Capítulo 4

El día —ese día festivo del cumpleaños de Klara Olsufievna, hija única del consejero civil Berendeyev, antaño benefactor del señor Goliadkin— fúe celebrado con una soberbia y magnífica comida como no se había visto desde hacía mucho tiempo en casa de un funcionario público en los alrededores del puente Izmailovski. Una comida que más que tal era un banquete del rey Baltasar, pues algo de babilónico tenía en cuanto a suntuosidad, elegancia y pertinencia: con champaña Veuve-Clicquot, ostras, fruta de las casas Yeliseyev y Miliutin, ternera jugosa y tarjeta con indicación del rango de cada comensal. Ese día festivo, celebrado con tan opíparo festín, concluyó con un baile brillante, un pequeño e íntimo baile de familia, aunque brillante en cuanto a gusto, lucimiento y decoro. Reconozco, por supuesto, que no faltan bailes de esa índole, pero se dan raras veces. Bailes así, más parecidos a festejos familiares que a bailes propiamente dichos, pueden darse sólo en casas como, por ejemplo, la del consejero civil Berendeyev. Diré algo más: dudo que todos los consejeros civiles puedan dar bailes de ese género. ¡Oh, si fuera poeta! Entiéndase, claro está, como Homero o Pushkin, porque sería vano propósito intentarlo con menos talento. Si fuera poeta pintaría a grandes rasgos y vivos colores, ¡oh lector!, todo ese día tan notablemente festivo. Mejor aún, empezaría mi poema con la comida, subrayando en particular ese momento mágico y triunfal en que se levantó la primera copa en honor de la reina de la fiesta. En primer lugar describiría a los invitados, sumidos en reverente y expectante silencio que, como silencio, tenía toda la elocuencia de Demóstenes. Luego dibujaría a Andrei Filippovich, como al mayor en edad de los invitados, con cierto derecho a la primacía por sus canas venerables y las condecoraciones pertinentes a ellas, poniéndose de pie y alzando en brindis la copa de vino espumoso traído exprofeso de un reino lejano para ser saboreado en momentos como éste, vino que más que vino parecía néctar de los dioses. Retrataría a los invitados y a los felices padres de la reina de la fiesta, alzando también sus copas después de hacerlo Andrei Filippovich y clavando en él miradas de expectación. Narraría cómo este Andrei Filippovich, tan a menudo mentado, dejando caer primero una lágrima en su copa, pronunciaría unas palabras de bienvenida y felicitación, propondría un brindis y bebería a la salud de… Pero confieso —lo confieso sin ambages— que no tengo bastante talento para describir lo excelso del momento en que la propia reina de la fiesta, Klara Olsufievna, como rosa temprana ruborizada por la felicidad y el pudor, cayó vencida por la emoción en los brazos de su tierna madre. Cómo su tierna madre derramaba también alguna lágrima y cómo su padre, el venerable anciano y consejero civil Olsufi Ivanovich, que había perdido el uso de una pierna durante sus largos años de servicio y a quien la suerte había premiado su celo con un pequeño capital, una casita, algunas fincas rústicas y una hija hermosa, rompió a llorar como un chicuelo y proclamó entre lágrimas que Su Excelencia era el espíritu mismo de la beneficencia. Yo no podría —¡no, de ninguna manera podría!— describir al lector el entusiasmo clamoroso que después de eso inundó los corazones y que se manifestó bien a las claras en la conducta de un joven escribiente (que en ese momento más parecía un consejero civil que un humilde escribiente), quien también derramó su lagrimita escuchando a Andrei Filippovich. Por su parte, en ese momento triunfal Andrei Filippovich ya no se parecía en lo más mínimo a un consejero civil y jefe de negociado de un departamento. No, señores…, se parecía a otra cosa, pero desde luego no a un consejero civil. A otra cosa mucho más elevada. Y por último… ¡Ay! ¿Por qué no poseo el secreto de un estilo vigoroso y altisonante, de un estilo solemne capaz de reproducir esos momentos tan bellos como edificantes de la vida humana que parecen existir como prueba de que la virtud triunfa a veces del vicio, la envidia, la incredulidad y la mala intención? No diré nada, pero sí apuntaré en silencio —lo que será mejor que la elocuencia— a un afortunado joven que ha cumplido sus veintiséis primaveras: al sobrino de Andrei Filippovich, Vladimir Semionovich, que se levanta a su vez y propone un brindis, y en quien se fijan los ojos arrasados de lágrimas de los padres de la reina de la fiesta, los ojos orgullosos de Andrei Filippovich, los ojos pudorosos de la propia Klara Olsufievna, los ojos extáticos de los invitados y aun los ojos cortésmente celosos de algunos colegas jóvenes del brillante mozo. No diré nada, si bien no puedo menos de observar que todo en este joven —que más que un joven parece un viejo, dicho sea en favor suyo—, desde sus mejillas sonrosadas hasta el rango de asesor que ostenta, revela lo alto a que puede llegar un hombre de buenos modales. No describiré cómo, por último, Anton Antonovich Setochkin, vejete de pelo blanco, oficial mayor de un departamento, colega de Andrei Filippovich y anteriormente de Olsufi Ivanovich, y también antiguo amigo de la casa y padrino de Klara Olsufievna, propuso a su vez un brindis, imitó el canto del gallo y recitó versos jocosos. Y cómo con este decoroso quebranto del decoro —si se permite la expresión— hizo partirse de risa a todos los presentes, con lo que la propia Klara Olsufievna, siguiendo instrucciones de sus padres, premió con un beso tal regocijo e hilaridad. Sólo diré, por último, que los invitados, quienes tras comida semejante se mirarían sin duda como hermanos e íntimos amigos, se levantaron de la mesa. Cómo después los caballeros mayores y formales, tras breve rato de amigable conversación y, por supuesto, de confidencias amables y sumamente correctas, pasaron sosegadamente a otra sala donde sin perder un tiempo precioso se dividieron en grupos y, con la dignidad conveniente, se sentaron a las mesas cubiertas de bayeta verde. Cómo las señoras, instaladas en el salón, se tornaron de pronto insólitamente amables y se pusieron a hablar de varias materias. Cómo, por fin, el muy estimable anfitrión, que había sacrificado una pierna en aras de la fe y la verdad y que fue recompensado por ello con lo indicado más arriba, empezó a circular entre sus invitados apoyado en sus muletas y sostenido por Vladimir Semionovich y Klara Olsufievna. Y cómo, volviéndose también muy amable, resolvió improvisar un bailecito modesto sin parar mientes en los gastos. Cómo con tal objeto mandó a un joven muy capaz (el mismo que durante la comida más parecía un consejero civil que un joven) en busca de músicos. Cómo llegaron los músicos, nada menos que once. Y cómo, por último, a las ocho y media en punto se oyeron los cautivadores acordes de una quadrille francesa, seguidos de otra música de baile…

Huelga decir que mi pluma es demasiado torpe, roma e imprecisa para describir como Dios manda el baile improvisado con inusitada amabilidad por nuestro venerable anfitrión. ¿Y cómo puedo yo —pregunto—, humilde cronista de las aventuras del señor Goliadkin —aunque muy curiosas a su manera—, describir esa rara y honorable combinación de belleza, esplendor, decoro, amable probidad, proba amabilidad, jocundidad y regocijo? ¿Cómo puedo representar los retozos y risas de las esposas e hijas de esos funcionarios, damas que más que damas parecían hadas —dicho sea en favor suyo—, con hombros y rostros en que se mezclaban la rosa y el lirio, talles cimbreantes, piececitos ligeros y juguetones, homeopáticos, por decirlo con pedantería? ¿Cómo, en fin, puedo retratar a esos brillantes caballeros de la administración pública, correctos a la vez que alegres, mozos sobrios, joviales al par que modosamente melancólicos, algunos de los cuales, en el descanso entre los bailes, fuman una pipa en un remoto cuartito verde, mientras que otros no fuman? Caballeros del primero al último, de buena familia, que ocupan buenos puestos en el escalafón. Caballeros con un fino sentido de la elegancia y la dignidad personal. Caballeros que en su mayoría hablan francés con las damas, y si hablan ruso emplean frases altisonantes, galanterías y locuciones profundas. Caballeros que, acaso sólo en el fumador, se permiten alguna amable desviación del lenguaje de buen tono, alguna frase de amistosa y afable intimidad, como, por ejemplo: «Oye, Petka, ¡vaya polca que te has tirado!», o «¡Anda, Vasia, picarón, que no te has aprovechado, que digamos, de tu parejita!». Para todo eso, como he tenido el honor de indicar arriba, ¡oh lector!, no basta mi pluma y por eso me callo. Más vale que volvamos al señor Goliadkin, verdadero héroe de nuestra veraz historia.

Se trata, pues, de que estaba ahora en una situación que, sin exagerar, cabe llamar harto insólita. Él también, señoras y señores, se encontraba allí, es decir, no precisamente en el baile, sino casi en el baile. Se encontraba bien y seguía por su camino, aunque de momento ese camino no fuera exactamente recto. Estaba ahora —casi cuesta trabajo decirlo— en el descansillo de la escalera de servicio de Olsufi Ivanovich. Pero nada de particular tiene que estuviera allí. Se sentía bien. Se hallaba en un rincón, acurrucado en un espacio exiguo que, si no caliente, estaba cuando menos oscuro, disimulado a medias por un enorme aparador y unos biombos vetustos, entre un montón de trastos viejos, materiales de desecho y toda suerte de basura. Ahí estaba oculto hasta que llegara la hora, y mientras tanto se limitaba a seguir el curso de los acontecimientos como observador imparcial. Ahora, señoras y señores, se limitaba a observar. Si él quisiera, también podría entrar… ¿y por qué no entrar? Bastaría dar un paso y entraría. Entraría tan campante. Fue sólo entonces, cuando llevaba ya más de dos horas pasando frío, de pie entre el aparador y los biombos, en medio del montón de trastos viejos, desperdicios y basuras, cuando en justificación propia citó una frase del llorado ministro francés Villèle, a saber: «Todo llega a su debido tiempo para quien sabe esperar»; frase que el señor Goliadkin había leído tiempo atrás en un libro que versaba sobre un tema por completo diferente, pero cuyo recuerdo venía muy a propósito en el momento actual. En primer lugar, la frase resultaba pintiparada para su situación presente y, en segundo, ¿qué no pasará por el magín de un hombre que espera el desenlace feliz de su embrollo al cabo de casi tres horas de plantón en el oscuro y frío descansillo de una escalera? Después de citar, como queda indicado, la muy oportuna frase del ministro francés Villéle, el señor Goliadkin recordó, no se sabe por qué, al antiguo visir turco Martsimiris y a la bellísima margravina Luisa, de cuyas vidas se había enterado por otro libro leído hacía tiempo. Seguidamente le vino a la memoria que los jesuitas tienen como máxima la de dar por buenos todos los medios que conducen al fin propuesto. Alentado un tanto por ese dato histórico, el señor Goliadkin se preguntó qué eran los jesuitas. ¡Mentecatos el que más y el que menos! ¡Él los eclipsaría, los dejaría tamañitos! Y bastaría con que el buffet (que era la habitación cuya puerta daba acceso al descansillo de la escalera de servicio donde ahora estaba el señor Goliadkin) quedase un instante libre de gente para que él, a despecho de todos los jesuitas habidos y por haber, lo atravesase en un abrir y cerrar de ojos, pasase de allí al salón de té, luego a la sala donde estaban jugando a las cartas, y de allí directamente al salón donde ahora estaban bailando la polca. Y atravesaría todo eso, ¡claro que lo atravesaría, a pesar de todos los pesares!, se colaría por allí sin que nadie lo notara. Y una vez allí, bien sabría lo que habría que hacer.

He aquí la situación, señoras y señores, en que encontramos ahora al héroe de nuestra verídica historia, aunque sería arduo explicar lo que precisamente le ocurría. Había conseguido llegar hasta la escalera y el descansillo, por la sencilla razón de que todos los demás lo habían conseguido. ¿Por qué no iba a conseguirlo él también? Pero estaba claro que no osaba pasar adelante…, no porque no supiera hacerlo, sino porque no quería, porque prefería obrar a la chita callando. Y he aquí por qué, señoras y señores, esperaba allí en silencio y llevaba ya dos horas esperando. ¿Y por qué no esperar? El propio Villèle había esperado. «¿Pero qué pinta aquí Villéle? —se preguntaba el señor Goliadkin—. ¿A santo de qué mezclarlo en esto? ¿Y si ahora… me arrancase y entrara?… ¡Ay, no eres más que un comparsa! —dijo el señor Goliadkin pellizcándose la aterida mejilla con los dedos ateridos—. ¡Qué tonto eres, Goliadkin!».

Estas lisonjas dirigidas en tal momento a la propia persona las decía porque sí, de pasada, sin ningún propósito ostensible. Estaba a punto de arrancarse y, en efecto dio un paso adelante. Había llegado el momento. En el buffet no había nadie, como pudo comprobar mirando por un ventanillo. Dio dos pasos más, llegó a la puerta y la abrió un poco. ¿Entrar o no entrar? ¿Entrar o no? «Sí, entraré, ¿por qué no? ¡Para el audaz siempre está franco el camino!». Espoleándose de ese modo, nuestro héroe se refugió, veloz e inesperadamente, tras un biombo.

«No —pensaba—. ¿Y si entra alguien? ¡Ahí está la prueba! ¡Alguien acaba de entrar! ¿Por qué me quedé embobado cuando no había nadie? ¡Nada! ¡Liarse la manta a la cabeza y entrar! ¿Pero por qué decir eso cuando uno es como es? ¡Qué pésima índole la mía! Me he asustado como una gallina. ¡Lo que es cobarde, lo soy! No tiene vuelta de hoja. Siempre echándolo todo a perder. De eso no cabe duda. ¡Y aquí estoy de plantón como un pazguato! Podría estar en casa tomando una taza de té… ¡Con lo bien que me vendría una taza de té! Si llego tarde, Petrushka se pondrá a rezongar. ¿Por qué no irme a casa? ¡Al cuerno con esto! Bueno, andando».

Una vez resuelta así la situación, el señor Goliadkin dio un paso adelante con tal prisa que pareció haber saltado por resorte. En dos zancadas se encontró en el buffet, se despojó del gabán y el sombrero, metió todo ello en un rincón, se estiró el uniforme y se alisó el pelo. Entonces…, entonces entró en el salón de té; de allí se precipitó a otra sala, escurriéndose inadvertido entre los jugadores absortos en su partida de cartas; luego… en ese punto el señor Goliadkin perdió la noción de cuanto sucedía en torno suyo y, de pronto, como caído de las nubes, se encontró en el salón de baile.

Como de propósito, en ese momento no se bailaba. Las damas, en enjambres pintorescos, paseaban por el salón. Los caballeros formaban pequeños corros o volaban de aquí para allá en busca de pareja. El señor Goliadkin no se percató de nada de ello. Vio sólo a Klara Olsufievna, luego a Vladimir Semionovich, a dos o tres oficiales del ejército y a dos o tres jóvenes de porte interesante que, a primera vista, confirmaban las esperanzas cifradas en ellos. Vio a otras personas. O, mejor dicho, no. Ya no veía a nadie ni a nadie miraba… E impelido por el mismo resorte que lo había lanzado a un baile al que no había sido invitado, siguió avanzando resueltamente. Tropezó en su avance con un consejero y le dio un pisotón. Puso el pie en el borde del vestido de una dama venerable y se lo desgarró ligeramente. Dio un empujón a un criado portador de una bandeja, chocó con alguien más y, sin notar nada de ello, mejor dicho, notándolo, pero sin mirar a nadie, siguió adelante hasta que se encontró de pronto frente a Klara Olsufievna. Sin duda hubiera querido que se lo tragase la tierra en ese momento, sin pestañear y con el mayor gusto del mundo. Pero a lo hecho pecho, ya que era imposible volverse atrás. Pero, bueno, y ahora ¿qué? «Si se falla la primera vez, hacer de tripas corazón y si se tiene éxito, perseverar». El señor Goliadkin, por supuesto, no era intrigante ni amigo de hacer reverencias a nadie… Así, pues, sucedió lo que tenía que suceder, sin contar que en ello parecían andar metidos también los jesuitas… Pero el señor Goliadkin no tenía ahora tiempo para ocuparse de ellos. Como en respuesta a una señal, todas las idas y venidas, todos los ruidos, coloquios, risas, cesaron de pronto y poco a poco se fue agolpando una multitud en torno al señor Goliadkin. Ahora bien, éste no parecía oír ni ver nada. Tampoco podía mirar… ¡Ni por pienso miraría a nada o a nadie! Clavó la vista en el suelo y así estuvo, dándose, no obstante, palabra de honor de pegarse un tiro esa misma noche. Después de darse esa palabra, el señor Goliadkin se dijo mentalmente: «¡Manos a la obra!», y con gran asombro suyo rompió de improviso a hablar.

El señor Goliadkin comenzó con felicitaciones y parabienes. Las felicitaciones le resultaron bien, pero tropezó en los parabienes. Había presentido que, si tropezaba, todo saldría al momento manga por hombro. Y así fue. Tropezó y se quedó cortado. Se quedó cortado y enrojeció. Enrojeció y se azoró. Se azoró y levantó los ojos. Levantó los ojos y los paseó a su alrededor. Los paseó a su alrededor y quedó helado de espanto… Todos estaban de pie, todos callaban, todos aguardaban. Alguien, más lejos, decía algo en voz baja. Alguien, más cerca, rompió a reír a carcajadas. El señor Goliadkin lanzó una mirada humilde y abochornada a Andrei Filippovich. Andrei Filippovich le contestó con una mirada tal que si el señor Goliadkin no estuviera ya reventado por completo hubiera quedado reventado por segunda vez, de ser posible. El silencio se prolongó bastante.

—Esto es cuestión de mis circunstancias personales y de mi vida privada, Andrei Filippovich —dijo el señor Goliadkin más muerto que vivo y con voz apenas perceptible—. Éste no es asunto oficial, Andrei Filippovich.

—¡Debiera darle vergüenza, señor mío! —dijo Andrei Filippovich en el mismo tono, con cara de indecible irritación, cogiendo de la mano a Klara Olsufievna y apartándola del señor Goliadkin.

—No tengo por qué avergonzarme, Andrei Filippovich —repuso el señor Goliadkin, también casi en un susurro, azorado, abarcando su entorno con cuitados ojos y tratando de hallar su propio ambiente y nivel social entre esa multitud desconcertada.

»¡No es nada, señores, nada! ¿Qué tiene de particular? Esto puede ocurrirle a cualquiera —murmuró el señor Goliadkin, echándose a un lado para zafarse de la muchedumbre circundante. Le abrieron paso. Nuestro héroe avanzó con algún trabajo entre dos filas de espectadores curiosos y perplejos. Su sino le arrastraba. Él mismo sentía que su sino le arrastraba. Ni que decir tiene que hubiera dado cualquier cosa por poder hallarse ahora, sin perjuicio del decoro, donde había estado antes, a saber, en el descansillo de la escalera de servicio. Pero como ello era absolutamente imposible, trataba de meterse en algún rincón y plantarse allí con modestia e independencia, sin molestar a nadie, sin llamar la atención, pero ganándose la buena voluntad del anfitrión y los invitados. Ahora bien, el señor Goliadkin sentía como si algo se deslizara bajo sus pies, como si estuviera tambaleándose y acabara por caer. Llegó por fin a un rincón y se instaló en él con aire de observador independiente y bastante neutral, con las manos apoyadas en el respaldo de dos sillas, agarrándolas como si tomase posesión de ellas y procurando en lo posible mirar ufano a los invitados de Olsufi Ivanovich que se congregaban a su alrededor. Quien estaba más cerca de él era un oficial del ejército, alto y gallardo, junto al cual el señor Goliadkin se sentía como mísero insecto.

—Estas dos sillas, teniente, están ocupadas. Una es para Klara Olsufievna y la otra para la princesa Chevchehanova, que está bailando. Se las estoy guardando, teniente —dijo el señor Goliadkin con voz entrecortada, mirando suplicante al oficial. Éste se apartó de allí sin decir palabra y con una sonrisa despectiva. Viéndose desairado en un sitio, nuestro héroe decidió probar fortuna en otro y dirigió la palabra a un consejero de aspecto pomposo con una importante condecoración al cuello. Pero el consejero le midió de arriba abajo con una mirada tan gélida que el señor Goliadkin sintió como si se le hubiera echado encima un cubo de agua helada. El señor Goliadkin guardó silencio. Creyó que más valía callar, no decir esta boca es mía, dar a entender que estaba perfectamente bien, que era como cualquier hijo de vecino, y que su situación, a su manera de ver, era de todo punto irreprochable. Con este fin clavó los ojos en los puños de su uniforme, luego levantó la mirada y la posó en un caballero de aspecto sumamente venerable.

«Este caballero lleva peluca —pensó el señor Goliadkin—, y si se la arrancaran le quedaría una cabeza como bola de billar».

Una vez hecho descubrimiento de tanta monta, el señor Goliadkin se acordó de los emires árabes, a quienes, si se les quita el turbante verde que llevan en señal de parentesco con el profeta Mahoma, les quedan también unas cabezas como bolas de billar. A continuación, seguramente por una peculiar asociación de ideas con los turcos, el señor Goliadkin abordó el tema de las babuchas turcas y recordó a propósito que Andrei Filippovich llevaba botas que más parecían babuchas. Es de notar que el señor Goliadkin se iba habituando hasta cierto punto a su situación.

«Esa araña de luces de ahí arriba —pensó—, si se desprendiera y cayera sobre la concurrencia… me lanzaría al momento a salvar a Klara Olsufievna. Después de salvarla le diría: “No se inquiete, señorita, que no es nada. Yo soy su salvador”. Luego…».

Aquí el señor Goliadkin miró de reojo buscando a Klara Olsufievna y vio que Gerasimych, el viejo mayordomo de Olsufi Ivanovich, venía derecho hacia él con el aire preocupado de quien cumple un solemne deber oficial. El señor Goliadkin se estremeció y una sensación tan enojosa como inexplicable le contrajo el rostro. Maquinalmente miró a su alrededor. Tenía idea de que de algún modo, escurriéndose de costado, podría soslayar el peligro, disolverse en la escena, esto es, obrar como si tal cosa, como si nada de aquello tuviera que ver con él. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de resolver lo que haría, Gerasimych ya estaba delante de él.

—¿Ve usted, Gerasimych, la bujía de ese candelabro? —preguntó nuestro héroe sonriendo ligeramente—. Está a punto de caer. Lo mejor será que mande a alguien que la sujete bien en su sitio. Estoy seguro de que va a caer, Gerasimych…

—¿La bujía, señor? No, señor. La bujía está derecha… Hay alguien ahí fuera que pregunta por usted.

—¿Quién hay ahí fuera que pregunta por mí, Gerasimych?

—En verdad, señor, no sé precisamente quién es. El criado de alguien. Ha preguntado si estaba aquí Yakov Petrovich Goliadkin. «Si está, llámenle», nos ha dicho. Es un asunto importante que no admite dilación… Eso es lo que ha dicho, señor.

—No, Gerasimych, se equivoca usted. En eso, Gerasimych, está usted equivocado.

—A duras penas, señor…

—No, Gerasimych. No hay «duras penas» que valgan. Nadie pregunta por mí, Gerasimych, porque no hay nadie que pueda preguntar. Aquí estoy muy a gusto, es decir, estoy donde debo estar, Gerasimych.

El señor Goliadkin hizo una pausa para recobrar el aliento y miró en torno suyo. ¡Ya se lo había figurado! Todo el mundo en el salón estaba ojo avizor y oído atento, en actitud de solemne espera. Los hombres se acercaban, apretujándose aún más y aguzando el oído. Las señoras, algo más apartadas, cambiaban murmullos de alarma. El propio anfitrión tampoco estaba lejos del señor Goliadkin y, aunque no aparentaba tener un interés directo e inmediato en la situación de éste —pues todo se hacía con la mayor delicadeza—, todo ello, no obstante, dio sin duda a entender al héroe de nuestra historia que había llegado el minuto decisivo. Comprendió que se acercaba el momento de dar un golpe audaz, el momento de sacar los colores a sus enemigos. Estaba agitado. Sentía algo análogo a la inspiración y con voz trémula aunque solemne se dirigió una vez más a Gerasimych:

—No, amigo. Nadie me llama. Te equivocas. Digo más, y es que también te equivocabas hace un rato al asegurarme…, digo que al osar asegurarme —el señor Goliadkin alzó la voz— que Olsufi Ivanovich, mi benefactor desde tiempo inmemorial, que hasta cierto punto hizo las veces de mi padre, me cerraba su puerta en ocasión en que su corazón paterno rebosa de gozo familiar —el señor Goliadkin, muy satisfecho de sí mismo, pero con honda emoción, miró a su alrededor. En sus pestañas brillaban las lágrimas—. Repito, amigo, que te has equivocado, y equivocado de manera cruel e imperdonable…

Fue un momento de triunfo. El señor Goliadkin sentía que el efecto había sido capital y aguardaba, con la vista modestamente baja, el abrazo de Olsufi Ivanovich. Los concurrentes daban claras señales de turbación y desasosiego. Incluso el inflexible e imponente Gerasimych tartamudeó al decir «a duras penas, señor»… Pero de pronto, sin que se sepa por qué, la inmisericorde orquesta rompió a tocar una polca. Todo quedó perdido, todo se lo llevó el viento. El señor Goliadkin sintió un escalofrío, Gerasimych dio un paso atrás y el salón entero ondeó como la superficie del mar. Vladimir Semionovich arrastró tras sí a Klara Olsufievna en la primera pareja seguido del apuesto teniente con la princesa Chevchehanova. Los espectadores, llenos de curiosidad y entusiasmo, se agolparon a observar a quienes bailaban la polca, baile nuevo e interesante que hacía furor en todas partes. El señor Goliadkin quedó olvidado por el momento. Pero de repente todo se agitó, se alteró, se turbó. Cesó la música… Algo extraño había ocurrido.

Fatigada por el baile y casi sin aliento, con las mejillas encendidas y el pecho jadeante, Klara Olsufievna había caído casi agotada en un sillón. Todos los corazones convergieron en la hechicera joven. Cada cual trataba de ser el primero en cumplimentarla y agradecerle el placer que procuraba, cuando de pronto se presentó ante ella el señor Goliadkin. Estaba pálido, azorado en extremo, y daba también la impresión de sentirse rendido de cansancio, ya que apenas podía moverse. Por algún motivo sonreía mientras alargaba la mano en señal de invitación. Klara Olsufievna, en su asombro, no tuvo tiempo de retirar la suya y se levantó mecánicamente ante la invitación del señor Goliadkin. Éste dio un paso tambaleante, luego otro. Después levantó un pie, hizo algo así como una reverencia, dio una especie de patadita y tropezó… Él también quería bailar con Klara Olsufievna.

Klara Olsufievna lanzó un grito. Todos se precipitaron a rescatar su mano de la del señor Goliadkin y, en un abrir y cerrar de ojos, nuestro héroe se vio empujado por la multitud a casi diez pasos de distancia. A su alrededor se formó asimismo un pequeño grupo. Se oyeron los gritos y aullidos de dos viejas a quienes el señor Goliadkin casi atropello en su retirada. La confusión fue extraordinaria: todo el mundo hacía preguntas, todos vociferaban, todos discutían. La orquesta cesó de tocar. Nuestro héroe se revolvió dentro de su corro e involuntariamente, sonriendo a medias, dijo para sus adentros: «¿Por qué no él también? La polca, a su modo de ver, era baile nuevo, sumamente interesante, inventado para el deleite de las damas… Pero si la cosa iba a terminar así, él consentía en no bailarlo». Ahora bien, nadie por lo visto requería el consentimiento del señor Goliadkin. Nuestro héroe notó que una mano caía de pronto sobre su brazo, que otra se apoyaba ligeramente en su espalda, y se sintió conducido con especial solicitud en cierta dirección. Al fin cayó en la cuenta de que iba derecho a la puerta. El señor Goliadkin hubiera querido decir o hacer algo… Pero no, ya no lo quería. Sólo se reía maquinalmente de todo ello. Entonces sintió que le endosaban el gabán, que le encasquetaban el sombrero hasta los ojos, que estaba en el descansillo, en la oscuridad y el frío y, por último, en la escalera. Dio un tropezón y creyó hundirse en un abismo. Quiso gritar y de pronto se encontró en el patio. El aire fresco le azotó el rostro. Se detuvo y en ese mismo instante percibió los sonidos de la orquesta que rompía de nuevo a tocar. De súbito el señor Goliadkin recordó todo lo ocurrido. Parecía recobrar una vez más la energía perdida. Se arrancó del lugar donde hasta ahí había estado como clavado y salió como una flecha del patio, hacia el aire libre, hacia la libertad, hacia donde le llevaran los pies…