A la mañana siguiente el señor Goliadkin se despertó, como de costumbre, a las ocho. No bien se hubo despertado cuando recordó todo lo ocurrido la noche anterior. Lo recordó y arrugó el entrecejo.
«¡Me excedí anoche como un tonto redomado!», pensó, incorporándose un poco para mirar la cama del visitante. ¡Mas cuál no sería su sorpresa al ver que ni éste ni su cama estaban en la habitación!
«¿Qué es esto? —estuvo por gritar—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué significa este nuevo incidente?».
Mientras el señor Goliadkin miraba perplejo y boquiabierto el sitio vacío, chirrió la puerta y entró Petrushka con la bandeja del té.
—¿Pero dónde está? ¿Dónde está? —preguntó nuestro héroe con voz apenas perceptible, indicando el sitio que había cedido la víspera al visitante.
Al principio Petrushka no respondió ni miró siquiera a su amo, sino que volvió los ojos al rincón de la derecha, de tal modo que el señor Goliadkin se vio obligado a hacer lo propio. Pero tras breve silencio Petrushka contestó ruda y destempladamente que el amo no estaba en casa.
—¡Yo soy tu amo, Petrushka, mastuerzo! —exclamó el señor Goliadkin con voz entrecortada, clavando la vista en su criado.
Petrushka no respondió, pero lanzó una mirada de tan ofensivo reproche, tan semejante a un insulto a su amo, que éste enrojeció hasta la raíz del cabello. El señor Goliadkin se dio, como se dice, por vencido. Finalmente Petrushka explicó que el otro había salido hacía hora y media sin haber querido esperar. Esta explicación era, por supuesto, verosímil y plausible. Bien se veía que Petrushka no mentía, que la mirada ofensiva y la expresión «el otro» no eran sino resultado del repulsivo incidente que ya conocemos. Pero, con todo, comprendía, aunque vagamente, que había algo que no estaba bien y que el destino le preparaba alguna otra sorpresa no del todo agradable.
«Bueno, ya veremos —pensaba—. Ya veremos. Y a su debido tiempo entraremos en el fondo del asunto… ¡Ay, Dios mío! —concluyó gimiendo y en tono distinto—. ¿Por qué lo invité? ¿Con qué objeto lo hice? ¿Por qué me he puesto yo mismo la soga al cuello y he apretado el nudo? ¡Ay, qué cabeza la mía! ¿Por qué no puedo dominarme, sino que salgo cotorreando como un chicuelo, como un escribiente de poco más o menos, como un cualquiera sin oficio ni beneficio, como un miserable desarrapado e indecente? ¡Chismorrero! ¡Vieja comadre!… ¡Ay, santos del cielo! ¡Y el bribón escribió versos y dijo que me tenía afecto!… ¿Cuál será la mejor manera de enseñarle la puerta si vuelve? Por supuesto, hay muchos modos de hacerlo. Podría decirle, por ejemplo, que con mi sueldo modesto… O asustarlo diciéndole, por ejemplo, que, después de tomar en cuenta tal y cual, me veo obligado a hacerle comprender que… debe pagar por adelantado la mitad del alquiler y la comida. ¡Hum! ¡Eso no puede ser! ¡Qué demonio! Eso me desacredita. Eso no es lo bastante cortés. Quizá lo mejor será sugerir a Petrushka que le haga algún desaire, que le diga alguna grosería o se porte mal con él, y así quitármelo de encima. Ponerlos de uñas uno con otro… ¡No, qué demonio! Eso es peligroso y desde cierto punto de vista no está bien. ¡Nada bien! Pero ¿y si no vuelve? Eso tampoco estará bien. ¡Me fui de la lengua anoche!… ¡La cosa tiene mal cariz, no cabe duda! ¡Qué mal va el asunto! ¡Maldita cabeza la mía! No acierto a meter en ella lo que necesita. ¡Ni a martillazos puedo meter en ella sentido común! Pero ¿y si vuelve y dice que no? ¡Que vuelva, por Dios santo! Me gustaría mucho que volviera. Daría cualquier cosa porque volviera…».
Así cavilaba el señor Goliadkin mientras bebía el té a toda prisa sin apartar los ojos del reloj.
«Las nueve menos cuarto ya. Hora de irse. Algo va a pasar, pero ¿qué será? Me gustaría saber qué es precisamente lo que aquí se oculta: con qué propósito, con qué intención, y cuáles serán los escollos. Me gustaría saber qué fin se proponen estos señores y cuál será el primer paso que den…».
El señor Goliadkin no pudo aguantar más y, dejando la pipa a medio fumar, se vistió y fue a la oficina con el deseo de salir al encuentro del peligro y cerciorarse de todo con sus propios ojos. Y en cuanto a peligro, lo había. ¡Bien sabía él que lo había!
«Ahora desentrañaremos lo que hay en ello —dijo el señor Goliadkin despojándose del gabán y los chanclos en el vestíbulo—. Ahora llegaremos al fondo del asunto».
Habiendo resuelto, pues, lo que le cumplía hacer, nuestro héroe se estiró la levita y asumió un porte decoroso y oficial. Estaba a punto de pasar a la sala contigua cuando tropezó de pronto, en la misma puerta, con su amigo y compañero de la víspera. El señor Goliadkin II no pareció advertir la presencia del señor Goliadkin I, aunque casi se dio de narices con él. El señor Goliadkin II parecía atareado e iba de prisa, jadeante, a algún sitio. Su aspecto era tan protocolario, tan de hombre de negocios, que cualquiera que le viese diría: «Lleva un encargo especial…».
—¡Ah! ¿Eres tú, Yakov Petrovich? —dijo nuestro héroe cogiendo del brazo a su visitante de la víspera.
—Ahora no. Perdone. Dígamelo más tarde —exclamó el señor Goliadkin II, avanzando a toda prisa.
—Pero disculpe, Yakov Petrovich. Yo creía que usted…
—¿Qué dice? ¡Explíquese de prisa! —el visitante del señor Goliadkin se detuvo, como haciendo un esfuerzo y a regañadientes, y puso el oído delante de la nariz del señor Goliadkin.
—Confieso, Yakov Petrovich, que me asombra su comportamiento…, comportamiento que de ningún modo esperaba de usted.
—Cada asunto requiere su trámite particular. Preséntese al secretario de Su Excelencia y luego, como es de rigor, solicítelo al jefe de negociado. ¿Trae una solicitud?
—¡Vamos, hombre! ¡Me asombra usted, Yakov Petrovich! O no me reconoce usted o está usted de broma por la innata jovialidad de su carácter.
—¡Ah! ¿Es usted? —dijo el señor Goliadkin II como si sólo ahora hubiese reconocido al señor Goliadkin I—. ¿Conque es usted? Bueno, ¿qué? ¿Pasó una buena noche?
Aquí el señor Goliadkin II sonrió levemente; una sonrisa formularia y oficial, aunque no como la que hubiera convenido, porque en fin de cuentas estaba en deuda de gratitud con el señor Goliadkin I. Y así, pues, sonriendo formularia y oficialmente, agregó que se alegraba mucho de que el señor Goliadkin hubiera pasado una buena noche. Luego hizo una leve reverencia, dio con ligereza dos o tres pasos, miró a derecha e izquierda y al suelo, se dirigió a una puerta lateral y, murmurando atropelladamente que «llevaba un encargo especial», se coló en el cuarto contiguo. Desapareció como por ensalmo.
«¡Pues si que es broma! —susurró nuestro héroe, quedándose momentáneamente estupefacto—. ¡Pues sí que es broma! ¡Conque así está la cosa!… —en ese momento el señor Goliadkin sintió un escalofrío por todo el cuerpo—. Ahora bien —prosiguió para sus adentros dirigiéndose a su negociado—, hace ya mucho tiempo que hablé de esto. Hace ya tiempo que presentía que él tenía un encargo especial. Sin ir más lejos, ayer mismo dije que tenía sin duda un encargo especial…».
—Yakov Petrovich, ¿ha terminado ya el documento en que trabajaba ayer? —preguntó Anton Antonovich Setochkin cuando el señor Goliadkin se sentó junto a él.
—Aquí está —murmuró el señor Goliadkin mirando a su oficial mayor con expresión algo turbada.
—Muy bien. Lo digo porque Andrei Filippovich ya ha preguntado por él dos veces. Puede que pregunte una vez más…
—No importa. Está listo.
—¡Ah! ¡Muy bien!
—Que yo sepa, Anton Antonovich, siempre cumplo escrupulosamente con mi deber, hago con gusto las tareas que me encargan mis superiores y me aplico a ellas con asiduidad.
—Sí. ¿Pero a qué viene eso?
—A nada, Anton Antonovich. Sólo quiero explicar que yo… Lo que quiero decir es que a veces la mala intención y la envidia no perdonan a nadie cuando salen a buscar su abominable pan de cada día…
—Perdone, pero no le entiendo. ¿A quién alude usted ahora?
—Sólo quiero decir, Anton Antonovich, que yo voy derecho por mi camino, que detesto los rodeos, que no soy intrigante y que, si se me permite decirlo, puedo estar justamente orgulloso de ello…
—Sí. Santo y bueno. Y, si lo entiendo bien, reconozco que lo que dice es justo. Pero déjeme advertirle, Yakov Petrovich, que en buena sociedad no se permiten comentarios sobre otras personas. Yo, por ejemplo, estoy dispuesto a tolerar lo que se dice a mis espaldas (porque ¡quién no cotillea a espaldas de otro!), pero delante de mí no permito, señor mío, que se digan impertinencias. He llegado a viejo, señor mío, en el servicio a mi patria y en mi vejez no permito que se digan de mí impertinencias…
—No, Anton Antonovich, vea usted… Usted, por lo visto, no ha comprendido lo que he querido decir. Por Dios santo, Anton Antonovich, yo por mi parte no puedo menos de considerar como un honor…
—En ese caso yo también le pido que me perdone. He sido educado a la antigua y ya es tarde para aprender los nuevos modos de la generación de usted. Hasta ahora he tenido bastante ingenio para servir a mi patria. Como sabe, señor mío, se me ha concedido una medalla por veinticinco años de intachable servicio…
—Lo sé, Anton Antonovich. Me consta plenamente. Pero no hablaba de eso. Hablaba de una máscara, Anton Antonovich…
—¿De una máscara?
—O sea, una vez más… Temo que tampoco me entienda usted a derechas, o, como usted mismo dice, Anton Antonovich, que no capte el sentido de lo que digo. Sólo estoy abordando un tema, desarrollando la idea de que no es rara la gente que lleva máscara, y que hoy día es difícil reconocer al hombre que se oculta tras ella…
—Pues mire, no es tan difícil. A veces incluso es fácil. A veces no hay que ir lejos para encontrarlo.
—No, Anton Antonovich. De mí sé decir que si, por ejemplo, me pongo una máscara, lo hago sólo cuando hay necesidad de ello, es decir, sólo para el carnaval o una reunión festiva, en el sentido literal de la palabra, pero en sentido figurado, no me pongo una máscara cuando circulo a diario entre las gentes. Eso fue lo que quise decir, Anton Antonovich.
—Bueno. Dejemos eso por el momento. Ahora no tengo tiempo —dijo Anton Antonovich levantándose y recogiendo unos papeles sobre los que iba a informar a Su Excelencia—. Supongo que el asunto de usted no tardará mucho en aclararse. Usted mismo verá a quién debe culpar y a quién acusar. Y le ruego que me ahorre otras explicaciones y comidillas de índole particular que perjudican al trabajo…
—No, Anton Antonovich —dijo el señor Goliadkin palideciendo ligeramente. Pero Anton Antonovich ya se alejaba—. Yo, Anton Antonovich, no pensaba en eso…
«¿Pero qué es esto? —dijo para sí nuestro héroe al quedarse solo—. ¿De dónde vienen los vientos que soplan por aquí? ¿Qué significa esta nueva trapacería?».
En ese instante, mientras nuestro héroe, aturdido y casi aplastado, se disponía a despejar esa nueva incógnita, se oyó ruido y considerable movimiento en la sala vecina, se abrió la puerta y Andrei Filippovich, que acababa de estar en el despacho de Su Excelencia atendiendo a algún asunto, apareció jadeante y llamó al señor Goliadkin. Sabiendo éste de qué se trataba y no queriendo hacer esperar a Andrei Filippovich, se levantó de un salto y, como era menester, empezó a trajinar de lo lindo, preparando y ordenando los papeles solicitados y aprestándose él mismo a ir con ellos y con Andrei Filippovich al despacho de Su Excelencia. De repente, y casi por debajo del brazo de Andrei Filippovich, que en ese momento estaba en la puerta, entró precipitadamente el señor Goliadkin II, casi sin aliento por el apremio de su trabajo, con cara de quien cumple una misión protocolaria y sin duda importante. Se fue derecho al señor Goliadkin I, quien estaba lejos de esperar tal embestida…
—¡Los papeles, Yakov Petrovich, los papeles!… Su Excelencia se ha servido preguntar si están listos —murmuró el amigo del señor Goliadkin I en voz rápida y agitada—. Andrei Filippovich le está esperando.
—Lo sé sin que usted me lo diga —dijo el señor Goliadkin I también en voz baja y rápida.
—No, Yakov Petrovich. No quise decir eso. ¡En absoluto quise decir eso, Yakov Petrovich! Lo siento por usted. Lo que me mueve es una sincera preocupación.
—¡Ahórresela, se lo ruego! Y ahora disculpe…
—Los pondrá usted, por supuesto, en una carpeta, Yakov Petrovich, y, por favor, ponga una señal en la tercera página. Permítame, Yakov Petrovich…
—Pero, por favor, déjeme…
—¡Pero si hay aquí un borrón, Yakov Petrovich! ¿Ha notado que hay un borrón?
En ese momento Andrei Filippovich llamó por segunda vez al señor Goliadkin.
—En seguida, Andrei Filippovich. Sólo un instante… Tengo aquí…, señor mío, ¿es que no entiende usted el ruso?
—Lo mejor será rasparlo con el cortaplumas, Yakov Petrovich. Déjemelo usted a mí. Usted no lo toque, Yakov Petrovich, y déjemelo a mí. Yo, con el cortaplumas…
Andrei Filippovich llamó al señor Goliadkin por tercera vez.
—Pero, por los clavos de Cristo, ¿dónde está el borrón? ¡Si aquí no hay borrón alguno!
—Pues es enorme. ¡Ahí está! ¡Donde yo lo vi! Usted déjeme hacer, Yakov Petrovich. Yo con este cortaplumas… Lo hago por amistad hacia usted y con la mejor voluntad del mundo… ¡Mire, ya está!…
Victorioso del señor Goliadkin I en la breve contienda surgida entre ambos, el señor Goliadkin II, de improviso y sin motivo manifiesto, aunque en todo caso contra la voluntad de su tocayo, se apoderó del documento requerido por el jefe y, en vez de aplicarle el cortaplumas «por amistad a usted», como había dicho pérfidamente al señor Goliadkin I, lo enrolló a prisa y corriendo, se lo metió bajo el brazo y en dos saltos se puso al lado de Andrei Filippovich, que no se había apercibido de ninguna de sus tretas, y corrió con él al despacho del director. El señor Goliadkin I se quedó clavado en el sitio, con el cortaplumas en la mano, como pronto a raspar algo con él…
Nuestro héroe no había comprendido aún del todo este nuevo incidente. Todavía no había vuelto en su acuerdo. Había sentido el golpe, pero no creía que fuese cosa mayor. En estado de angustia indescriptible se arrancó por fin de donde estaba y voló al despacho del director, pidiendo en camino al cielo que de algún modo todo acabara bien y la cosa quedase en agua de borrajas… En la última sala antes del despacho del director, tropezó de manos a boca con Andrei Filippovich y con su propio tocayo, que volvían de la entrevista. El señor Goliadkin se hizo a un lado. Andrei Filippovich hablaba animadamente y sonreía. El tocayo del señor Goliadkin I también sonreía, mientras trotaba a respetuosa distancia de Andrei Filippovich, pero haciéndole la pelotilla, y de vez en cuando susurrándole con deleite algo a que este último asentía con afables movimientos de cabeza. En un abrir y cerrar de ojos nuestro héroe se hizo cargo del estado de cosas. Su trabajo (como supo más tarde) había colmado las esperanzas de Su Excelencia y había sido presentado en el plazo previsto. Su Excelencia había quedado altamento satisfecho. Incluso se dijo que Su Excelencia había dado las gracias al señor Goliadkin II, gracias muy efusivas, y había dicho que lo tendría en cuenta oportunamente y no lo olvidaría… Claro está que lo primero que hizo el señor Goliadkin fúe quejarse, quejarse todo lo enérgicamente que pudo. Pálido como un difunto y casi fuera de sí corrió a ver a Andrei Filippovich. Pero éste, al oír que el asunto del señor Goliadkin era de índole personal, se negó a escucharle, diciendo sin contemplaciones que no tenía un minuto libre ni aun para sus propios asuntos. Su negativa terminante y sequedad de tono dejaron atónito al señor Goliadkin…
«Quizá convenga abordar el asunto por otro lado… Mejor será ver a Anton Antonovich».
Por desgracia, Anton Antonovich tampoco estaba disponible. Se hallaba en otro sitio atendiendo a algún negocio.
«Así, pues, su intención tenía cuando me dijo que no le fuera con explicaciones y comidillas —pensó nuestro héroe—. ¡Conque eso era lo que tramaba! ¡Zorro viejo! En ese caso, lo que me cumple es hacer llegar una súplica a Su Excelencia».
Pálido aún y con la cabeza trastornada, sin la menor idea de lo que convenía resolver, el señor Goliadkin se sentó en su silla.
«Lo mejor sería que esto acabara siendo una futesa —no cesaba de decirse—. En efecto, un asunto tan turbio como éste es por entero inverosímil. En primer lugar es absurdo, y en segundo, no puede ocurrir. De seguro habrá sido una alucinación. Pareció algo diferente de lo que en realidad sucedió, o fui yo el que entró en el despacho del director y de alguna manera me tomé por otro… En suma, esto es de todo punto imposible».
No bien hubo decidido que ello era de todo punto imposible cuando de pronto entró corriendo en la sala el señor Goliadkin II con papeles en ambas manos y bajo ambos brazos. Diciendo dos palabras necesarias a Andrei Filippovich, cambiando otras tantas con alguien más, haciendo una observación amistosa a éste, bromeando con aquél, el señor Goliadkin II, que por lo visto no tenía tiempo que gastar inútilmente, se disponía, al parecer, a salir otra vez de la sala cuando, afortunadamente para el señor Goliadkin I, se detuvo en la puerta y dijo de paso unas palabras a dos o tres empleados jóvenes. El señor Goliadkin fue veloz hacia él. En cuanto el señor Goliadkin II vio la maniobra del señor Goliadkin I, empezó a mirar con inquietud en torno suyo para ver por dónde podría escurrir el bulto. Pero nuestro héroe ya sujetaba por la manga a su visitante de la víspera. Los empleados que rodeaban a los dos Goliadkin se apartaron un poco, esperando con curiosidad a ver qué pasaba. Goliadkin I comprendió perfectamente que de momento la opinión no estaba de su lado y que se intrigaba contra él. Con mayor motivo, pues, necesitaba mantenerse firme. El momento era decisivo.
—Bueno, ¿qué? —dijo con bastante descaro el señor Goliadkin II mirando al señor Goliadkin I.
El señor Goliadkin I apenas podía respirar.
—No sé, señor mío, cómo puede explicar su extraña conducta conmigo —empezó diciendo.
—Bueno, siga —el señor Goliadkin II miró a su alrededor y guiñó el ojo a los otros empleados como dando a entender que iba a empezar una comedia.
—El descaro y la desvergüenza con que se comporta usted en el momento presente le ponen en evidencia mejor de lo que podrían hacerlo mis palabras. No confie demasiado en sus tretas. No son de lo mejor…
—Bueno, Yakov Petrovich, ahora dígame cómo pasó la noche —repuso el señor Goliadkin II clavando sus ojos en los del señor Goliadkin I.
—Se está usted propasando, señor mío —dijo nuestro héroe, ya perplejo del todo y sin saber dónde tenía la cabeza—. Espero que cambie de tono…
—¡Mi querido compinche! —exclamó el señor Goliadkin II, haciendo una mueca harto indecorosa al señor Goliadkin I y, como si fuera a acariciarle, dándole de improviso un pellizco en la mofletuda mejilla. El rostro de nuestro héroe se amorató de vergüenza. Tan pronto como el amigo del señor Goliadkin I se dio cuenta de que su rival, temblando de pies a cabeza, mudo de indignación, rojo como un tomate y sin poder aguantar más, podría intentar una agresión en regla, decidió impedirlo del modo más insolente. Tras darle un par de palmaditas en la mejilla, de hacerle cosquillas, de jugar unos segundos más con él (que estaba paralizado y ciego de rabia), ante el gran alborozo de los jóvenes que los rodeaban, el señor Goliadkin II, con un descaro punto menos que ultrajante, acabó dando al señor Goliadkin I un ligero golpe en el orondo vientre y diciendo con sonrisa insinuante y ponzoñosa:
»¡Eres un pillín, Yakov Petrovich! ¡Eres un pillín, muchacho! ¡Entre tú y yo les haremos la pascua!
Luego, antes de que nuestro héroe tuviera tiempo de reponerse del último ataque, el señor Goliadkin II, con una previa sonrisa a los circunstantes, adoptó de nuevo una expresión enérgica, protocolaria, de hombre atareado, bajó los ojos, se encogió, y diciendo apresuradamente que llevaba «un encargo especial», puso en movimiento sus cortas piernas y entró al trote en la sala vecina. Nuestro héroe no daba crédito a sus ojos y no acertaba a serenarse…
Por fin lo logró. Conociendo al momento que estaba perdido, que en cierto sentido se había aniquilado, que se había deshonrado y había infamado su buen nombre, que había sido objeto de irrisión y vejamen en presencia de otros, que había sido insultado alevosamente por alguien a quien sólo la víspera había tenido por su mejor y más fiel amigo, y, por último, que había fallado en toda la línea, el señor Goliadkin salió en persecución de su enemigo. En ese momento procuraba desentenderse de quienes habían presenciado el ultraje.
«Están todos conchabados —se dijo—. Cada uno apoya y azuza al otro contra mí».
Sin embargo, tras una docena de zancadas, nuestro héroe se percató de que la persecución era inútil y volvió sobre sus pasos.
«¡No te escaparás! —pensó—. Te daré tu merecido cuando llegue la hora. Ya me pagarás el mal que me has hecho».
Con rabiosa sangre fría y enérgica determinación volvió el señor Goliadkin a su silla y se sentó.
«¡No te escaparás!», repitió.
Ahora ya no se trataba de una defensa pasiva. Algo decisivo, violento, se notaba en el ambiente. Quien viera en ese instante cómo el señor Goliadkin, al rojo vivo y sin poder apenas refrenar su agitación, clavaba rabiosamente la pluma en el tintero y con qué furia garrapateaba en el papel, vaticinaría que la cosa no quedaría así, que no acabaría en agua de borrajas. En las entretelas de su alma anidaba una resolución y desde el fondo del corazón juraba que la llevaría a cabo. A decir verdad, aún no sabía a punto fijo lo que debía hacer; mejor dicho, no tenía la menor idea de qué debía hacer. Pero no importaba.
«Con la impostura y el descaro, señor mío, no se va hoy día a ninguna parte. La impostura y el descaro no conducen a nada bueno, más bien a todo lo contrario. El Falso Demetrio fue el único, señor mío, que sacó algún provecho de la impostura, explotando la ceguera del pueblo, pero tampoco por mucho tiempo».
No obstante, el señor Goliadkin determinó esperar hasta que se les cayera la máscara a ciertas personas y algunas cosas se pusieran en claro. Para ello era preciso, como primera providencia, que las horas de oficina terminaran cuanto antes, y nuestro héroe acordó no hacer nada hasta que tal ocurriera. Después tomaría una medida. Para entonces ya sabría cómo conducirse, cómo trazar su plan entero de acción, cómo romper el cuerno de la arrogancia y aplastar la serpiente que mordía el polvo con rabia impotente. El señor Goliadkin no podía tolerar que nadie se limpiase en él sus botas sucias como si fuera un guiñapo. No podía consentir tal cosa, y menos en el caso presente. De no haber sido por la última humillación, quizá habría decidido hacer de tripas corazón, incluso callarse, resignarse y no quejarse demasiado; habría discutido un poco, mostrado algún disgusto, probado que tenía razón, y entonces habría aflojado el nudo; sí, incluso quizá lo habría deshecho casi del todo, y luego habría llegado a un acuerdo. Y después de eso, sobre todo después de que la parte contraria reconociera solemnemente que tenía razón, sólo entonces, quizá, haría las paces, se reconciliaría, mostraría incluso un poco de emoción, hasta, ¿quién sabe?, podía resultar de ello una nueva amistad, firme, cálida y de mayor hondura que la de la víspera, que pudiera eclipsar enteramente lo desagradable de la indecorosa semejanza entre ambos, de tal modo que quedasen la mar de contentos, viviesen cien años, etc., etc.
Digámoslo todo: el señor Goliadkin hasta empezó a arrepentirse de haber insistido tanto en su honor y sus derechos, de lo que, por lo demás, no había sacado sino sinsabores.
«Si se diera por vencido —pensaba el señor Goliadkin— y dijera que fue broma, lo perdonaría, y más aún si lo declarase en voz alta. Pero lo que no consiento es que se me use como guiñapo de limpiabotas. Y como no he consentido que la gente me trate de ese modo, menos habré de consentir que lo haga un individuo perverso como él. ¡Yo no soy un guiñapo! ¡No, señor, yo no soy un guiñapo!».
En una palabra, nuestro héroe había tomado una determinación.
«¡Es usted, señor mío, el que tiene la culpa!».
Decidió protestar, y protestar con toda la energía de que era capaz. ¡Así era el hombre! De ninguna manera consentía que se le ofendiese, y mucho menos servir de guiñapo a un sujeto depravado para que se limpiase las botas. Pero que no quepa duda de una cosa. Si alguien hubiese deseado convertir —más aún, se hubiese decidido de pronto a hacerlo— al señor Goliadkin en un guiñapo, lo habría conseguido con toda impunidad y sin la menor oposición (el propio señor Goliadkin lo había reconocido así alguna vez), y el resultado hubiera sido un guiñapo y no un señor Goliadkin. Y no un guiñapo común y corriente, sino asqueroso, inmundo, aunque en todo caso un guiñapo con amor propio, un guiñapo vivo y con sentimientos, aun si el amor propio y los sentimientos fueran humildes y estuvieran recatados en los pliegues mugrientos de ese guiñapo, pero que serían sentimientos al fin y al cabo…
Las horas pasaban con increíble lentitud, pero al fin dieron las cuatro. Poco después todos se levantaron y, precedidos del jefe de negociado, se aprestaron a encaminarse a sus hogares. El señor Goliadkin iba entre la muchedumbre, ojo avizor para no perder de vista a su presa. Por fin, nuestro héroe vio que su amigo se acercaba corriendo a los ordenanzas que repartían los abrigos y, según su indigna costumbre, trataba de congraciarse con ellos mientras esperaba que le entregasen el suyo. Era el momento decisivo. De algún modo el señor Goliadkin consiguió escurrirse entre la multitud y, no queriendo quedarse a la zaga, trató de recoger su abrigo. Pero el primero en recibir el suyo fue el amigo del señor Goliadkin, porque también ahora había logrado, con su manera de siempre, insinuarse, congraciarse y abrirse paso murmurando cumplidos.
Al echarse encima el abrigo, el señor Goliadkin II dirigió al señor Goliadkin I una mirada irónica, que delataba un desden paladino e insolente. Después paseó los ojos en torno con su descaro habitual, dio una rápida vuelta alrededor de sus colegas —probablemente para dejarles con una buena impresión de sí mismo—, dijo una palabra a éste, murmuró algo a aquél, se deshizo en cortesías con un tercero, dirigió una sonrisa a un cuarto, estrechó la mano de un quinto y finalmente descendió rápidamente la escalera. El señor Goliadkin I fue tras él y con satisfacción indecible logró alcanzarlo en el último peldaño y agarrarlo por el cuello del gabán. El señor Goliadkin II pareció amedrentarse un poco y miró a su alrededor con ojos extraviados.
—¿Qué significa esto? —preguntó a media voz al señor Goliadkin.
—Señor mío, si es usted un caballero espero que recuerde nuestro amistoso trato de anoche —dijo nuestro héroe.
—¡Ah, sí! Pues bien, ¿pasó usted una buena noche?
Durante un momento el señor Goliadkin quedó mudo de furia.
—Sí, la pasé muy buena… Pero permítame decirle, señor mío, que el juego de usted es enrevesado en demasía…
—¿Quién dice tal? ¡Mis enemigos! —respondió brusco el que a sí mismo se nombraba señor Goliadkin, al par que se libraba de las débiles manos del auténtico señor Goliadkin. Una vez libre, salió del edificio, miró a un lado y otro y, viendo un coche de punte, se precipitó a él, tomo asiento y en un tris el señor Goliadkin I lo perdió de vista. Desesperado y abandonado de todos, nuestro humilde funcionario miró a su alrededor, pero no vio otro coche. Intentó correr, pero le flaqueaban las piernas. Cabizbajo, boquiabierto, apabullado y marchito, se apoyo exhausto en el poste de un farol y allí estuvo algunos minutos, en medio de la acera. Se hubiera dicho que para el señor Goliadkin todo estaba perdido…