Logró reponerse un poco en la escalera, ante la puerta de su domicilio.
«¡Qué cabeza de chorlito la mía! —se increpó mentalmente—. ¿Pero a dónde le llevo? Me estoy echando yo mismo la soga al cuello. ¿Qué pensará Petrushka al vernos juntos? ¿Qué pensará ese pícaro ahora? Con lo suspicaz que es…».
Pero ya era tarde para volverse atrás. El señor Goliadkin llamó, se abrió la puerta y Petrushka empezó a despojar de los abrigos a su amo y al acompañante de éste. El señor Goliadkin lanzó una mirada fugaz a Petrushka, tratando de descifrar por la expresión de su cara lo que estaba pensando. Pero, con gran asombro suyo, vio que su criado no manifestaba sorpresa alguna. Al contrario, parecía haber esperado algo semejante. Por supuesto, tenía el gesto ceñudo de siempre, miraba de través y parecía estar a punto de emprenderla a mordiscos con alguien.
«¿No estaremos todos embrujados hoy? ¿No andará suelto algún demonio por aquí? Sin duda algo singular le ocurre hoy a la gente. ¡Vaya mortificación!».
A este género de reflexiones estaba entregado el señor Goliadkin mientras conducía a su cuarto a su acompañante y le invitaba humildemente a tomar asiento. El visitante daba muestra de agudo azoramiento y no menos aguda timidez. Seguía dócilmente con la vista los movimientos del dueño de la casa y recogía las miradas de éste como esforzándose por adivinar lo que pensaba. Había algo abyecto, servil, espantadizo, en cada uno de sus gestos, hasta el punto de que, si cabe la comparación, se parecía en ese momento a un hombre que, no teniendo ropa propia, se ha puesto la ajena, nota que se le suben las mangas, que lleva la cintura cerca del cogote y que a cada instante tiene que tirar del exiguo y deleznable chaleco; a un hombre que trata de escurrir el bulto, de desaparecer metiéndose en cualquier sitio, o que, por el contrario, mira a la gente cara a cara para ver si habla de él por razón de su atavío, o se ríe o se avergüenza de él; o a un hombre que se abochorna, se aturulla y que se siente lastimado en su amor propio… El señor Goliadkin había puesto su sombrero en la repisa de la ventana. A causa de un movimiento descuidado el sombrero cayó al suelo. El visitante se lanzó veloz a recogerlo, le limpió el polvo, lo volvió a colocar en el sitio de antes, a la vez que ponía el suyo en el suelo, junto a una silla, al borde de la cual tomó asiento sumisamente. Este pequeño incidente sirvió en cierto modo de lección al señor Goliadkin. Habiendo comprendido lo extremada que era la necesidad de su visitante, no tuvo ya que preocuparse de cómo empezar la conversación, sino que dejó a éste, como era debido, que la iniciara. El visitante, por su parte, tampoco se arrancaba, aunque si era por timidez, por vergüenza o por esperar a que lo hiciera el dueño de la casa es difícil de saber. En ese momento se presentó Petrushka, que se quedó plantado en la puerta, fijos los ojos en el rincón del aposento lo más alejado posible de aquel en que estaban el visitante y su amo.
—¿Quiere que traiga comida para dos? —preguntó con voz bronca y apática.
—No…, no sé… Sí, tráela para dos.
Petrushka salió. El señor Goliadkin lanzó una ojeada a su visitante. Éste enrojeció hasta la raíz del cabello. El señor Goliadkin era hombre de buen corazón y al momento formuló una teoría.
«¡Pobre hombre! —pensó—. Lleva sólo un día en la oficina. En su tiempo de seguro las habrá pasado negras. Quizá toda su hacienda sea lo que lleva encima y no tenga que comer. ¡Hay que ver lo agobiado que está! En fin, no importa. Hasta cierto punto así es mejor…».
—Perdone que… —empezó el señor Goliadkin—. Permítame preguntarle cómo debo llamarlo.
—Pues…, pues… Yakov Petrovich —respondió el visitante en un medio susurro, como si algo le remordiera y abochornara, como si se disculpara por llamarse también Yakov Petrovich.
—¡Yakov Petrovich! —repitió nuestro héroe, incapaz de ocultar su confusión.
—Sí, señor… Exactamente… Soy tocayo de usted —respondió el apocado visitante, atreviéndose a sonreír y decir algo festivo. Pero notando que el señor Goliadkin no estaba para bromas guardó silencio y puso cara grave y hasta desconcertada.
—Usted… ¿Puedo preguntarle a qué debo el honor?…
—Sabiéndolo generoso y honrado —le interrumpió, rápido aunque tímido, el visitante, medio levantándose de su silla—, me he atrevido a dirigirme a usted para solicitar… su amistad y protección… —concluyó el visitante, que por lo visto se expresaba con empacho y escogía palabras ni demasiado lisonjeras para su interlocutor ni humillantes para sí mismo, a fin de no herir su amor propio, pero tampoco lo bastante atrevidas para sugerir una improcedente igualdad. Cabe decir que, en general, el visitante se comportaba como un mendigo bien nacido, con una levita remendada y un pasaporte en el bolsillo que atestigua su buena estirpe, como un mendigo que aún no ha aprendido a alargar la mano.
—Me desconcierta usted —respondió el señor Goliadkin, mirándose a sí mismo y mirando luego a su visitante y las paredes de la habitación—. ¿En qué puedo yo?… Lo que quiero decir es ¿en qué puedo yo serle útil?
—Yo, Yakov Petrovich, me sentí atraído hacia usted desde el primer instante y (apelo a su generosidad para que me perdone) me he atrevido a cifrar en usted mis esperanzas. Aquí me siento perdido. Soy pobre, he sufrido mucho, Yakov Petrovich, y tengo que volver a empezar. Habiéndome enterado de que usted, con las buenas cualidades innatas de un noble espíritu, tiene el mismo nombre que yo…
El señor Goliadkin arrugó la frente.
—… que tenemos el mismo nombre y somos del mismo sitio, he decidido dirigirme a usted y exponerle mi precaria situación.
—Bien. Francamente, no sé qué decirle —contestó turbado el señor Goliadkin—. Mire, hablaremos después de la comida…
El visitante se inclinó. Trajeron la comida. Petrushka puso la mesa y anfitrión y huésped se dispusieron a satisfacer el apetito. Le comida no duró mucho porque ambos comieron de prisa: el anfitrión porque no las tenía todas consigo y, por añadidura, se avergonzaba de que el condumio fuese tan malo, cuando hubiera deseado obsequiar bien a su visitante y mostrarle que no vivía en la indigencia; el invitado, a su vez, porque era muy apocado y estaba azoradísimo. Habiendo tomado un primer trozo de pan, temía, después de comérselo, alargar la mano para tomar un segundo. Procuraba escrupulosamente no servirse lo mejor de nada y afirmaba a cada momento no tener el menor apetito. Aseguraba que la comida era deliciosa, que por su parte estaba plenamente satisfecho y la recordaría el resto de sus días. Cuando terminaron de comer, el señor Goliadkin encendió su pipa y ofreció al invitado otra que guardaba para los amigos. Ambos se sentaron frente a frente y el visitante empezó a narrar sus aventuras.
La historia del señor Goliadkin II duró tres o cuatro horas, aunque estaba compuesta de incidentes baladíes y, casi cabe decir, mezquinos. Era algo relativo a su servicio en una audiencia de provincia, a fiscales y presidentes de tribunal, a intrigas oficinescas, a la depravación de cierto oficial mayor, a un inspector general, a la sustitución sumaria de un jefe de negociado, y a cuánto había padecido el señor Goliadkin II sin culpa alguna de su parte. Habló de una anciana tía suya llamada Pelageya Semionovna; de cómo por intrigas de sus enemigos había perdido su destino y venido a pie a Petersburgo; de sus privaciones y penalidades aquí; de cuánto tiempo anduvo buscando en vano un empleo en la capital; de cómo se había quedado sin fondos, habiendo gastado los últimos en comer; de cómo había vivido casi en la calle, manteniéndose de pan duro humedecido con sus propias lágrimas y durmiendo en el suelo; y de cómo, por fin, una buena persona se había tomado la molestia de venir en su ayuda, recomendándolo y encontrándole generosamente una nueva colocación. El visitante del señor Goliadkin lloró mientras contaba todo ello, enjugándose las lágrimas con un pañuelo azul a cuadros que más parecía un pedazo de hule. Concluyó abriendo su pecho al señor Goliadkin y confesando que de momento no sólo no tenía con qué vivir ni dónde vivir con decencia, sino que tampoco podía vestirse como Dios manda. Agregó en conclusión que ni siquiera había podido procurarse dinero para un par de botas usadas y que el uniforme que llevaba se lo habían prestado por breve tiempo.
El señor Goliadkin quedó conmovido, genuinamente afectado. Aunque la historia de su visitante era de lo más trivial, las palabras con que la había contado cayeron sobre su corazón como maná venido del cielo. Lo cierto era que el señor Goliadkin había olvidado sus incertidumbres de antes, abierto su corazón a la libertad y al gozo y, por último, tildándose para sus adentros de mentecato. ¡Era todo tan natural! ¿Acaso había habido motivo de aturdimiento y alarma? Pero quedaba, no obstante, un punto delicado aunque de poca importancia, algo que no podía deshonrar a un hombre, ni herir su amor propio, ni perjudicar su carrera, dado que ese hombre era inocente y que la Naturaleza misma andaba metida en el asunto. A mayor abundamiento el visitante solicitaba protección, lloraba, culpaba a su mala suerte. ¡Parecía tan simple, tan falto de maña y malicia, tan lamentable y poca cosa! Además, aunque quizá por otros motivos, él también se avergonzaba de la extraña semejanza que tenía con su anfitrión. Su conducta no podía ser más intachable. Su expresión denotaba el deseo de agradar al dueño de la casa y era la de un hombre a quien le remuerde la conciencia y se siente culpable ante otro. Si la conversación versaba, por ejemplo, sobre alguna cuestión debatible, el invitado se manifestaba al momento conforme con la opinión del señor Goliadkin. Si por error su parecer contradecía el del señor Goliadkin y se percataba del mismo, al punto rectificaba lo dicho, se explicaba y daba a entender que sus ideas concordaban en todo con las del anfitrión, que pensaba igual que éste y lo veía todo desde idéntico punto de vista. En resumen, el invitado hizo cuanto pudo para granjearse la simpatía del señor Goliadkin, por lo que éste concluyó que era un sujeto en todo respecto amabilísimo.
Mientras tanto Petrushka había servido té. Hacía rato que habían dado las ocho. El señor Goliadkin se hallaba en excelente estado de ánimo, se puso contento, retozón, se «soltó» un poco y acabó por entablar una conversación animada y entretenida con su huésped. Cuando estaba de buen humor, el señor Goliadkin gustaba de contar algo interesante. Así ocurrió esta vez. Contó a su invitado muchas cosas acerca de la capital, de sus bellezas y diversiones, del teatro, de los clubs, del cuadro de Briullov. Le refirió cómo habían venido de Inglaterra a Petersburgo dos ingleses con el único propósito de ver la verja del Jardín de Verano y cómo habían regresado a su país inmediatamente después de verla. Le habló de la oficina, de Olsufi Ivanovich y Andrei Filippovich; de que Rusia se acercaba por momentos a la perfección y del florecimiento de las ciencias y las letras; de una anécdota que había leído poco antes en La Abeja del Norte, de que en la India hay una serpiente boa sumamente fuerte; y, finalmente, del barón Brambeus. En una palabra, el señor Goliadkin se sentía enteramente satisfecho: primero, porque estaba absolutamente tranquilo; segundo, porque no sólo no temía a sus enemigos, sino que estaba dispuesto a retarlos a un combate decisivo, y tercero, porque se había erigido en protector de alguien, con lo que por fin hacía algo bueno. En su fuero interno, sin embargo, se confesaba que aún no era del todo feliz en ese momento, que todavía le hurgaba en el corazón un ligerísimo malestar. Lo que más le atormentaba era el recuerdo de lo sucedido la víspera en casa de Olsufi Ivanovich. En ese momento daría cualquier cosa por borrar de su memoria todo lo ocurrido el día anterior.
«Pero, en fin, no importa», pensó, decidiendo que en adelante se portaría como era menester y no daría resbalones semejantes.
Ahora que se sentía relajado y se juzgaba casi plenamente feliz, al señor Goliadkin se le metió entre ceja y ceja que debía disfrutar de la vida. Petrushka trajo ron y preparó un ponche. El anfitrión y su invitado tomaron un vaso, seguido pronto de otro. El visitante se mostraba aún más amable que antes y dio a su vez repetidas muestras de tener un carácter franco y festivo. Compartió de buen grado el excelente humor del señor Goliadkin, pareció gozar con el gozo de éste y llegó a tenerle por su único bienhechor verdadero. Tomó una pluma y una hojita de papel, pidió al señor Goliadkin que no mirase y cuando hubo concluido le mostró lo que había escrito. Resultó ser una cuarteta harto sentimental, pero compuesta con buen estilo y hermosa letra y, sin duda, de su propia cosecha:
Yo siempre pensaré en ti
aunque llegues a olvidarme.
Si bien la vida es voluble,
no dejes de recordarme.
Con lágrimas en los ojos el señor Goliadkin abrazó a su visitante y, embargado de emoción, acabó por confiarle algunos de sus secretos, en particular los relativos a Andrei Filippovich y Klara Olsufievna.
—Sí, Yakov Petrovich, tú y yo seremos amigos —dijo nuestro héroe a su visitante—. Tú y yo, Yakov Petrovich, seremos como uña y carne. Como gemelos. Ya verás como les ganaremos por la mano. Sí, señor, les ganaremos tú y yo. Les armaremos nuestra propia trampa para que se joroben…, eso es, para que se joroben. No te fíes un pelo de ninguno de ellos. Como te conozco, Yakov Petrovich, y sé cómo eres, irás y se lo contarás todo. Porque eres limpio de corazón. ¡Pero no te acerques a ninguno de ellos, amigo!
El visitante asintió a todo, dio las gracias al señor Goliadkin y derramó también unas lágrimas.
—¿Sabes lo que te digo, Yasha? —prosiguió el señor Goliadkin con voz débil y trémula—. Pues que te vengas a vivir conmigo por algún tiempo o incluso para siempre. Nos llevaremos bien. ¿Qué te parece? ¿Eh? No te preocupes ni murmures avergonzado por lo del extraño parecido entre nosotros. Murmurar es un pecado, amigo. ¡Esto es cosa de la Naturaleza! Y la madre Naturaleza es generosa, amigo Yasha. Te digo esto porque te estimo, porque te estimo fraternalmente. Les ganaremos por la mano, Yasha. Les ganaremos tú y yo. Les armaremos nuestra propia trampa y veremos quién es el último que se ríe.
Habían tomado un tercer vaso de ponche y luego un cuarto, y el señor Goliadkin empezó a notar dos cosas: primera, que era insólitamente feliz, y segunda, que no podía tenerse de pie. El visitante fue invitado, por supuesto, a pasar la noche. De algún modo se improvisó una cama con dos filas de sillas. El señor Goliadkin II dijo que bajo un techo amigo el duro suelo es cama blanda y que dormiría en cualquier sitio con humildad y agradecimiento; que ahora estaba en el paraíso; que durante su vida había conocido muchas desgracias y sinsabores; que había visto y sobrellevado muchas cosas y que, habida cuenta del futuro incierto, acaso tendría que sobrellevar muchas más todavía. El señor Goliadkin I protestó contra esto e intentó demostrar que el hombre debe poner toda su confianza en Dios. El visitante manifestó su completa conformidad y dijo que, por supuesto, no hay nadie como Dios. Aquí el señor Goliadkin I hizo notar que, hasta cierto punto, los turcos tienen razón cuando aun en sueños invocan el nombre de Dios. Sin aceptar las imposturas y calumnias con que algunos eruditos tratan al profeta turco Mahoma, y reconociendo que a su modo fue un gran político, el señor Goliadkin I comentó a continuación un relato muy interesante acerca de una barbería argelina que había leído en alguna miscelánea. Anfitrión e invitado se rieron mucho de la simpleza de los turcos, pero no pudieron menos de maravillarse de la fantasía que tienen alimentada por el opio…
Por fin el visitante empezó a desnudarse y el señor Goliadkin I pasó al otro lado del tabique, en parte porque, siendo bondadoso, pensaba que aquél quizá no tuviera una camisa decente y no era cosa de avergonzar una vez más a un hombre que ya había sufrido bastante; y en parte también, para tranquilizarse en lo posible respecto a Petrushka, sondear a éste, ponerle de buen humor si cabía, mostrarse amable con él para que todos fuesen felices y no quedase cabo por atar. Debe advertirse que Petrushka seguía preocupando un poco al señor Goliadkin.
—Ve a acostarte, Petrushka —dijo con dulzura, entrando en el cuarto de su criado—. Acuéstate ahora y despiértame mañana a las ocho. ¿Entiendes?
El señor Goliadkin hablaba con suavidad y amabilidad desusadas, pero Petrushka guardaba silencio. Trajinaba alrededor de su cama y ni siquiera se volvió para mirar a su amo, lo que debiera haber hecho por simple respeto.
—¿Me has oído, Petrushka? —prosiguió el señor Goliadkin—. Acuéstate ahora y despiértame mañana a las ocho. ¿De acuerdo?
—¿Es que no tengo memoria? —murmuró Petrushka entre dientes.
—Vaya, vaya, Petrushka. Te lo digo sólo para que estés tranquilo y contento. Ahora que todos somos felices, tú también debes estar tranquilo y contento. Y ahora te deseo que pases una buena noche. Duerme, Petrushka, duerme. Todos tenemos que trabajar… Y no vayas a pensar que…
El señor Goliadkin no concluyó lo que iba a decir.
«¿No habrá sido demasiado? —cavilaba—. ¿No habré ido demasiado lejos? Así me sucede siempre. Siempre me paso de rosca».
Nuestro héroe salió del cuarto de Petrushka muy descontento de sí mismo. Además, la grosería y tozudez de su fámulo le habían ofendido un tanto.
«Trata uno de congraciarse con él, de honrarlo, y el muy bribón no lo agradece —pensaba el señor Goliadkin—. Pero así es la gente de esta laya».
Tambaleándose un poco volvió a su habitación y, al ver a su visitante acostado, se sentó un momento junto a él.
—Vamos, Yasha, reconócelo —murmuró sacudiendo la cabeza—. Tú tienes la culpa, ¡so pillo! Tú eres el que ha tomado mi nombre… —agregó, chanceándose familiarmente con su visitante.
Al cabo, el señor Goliadkin se despidió de él amistosamente y se fue a dormir. El visitante empezó a roncar. A su vez, el señor Goliadkin se metió en la cama y se dijo con una risita:
«Hoy estás borracho, amigo Yakov Petrovich. ¡Menudo pícaro eres! ¡Pobre Goliadkin! ¡Y vaya apellido que gastas! ¿De qué estás tan contento? Porque mañana será la de llorar. ¡Con lo quejica que eres! ¿Qué voy a hacer contigo?».
En ese momento el señor Goliadkin se sintió penetrado de una extraña sensación análoga a la duda o el remordimiento. «Me he excedido un poco —pensaba—. Ahora me zumban Los oídos y estoy borracho. Y no me contuve, ¡idiota que soy! No decía más que bobadas cuando quería decir agudezas. Por supuesto, perdonar y olvidar las ofensas es la primera de todas las virtudes. ¡Pero está mal de todos modos! ¡Está mal!».
En ese punto el señor Goliadkin se levantó, tomó la bujía y fue de puntillas a mirar otra vez al durmiente. Largo tiempo estuvo observándolo, sumido en honda meditación.
«El cuadro no es nada bonito. ¡Una parodia! ¡Una verdadera parodia! ¡Ni más ni menos!».
Por fin se acostó. Le zumbaban los oídos, le retumbaba y estallaba la cabeza. Empezó a aletargarse… Hacía esfuerzos por pensar en algo, por recordar algo sumamente interesante, por decidir algo tan importante como peliagudo, pero no pudo. El sueño descendió sobre su victoriosa cabeza y se durmió como por lo común se duermen los que no están habituados a beberse de un tirón cinco vasos de ponche durante una amistosa velada.