Capítulo 2

El doctor en medicina y cirugía Krestyan Ivanovich Rutenspitz era hombre de salud excelente, con espesas cejas y patillas grises, mirada chispeante y expresiva que, al parecer, ahuyentaba por sí sola las enfermedades, y una importante condecoración en el pecho. Esa mañana estaba en su gabinete de consulta, sentado en un cómodo sillón, tomando el café que le había traído su esposa, fumando un cigarro y escribiendo de vez en cuando recetas para sus enfermos. La última que había escrito era para un viejo que padecía de almorranas. Y ahora, después de acompañar al paciente a una puerta lateral, se había sentado en espera de la visita siguiente. Entró el señor Goliadkin.

Era evidente que Krestyan Ivanovich no esperaba ni deseaba ver al señor Goliadkin, porque por un momento quedó confuso y su rostro tomó sin querer una expresión extraña, casi cabría decir de irritación. Como el señor Goliadkin, a su vez, se presentaba por lo común en todas partes inoportunamente y se hacía un lío en cuanto tenía ocasión de asediar a alguien con alguno de sus asuntos personales, también ahora, no habiendo ensayado la frase inicial que para él era un verdadero escollo en tales casos, quedó atrozmente desconcertado, murmuró algo entre dientes —una excusa al parecer— y sin saber qué hacer seguidamente tomó una silla y se sentó. Pero dándose cuenta de que había tomado asiento sin ser invitado a hacerlo, comprendió al punto su insolencia y se apresuró a rectificar su falta de cortesía y bon ton, levantándose inmediatamente de la silla que de modo tan impertinente había ocupado. En seguida, volviendo a su acuerdo y comprendiendo vagamente que había cometido dos deslices a la vez, decidió, sin pararse en barras, cometer un tercero, a saber, intentó disculparse, murmuró algo sonriendo, enrojeció, se azoró, guardó un silencio expresivo y acabó por sentarse definitivamente, ahora bien, escudándose de toda eventualidad tras esa mirada retadora que tenía el insólito poder de aniquilar y pulverizar a sus enemigos. Por encima de todo, esa mirada expresaba cabalmente la independencia del señor Goliadkin, es decir, proclamaba paladinamente que el señor Goliadkin no tenía por qué inquietarse de nada, que iba por su camino como cualquier hijo de vecino y no se metía donde no lo llamaban. Krestyan Ivanovich carraspeó, tosió al parecer en señal de aprobación y conformidad con todo ello y clavó en el señor Goliadkin una mirada escrutadora e inquisitiva.

—Yo, Krestyan Ivanovich —comenzó el señor Goliadkin con una sonrisa—, he venido a importunarle por segunda vez. Y por segunda vez me atrevo a solicitar su indulgencia… —el señor Goliadkin hallaba, por lo visto, dificultad en encontrar las palabras convenientes.

—Hum… Sí —dijo Krestyan Ivanovich, echando por la boca una columna de humo y poniendo el cigarro en la mesa—, pero lo que usted necesita es atenerse a mis instrucciones. Como ya le he dicho, su tratamiento debe consistir en un cambio de costumbres… Diversiones, por ejemplo. Debe visitar a sus amigos y conocidos y alternar con camaradas de buen humor.

El señor Goliadkin, sin dejar de sonreír, se apresuró a indicar que, a su modo de ver, era como los demás; que era muy dueño de sus actos y se divertía como cualquier otro; que podía, por supuesto, ir al teatro, porque, al igual que otros, tenía medios para ello; que pasaba los días en la oficina y las noches en su casa; que estaba bien, señalando de paso que, por lo que veía, no estaba peor que otros; que vivía en su propio domicilio y que, por último, tenía a Petrushka. Al llegar a este punto el señor Goliadkin vaciló.

—Hum… No. No es ésa la pauta de vida y no era eso precisamente lo que quería preguntarle. Lo que me interesa saber es si es usted aficionado a las alegres compañías, si emplea el tiempo agradablemente… Conque vamos a ver: ¿lleva usted ahora una vida triste o alegre?

—Yo, Krestyan Ivanovich…

—Hum… Lo que digo —interrumpió el médico— es que necesita cambiar radicalmente de vida y, en cierto modo, alterar su carácter —Krestyan Ivanovich acentuó fuertemente la palabra alterar y se quedó mirándole un momento con expresión que quería significar algo—. No dar esquinazo a la vida alegre. Ir al teatro, asistir al club y, en todo caso, no volver la espalda a la botella. Quedarse en casa no es de ningún provecho. De ningún modo debe hacerlo.

—Yo, Krestyan Ivanovich, gusto de la tranquilidad —dijo el señor Goliadkin mirando con intención a Krestyan Ivanovich y, al parecer, buscando palabras para la recta expresión de sus pensamientos—. En mi casa sólo estamos Petrushka y yo…, esto es, mi criado y yo, Krestyan Ivanovich. Quiero decir, Krestyan Ivanovich, que yo sigo mi camino, mi camino propio, Krestyan Ivanovich. Yo soy mi propio dueño y señor y, a lo que se me alcanza, no dependo de nadie. Yo, Krestyan Ivanovich, salgo también a pasear.

—¿Qué dice?… ¡Ah, sí! Pero pasear no es nada agradable de momento. Hace un tiempo de perros.

—Sí, señor. Yo, Krestyan Ivanovich, aunque soy hombre tranquilo, como creo haber tenido el honor de explicarle, sigo un camino distinto del de los demás. El camino de la vida es ancho… Lo que quiero decir…, lo que quiero decir, Krestyan Ivanovich, es que… Discúlpeme, Krestyan Ivanovich, no tengo el don de las frases bonitas.

—Usted…, usted dice…

—Digo que me disculpe, Krestyan Ivanovich, por no tener, a lo que veo, el don de las frases bonitas —dijo el señor Goliadkin en tono un tanto agraviado, perdiendo un poco el hilo y azorándose—. En ese respecto, Krestyan Ivanovich, no soy como otros —agregó con peculiar sonrisa—. No soy de los que hablan mucho. No he aprendido a acicalar mis frases. Pero, en cambio, soy hombre de acción. ¡Hombre de acción, Krestyan Ivanovich!

—Hum… ¿Qué dice?… ¿Que es hombre de acción? —replicó Krestyan Ivanovich.

Durante un momento los dos guardaron silencio. El médico miraba al señor Goliadkin con extrañeza e incredulidad. Por su parte, el señor Goliadkin también miraba de reojo y con incredulidad al médico.

—Yo, Krestyan Ivanovich —prosiguió el señor Goliadkin en el tono de antes, algo irritado y perplejo ante el obstinado mutismo del médico—, gusto de la tranquilidad y no del trajín mundano. Entre esa gente, quiero decir, en sociedad, hay que estar siempre saludando de cintura para arriba… —aquí el señor Goliadkin se inclinó profundamente—. Eso es lo que allí exigen, sí, señor. Y también exigen juegos de palabras…, saber emplear cumplidos almibarados, sí, señor… Eso es lo que allí exigen. Y yo no he aprendido nada de eso, Krestyan Ivanovich. Yo no he aprendido ninguno de esos trucos. No he tenido tiempo. Soy hombre sencillo y sin pretensiones y no me seduce el brillo superficial. En ese particular, Krestyan Ivanovich, rindo las armas, me rindo, si se permite la expresión.

Todo esto, por de contado, lo dijo el señor Goliadkin de modo que daba claramente a entender que no lamentaba rendirse, si se permitía la expresión, ni desconocer las patrañas mundanas, sino todo lo contrario. Escuchándolo, Krestyan Ivanovich miraba al suelo con mueca un tanto desagradable, como si tuviera algún presentimiento. A la diatriba del señor Goliadkin siguió una pausa larga y significativa.

—Me parece que se ha desviado un poco del tema —dijo por fin Krestyan Ivanovich a media voz—. Debo confesar que no acierto a entenderle del todo.

—Yo no sé emplear frases bonitas, Krestyan Ivanovich. Ya he tenido el honor de hacerle saber que no sé emplear frases bonitas —dijo el señor Goliadkin, esta vez en tono brusco y decisivo.

—Hum…

—Krestyan Ivanovich —empezó de nuevo el señor Goliadkin en voz baja, pero expresiva y solemne, haciendo hincapié en cada frase—, cuando entré aquí empecé disculpándome. Ahora repito lo que dije entonces y vuelvo a solicitar la indulgencia de usted por un rato más. No tengo por qué ocultarle nuda, Krestyan Ivanovich. Sabe usted que, como hombre, soy de la gente menuda, pero afortunadamente no me lamento de serlo. Más bien lo contrario, Krestyan Ivanovich, y a decir verdad estoy orgulloso de no ser un gran hombre y sí de serlo pequeño. No soy intrigante, de lo que también me enorgullezco. No hago las cosas a hurtadillas, sino abiertamente, sin trucos. Y aunque podría perjudicar a otros, y mucho por cierto (y hasta sé a quién y cómo hacerlo), Krestyan Ivanovich, no quiero ensuciarme con esas cosas y me lavo las manos. ¡En ese sentido digo que me las lavo, Krestyan Ivanovich! —el señor Goliadkin guardó un silencio preñado de sentido durante un instante. Había estado hablando con perceptible acaloro.

»Yo, Krestyan Ivanovich, me voy derecho a las cosas —continuó de pronto nuestro héroe—, abiertamente, sin rodeos, porque desprecio los rodeos y se los dejo a otros. No trato de humillar a quienes quizá son mejores que usted y yo…, quise decir mejores que yo, Krestyan Ivanovich, no mejores que usted. No me gustan las medias palabras, no aguanto la hipocresía miserable, detesto la calumnia y el chismorreo. Me pongo la máscara sólo para un baile de máscaras y no a diario, cuando estoy entre la gente. Lo único que le pregunto, Krestyan Ivanovich, es cómo se vengaría usted de un enemigo, de su peor enemigo, o de quien juzgase usted como tal —concluyó el señor Goliadkin, mirando provocativamente a Krestyan Ivanovich.

Pero aunque el señor Goliadkin dijo esto con la mayor precisión, claridad y suficiencia, ponderando las palabras y calculando su posible efecto, lo cierto era que ahora miraba a Krestyan Ivanovich con inquietud, con gran inquietud, con grandísima inquietud. Ahora se limitaba a mirar, aguardando tímidamente, con irritada y angustiosa impaciencia, la respuesta de Krestyan Ivanovich. Pero éste, no sin asombro y consternación del señor Goliadkin, murmuró algo entre dientes, acercó el sillón a la mesa y explicó, seca aunque cortésmente, que el tiempo era oro para él, o algo por el estilo, y que no acertaba a comprender por completo el caso. Ahora bien, que estaba dispuesto a ayudarle en la medida de sus fuerzas y su capacidad profesional, pero que en lo demás, en cosas que no eran de su incumbencia, prefería no entrometerse. Entonces tomó una pluma, acercó una hoja de papel, cortó un trozo del tamaño de una receta e indicó al señor Goliadkin que le recetaría lo conveniente.

—¡No, señor! ¡No es lo conveniente, Krestyan Ivanovich! ¡No, señor, eso no tiene nada de conveniente! —dijo el señor Goliadkin levantándose y agarrándole a Krestyan Ivanovich la mano derecha—. En este caso, Krestyan Ivanovich, eso no hace ninguna falta…

Y mientras tal decía se produjo un cambio raro en el señor Goliadkin. Sus ojos grises adquirieron un brillo singular. Le temblaban los labios. Todos sus músculos, todas sus facciones, comenzaron a contraerse y desencajarse. Le temblaba el cuerpo entero. Después del primer impulso y de haber sujetado la mano de Krestyan Ivanovich, el señor Goliadkin permanecía de pie, inmóvil, como si hubiese perdido la confianza en sí mismo y esperase la inspiración para lo que debía hacer seguidamente.

Entonces ocurrió una escena sumamente extraña.

Perplejo de momento, Krestyan Ivanovich pareció quedar clavado en su sillón y, sin saber qué partido tomar, miraba con fijeza al señor Goliadkin, quien a su vez le miraba de igual modo. Krestyan Ivanovich se levantó por fin, agarrándose en parte a las solapas del señor Goliadkin. Durante algunos instantes ambos permanecieron frente a frente, sin moverse ni apartar los ojos uno de otro. Entonces, sin embargo, se produjo el segundo impulso del señor Goliadkin y ello de manera singular. Le temblaron los labios, le tembló la barbilla y nuestro héroe rompió a llorar inopinadamente. Sollozando, sacudiendo la cabeza y golpeándose el pecho con la mano derecha, mientras con la mano izquierda agarraba a su vez la solapa del batín de Krestyan Ivanovich, trató de hablar y explicarse, pero no pudo decir palabra. Por fin, Krestyan Ivanovich logró salir de su perplejidad.

—¡Vamos, basta! ¡Cálmese! ¡Siéntese! —dijo, intentando sentar al señor Goliadkin en un sillón.

—Tengo enemigos, Krestyan Ivanovich, tengo enemigos. Tengo enemigos mortales que han jurado destruirme… —repuso el señor Goliadkin en un murmullo de pavor.

—¡Basta, basta! ¡Qué enemigos ni qué niño muerto! ¡No hay por qué pensar en enemigos! ¡No hace maldita la falta! Siéntese, siéntese —prosiguió Krestyan Ivanovich, logrando por fin que el señor Goliadkin tomara asiento en el sillón.

El señor Goliadkin se sentó por fin, sin apartar los ojos de Krestyan Ivanovich. Éste, con cara de agudo descontento, se puso a deambular por el gabinete. A ello sucedió un largo silencio.

—Le estoy agradecido, Krestyan Ivanovich. Le estoy muy agradecido y aprecio mucho lo que ha hecho por mí. No olvidaré mientras viva las gentilezas que ha tenido conmigo, Krestyan Ivanovich —dijo al cabo el señor Goliadkin levantándose con semblante dolido.

—¡Basta, basta! ¡Le digo que ya basta! —respondió Krestyan Ivanovich con bastante severidad volviendo a sentar al señor Goliadkin en su sitio—. Vamos a ver, ¿qué le pasa? Dígame qué le apesadumbra —prosiguió—. ¿De qué enemigos habla usted? ¿Qué es lo que tiene?

—No, Krestyan Ivanovich, mejor será que dejemos eso de momento —contestó el señor Goliadkin mirando al suelo—. Mejor será que dejemos eso a un lado hasta…, hasta otra vez, hasta otra ocasión más oportuna cuando todo se ponga en claro. Cuando se les caiga la máscara a ciertas personas y quede todo al descubierto. Pero de momento, por supuesto, después de lo ocurrido entre nosotros…, usted mismo comprenderá, Krestyan Ivanovich… Permítame desearle buenos días, Krestyan Ivanovich —dijo el señor Goliadkin, levantándose esta vez con gravedad y resolución y cogiendo el sombrero.

—Bien. Como quiera… Hum… —hubo una pausa momentánea—. Yo, por mi parte, ya sabe, en lo que pueda… Y sinceramente le deseo toda suerte de felicidades.

—Le comprendo, Krestyan Ivanovich, le comprendo. Ahora le comprendo perfectamente… En todo caso, discúlpeme por haberle importunado, Krestyan Ivanovich.

—Hum… No quería decir eso. Pero, en fin, como usted guste. Siga con los medicamentos de antes…

—Seguiré con ellos como usted dice, Krestyan Ivanovich. Seguiré, y los compraré en la misma farmacia… Hoy día, Krestyan Ivanovich, ser farmacéutico es cosa muy importante…

—¿Cómo? ¿En qué sentido?

—En un sentido muy corriente, Krestyan Ivanovich. Quiero decir que hoy día el mundo va de tal manera…

—Hum…

—Que cualquier pelagatos, y no sólo en las farmacias, mira por encima del hombro a un caballero.

—Hum… ¿Qué quiere decir con eso?

—Hablo, Krestyan Ivanovich, de un hombre conocido…, de un amigo común, Krestyan Ivanovich. Concretamente, de Vladimir Semionovich…

—¡Ah!

—Sí, Krestyan Ivanovich. Yo también conozco a algunas personas que se desvían de la usanza general lo bastante para decir la verdad de vez en cuando.

—¡Ah! ¿Qué me dice?

—Pues lo que oye. Pero, en fin, eso no viene ahora a cuento. Dan una sorpresa al lucero del alba.

—¿Cómo? ¿Qué es eso del lucero?

—Dar una sorpresa al lucero del alba. Es un modismo, Krestyan Ivanovich. Saben, por ejemplo, felicitarle a uno de vez en cuando. Hay gente así, Krestyan Ivanovich.

—¿Felicitarle?

—Sí, señor, felicitarle. Como lo hizo el otro día uno de mis íntimos amigos…

—Uno de sus íntimos amigos… ¡Ah! ¿Cómo fue eso? —preguntó Krestyan Ivanovich mirando atentamente al señor Goliadkin.

—Sí, señor, uno de mis íntimos amigos felicitó a otro íntimo amigo mío (un amigo de los de verdad, como se dice por lo común) por haber sido ascendido a Asesor. La cosa pasó como sigue: «Me alegro profundamente de tener ocasión de felicitarle por su ascenso, Vladimir Semionovich. Mi más sincera enhorabuena. Tanto más cuanto que hoy día, como todo el mundo sabe, se ha eliminado el nepotismo».

En ese punto el señor Goliadkin movió maliciosamente la cabeza y, arrugando el entrecejo, miró a Krestyan Ivanovich.

—Hum… ¿Conque dijo eso?

—Eso dijo, Krestyan Ivanovich. Eso fue lo que dijo. Y miró también a Andrei Filippovich, tío de nuestro querido Vladimir Semionovich. Pero ¿a mí qué me importa, Krestyan Ivanovich, que lo hayan ascendido a Asesor? ¿A mí qué me va en ello? Y ahora quiere casarse, a pesar de que, si se permite la expresión, aún tiene fresca en los labios la leche materna. Así se lo dije: «¡Ahí tiene usted, Vladimir Semionovich!». Ahora ya se lo he dicho a usted todo y, con su permiso, me voy.

—Hum…

—Sí, Krestyan Ivanovich, me voy, con permiso de usted, como digo. Pero ahora, para matar dos pájaros de un tiro: después de alentar a ese joven con lo de la eliminación del nepotismo, me dirigí a Klara Olsufievna (la cosa ocurrió anteayer en casa de su padre), que acababa de cantar una romanza sentimental, y le dije: «Canta usted las romanzas con mucho sentimiento, pero no todos los que la escuchan son limpios de corazón». Y la alusión fue tan palmaria, Krestyan Ivanovich, ¿entiende usted?, que ya nadie ponía los ojos en Klara Olsufievna, sino más lejos…

—¡Ah! ¿Y él qué hizo?

—Pues, como se dice vulgarmente, puso cara de haber mordido un limón.

—Hum…

—Sí, Krestyan Ivanovich. Hablé también al viejo. Le dije: «Olsufi Ivanovich, sé que es mucho lo que le debo, y aprecio en lo que valen las mercedes que me ha hecho casi desde mi niñez. Pero abra los ojos, Olsufi Ivanovich. Mire a su alrededor. Yo, por mi parte, juego limpio y con las cartas boca arriba, Olsufi Ivanovich».

—¡Ah, ya veo!

—Sí, Krestyan Ivanovich. Ya ve usted…

—¿Y él qué dijo?

—¿Qué dijo, Krestyan Ivanovich? Pues carraspeó, habló de varias cosas, dijo que ya me conocía, que Su Excelencia era hombre que hacía muchos favores. En fin, habló de esto, de lo otro y de lo de más allá… Pero ¿qué otra cosa cabe esperar de él? Apenas si se puede tener de viejo, como se dice.

—¡Ah! ¿Conque así están las cosas?

—Sí, Krestyan Ivanovich. ¡Así andamos todos! ¡Pobre viejo! Tiene ya un pie en la sepultura, huele a incienso, como se dice. Pero basta que haya un cotilleo de comadres para que se ponga a escuchar. Esa gente no puede vivir sin cotilleo…

—¿Dice usted que cotilleo?…

—Sí, Krestyan Ivanovich. Lo que es cotilleo, sí que lo hay. Nuestro oso y su querido sobrinito han tenido su parte en él. Se juntaron, por supuesto, con las viejas y prepararon el pastel. ¿Y querrá usted creer que se han conjurado para matar a un hombre; para matar moralmente a un hombre? Hicieron cundir un rumor… Sigo hablando de mi íntimo amigo…

Krestyan Ivanovich asintió con una sacudida de cabeza.

—Hicieron cundir un rumor acerca de él… Confieso que casi me avergüenza decirlo, Krestyan Ivanovich…

—Hum…

—Hicieron cundir el rumor de que había dado por escrito promesa de casarse aunque ya estaba casado. ¿Y a que no sabe usted con quién?

—No tengo idea.

—Pues con una cocinera, con una alemana descocada que le daba de comer. En vez de pagarle lo que le debía le ofreció su mano.

—¿Eso dicen?

—¿Querrá usted creerlo, Krestyan Ivanovich? Una alemana repugnante, mezquina y descarada, una alemana sin vergüenza. Karolina Ivanovna, si conoce usted…

—Por mí, le confieso…

—Le comprendo, Krestyan Ivanovich, y por mi parte siento también que…

—Dígame, por favor. ¿Dónde vive usted ahora?

—¿Que dónde vivo, Krestyan Ivanovich?

—Sí… Quisiera… Antes, si mal no recuerdo, vivía usted en…

—Sí, allí vivía, Krestyan Ivanovich. Allí solía vivir. ¿Cómo no iba a vivir allí? —repuso el señor Goliadkin, puntuando sus palabras con una ligera sonrisa y desconcertando a Krestyan Ivanovich con su respuesta.

No. No me ha entendido usted. Yo quería…

—Yo, por mi parte, también quería, Krestyan Ivanovich. Yo también quería —continuó el señor Goliadkin rompiendo a reír—. Pero ya llevo aquí demasiado tiempo. Espero que ahora me permita… decirle adiós y buenos días…

—Hum…

—Sí, Krestyan Ivanovich, le comprendo a usted. Ahora le comprendo perfectamente —dijo nuestro héroe pavoneándose un poco ante el médico—. Así, pues, permítame que le dé los buenos días…

En este punto nuestro héroe se inclinó ligeramente y salió del gabinete, dejando a Krestyan Ivanovich en notable confusión. Cuando bajaba la escalera de la casa del médico, iba sonriendo y se frotaba las manos de gusto. Al llegar al portal, respirar el aire fresco y sentirse en libertad, poco faltó para que se tuviese como el más feliz de los mortales y a punto estuvo de ir directamente a su oficina… Pero de pronto llegó su coche con gran estrépito al pie del escalón de entrada. Le bastó una mirada para recordarlo todo. Petrushka abría ya la portezuela. Una sensación extraña y sumamente desagradable se apoderó del señor Goliadkin. Pareció ruborizarse momentáneamente. Sintió una punzada en el cuerpo. Estaba a punto de poner el pie en el estribo del coche cuando de repente se volvió y fijó los ojos en la ventana de Krestyan Ivanovich. ¡Ya se lo figuraba! Krestyan Ivanovich estaba asomado a ella, alisándose las patillas y observando a nuestro héroe con bastante curiosidad.

«Este médico es tonto —pensaba el señor Goliadkin en su coche—, tonto redomado. Puede ser que cure bien a sus enfermos, pero, con todo…, es más tonto que un tarugo».

El señor Goliadkin tomó asiento, Petrushka gritó: «¡En marcha!», y el vehículo se dirigió de nuevo al Nevski Prospekt.