Capítulo 3

Toda esa mañana la pasó el señor Goliadkin en un trajín alucinante. Cuando llegó al Nevski Prospekt, mandó parar el coche en las Grandes Galerías. Saltó del vehículo y entró corriendo, acompañado de Petrushka, en una tienda de objetos de oro y plata. Bastaba ver su aspecto para hacerse cargo de que el señor Goliadkin estaba atareadísimo y tendría que multiplicar sus esfuerzos. Después de ajustar la compra de un servicio completo de mesa y té por mil quinientos rublos, junto con una cigarrera de intrincada forma y un estuche de plata para utensilios de afeitar por igual cantidad, y después de preguntar el precio de otras baratijas, cada una útil y agradable a su manera, el señor Goliadkin cerró el trato con la promesa de volver sin falta al día siguiente o incluso mandar por sus compras ese mismo día. Apuntó el número de la tienda escuchó atentamente al dueño de ésta, quien le pedía un pequeño depósito, y prometió que habría depósito a su debido tiempo. Con ello se despidió a toda prisa del perplejo comerciante y, seguido de un enjambre de dependientes, reconoció la fila de establecimientos, volviéndose a cada paso para observar a Petrushka y mirando con cuidado a ver si hallaba una nueva tienda. De paso se detuvo un momento en el puesto de un cambista y cambió por pequeños todos sus billetes grandes y, aunque salió perdiendo en el trueque, engrosó notablemente su cartera, lo que por lo visto le causó grandísima satisfacción. Hizo alto, por fin, en un almacén de tejidos para señoras donde, después de regatear sobre una suma de consideración, prometió también al comerciante volver sin falta, tomó el número del establecimiento y, a la pregunta sobre un pequeño depósito, contestó una vez más que habría depósito en el momento oportuno. A continuación visitó otras tiendas, en todas las cuales preguntó precios de artículos y regateó sobre ellos, discutió a veces largo rato con los comerciantes, saliendo de las tiendas y volviendo a entrar en ellas hasta tres veces; en suma, desplegando insólita actividad. De las Grandes Galerías nuestro héroe pasó a un conocido almacén de muebles donde ajustó la compra de mobiliario para seis habitaciones y admiró un tocador de señora de compleja factura y última moda. Aseguró al comerciante que mandaría por todo ello sin falta, prometiendo al salir del almacén, según su costumbre, que haría un pequeño depósito. Seguidamente entró en otros sitios y negoció la compra de otras cosas. En resumen, que sus idas y venidas no parecían tener fin. Por último, todo ello acabó al parecer por fastidiar al propio señor Goliadkin. Más aún —y Dios sabe por qué motivo—, empezó a sentir remordimientos de conciencia. Por nada del mundo hubiera consentido ahora tropezar con Andrei Filippovich, por ejemplo, o hasta con Krestyan Ivanovich. Finalmente, los relojes de la ciudad dieron las tres. Cuando el señor Goliadkin montó de nuevo en su coche, el volumen real de todas las compras que había hecho esa mañana ascendía a un par de guantes y un frasco de perfume, con un importe total de rublo y medio. Como era aún bastante temprano, el señor Goliadkin ordenó al cochero detenerse junto a un célebre restaurante del Nevski Prospekt que hasta entonces sólo conocía de oídas. Se apeó del vehículo y corrió a tomar un refrigerio, descansar y esperar la hora señalada.

Después de comer como quien aguarda más tarde un opíparo banquete, a saber, echando mano de cualquier cosa como para matar el gusanillo, según se dice, y de beber un vaso de vodka, el señor Goliadkin se sentó en una poltrona y, mirando discretamente a su alrededor, se puso a leer tranquilamente uno de nuestros desmedrados periódicos nacionales. Después de leer un par de renglones, se levantó, se miró en un espejo, se ajustó el traje y se alisó el pelo. Luego fue a la ventana para cerciorarse de que el coche seguía allí, volvió a sentarse en el mismo sitio y cogió el periódico. Era evidente que nuestro héroe estaba agitadísimo. Miró el reloj y, viendo que sólo eran las tres y cuarto y aún tenía que esperar bastante, y que no estaba bien hacerlo, sin más, allí sentado, el señor Goliadkin pidió un chocolate del que de momento maldita la gana que tenía. Después de tomarlo y notar que había pasado algún tiempo fue a pagar. De pronto alguien le dio una palmada en el hombro.

Volvióse y vio ante sí a dos colegas, los mismos que había visto esa mañana en la calle Liteinaya, jóvenes ambos y todavía de modesta graduación. Nuestro héroe no tenía especial relación con ellos, no sentía por ellos ni amistad ni inquina manifiesta. Por supuesto, había corrección por ambas partes, pero sólo eso. Y de hecho no podía haber más. El encuentro presente era sumamente enojoso para el señor Goliadkin. Arrugó un poco el entrecejo y quedó momentáneamente turbado.

—¡Yakov Petrovich! ¡Yakov Petrovich! —gorjearon los dos escribientes—. ¿Usted aquí? Pero ¿qué le trae?…

—¡Ah! ¿Son ustedes, señores? —interrumpió al momento el señor Goliadkin, un poco desconcertado y molesto por la sorpresa que delataban los escribientes, pero dándose, no obstante, aires de hombre despreocupado—. Conque han abandonado ustedes el puesto, ¿eh? ¡Ja, ja, ja! —y para no rebajarse y adoptar un tono condescendiente con la gente menuda de la oficina, de la que siempre se mantenía un tanto apartado, trató de dar una palmada en el hombro a uno de los jóvenes. Pero esta vez ese ademán tan popular no le salió tan bien como hubiera querido. En vez de un gesto de afabilidad resultó algo harto diferente—. Bueno, ¿qué? ¿Nuestro «oso» sigue allí sentado?…

—¿Qué quiere decir, Yakov Petrovich?

—¡Vamos, señores! ¡Como si no supieran ustedes a quién llaman «el oso»! —el señor Goliadkin rompió a reír y se volvió al cajero para recoger la vuelta—. Hablo de Andrei Filippovich, señores —prosiguió después de recogerla y encarándose, ahora severamente, con los dos jóvenes. Éstos cambiaron miradas significativas.

—Allí sigue sentado y pregunta por usted, Yakov Petrovich —respondió uno de ellos.

—Conque sentado, ¿eh? Pues que siga sentado, señores. ¿Y pregunta por mí, eh?

—Sí, por usted preguntaba, Yakov Petrovich. ¿Pero por qué ese perfume y esa pomada? Está usted hecho un figurín…

—Sí, señores, en efecto. Pero basta… —contestó el señor Goliadkin, desviando la vista con sonrisa forzada.

Viéndole sonreír, los escribientes soltaron la carcajada. El señor Goliadkin se enfurruñó un tanto.

—Señores, voy a decirles algo, como amigo —continuó nuestro héroe tras breve pausa, como resuelto a sincerarse por fin con los jóvenes—. Todos ustedes, señores, me conocen, pero sólo han conocido hasta ahora una de mis facetas. No hay por qué culpar a nadie de ello, y hasta cierto punto yo mismo tengo la culpa —el señor Goliadkin frunció los labios y miró con intención a los escribientes.

Éstos cambiaron guiños.

—Hasta ahora, señores, no me han conocido ustedes. No es éste el lugar ni la ocasión de explicarlo. Sólo les diré algo de pasada. Hay personas, señores, que no gustan de rodeos y se disfrazan sólo para ir a un baile de disfraces. Hay personas que no ven qué mérito tiene el que un hombre sepa hacer reverendas. Hay también personas, señores, que no dirán que son felices y gozan plenamente de la vida porque, por ejemplo, les sientan bien los pantalones. Y, por último, hay personas que no gustan de hacer cabriolas ni girar como peonzas sin tener por qué, que no gustan de adular ni hacer arrumacos y, sobre todo, de meter las narices donde no les importa… Yo ya he dicho casi todo, señores. Ahora, con su permiso, me voy…

El señor Goliadkin hizo una pausa y los escribientes, que habían quedado enteramente satisfechos, soltaron el trapo a reír de la manera más irrespetuosa. El señor Goliadkin enrojeció de cólera.

—¡Ríanse, señores, ríanse por ahora! Cuando tengan más artos, ya verán —dijo con tono de dignidad ofendida, tomando el sombrero y dirigiéndose a la puerta—. Pero les diré algo más, señores, ahora que estamos aquí frente a frente —agregó, encarándose por última vez con los escribientes—. Mi regla, señores, es que si fallo la primera vez hago de tripas corazón, y si tengo éxito aguanto cuanto puedo. En todo caso, no echo la zancadilla a nadie. No soy intrigante, de lo cual me enorgullezco. No sirvo para diplomático. Dicen, señores, que es el pájaro el que vuela hacia el cazador. Eso es verdad. De acuerdo. Pero ¿quién es aquí el cazador y quién el pájaro? Ahí tienen otra pregunta.

El señor Goliadkin guardó un silencio elocuente y con expresión muy significativa, esto es, arqueando las cejas y frunciendo los labios cuanto le era posible, saludó a los escribientes y salió, dejándolos con la boca abierta…

—¿Adónde vamos? —inquirió Petrushka un tanto ceñudo, cansado probablemente de aguardar con el frío que hacía—. ¿Adónde vamos? —preguntó al señor Goliadkin al topar con la terrible y pulverizante mirada con la que nuestro héroe ya se había protegido dos veces esa mañana y a la que ahora recuraría por tercera vez al bajar la escalera.

—Al puente Izmailovski.

—¡Al puente Izmailovski! ¡En marcha!

«En casa de ellos no empieza la comida hasta después de las cuatro o quizá hasta las cinco —pensaba el señor Goliadkin—. ¿No será temprano todavía? Pero bien puedo llegar un poco temprano, porque al fin y al cabo es comida de familia. Puedo presentarme allí sans façon, como dicen en la buena sociedad. ¿Por qué no sans façon? Nuestro “oso” dijo también que sería sans façon y puede serlo también para mí…».

Así iba pensando el señor Goliadkin, y mientras tanto subía de punto su agitación. Era evidente que se aprestaba a una empresa muy dificultosa, dicho sea sin exageración. Mascullaba algo entre dientes, gesticulaba con la mano derecha, miraba a cada instante por la ventanilla del coche y de tal modo que, viéndolo ahora, a duras penas se diría que iba a asistir a una comida de familia, más aún, como uno de la familia, o sans façon, como dicen en la buena sociedad.

Por fin, al llegar al puente Izmailovski el señor Goliadkin indicó una casa, el coche atravesó con estrépito el portón de entrada y se detuvo ante unos escalones que había a la derecha. Al ver una figura de mujer en la ventana del segundo piso, el señor Goliadkin le envió un beso con la mano. Sin embargo, ni él mismo sabía lo que hacía, porque en ese instante estaba en realidad más muerto que vivo. Pálido y aturdido, bajó del coche, subió los escalones, se quitó el sombrero, se arregló maquinalmente el traje y, con un ligero temblor en las rodillas, emprendió el ascenso de la escalera.

—¿Está en casa Olsufi Ivanovich? —preguntó al criado que le abrió la puerta.

—Sí, señor. Mejor dicho, no, señor. No está.

—Pero ¿cómo? ¿Qué quieres decir, amigo? Vengo a la comida. ¿Es que no me conoces?

—¡Cómo no, señor! Pero se me ha ordenado que no le admita.

—Tú… de seguro te equivocas, muchacho. Soy yo. Estoy invitado. He venido a la comida —dijo el señor Goliadkin, quitándose el gabán y con el propósito manifiesto de pasar adelante.

—Perdón, señor. Imposible, señor. Se me ha ordenado que no le admita. Eso es todo.

El señor Goliadkin palideció. En ese momento se abrió la puerta que daba a las habitaciones interiores y apareció Gerasimych, el anciano mayordomo de Olsufi Ivanovich.

—Aquí hay un señor que quiere entrar, Yemelyan Gerasimych, y yo…

—Y tú eres un imbécil, Alekseich. Anda y tráete a ese bribón de Semionych. Imposible, señor —dijo respetuosa, pero firmemente, volviéndose al señor Goliadkin—. Es de todo punto imposible. Mi señor ruega a usted que le perdone, pero no puede recibirle.

—¿Eso le ha dicho? ¿Que no puede recibirme? —preguntó indeciso el señor Goliadkin—. Perdone, Gerasimych, pero ¿por qué es imposible?

—De todo punto imposible, señor. Le anuncié a usted y el señor dijo: «Ruégale que me disculpe. No puedo recibirle».

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Lo siento, señor, lo siento.

—¿Pero a qué se debe eso? ¡Es imposible! Vaya a anunciarme… ¿Cómo puede suceder tal cosa? He venido a la comida…

—Lo siento, señor, lo siento…

—En fin, si me ruega que le disculpe ya es otra cosa. Pero, por favor, Gerasimych, ¿a qué se debe esto?

—¡Lo siento, señor, lo siento! —exclamó Gerasimych empujando resueltamente al señor Goliadkin para abrir paso a dos señores que entraban en el vestíbulo en ese momento. Eran Andrei Filippovich y su sobrino Vladimir Semionovich. Ambos miraron perplejos al señor Goliadkin. Andrei Filippovich estuvo a punto de decir algo, pero el señor Goliadkin había tomado ya una determinación. Con los ojos bajos, colorado como un tomate, sonriente y con semblante que delataba confusión, salía ya del recibimiento de Olsufi Ivanovich.

—Pasaré por aquí más tarde, Gerasimych. Me explicaré. Confío en que nada de esto impida una explicación a su debido tiempo —dijo, empezando la frase en el umbral y terminándola en la escalera.

—¡Yakov Petrovich, Yakov Petrovich! —se oyó la voz de Andrei Filippovich que iba en seguimiento del señor Goliadkin. Éste estaba ya en el primer descansillo y se volvió para encararse con Andrei Filippovich.

—¿Qué se le ofrece, Andrei Filippovich? —preguntó con voz bastante firme.

—¿Qué le pasa, Yakov Petrovich? ¿Cómo es que?…

—Nada, Andrei Filippovich. Aquí estoy por cuenta propia. Ésta es mi vida privada, Andrei Filippovich.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Digo que es mi vida privada, Andrei Filippovich, y que, según entiendo, nada hay aquí censurable en cuanto a mis funciones oficiales.

—¿Qué quiere decir con eso de sus «funciones oficiales»?… Pero ¿qué le pasa, señor mío?

—Nada, Andrei Filippovich, absolutamente nada. Una mozuela insolente, nada más.

—¿Cómo? ¿Cómo? —Andrei Filippovich estaba visiblemente confuso.

El señor Goliadkin, que hasta entonces venía hablando desde el pie de la escalera y parecía estar a punto de lanzarse sobre Andrei Filippovich, al ver la confusión pintada en el rostro de éste dio un paso adelante casi sin darse cuenta. Andrei Filippovich dio un paso atrás. El señor Goliadkin subió un escalón, luego otro. Andrei Filippovich miró inquieto a su alrededor. El señor Goliadkin empezó de pronto a subir de prisa la escalera. Más de prisa aún, Andrei Filippovich se metió de un salto en la habitación y, dando un portazo, cerró tras sí. El señor Goliadkin quedó solo. Se le anublaron los ojos. Estaba completamente aturdido, sumido en una especie de reflexión dubitativa, como si recordase alguna circunstancia absurda ocurrida poco antes. «¡Ah, bueno!», murmuró intentando sonreírse. Mientras tanto habían empezado a oírse voces y pasos escaleras abajo, seguramente de otros invitados que venían a casa de Olsufi Ivanovich. El señor Goliadkin salió a medias de su abstracción, se alzó apresuradamente el cuello de piel del gabán, tapóse con él la cara lo mejor que pudo y, a trompicones, saltos y traspiés, se lanzó escaleras abajo. Allá en sus adentros se sentía flojo y entumecido. Su confusión llegó a tal punto que al salir a la calle no esperó a que se acercara su coche, sino que él mismo fue en su busca, cruzando el patio cubierto de fango. Cuando se preparaba a montar, el señor Goliadkin hubiera preferido que se lo tragase la tierra o meterse en una ratonera con carruaje y todo. Le parecía que cuantos había en casa de Olsufi Ivanovich le acechaban desde todas las ventanas. Sabía que si se volvía para mirarlos quedaría muerto en el acto.

—¿De qué te ríes, gandul? —gritó a Petrushka, que se preparaba a acomodarlo en el vehículo.

—¿De qué iba a reírme? De nada. ¿Adónde vamos ahora?

—A casa.

—¡A casa, cochero! —gritó Petrushka montándose en el estribo trasero.

«Tiene voz de cuervo», pensó el señor Goliadkin.

Mientras tanto, el coche se hallaba ya bastante lejos del puente Izmailovski. De improviso nuestro héroe tiró con fuerza de la cuerda y gritó al cochero que diera la vuelta inmediatamente. El cochero hizo volver a los caballos y un par de minutos después estaban de nuevo en el patio de Olsufi Ivanovich.

—¡No, idiota! ¡No es preciso! ¡Da la vuelta! —gritó el señor Goliadkin. Y el cochero, como si esperase tal orden y sin rechistar, no detuvo el vehículo ante la entrada, sino que dio una vuelta completa al patio y salió de nuevo a la calle.

Pero el señor Goliadkin no fue a casa. Después de atravesar el puente Semionovski, ordenó al cochero que torciera por una calle lateral y detuviera el coche delante de una taberna de pinta bastante modesta. Nuestro héroe se apeó, pagó al cochero y prescindió así del vehículo. Mandó a Petrushka que volviera a casa y esperase su regreso, y él entró en la taberna, tomó un reservado y pidió que le trajesen de comer. Se sentía muy mal, con la cabeza sumamente trastornada. Largo tiempo estuvo deambulando, agitadísimo, por la habitación. Por fin se sentó a la mesa, apoyó la frente en las manos y se dispuso, con toda la energía de que era capaz, a meditar sobre su situación actual y a tratar de encontrarle una solución…