Capítulo 6

A las ocho en punto del día siguiente el señor Goliadkin se despertó en su propia cama. Al momento, y en todo su horrible alcance, reaparecieron en su imaginación y memoria los insólitos acontecimientos de la víspera y de toda esa noche inverosímil, frenética, con sus lances punto menos que imposibles. La cruel y diabólica malicia de sus enemigos y, en particular, la evidencia final de esa malicia le helaron el corazón. Por añadidura, todo había sido tan extraño, tan incomprensible y absurdo que, en efecto, resultaba difícil darle crédito. El señor Goliadkin no hubiera tenido empacho en considerarlo como febril pesadilla, como momentáneo trastorno de la fantasía, como ofuscación del entendimiento, si afortunadamente no hubiera sabido, por su amarga experiencia de la vida, los extremos a que puede la malicia empujar a un hombre, hasta dónde puede llegar a veces la furia de un enemigo empeñado en vengar su honor o su amor propio. Como si ello no bastara, los doloridos miembros del señor Goliadkin, su aturdida cabeza, su molida cintura, su maligno resfriado, atestiguaban y confirmaban de sobra la realidad de esa carrera nocturna y, en parte también, lo demás que ocurrió durante ella. Y finalmente el señor Goliadkin sabía desde hacía largo tiempo que se tramaba algo contra él y que en la conjura andaba otra persona. Pero, bueno, ¿y qué? Después de pensarlo debidamente resolvió no decir nada, resignarse y reservar su protesta hasta el momento oportuno.

«Puede que sólo quisieran darme un susto. Y como verán que no les hago caso, que no pongo el grito en el cielo, sino que me resigno y aguanto todo con humildad, serán los primeros en darse por vencidos».

Tales eran los pensamientos que rebullían en el magín del señor Goliadkin cuando, desperezándose en la cama y confortando sus asendereados miembros, esperaba la aparición habitual de Petrushka en el aposento. Llevaba ya un cuarto de hora esperando, oyendo cómo el haragán de su criado trajinaba con el samovar al otro lado del tabique, pero resolvió no llamarlo. A decir verdad, el señor Goliadkin parecía temer en ese momento una confrontación con Petrushka.

«Dios sabe qué pensará el bribón de este asunto —razonaba—. Ahí está callado, pero es más taimado que un zorro».

Por fin rechinó la puerta y apareció Petrushka con una bandeja en las manos. El señor Goliadkin lo miró de reojo, tímidamente, esperando impaciente que ocurriera alguna cosa, que dijera algo sobre el asunto de marras. Pero Petrushka no dijo nada. Al contrario, parecía más taciturno, adusto y malhumorado que de costumbre. Lo miraba todo con ceño fruncido. Era evidente que estaba muy descontento de algo. No miró a su amo una sola vez, lo que, dicho sea de paso, irritó un tanto al señor Goliadkin. Puso lo que había traído en la mesa, giró sobre los talones y desapareció tras el tabique sin decir palabra.

«¡Lo sabe! ¡Lo sabe todo este holgazán!», murmuró el señor Goliadkin preparándose a beber el té. Sin embargo, nuestro héroe no hizo pregunta alguna a su criado, aunque éste entró más de una vez en la habitación con varios quehaceres. El estado de ánimo del señor Goliadkin era de lo más agitado. Le aterraba la idea de ir a la oficina. Tenía el fuerte presentimiento de que allí le acechaba alguna contrariedad.

«Si uno va allí cae de bruces en el ajo —cavilaba—. ¿No será mejor aguantar por ahora? ¿No será mejor aguardar un poco más? ¡Que se las arreglen como puedan! Puedo esperar aquí hoy, recobrar fuerzas, reponerme y pensar en el asunto. Luego aprovecharía un momento oportuno, los cogería por sorpresa y haría como si no hubiese ocurrido nada de particular».

Mientras así meditaba, el señor Goliadkin fumaba una pipa tras otra. El tiempo volaba. Eran ya casi las nueve y media.

«Bueno. Ya son las nueve y media —pensaba—. Es tarde para ir allá. Además, estoy enfermo. ¡Claro que estoy enfermo! ¡Indiscutiblemente enfermo! ¡A ver quién dice que no lo estoy! Y si mandan a investigar, ¡pues que venga el inspector! ¿A mí qué? Me duele la espalda, estoy tosiendo y tengo un catarro. En fin, no puedo ir. De ninguna manera puedo ir con este tiempo. Podría ponerme malo de veras y hasta morirme. Hay mucha mortandad estos días…».

Con tales razonamientos acabó el señor Goliadkin por apaciguar del todo su conciencia y justificarse de antemano ante la reprimenda que esperaba recibir de Andrei Filippovich por no ir a la oficina. En situaciones parecidas nuestro héroe gustaba de justificarse a sus propios ojos con diversas argucias irrefutables y tranquilizar así sus escrúpulos de conciencia. Habiéndolos, pues, tranquilizado por completo, tomó una pipa, la llenó y apenas le hubo dado la primera chupada saltó del diván, arrojó la pipa, se lavó a toda prisa, se afeitó, se peinó, se puso el uniforme y todo lo demás, cogió unos papeles y fue volando a la oficina.

El señor Goliadkin entró en su negociado con timidez, en trémula anticipación de que sucedería algo mortificante, anticipación que, aunque vaga e inconsciente, era, no obstante, desagradable. Se sentó medrosamente en su sitio habitual, junto al oficial mayor Anton Antonovich Setochkin. No miró en torno suyo ni se permitió distracción alguna, sumiéndose en el estudio de los papeles que ante sí tenía. Había resuelto, y se había prometido, dar de lado en lo posible a cuanto pudiera ser provocativo o pudiera comprometerlo de algún modo: a preguntas indiscretas, a bromas y alusiones improcedentes sobre lo ocurrido la noche antes. Incluso decidió prescindir de las cortesías habituales con sus compañeros, tales como preguntarles por la salud, etc. Pero bien se veía que le era imposible mantener esa actitud durante mucho tiempo. La inquietud y la ignorancia de una cosa que tan de cerca le atañía le acongojaba más que la cosa misma. Y he ahí por qué, a despecho de la promesa que se había hecho de no mezclarse en nada, fuera lo que fuese, y de apartarse de todo, fuera lo que fuese, alzaba la cabeza de vez en cuando, a hurtadillas, y miraba furtivamente las caras de sus compañeros, a derecha e izquierda, tratando de inferir por ellas si había algo nuevo, algo especial que tuviera que ver con él y que por algún motivo inconfesable procuraban ocultarle. Sospechaba que había un nexo inequívoco entre lo acontecido la noche antes y lo que en ese momento le rodeaba. Por último, en su angustia empezó a desear que todo se resolviera cuanto antes, como Dios quisiera, hasta con un desastre…, ¡no importaba! El destino vino a secundar su anhelo. No bien hubo formulado su deseo cuando quedaron despejadas sus dudas. Ahora bien, del modo más extraño e insospechado…

La puerta de la sala contigua se abrió silenciosa y tímidamente como anunciando que quien entraba era persona de poca monta. Y una figura bien conocida del señor Goliadkin apareció con aire timorato ante la mesa misma tras la cual estaba sentado nuestro héroe. Éste no levantó la cabeza. No. Miró a esa figura con el rabillo del ojo. Fue una mirada fugaz, pero al punto lo reconoció todo, lo comprendió todo, hasta el más mínimo detalle. Enrojeció de vergüenza y hundió su humillada cabeza en los papeles, con el mismo propósito con que el avestruz asediado por el cazador esconde la suya en la ardiente arena. El recién llegado se inclinó ante Andrei Filippovich y seguidamente se oyó esa voz ceremoniosamente afectuosa con que los jefes de los departamentos administrativos reciben a los subordinados que acaban de llegar.

—Siéntese aquí —dijo Andrei Filippovich señalando al novato el escritorio de Anton Antonovich—. Aquí, frente al señor Goliadkin, y en seguida le daremos algún trabajo. —Andrei Filippovich terminó dirigiendo un rápido y decoroso gesto de advertencia al recién llegado y al momento se sumió en el examen de varios papeles, de los que tenía todo un montón delante.

El señor Goliadkin levantó al cabo la vista y si no se desmayó fue sólo porque lo había presentido todo desde el primer instante, porque había sido advertido de antemano, porque en su corazón había adivinado quién era el recién venido. El primer movimiento del señor Goliadkin fue lanzar una rápida ojeada en torno para ver si alguien estaba cuchicheando, o contaba algún chiste oficinesco sobre el caso, o hacía una mueca de sorpresa, o si, por último, alguien, presa de espanto, se había desplomado bajo su pupitre. Pero con grandísimo asombro suyo nada de ello se produjo. El comportamiento de sus camaradas y colegas le sorprendió. Parecía rebasar las lindes del buen juicio. El señor Goliadkin llegó a asustarse de tan insólito mutismo. La realidad hablaba por sí misma: era un caso extraño, feo, absurdo. ¡Bien había de qué alterarse! Todo esto, por de contado, pasaba sólo fugazmente por el caletre del señor Goliadkin, quien se sentía como si estuvieran asándolo a fuego lento. Y no sin razón. Quien ahora estaba sentado enfrente del señor Goliadkin era el terror del señor Goliadkin, la vergüenza del señor Goliadkin, su pesadilla de la víspera, en una palabra, era el propio señor Goliadkin. No el que ahora, boquiabierto, estaba sentado en su silla con una pluma seca en la mano. No el ayudante del oficial mayor. No al que le gustaba disolverse y perderse en la multitud. No aquél, por último, cuyo continente al andar proclamaba: «No me toque usted y yo no le tocaré», o «no me toque, que no le voy a hacer nada». No. Ése era otro señor Goliadkin, enteramente diferente y, sin embargo, enteramente idéntico al primero, de la misma altura, del mismo talle, vestido del mismo modo, con la misma calvicie. En suma, nada, absolutamente nada, faltaba para una semejanza completa, de tal modo que si los colocasen uno junto a otro nadie, absolutamente nadie, se hubiese comprometido a decir cuál era el auténtico Goliadkin y cuál el falso, cuál el viejo y cuál el nuevo, cuál el original y cual la copia…

Nuestro héroe, si cabe la comparación, se parecía a un hombre sobre el cual, por vía de diversión, un bromista ha enfocado una lente cóncava.

«¿Qué es esto? ¿Es sueño o no? —pensaba—. ¿Es algo real o continuación de lo de ayer? ¿Pero cómo puede ser? ¿Con qué derecho se hace esto? ¿Quién ha admitido a este empleado? ¿Quién lo ha autorizado? ¿Estoy dormido? ¿Estoy soñando?».

El señor Goliadkin probó a pellizcarse y hasta pensó en pellizcar a alguien más… No. No era sueño, y sanseacabó. Sentía que el sudor le brotaba copiosamente, que lo que le pasaba era algo sin precedentes, algo hasta allí nunca visto y, por ello mismo, vergonzoso, para colmo de su infortunio, pues se hacía perfecto cargo del perjuicio que suponía ser el primer ejemplo de tamaña bufonada. Llegó, por fin, a dudar de su propia existencia, y aunque antes estaba dispuesto a todo con tal de despejar sus dudas fuese como fuese, en la índole misma del caso iba, por supuesto, anejo un elemento de sorpresa. La congoja le agobiaba, le torturaba. A veces perdía el discernimiento y le fallaba la memoria. Al volver en su acuerdo tras un momento así notó que su pluma corría maquinal e inconscientemente sobre el papel. Sin fiarse de sí mismo leyó lo que había escrito… y no entendió nada.

Finalmente, el otro señor Goliadkin, que en el ínterin continuaba sentado tranquila y decorosamente, se levantó y desapareció por la puerta de otra sección para atender a algún trámite. El señor Goliadkin echó un vistazo a su alrededor. Nada. Todo estaba en calma. Lo único que se oía era el garrapatear de las plumas sobre el papel, el crujido de las hojas al ser repasadas y el runrún de las conversaciones en rincones algo apartados de donde estaba Andrei Filippovich. El señor Goliadkin lanzó una mirada a Anton Antonovich y como, con toda probabilidad, la fisonomía de nuestro héroe reflejaba su estado de ánimo en ese momento y correspondía a la marcha general del asunto, amén de que en cierto modo llamaba mucho la atención, el bueno de Anton Antonovich soltó la pluma y preguntó con interés nada común por la salud del señor Goliadkin.

—Yo…, yo, Anton Antonovich… —tartamudeó el señor Goliadkin—, estoy perfectamente, Anton Antonovich. De momento no tengo nada, Anton Antonovich —añadió indeciso, sin fiarse aún por completo de este Anton Antonovich cuyo nombre tanto repetía.

—¡Ah! Me pareció que no estaba usted bien. Claro, nada de extraño tendría, ¿sabe usted? Hay por aquí tantas enfermedades, sobre todo ahora…

—Sí, Anton Antonovich. Sé que las hay… Pero yo, Anton Antonovich, yo ni sé cómo decirle…, o sea, desde qué ángulo abordar el asunto, Anton Antonovich.

—¿Qué dice? Francamente, confieso que no le entiendo bien… Dígame con más detalle qué apuros tiene aquí —sugirió Anton Antonovich, quien al ver lágrimas en los ojos del señor Goliadkin empezó también a sentir algunos apuros.

—Yo, la verdad… Aquí, Anton Antonovich…, aquí hay un empleado, Anton Antonovich…

—Bueno, ¿qué? Sigo sin entenderle.

—O sea, Anton Antonovich, hay un empleado que acaba de ingresar.

—Sí, lo hay. Y tiene el mismo apellido que usted.

—¿Qué me dice? —gritó el señor Goliadkin.

—Digo que tiene el mismo apellido que usted. Goliadkin también. ¿Es acaso hermano suyo?

—No, Anton Antonovich. Yo…

—¡Hum! ¡Vaya, hombre! ¡Y yo que pensaba que sería pariente cercano de usted! ¿Sabe? Hay un cierto aire de familia.

El señor Goliadkin quedó paralizado de asombro y durante algún tiempo no pudo decir palabra. ¿Cómo era posible aludir de modo tan trivial a algo tan insólito y grotesco, a una cosa tan rara que hubiera dejado patidifuso al observador más imparcial? ¿Cómo era posible hablar de un «aire de familia» cuando a ojos vistas era como una imagen reflejada en un espejo?

—¿Sabe lo que le aconsejo, Yakov Petrovich? —agregó Anton Antonovich—. Que consulte con un médico. Porque, francamente, no tiene usted muy buena cara. Sobre todo en los ojos tiene usted algo raro.

—No, Anton Antonovich. Yo siento, naturalmente…, o sea, quiero saber qué clase de persona es ese empleado.

—Bueno, sí.

—Mejor dicho, ¿no ha notado algo especial en él, Anton Antonovich?… ¿Algo muy significativo?

—¿A saber?

—Quiero decir, Anton Antonovich, un parecido sorprendente con alguien, por ejemplo, conmigo, sin ir más lejos. Hace un momento, Anton Antonovich, mencionó usted de pasada un aire de familia… ¿Sabe usted que a veces hay mellizos que se parecen como dos gotas de agua, hasta el extremo de que es imposible distinguirlos? Pues bien, a eso me refiero…

—Sí —dijo Anton Antonovich reflexionando un momento como si por vez primera se diese cuenta del caso—. Sí. Justamente. El parecido es, en efecto, sorprendente y no se equivoca usted. Podría confundirse al uno con el otro —agregó asombrado, abriendo los ojos cada vez más—. ¿Y sabe, Yakov Petrovich? Es un parecido prodigioso, fantástico, como se dice a veces… Él es igual que usted… ¿Lo ha notado, Yakov Petrovich? Yo también quería preguntárselo, aunque al principio no me fijé mucho. ¡Prodigioso! ¡Verdaderamente prodigioso! Y dígame, Yakov Petrovich, usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No, señor.

—Él tampoco es de por aquí. Quizá sea del mismo sitio que usted. Su madre de usted, ¿dónde pasó la mayor parte de su vida, si me permite la pregunta?

—¿Dice usted…, dice usted, Anton Antonovich, que él tampoco es de por aquí?

—No, no lo es. Pues sí, es algo prodigioso —prosiguió el locuaz Anton Antonovich, para quien chacharear de cualquier cosa era un genuino deleite—. Es algo que no puede menos de despertar curiosidad. ¡Hay que ver las veces que pasa uno junto a él, se roza o incluso tropieza con él, y no se da uno cuenta! Pero no se preocupe. Estas cosas pasan pronto. Mire, le voy a decir algo. Eso mismo le ocurrió a una tía materna mía. Antes de morir vio a su propio doble delante de ella…

—No, señor. Yo…, perdone que le interrumpa, Anton Antonovich…, yo, Anton Antonovich, lo que quisiera saber es cómo este empleado…, o sea, en qué situación está aquí.

—Ocupa el puesto que quedó vacante con la muerte de Semion Ivanovich. Quedó vacante ese puesto y ahí lo han colocado. ¡Qué buena persona era el difunto Semion Ivanovich! Dicen que ha dejado tres hijos, los tres todavía pequeños. La viuda cayó a los pies de Su Excelencia. Sin embargo, dicen que ella tiene algo puesto a buen recaudo, algún dinerillo, y que lo esconde…

—No, Anton Antonovich. Yo en lo que pienso es todavía en lo otro.

—¿Y eso qué es? ¡Ah, sí! ¿Pero por qué se preocupa tanto por ello? Ya le he dicho que no tiene por qué inquietarse. Eso es cosa del momento. ¿Y qué más da? ¿Qué le va a usted en ello? Es un designio de Dios, es Su voluntad, y sería pecado refunfuñar contra ello. En eso se revela Su infinita sabiduría. Y, por lo que se me alcanza, Yakov Petrovich, en ello no lleva usted culpa alguna. ¡Como si no hubiera bastantes cosas raras en este mundo! La madre Naturaleza es generosa. Y no le pedirán que conteste a eso, porque a eso no puede uno contestar. A propósito, por vía de ejemplo, supongo que habría oído hablar de los…, ¿cómo los llaman? ¡Ah, sí! Hermanos siameses, que nacieron pegados por la espalda, y así viven y comen y duermen. Tengo entendido que ganan mucho dinero.

—Permítame, Anton Antonovich…

—Le comprendo, le comprendo. Sí, pero ¿a qué viene eso? No es nada. Ya le digo que, a mi entender, no hay por qué preocuparse. ¿Qué tiene de particular? Es un empleado como otro cualquiera y, por lo visto, hombre capaz. Habló personalmente con Su Excelencia.

—¡Ah! ¿Y de qué?

—De nada especial. Dicen que dio cuenta cabal de sí mismo y que presentó su caso de modo razonable: «Que esto, que aquello, que lo de más allá, Excelencia. Carezco de medios. Quisiera ingresar en el servicio y muy particularmente bajo su digna dirección…». En fin, que dijo bien lo que se dice en tales casos. Debe de ser listo. Y, por supuesto, se presentó con recomendaciones. Porque sin ellas no se va a ninguna parte…

—Bueno, pero ¿de quién?… Lo que quiero saber es quién anda metido en este indecente asunto.

—Por lo visto fue una buena recomendación. Dicen que Su Excelencia se lo contó riendo a Andrei Filippovich.

—¿Que se lo contó riendo?

—Sí. Se rió y dijo que bueno, que por su parte no había inconveniente con tal que hiciese bien su trabajo…

—¿Y qué más hubo? Me anima usted bastante, Anton Antonovich. Le ruego que me diga lo que hubo después.

—Perdone, pero todavía no… Bueno, sí, no importa. Algo muy sencillo. Le digo una vez más que no tiene por qué inquietarse, porque el caso nada tiene de inquietante…

—No, señor. Lo que quiero preguntarle, Anton Antonovich, es si Su Excelencia dijo algo más…, algo de mí, por ejemplo.

—¡Pues claro! ¡Sí, señor! O, mejor dicho, no. No dijo nada. Puede usted estar completamente tranquilo. Por supuesto, ¿sabe usted?, hay algo sorprendente, y al principio… Bueno, yo mismo casi no lo noté al principio. Francamente, no sé por qué no lo noté hasta que usted me lo advirtió. Pero puede estar perfectamente tranquilo. No dijo nada de particular. Absolutamente nada —añadió el bueno de Anton Antonovich levantándose de su asiento.

—Pues es que yo, Anton Antonovich…

—¡Ah, perdone! He estado chapurreando nimiedades y tengo un asunto importante y urgente. Debo atenderlo.

—¡Anton Antonovich! —se oyó la llamada cortés de Andrei Filippovich—. Su Excelencia pregunta por usted.

—¡Al momento, Andrei Filippovich, al momento voy! —y cogiendo un montón de papeles, Anton Antonovich se acercó a toda prisa a Andrei Filippovich y luego fue al despacho de Su Excelencia.

«¡Conque ésas tenemos! —dijo para sí el señor Goliadkin—. ¡Conque ése es el juego! No está mal. La cosa ha dado un giro inmejorable —se decía nuestro héroe para su capote, frotándose las manos y olvidándose en su gozo de cuanto le rodeaba—. Así, pues, nuestro asunto es común y corriente. Todo acaba en agua de borrajas, sin dejar rastro. Nadie ha notado nada. ¡Y esos pillos no dicen ni pío! Siguen sentados trabajando en sus cosas. ¡Estupendo! ¡Estupendo! Estimo a ese buen hombre, lo he estimado siempre y estoy siempre dispuesto a respetarlo… Pero ahora que lo pienso, temería mucho fiarme de él. Este Anton Antonovich está demasiado chocho y casi se cae de viejo. No obstante, lo estupendo y capital es que Su Excelencia no ha dicho nada y ha echado tierra al asunto. ¡Eso es lo bueno! Sólo que ¿por qué tiene Andrei Filippovich que meterse con sus risitas donde no lo llaman? ¿A él qué le va en ello? ¡Viejo zorro! Siempre se me atraviesa en el camino. Siempre se me cruza por delante como un gato negro. Siempre cruzándose y fastidiando…».

Una vez más el señor Goliadkin miró a su alrededor y cobró ánimos. Sin embargo, le inquietaba un pensamiento vago y enojoso. Incluso llegó a acariciar la idea de provocar a sus compañeros, de tomarles la delantera y, al salir de la oficina o al acercarse a ellos so pretexto de algún asunto, decirles entre una cosa y otra: «Pues tal y tal señores, tal y tal… ¡Hay que ver qué parecido! ¡Cosa rara! ¡Una comedia de errores!…». En suma, tomarlo todo a chirigota y sondear de ese modo la hondura del peligro por aquello de que de donde menos se piensa salta la liebre. Así cavilaba nuestro héroe. Pero eran sólo cavilaciones y cambió de parecer a tiempo. Comprendió que eso sería llevar las cosas demasiado lejos.

«¡Qué talante el tuyo! —se dijo, golpeándose la frente con la mano—. Ahora te sientes retozón. Estás feliz. ¡Qué alma cándida la tuya! No, Yakov Petrovich, más vale que tengamos paciencia. Que esperemos y tengamos paciencia».

En todo caso, como ya se ha indicado, el señor Goliadkin se sintió renacer con nueva esperanza, como si hubiera resucitado de entre los muertos.

«¡Nada, nada! —pensaba—. ¡Igual que si me hubiesen quitado una losa de encima! “Basta con levantar la tapa”, como dice Krylov en su fábula. Y Krylov lleva razón. Sí, Krylov lleva razón. ¡Qué ojo el de ese Krylov! ¡Y qué gran fabulista! En cuanto al otro sujeto, pues bien, que trabaje aquí, que trabaje enhorabuena. Con tal que no se meta en nada ni fastidie a nadie. ¡Que trabaje! Estoy conforme y doy mi visto bueno».

Entre tanto pasaban fugaces las horas y dieron las cuatro antes de que el señor Goliadkin se percatara de ello. Se cerraron las oficinas. Andrei Filippovich tomó el sombrero y, como de costumbre, todos le imitaron. El señor Goliadkin se retrasó un poco, sólo el tiempo necesario, y salió adrede después de los demás, en último lugar, cuando ya todos sus compañeros se dispersaban en varias direcciones. Una vez en la calle, se vio en la gloria, tanto así que sintió el deseo de dar un rodeo e ir por el Nevski Prospekt.

«¡Así es la suerte! —se dijo nuestro héroe—. Un cambio radical e inesperado en el asunto. Y, además, el tiempo ha mejorado. Hay helada y se ven trineos. Al ruso le sienta bien la helada. Hace buenas migas con ella. Amo a los rusos. Y hay una nievecilla recién caída, “en polvo”, como diría un cazador. ¡Tiempo de cazar liebres, con la nieve “en polvo”! En fin, no importa».

Así se manifestaba el contento del señor Goliadkin, pero algo semejante a una congoja seguía hurgándole en la cabeza. De vez en cuando notaba punzadas en el corazón que no acertaba a calmar.

«Sin embargo, esperemos un día más antes de cantar victoria. ¿Pero qué es lo que me pasa? Bueno, pensemos y veamos. A ver, joven amigo mío, pongámonos a reflexionar. En primer lugar, es un hombre igual que tú, exactamente igual que tú. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso he de echarme a llorar porque hay un hombre así? ¿A mí qué? Yo estoy fuera de todo. ¡No me importa un comino, y basta! Lo acepto, y nada más. ¡Que trabaje! Pero es extraño y prodigioso eso que dicen de los hermanos siameses… ¿Pero por qué sacarlos a colación? Pongamos que son mellizos, pero ¿es que no hay también grandes hombres que a veces parecen ridículos? Hasta la historia nos dice que el célebre Suvorov cantaba como un gallo… Claro que por motivos políticos. Y hasta los grandes generales…, sí, pero ¿qué son los generales? Yo sigo mi camino, eso es todo. No quiero saber de nadie y, siendo inocente, desprecio a mis enemigos. No soy un intrigante y de ello me enorgullezco. Franco, probo, pulcro, afable, aseado…».

El señor Goliadkin calló de pronto, se echó a temblar como un azogado y cerró los ojos momentáneamente. En la esperanza, sin embargo, de que la causa de su terror fuera una ilusión, volvió a abrirlos y tímidamente miró de reojo a su derecha. ¡No, no era una ilusión!… Junto a él trotaba sonriente el sujeto a quien había conocido esa mañana. Y éste le miraba cara a cara y aguardaba, por lo visto, una coyuntura para entablar conversación con él. Pero no hubo conversación. Ambos caminaron de tal guisa cincuenta pasos. Todo el afán del señor Goliadkin se cifraba en embozarse todo lo posible, en sepultarse en su gabán y encasquetarse el sombrero hasta los mismísimos ojos. Para colmo de agravio, también el abrigo y el sombrero del otro eran idénticos a los del señor Goliadkin. Diríase que se los habían arrancado de su propio cuerpo.

—Señor mío —dijo al cabo nuestro héroe, procurando reducir su voz a un susurro y sin mirar a su acompañante—, me parece que llevamos camino diferente… Estoy seguro de ello —agregó tras breve pausa—. Estoy seguro de que me entiende usted perfectamente —añadió en conclusión con notable severidad.

—Yo quisiera… —dijo por fin el acompañante del señor Goliadkin—, yo quisiera…, perdóneme, por favor…, no sé a quién acudir aquí…, en mi situación. Espero que perdone mi impertinencia, pero llegó a parecerme que, movido por la simpatía, mostró usted algún interés por mí esta mañana. Yo, por mi parte, me sentí atraído hacia usted desde el primer instante. Yo…

En este punto el señor Goliadkin deseaba secretamente que a su nuevo colega se lo tragara la tierra.

—Si me atreviera a esperar, Yakov Petrovich, que se dignase escucharme…

—Aquí…, aquí estamos… Lo mejor será que vayamos a mi casa —repuso el señor Goliadkin—. Crucemos ahora al otro lado del Nevski Prospekt. Será más conveniente para los dos… Y luego por esa callejuela… Mejor será que hagamos eso.

—Sí, muy bien. Tomemos por esa callejuela —dijo con timidez el sumiso acompañante del señor Goliadkin, dando a entender por el tono de su respuesta que a él no le cumplía escoger y que, en su situación, estaba dispuesto a contentarse con la callejuela. El señor Goliadkin, a su vez, no comprendía nada de lo que le pasaba. No daba crédito a sus sentidos. Todavía no había salido de su asombro.