar a acuerdos conciliatorios si por supuesto, son mutuamente aceptables. Con tal objeto, le ruego que comunique a esa persona mi deseo de llegar a un entendimiento y pedirle, además, que señale hora y sitio para una entrevista. He leído con amargura, señor mío, sus insinuaciones de que le he ofendido, de que he traicionado nuestra amistad anterior y hablado desdeñosamente de usted. Todo ello lo atribuyo a un malentendido, a la vil calumnia, envidia y mala voluntad de aquellos a quienes con razón puedo llamar mis peores enemigos. Pero probablemente no saben que la inocencia es la fuerza de mi inocencia, y que su desvergüenza, impudicia e insolente familiaridad harán recaer sobre ellos el desprecio general y, además, serán destruidos por su indignidad y depravación. Ruego a usted, en conclusión, que haga saber a tales personas que sus extrañas pretensiones y su innoble y quimérico afán de expulsar a otros de los puestos que ocupan por el sencillo hecho de existir en este mundo, a fin de ocupar ellos esos puestos, son motivo de consternación, desprecio y lástima y, por añadidura, de reclusión en una casa de orates. Aparte de que actitudes de esa índole están rigurosamente prohibidas por la ley, lo que, a mi juicio, es justo, puesto que cada cual debe contentarse con su propio puesto. Todo tiene sus límites, y si esto es una broma, es demasiado pesada; peor todavía, absolutamente inmoral, pues me atrevo a asegurar a usted, señor mío, que las ideas que arriba expongo acerca de que cada cual debe contentarse con su puesto, son absolutamente morales.
En todo caso, tengo el honor de quedar de usted seguro servidor
Y. Goliadkin