Capítulo 5

Acababan de sonar las doce de la noche en los relojes que marcan y dan la hora en todas las torres de Petersburgo cuando el señor Goliadkin, fuera de sí, corrió al muelle de la Fontanka, junto al puente Izmailovski, para zafarse de los enemigos que le perseguían, de los insultos que en aluvión caían sobre él, de los gritos de alarma de las viejas, de los lamentos y suspiros de otras mujeres y de las miradas aplastantes de Andrei Filippovich. Había quedado aniquilado en el pleno sentido de la palabra, y si aún podía correr era sólo por un milagro en que él mismo se negaba a creer. La noche era horrenda, noche de noviembre, húmeda, neblinosa, lluviosa, nivosa, noche preñada de catarros, resfriados, flemones, calenturas, anginas, fiebres de todo género y gravedad, en suma, una de esas noches con que el mes de noviembre galardona a la ciudad de Petersburgo. El viento aullaba en las calles desiertas, alborotando el agua negra de la Fontanka, que brincaba por encima de las argollas de amarre, y haciendo rechinar con su empuje los débiles faroles del muelle, que a su vez respondían con esos chirridos agudos y ensordecedores que forman el incesante concierto de sonidos inaguantables tan conocidos de los habitantes de Petersburgo. Llovía y nevaba al mismo tiempo. Los chorros de agua en que el viento convertía la copiosa lluvia cruzaban horizontalmente, como lanzados por la manga de un bombero, pinchando y cortando la cara del infortunado señor Goliadkin como otros tantos alfileres y agujas. En el silencio nocturno, sólo interrumpido por el lejano retumbar de los carruajes, el ulular del viento y el rechinar de los faroles, se oía el lúgubre gluglú del agua que caía de todos los tejados, cobertizos, canalones y cornisas sobre las aceras de granito. No se veía un alma por ninguna parte, ni se contaría con verla a tal hora y con tal tiempo. Así, pues, únicamente el señor Goliadkin, a solas con su congoja, trotaba en esa ocasión por la acera de la Fontanka con su paso habitual, corto y ligero, ansiando llegar cuanto antes a su calle Shestilavochnaya, a su cuarto piso, a su domicilio.

Aunque la nieve, la lluvia y otras tribulaciones nefandas, cuando en Petersburgo ruge la tempestad en el cielo de noviembre, atacaron de pronto y como de común acuerdo al señor Goliadkin, ya aniquilado por los pesares, sin darle respiro ni sosiego, calándolo hasta los huesos, anublándole los ojos, congelándolo por los cuatro costados sacándolo a empellones de su camino y de sus casillas… aunque todo esto, repito, había descargado sobre él de un golpe, como confabulándose y cooperando con todos sus enemigos para dar remate a un día, una tarde y una noche que no olvidaría jamás…, a despecho de todo esto el señor Goliadkin permaneció casi insensible a esta última prueba de su adversa fortuna: tanto le aturdió y consternó lo que le había acontecido unos minutos antes en casa del consejero civil Berendeyev. Si ahora un observador externo e imparcial echase un vistazo al señor Goliadkin y viese su atormentada fuga, comprendería al punto el espantoso horror de sus infortunios y diría sin más que tenía el aspecto de un hombre que quería escaparse y esconderse de sí mismo. Sí, eso precisamente. Más aún, ahora el señor Goliadkin no sólo deseaba escapar de sí mismo, sino destruirse por completo, dejar de ser, convertirse en polvo. En ese momento no tenía noción alguna de lo que le rodeaba, no entendía nada de lo que a su alrededor sucedía, y daba la impresión de que no existían para él las humillaciones de esa malhadada noche, ni la larga carrera, ni la lluvia, ni la nieve, ni el viento, ni el tiempo de perros que hacía. Un chanclo que se le desprendió de la bota del pie derecho quedó donde había caído, en la nieve y el lodo de la acera de la Fontanka, y el señor Goliadkin no pensó en volver a recogerlo, pues ni siquiera advirtió la pérdida. Su trastorno era tal que de vez en cuando, a despecho de cuanto le rodeaba, transido por la magnitud de su reciente desliz, hacía alto en su carrera y se quedaba inmóvil, clavado en medio de la acera. En momentos tales se esfumaba, dejaba de existir. Luego arrancaba otra vez como enloquecido y corría, corría desalentado, como si se viese perseguido y quisiese escapar a todo trance de una calamidad todavía mayor… Era horrible, en efecto, su situación…

Por fin, agotadas sus fuerzas, el señor Goliadkin se detuvo, se acodó en la barandilla del muelle como hombre a quien de pronto empieza a sangrarle la nariz, y se puso a mirar fijamente las aguas negras y revueltas de la Fontanka. No se sabe cuánto tiempo pasó de ese modo. Lo único que se sabe es que ya para entonces el señor Goliadkin había llegado a extremo tal de desesperación, se sentía tan lacerado, tan exhausto, tan gastado, tan vaciado de bríos —de los que en todo caso no le quedaban muchos—, que se olvidó de todo, del puente Izmailovski, de la calle Shestilavochnaya y de su propia situación… ¿Para qué preocuparse? Porque a él le tenía sin cuidado. Lo hecho estaba hecho y punto final: firmado y sellado. ¿A él qué le importaba?… De pronto…, de pronto se estremeció de pies a cabeza, e instintivamente, de un respingo, se apartó dos pasos de donde estaba. Con inquietud inexplicable miró en torno suyo, pero no vio a nadie ni ocurría nada de particular. Y, sin embargo…, sin embargo, le pareció que alguien había estado allí, en ese preciso momento y en ese lugar preciso, allí junto a él, apoyado también en la barandilla del muelle y, ¡cosa rara!, hasta le había hablado, le había dicho algo con rapidez, en voz entrecortada, algo no del todo inteligible, pero que le atañía muy de cerca, que le concernía directamente.

«¿Qué es esto? ¿Lo habré soñado? —dijo el señor Goliadkin mirando una vez más a su alrededor—. ¿Pero dónde estoy? ¡Vaya, vaya!», concluyó, sacudiendo la cabeza, mientras que con dolorosa inquietud, más aún, con pavor, empezó a otear la lóbrega lejanía, aguzando cuanto pudo la mirada y esforzándose por penetrar con sus ojos miopes la húmeda tiniebla que ante sí tenía. Pero no había nada nuevo. Nada de particular se ofreció a la vista del señor Goliadkin. Todo parecía estar en orden, como Dios manda, esto es, la nieve caía más copiosa y espesa, no se veía gota a veinte pasos de distancia, el rechinar de los faroles era más agudo que antes y el viento silbaba su melancólica canción en tono más triste y plañidero, como mendigo importuno que pide un ochavo para poder comer.

«¡Vaya, vaya! ¿Pero qué me pasa?», repitió el señor Goliadkin, poniéndose de nuevo en camino y todavía mirando en torno de vez en cuando. Entre tanto una nueva sensación hizo presa de él, mezcla de congoja y pavor… y un escalofrío febril le recorrió todo el cuerpo. Fue un momento intolerablemente penoso.

«Bueno, no es nada —dijo para envalentonarse—. Quizá no sea nada que mancille la honra de nadie. Quizá haya sido necesario —prosiguió sin entender él mismo lo que decía—. Quizá todo esto sea a la larga para bien. Quizá no haya de qué quejarse y todo el mundo quede justificado».

Razonando de esa suerte y confortándose con sus propias palabras, el señor Goliadkin se enderezó de una sacudida, barrió a manotazos la espesa capa de nieve que le cubría el sombrero, el cuello, el gabán, la corbata, las botas y todo lo demás, pero no pudo desembarazarse de aquella extraña sensación, de la congoja imprecisa que le invadía. A lo lejos se oyó el disparo de un cañón.

«¡Valiente tiempo! —pensó nuestro héroe—. ¿No será ese cañonazo por una inundación? Bien claro está que el agua ha subido mucho de nivel».

No bien hubo dicho o pensado esto el señor Goliadkin cuando vio venir hacia él a un transeúnte que probablemente también se había retrasado por algún motivo. La cosa era fortuita y no parecía tener mayor importancia. Pero, no se sabe por qué, el señor Goliadkin se turbó y hasta se acobardó. Perdió pie. No temía que fuese algún sujeto peligroso, pero quizá…

«¡Quién sabe lo que será este rezagado! —cruzó por su mente—. Bien puede ser lo más importante de este asunto y que no pase por aquí casualmente, sino con intención de cortarme el paso y provocarme».

Ahora bien, es posible que el señor Goliadkin no pensara exactamente así, sino que sintiera de momento algo igual de desagradable. Pero no había tiempo para pensar o sentir. El transeúnte estaba ya a dos pasos. Al momento, y por sempiterna costumbre suya, el señor Goliadkin se aprestó a dar a su semblante una expresión peculiar que decía a las claras que él, Goliadkin, iba por su camino, que no le pasaba nada, que la calle era bastante ancha para todos, y que él, Goliadkin, no perjudicaba a nadie. De pronto quedó inmóvil, clavado en el sitio, como alcanzado por un rayo, y al momento se volvió para mirar al viandante que acababa de pasar, y se volvió como constreñido a hacerlo, como veleta impulsada por el viento. El transeúnte desapareció rápidamente en un torbellino de nieve. Caminaba de prisa también y, al igual que el señor Goliadkin, iba arropado y embozado de pies a cabeza y, también como él, trotaba por la acera de la Fontanka con pasos cortos y rápidos.

«¿Qué es esto?», murmuró el señor Goliadkin sonriendo incrédulo, pero temblando todo él y sintiendo un escalofrío a lo largo del espinazo. Mientras tanto, el transeúnte había desaparecido por completo y ya no se oía el ruido de sus pasos, pero el señor Goliadkin seguía plantado allí, mirando por donde se había ido. Al cabo volvió en su acuerdo.

«¿Pero qué es esto? —pensó irritado—. ¿Acaso me estoy volviendo loco?».

Giró sobre los talones y prosiguió su camino, apretando aún más el paso y haciendo lo posible por no pensar en nada. Hasta cerró los ojos con ese fin. De pronto, a través del viento ululante y el fragor de la tempestad, volvió a llegar a sus oídos el ruido de pasos bastante cercanos. Se estremeció y abrió los ojos. A veinte pasos de él se perfiló la figura de un hombre que se le acercaba apresuradamente, a un buen trote, acortando veloz la distancia que mediaba entre ellos. El señor Goliadkin pudo al fin ver con claridad a su nuevo compañero noctámbulo y lanzó una exclamación de asombro y horror. Le flaquearon las piernas. Era el mismo transeúnte junto al cual había pasado diez minutos antes, que ahora reaparecía inopinadamente. Pero no fue sólo ese portento lo que maravilló al señor Goliadkin, y tan maravillado estaba que hizo alto, lanzó un chillido e intentó decir algo. Echó a correr tras el desconocido, gritándole algo, con la probable intención de detenerlo lo antes posible. El desconocido se detuvo, en efecto, a unos diez pasos del señor Goliadkin, donde la luz de un farol alumbraba toda su figura, dio la vuelta para encararse con él y, con inquietud e impaciencia, esperó a ver qué decía.

—Perdón. Quizá me he equivocado —dijo nuestro héroe con voz trémula.

El desconocido le volvió la espalda irritado y a toda prisa reemprendió la marcha como afanoso de recuperar los dos segundos que había perdido con el señor Goliadkin. En cuanto a éste, le temblaba el cuerpo entero, se le doblaban las piernas, se desmadejaba todo él, y con un gemido se sentó en el borde de la acera. Pero, bien mirado, tenía motivo bastante de trastorno, pues creyó que el desconocido le era de algún modo familiar. Esto, en sí, no tenía nada de particular. Ahora bien, conocía a ese hombre, estaba casi seguro de conocerlo.

Lo había visto a menudo, incluso hacía poco. ¿Pero dónde? ¿El día antes? Lo importante, sin embargo, no era tampoco haberlo visto a menudo. En ese hombre nada llamaba la atención a primera vista. Era un hombre como otro cualquiera, un hombre, por supuesto, respetable como lo son todos los hombres respetables, y hasta quizá con algunas buenas cualidades. En suma, un hombre que iba por su camino. El señor Goliadkin no sentía odio, ni inquina, ni la más mínima antipatía hacia ese hombre; antes bien, todo lo contrario. Y, sin embargo —y esto sí era lo principal—, no hubiera querido encontrarse con él por todo el oro del mundo y, en particular, encontrarse con él en circunstancias como las actuales. Más aún, el señor Goliadkin conocía plenamente a ese hombre, sabía incluso cómo se llamaba, cuál era su apellido. Y, sin embargo, para decirlo una vez más, no hubiera pronunciado su nombre por todo el oro del mundo ni hubiera confesado que se llamaba así, que tal era su patronímico y tal su apellido. No puedo decir si el aturdimiento del señor Goliadkin duró poco o mucho, ni cuánto tiempo permaneció sentado al borde de la acera, pero al fin se repuso un tanto y echó a correr cuanto le permitían sus piernas, sin mirar atrás. Iba jadeante, casi desalentado. Tropezó un par de veces y a punto estuvo de caer, y una de esas veces el otro chanclo del señor Goliadkin se despidió de su correspondiente bota. Finalmente el señor Goliadkin acortó un poco el paso para tomar aliento, echó una ojeada fugaz a su alrededor y vio que, sin advertirlo, había recorrido su camino habitual a lo largo de la Fontanka, cruzado el puente Anichkov, seguido un trozo del Nevski Prospekt, y que estaba ahora en la esquina de la calle Liteinaya. Su estado en ese momento era análogo al de un hombre que se halla al borde de un horrible precipicio cuando la tierra se desmorona bajo sus pies, tiembla, se mueve, oscila por última vez y se hunde, arrastrándolo, en el abismo, mientras el cuitado carece de bríos o fuerza de voluntad para dar un salto atrás, para desviar los ojos de la sima voraz. El abismo lo llama y él mismo acaba por lanzarse en él, ansioso de apresurar su fin. El señor Goliadkin presentía, sabía, estaba absolutamente seguro, de que algo maligno le sobrevendría en el camino, de que un nuevo infortunio descargaría sobre él, por ejemplo, que volvería a tropezar con su desconocido. Pero, por extraño que parezca, él mismo deseaba ese encuentro, lo juzgaba inevitable, e imploraba sólo que todo acabara cuanto antes, que su situación se resolviese de algún modo, con tal que, repetimos, fuera lo más pronto posible. Y entre tanto seguía corriendo, como empujado por una fuerza ajena, puesto que su cuerpo sólo albergaba debilidad y embotamiento. No podía pensar en nada, aunque su mente, como la lapa, se agarraba a todo. Una inmunda perrita extraviada, toda temblorosa y calada hasta los huesos, se pegó al señor Goliadkin y se puso a correr junto a él, gachas las orejas y abatido el rabo, mirándolo de vez en cuando con ojos tímidos e inteligentes. Una idea largo tiempo olvidada —el recuerdo de algo que sucedió tiempo atrás— penetró de nuevo en la cabeza de nuestro héroe, golpeándosela, irritándolo y sin dejarle en paz.

«¡Vaya, hombre! ¡Qué perra tan asquerosa!», murmuró el señor Goliadkin sin comprender él mismo lo que decía. Finalmente vio a su desconocido en la esquina de la calle Italyanskaya. Pero ahora, en vez de venir a su encuentro, iba en la misma dirección, corriendo a unos cuantos pasos delante de él. Llegaron por fin a la calle Shestilavochnaya. Al señor Goliadkin le faltaba el aliento. El desconocido se detuvo justamente ante la casa en la que el señor Goliadkin tenía su vivienda. Se oyó el tintineo de la campanilla y casi simultáneamente el chirrido del cerrojo. Se abrió el postigo, el desconocido se agachó, quedó visible un momento y desapareció. Casi en el mismo instante llegó allí el señor Goliadkin y se deslizó veloz por el postigo. Sin escuchar al portero, que refunfuñaba algo, entró corriendo en el patio, casi sin poder respirar, y por un segundo alcanzó a ver a su interesante compañero al pie de la escalera que conducía al piso del señor Goliadkin. Éste se lanzó en pos de él. La escalera estaba oscura, húmeda y mugrienta. En los descansillos había montones de basura depositados allí por los inquilinos. Un extraño que subiese esa escalera después de anochecido necesitaría media hora para hacerlo, sin contar el riesgo de quebrarse una pierna, y acabaría maldiciendo la escalera y a los amigos que se habían ido a vivir a semejante lugar. Pero el compañero del señor Goliadkin parecía ser conocido allí, mejor dicho, parecía alguien de la casa. Subía a paso ligero, sin esforzarse y con pleno conocimiento del sitio. El señor Goliadkin estuvo a punto de alcanzarlo. Dos o tres veces le rozó la nariz el borde del gabán del desconocido. De pronto se le cayó el alma a los pies. El misterioso personaje se detuvo frente a la puerta misma del apartamento del señor Goliadkin, llamó con los nudillos y (lo que en otra ocasión hubiera sorprendido al señor Goliadkin). Petrushka, como si hubiera estado esperando sin acostarse, abrió al punto la puerta y con una bujía en la mano alumbró la entrada del desconocido. Fuera de sí, nuestro héroe entró corriendo en su domicilio. Sin despojarse del gabán y el sombrero siguió por el corto pasillo y se detuvo, como alcanzado por un rayo, en el umbral de su habitación. Todos los presentimientos del señor Goliadkin se habían cumplido. Todo lo que temía y sospechaba se había trocado en realidad. Se le cortó el aliento y sintió un mareo. El desconocido estaba sentado en su propia cama, sin quitarse el gabán y el sombrero; y con una ligera sonrisa, frunciendo levemente el entrecejo, le dirigía un amistoso movimiento de cabeza. El señor Goliadkin quiso gritar, pero no pudo; protestar de alguna manera, pero le fallaron las fuerzas. Se le erizó el cabello y se desplomó exánime del horror que sentía. ¿Y cómo no? Él señor Goliadkin había reconocido enteramente a su amigo nocturno. Su amigo nocturno no era otro que él mismo, el propio señor Goliadkin, otro señor Goliadkin, pero absolutamente idéntico a él… En una palabra, su doble…