Capítulo 10

Cuando el Sikorsky Windmill dibujó su abultado perfil en el horizonte, la bullanguera tripulación del Zabul Amaru prorrumpió en gritos y cánticos de alborozo. Los 1500 pasajeros abandonaron sus juegos o sus prácticas de molicie, arremolinándose contra las barandillas. A medida que el helicóptero se aproximaba al paquebote todos comenzaron a cruzar apuestas sobre si el Sikorsky lograría posarse sobre la plataforma de descenso o terminaría su pérdida de altura hundiéndose en las procelosas aguas del mar. Los guarismos se hallaban favorables a ésta última posibilidad cuando Seller logró, maniobrando diestramente entre corrientes ventosas alarmantes, situar su aparato con exactitud arriba del Zabul Amaru. Luego, con la suavidad y los modales de una damisela quinceañera, el pesado Sikorsky se posó sobre el helipuerto del paquebote. El primero en pisar las planchas recalentadas del Zabul Amaru fue el mismo Seller. Sin embargo nadie hubiese podido reconocerlo cubierta su cabeza con el inmenso casco de navegación y parte de la cara tapada con antiparras oscuras. Sin quitarse tales implementos ordenó con gestos rápidos que sus hombres procedieron a la descarga de los valiosos equipos de filmación.

Xavier fue el segundo en bajar y con celeridad apartó de las proximidades del Sikorsky a cientos de curiosos, muchos de ellos ebrios, que pugnaban por hurguetear entre la carga que se estaba trasbordando. Seller percibió que bajo el acolchado interno de su casco, el cabello de la nuca se le erizaba. Como atraído por un imán giró su cabeza hacia el puente de mando. Allí, quieta, fosforescente ante el tangencial reverbero solar, estaba Nargileh. Una sonda electrificada desandó los meandros arteriales del sirio, un hormigueo sordo, una procesión de marabuntas feroces le palpitó en la zona púbica. Alejó su vista de ella y aspiró hondo. Debía conservar la calma. Sabía, con la rara intuición de los boxeadores o de los toreros, que el momento de la definición estaba próximo.

Procuraría no toparse cara a cara con la fascinante mujer, pero previendo tal enfrentamiento el sirio había adosado bajo su nariz de caprichosa curva unos densos bigotes artificiales que le cubrían casi totalmente los abultados labios. No podía arriesgarse a que Nargileh lo identificase, posibilidad siempre latente pese a los breves momentos en que los avatares del antojadizo destino los había situado a uno frente al otro. Pero no era precisamente eso lo que más atemorizaba a Seller —los bigotes tipo Stalin y las antiparras lo desfiguraban de pleno—, sino más bien la desconfianza en su propia capacidad de contención si la suerte lo daba de bruces en ese instante con Nargileh. Temía no controlarse y arrojarse sobre ella como un jaguar americano sobre su presa, como un halcón sobre un armiño. Sentía la viva impresión interior de que mirando los insondables ojos oscuros de la mujer, calculando el muelle elastizado de sus senos, sus propios dientes se alargarían en colmillos aguzados, como en las malas películas que cimentaron la fama del controvertido conde Drácula.

Por todo eso, Seller echó con rapidez sobre sus hombros el correaje de su pesado bolsón con efectos personales, encaminándose hacia los camarotes casi sin controlar la descarga del material. Después de todo, se tenía por cierto que se trataba de un equipo de filmación diestro y avezado y nadie, ni siquiera la propietaria del barco, se molestaría en sugerir o remarcar indicaciones obvias con respecto a la fiesta de la noche. Tras cruzar prolongados pasillos y toparse con tripulantes que lo saludaban breve y cortésmente con una venia, el sirio se introdujo en el camarote que le habían asignado. Xavier y los suyos habían sido dirigidos a la zona de las bodegas, en las entrañas mismas del navío, donde armarían y dispondrían controles y monitores. Seller cerró la puerta de su habitación y respiró con alivio. Una etapa muy importante del «Operativo Acople» había finalizado. Acomodó desordenadamente sus cosas y se dispuso a repasar los detalles de la próxima acción. Fue cuando escuchó, a sus pies, un martilleo sordo y rítmico. Observó el piso de su camarote: estaba alfombrado, lo que sin duda amortiguaba el sonido del golpeteo. Pero ahora todo estaba en silencio. Seller se mantuvo atento. Tal vez se había confundido. Tal vez fuera un cardumen de peces martillos que solían gastar esas bromas a los marineros inexpertos. Pero el piso de su habitación se hallaba a varias decenas de metros del casco del barco. Nuevamente se escucharon los golpes. Cuatro seguidos, luego dos distanciados, uno corto.

—Morse —se asombró el sirio. «Ábrame» rezaba el mensaje. Seller no dudó. Desde que viera «El conde de Montecristo» había quedado muy sensibilizado a los encierros, casi fóbico. Extrajo su navaja y la desplegó en el aire. De rodillas, con pulso firme cortó un cuadrado de alfombra de unos dos metros de lado. Quitó el pedazo de fieltro y lo arrojó a un costado. Quedó a la vista un sólido pedazo de chapa asegurada con remaches. Pensó en correr hasta el otro extremo del barco y pedirle un destornillador a Xavier pero no era conveniente transitar demasiado por las cubiertas. En su bolsón sólo llevaba la pinza para depilarse las cejas y estaba demasiado gastada por la resistencia pilosa. Probó con la uña del dedo pulgar de la mano derecha. Todos los egresados de Damón Sagar habían hecho de esa prominencia córnea un arma temible. La uña sobresalía apenas medio centímetro sobre el reborde del dedo pero tenía la consistencia de una hoja de acero toledano y el filo de un bisturí. Durante meses Seller la había endurecido mediante baños de agua mineral, laca, yodo y fosfato de calcio embebidos en un algodón. Nunca la había cortado ni con un alicate, sino que una finísima lima de rebajar diamantes la mantenía siempre del mismo largo y afilaba su curvo extremo superior. Por intermedio de una piedra esmerilada que Seller solía llevar años atrás colgada al cuello, o bien disimulada en el engarce de un sencillo anillo, el sirio la afilaba hasta el hartazgo, convirtiéndola en una bayoneta en miniatura. La uña no llamaba mayormente la atención, a pesar de que relucía como un lucero nocturno. A veces atraía la consideración de la gente cuando Seller la recubría con esmalte sintético rojo «Crepúsculo tahitiano» en procura de preservarla. Entonces algunos lo confundían con un concertista de guitarra o bien con un hombre de hormonas enloquecidas. Pero el sirio bien sabía el valor de esa arma maravillosa y doméstica que alguna vez había hendido como una espada samurai un abultado vientre enemigo en una calleja oscura. Esa misma fiel uña combatiente era la que ahora Seller introducía en la ranura de uno de los tornillos cabezudos. Tomó la muñeca de su puño derecho con la mano izquierda y aspiró hondo. Fue girando entonces, acuclillado, procurando aflojar el primer tornillo. Sintió primero un abultamiento siniestro en el codo ante la torsión, un contraerse crujiente de los huesos, de los tendones y un amago de dislocamiento en el hombro derecho. El tornillo no había cedido ni un milímetro.

Seller detuvo el movimiento sin volverlo atrás y rechinó los dientes cerrando los ojos para evitar que la transpiración penetrarse en ellos. Volvió a aspirar hondo y prosiguió el movimiento rotativo. Las falanges de su dedo pulgar palpitaron anunciando una próxima ruptura, el codo pareció revolverse bajo la piel y los huesos de la muñeca dejaron escapar un traqueteo sísmico. El tornillo permaneció impertérrito pero algo en Seller, quizás su prolongado conocimiento de los metales nobles, le dictó un mensaje inconsciente. La capa de pintura que unía la cabeza del tornillo con la plancha de acero había comenzado a arrugarse. El sirio aspiró nuevamente y con un brusco movimiento de sus hombros reinició la torsión. Por un momento no pensó nada, esperó tan sólo el estallido de sus articulaciones. Y de pronto el tornillo cedió.

Los labios de Seller se distendieron en una sonrisa. Ahora todo sería más fácil. Con rápidos movimientos de su muñeca derecha destornilló velozmente aquella primera resistencia. Luego, en un lapso no mayor de veinte minutos, logró sacar los restantes diecinueve tornillos. Empapado en sudor, quitó entonces la plancha metálica del piso. Quedó al descubierto una oscura boca cilíndrica, como la de una cañería madre y lo único que alcanzó a divisar Seller en la profunda oscuridad que se abría a sus pies fue una mano extendida. La tomó con firmeza, pero antes de que pudiese hacer fuerza para elevar el cuerpo, aquella mano anónima sacudió bizarramente la suya y se oyó una voz de mujer.

—Pétula, encantada.

—Yo soy Seller, pase usted —jadeó el sirio, tirando hacia arriba.

La figura quedó parada ante Seller que la miró detenidamente, en tanto se mordisqueaba la uña que tan buenos servicios le había prestado. Se le había saltado el esmalte y eso lo ponía un tanto fastidioso. Pero la visión que le ofrecía la recién llegada ocupaba todo su estupor. Era una mujer enfundada en un overol totalmente cubierto de hollín, manchas de petróleo y aceite que le pegoteaban el larguísimo cabello y lo convertía en un masacote embreado. Sus labios, o el interior de ellos, como así también el reborde de sus párpados aparecían intensamente rojos, como en las personas que se disfrazan de negros. Chorreaba un lodo aceitoso y hedía como un oleoducto de superficie. Con celeridad Seller le alargó una toalla. La mujer se la pasó frenéticamente por el rostro.

—¿Quién es su cosmetóloga? —preguntó el sirio.

—No bromee usted. Debía llegar hasta su camarote.

—Caramba, hubiese preguntado el número al capitán.

—Es que lo tenía que hacer en total secreto —la mujer había quitado en parte la capa bituminosa que le cubriera el rostro. Se sentó sobre la cama, sin reparar demasiado en el cuidado que toda colcha debe recibir. Era joven y tal vez no muy fea, pero hubiese sido más aclaratorio poder observarla sin el aditamento de aquel manto repugnante.

—Tuve que llegar a través del conducto de la chimenea —explicó ante la mirada penetrante del sirio—. Primero tomé por la cañería de almacenaje de combustible hasta empalmar con la chimenea. No es un trayecto demasiado largo pero se hace dificultoso por lo estrecho. Tardé cerca de dos horas desde que salí.

—¿De dónde salió? —Seller le ofreció un pitillo mientras él se colocaba otro entre los labios. La mujer lo rechazó indicando con un ademán el estado de sus ropas. Seller frunció la boca, contrariado. Encender una cerilla en las adyacencias de aquella mujer altamente inflamable hubiese sido una torpeza. Guardó ambos cigarrillos.

—Del camarote de Nargileh —explicó Pétula. El rostro de Seller se contrajo—. Podría haber venido a través de los desagües cloacales, pero es algo más largo el trayecto.

—Y yo no creo que le hubiese abierto.

—Lo mismo lo hubiese hecho. Traigo información importante. Y tengo órdenes además de ponerme a su servicio.

—Bien, bien… —Seller comenzó a pasearse nervioso por el camarote—. ¿A qué hora está prevista la fiesta de esta noche?

—A las nueve.

—A las nueve… ahá… ¿Irán todos los pasajeros?

—No faltará ninguno. Todos están intrigados por las sorpresas que prometió Nargileh, y por otra parte no tienen muchas más cosas que hacer.

—Es cierto, es cierto… Nargileh también irá…

—Por supuesto.

—Ocurre esto… —Seller se detuvo en medio del camarote y miró detenidamente a la muchacha—. Yo necesito quedarme a solas con ella. Totalmente a solas.

Pétula lo miró con escepticismo.

—Imposible. Está siempre rodeada de gente. Se sentará a la cabecera de una mesa con por lo menos cincuenta personas.

—¿No conseguiré ni siquiera sentarme al lado?

—No. Todas las ubicaciones ya están previstas y marcadas con una tarjeta.

El sirio recomenzó sus paseos de punta a punta del camarote.

—Te imaginas… —tomó confianza con Pétula— que no puedo intentar ninguna maniobra de seducción frente a cincuenta personas.

Pétula no respondió. Bajó la cabeza confusa. Cuando la levantó el sirio ya no estaba frente a ella. Había caído por el agujero abierto en el piso del camarote. En dos saltos la mujer estuvo al borde del oscuro pozo y logró tomar la mano de Seller que aún sobresalía en la superficie. Izó al sirio y éste, sin dar importancia a su momentánea desaparición, continuó caminando a grandes pasos por el habitáculo. Pétula procedió a tapar la traicionera boca con la chapa metálica y optó por sentarse de nuevo antes de que Seller la atropellase en sus continuos vaivenes.

—¿Es imprescindible que usted realice el operativo esta noche? —preguntó Pétula.

—Absolutamente imprescindible. No tenemos demasiado tiempo. Por otra parte la programación prevé que el helicóptero con los equipos de filmación retorne a su lugar de origen mañana mismo.

Seller se detuvo en el medio del camarote y se pellizcó suavemente los labios.

—Nargileh no debe ir a esa fiesta —dijo.

—¿No?

—No, no debe ir. Será muy simple, mira —Seller se puso de cuclillas frente a Pétula y apoyó sus manos sobre las rodillas de ella—. Tú tienes acceso a sus habitaciones ¿no es cierto?

—Así es, soy una de sus servidoras de mayor confianza.

—Bien, le suministrarás un somnífero.

Pétula lo miró dubitativa.

—Puedo hacerlo, creo que puedo hacerlo.

—Debes hacerlo.

—Nargileh toma todos los días tres o cuatro pociones para preservar el cutis, la aspereza de su voz y la fortaleza de su cabello. En alguna de esas dosis podré darle el somnífero.

—Eso —se animó Seller— y la despertarás de madrugada cuando todos se hayan marchado ya de la fiesta. En el ínterin nosotros arreglaremos el salón, acicalaremos nuevamente las mesas, limpiaremos la vajilla y dejaremos el lugar como si aún la recepción no hubiese comenzado. Nargileh solamente se encontrará conmigo. Lo demás corre por mi cuenta.

—¿Piensa que podrán dejar todo impecable en breve tiempo? Son muchísimas personas.

Seller la miró con un gesto donde se entremezclaban la compasión y el desprecio.

—¿Con quién piensas que estás hablando? ¿Quién crees que reconstruyó Florencia?

—¿Y calcula usted que la gente se retirará antes de las cuatro o cinco de la mañana? —Pétula agudizó el interrogatorio.

—Xavier y sus hombres manejarán los controles de la música en los lapsos en que la orquesta descanse. Pondremos temas frenéticos. Es más, podemos pasarlos a más velocidad de lo que están grabados, inclusive. Aumentaremos la calefacción para que la gente se sofoque y beba mucho. No tendremos problemas, lo verás.

—¿No sería tal vez más sencillo —aventuró Pétula como temerosa de interrumpir la euforia de Seller— que usted llevase a cabo el operativo aprovechando el sueño que atrapará a Nargileh cuando tome el somnífero?

—No, en la filmación se notaría que ella está dopada. Todo debe ser bajo su voluntad. Es más, se la debe ver como poseída por una irrefrenable pasión. Convencida de lo que hace. Loca.

Pétula volvió a medir a Seller con ojo crítico.

—¿Y cómo conseguirá eso?

Cualquier arábigo, ante una pregunta de aquel tenor que pusiese en duda sus virtudes de seducción, hubiese reaccionado con fiereza, pero Seller era en esos momentos tan sólo un frío estratega ultimando los sutiles despliegues de sus tropas para el asalto final.

—Apenas consiga su aceptación —explicó el sirio— traeré a Nargileh a este mismo camarote. Dentro de una hora vendrá Xavier e instalaré las cámaras para la filmación.

—No hay buena luz acá —dijo Pétula. Seller caminó hasta la otra cama y encendió el velador.

—Con esto basta perfectamente.

—Debe ser una cámara muy sensible.

—Es tan sensible que cada vez que está nublado, llora.

—Debo irme —se alarmó, levantándose Pétula—. ¿A qué hora debo despertar a Nargileh para que vaya al salón de fiestas?

—A las cinco de la mañana. A esa hora estará bien.

—Tenga usted en cuenta que amanece temprano. Ella notará la claridad.

—No estamos lejos del Triángulo de las Bermudas. Es sabido que es una zona donde ocurre cualquier cosa.

Pétula corrió con esfuerzo la pesada chapa metálica que cubría su pasadizo secreto.

—Espera —la detuvo Seller—. ¿Podrá resultar muy sospechoso que Nargileh no concurra a la fiesta?

—No. No. Todos saben que es una mujer muy exótica. Nadie por otra parte se atrevería a preguntarle por qué no fue.

Seller sonrió.

—Perfecto. Perfecto. Espera un minuto. Debo darte algo fundamental para que todo salga a la perfección.

Mientras la mujer lo miraba intrigada, Seller fue hasta el baño y se encerró allí. Volvió tras pocos minutos trayendo en su mano un pequeño cilindro de vidrio oscuro. A pesar de la opacidad del vidrio, adentro del cilindro se vislumbraba un líquido espeso y denso.

—Esto —extendió el frasquillo hacia Pétula— es el afrodisíaco más poderoso que ha existido jamás. Tú ni nadie imagina el precio que tuve que pagar por él. Debes suministrárselo a Nargileh junto a alguna de las bebidas que tú dices que bebe, antes de que se duerma.

Pétula tomó el cilindro con infinito cuidado.

—Que no se te pierda ni se te rompa. Te va en ello la vida —advirtió el sirio.

—¿Cómo lo trasladó usted? —preguntó la muchacha con aprensión.

—Desde que leí Papillon, sé muy bien dónde guardar las cosas que realmente valen. Pero a ti no te lo recomiendo. Produce acostumbramiento.

Pétula introdujo el cilindro bajo su inmundo overol, entre los senos.

—Sincronicemos nuestros relojes —pidió antes de meterse en el agujero del piso—. Tengo las catorce y doce.

—Veintidós y ocho —maldijo el sirio observando el suyo—. Desde aquella vez que le entró agua en la Costa de Marfil, no ha vuelto a ser el mismo.

—El agua de mar suele afectarlos.

—Fue duchándome.

Pétula casi no oyó esta última observación. Desapareció por el pasadizo.

Con presteza, Seller cubrió la boca del túnel con la chapa metálica, la atornilló flojamente y luego tornó a su lugar el cuadrado de alfombra que había cortado. Lo hizo todo con una opresiva sensación de que estaba tapiando para siempre a Pétula. No podía dejarse llevar por los sentimientos, menos que menos en los últimos tramos de aquel operativo en el cual le iba la vida misma. Quince minutos después llegó Xavier. Venía con dos ayudantes y entre todos instalaron las cámaras del circuito cerrado de televisión.

Surcando las aguas, a media marcha, con todas las luces encendidas, el Zabul Amaru parecía una fantasmagórica e inmensa torta de crema con miles de pequeños cirios incandescentes que se hubiese lanzado a la mar aquella noche. No había luna sobre el Atlántico y eso contribuía para realzar la luminosidad jubilosa que despedía el paquebote. La fiesta se hallaba en su apogeo y apenas algunos pocos habían reparado en la ausencia de Nargileh.

Todos bailaban con frenesí y el salón estaba cubierto de serpentinas de papel picado. Casi no había lugar para desplazarse y cada tres pasos Seller era atrapado por alguna pasajera o algún pasajero, que tomándolo por la cintura lo arrastraba a la danza. El sirio fingía divertirse como un poseso y de tanto en tanto, simulando secarse con un pañuelo la transpiración que le empapaba el rostro, volvía a su lugar el esquivo bigote que entre las sacudidas y la humedad pugnaba por convertirse en barba rala o en unirse con las patillas.

Finalmente, una señora inglesa perdidamente ebria y apasionada, usufructuando las licencias de una mazurca, propinó al sirio un aguachento beso sobre los labios que culminó casi en un mordisco cuando Seller pretendió alejarla con un hand-off típico del rugby británico. Recién cuando la atacante se hubo marchado en busca de nuevas víctimas, Seller comprobó que ella se había llevado entre los labios su propio bigote cual un trofeo de guerra o un fetiche sexual. No se preocupó en demasía. El grado de enajenación y alcoholismo aumentaba minuto a minuto entre los concurrentes y pocos eran los que podían reconocerse entre sí. Seller también imitaba los torpes y vacilantes pasos de la mayoría, pero guardaba buen cuidado de que la copa que permanentemente portaba en la mano estuviese llena de té coloreado. Observó su reloj. Era la una y treinta de la madrugada y nadie en absoluto hacía ademán de marcharse a dormir. Bajo las mesas, en torno a la orquesta y especialmente junto a los escalones que llevaban a la pista auxiliar de baile, se veían ya decenas de caídos, fuera de combate por esa noche. Aquello iba para largo y Seller comenzó a preocuparse. Cuando pudo escabullirse de entre los brazos de una pareja que lo había atrapado, se dejó caer sobre una silla junto a una mesa. Allí, con la corbata de moño desabrochada, un botón de la bragueta desprendido, y una sonrisa de ebrio estúpido en la cara, comenzó a deslizarse por su asiento hasta debajo de la mesa en apariencia con todos sus controles de equilibrio desvencijados por la bebida. Quedó allí abajo, cubierto por el largo mantel. Sacó de su bolsillo un walkie-talkie.

—¡Xavier! —llamó—. ¡Xavier!

—Sí, acá Xavier.

—Escucha…

—¿Quién habla?

—¿Quién va a hablar? ¡Seller habla!

—Te escucho muy mal, Best. Procura mejorar la emisión.

—Es que hay fiesta acá.

—Estamos viendo todo por los monitores —dijo Xavier—. La grabación color está saliendo perfecta. Apenas un poco saturado el rojo.

—Escucha —interrumpió el sirio—, esto anda mal. La gente no parece tener ganas de irse. Habrá que obligarlos.

—¿Qué hago?

—En principio, aumenta al máximo la calefacción, así haremos que beban mucho más. Y apenas la orquesta termine este tema, conecta los parlantes del salón y dile a Nicky que ponga la música más movida y violenta que tenga.

—¿Qué hay de la sorpresa? —requirió el catalán.

Seller quedó en silencio. Por debajo del mantel, tomándose trabajosamente a una de las patas de la mesa, se acercaba a él un hombrecillo delgado, que al verlo lo investigó con ojos vidriosos de confusión, curiosidad y alcohol. Quedó acostado junto al sirio.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre—. ¿El baño de caballeros?

—No, nada de eso.

El sujeto continuó mirando a Seller en procura de ordenar en parte sus ideas.

—¿Qué partido está escuchando? —inquirió señalando el walkie talkie.

—Chelsea-Liverpool.

—Hágame un favor, avíseme si hay una anotación del Chelsea.

—Lo haré.

El ebrio apoyó su cabeza sobre el piso y se durmió.

—¡Best, Best! —Xavier requería atención perentoriamente.

—Sí. Había una interferencia.

—¿Qué hay de la sorpresa?

—No, déjala, déjala. Eso entusiasmaría aún más a esta gente. Por otra parte todos saben que no se pondrá en práctica sin la presencia de Nargileh.

—Bien. Va música y calor. Cambio y fuera.

Cuando Seller abandonó su bunker de transmisión ya el ámbito se empezaba a caldear en forma considerable. Algunos hombres, sin dejar de bailar, habían optado por quitarse los sacos en tanto un grupo más audaz, nórdico, lanzaba al aire los pantalones. Las mujeres comenzaban a despojarse de sus ropas y pelucas. El sirio se sintió empapado por el sudor y, cosa sorprendente en un hombre de acción, por los nervios. Aquello iba mal. Muy mal. Ahora se corría el peligro cierto de que la fiesta se transformase en una orgía marina. De ocurrir aquello, era de presumir que nadie tendría la elegancia de molestarse y marcharse a su camarote con su circunstancial pareja para continuar los festejos. Todo se desarrollaría allí mismo, en el salón, ante los ojos severos de las cámaras de televisión y hasta mucho después de la hora prevista para que Nargileh llegase al lugar y encontrarse todo como si aún no hubiese comenzado. Seller se zambulló bajo la mesa de transmisión.

—¡Xavier! —llamó—. ¡Xavier!

—Sí.

—Debemos simular un naufragio.

—¿Cómo?

—Debemos simular un naufragio. Esta gente no se marchará más y casi no nos queda tiempo. ¿Tienes la cinta con efectos de sonido?

—No… creo que no… ¿Para qué habría de traerla?

Seller golpeó el puño contra el piso.

—Mierda… debes poner algo en los parlantes, algo que suene como una tormenta. Como un tifón.

—Espera… espera… —en el otro extremo Xavier revisaba mentalmente su disponibilidad—. Oye, sí, tengo grabada la versión nueva de la «La tempestad» de Lambrusconi.

—¡Eso, eso mismo! —se alborozó Seller.

—Arranca con los sonidos del mar embravecido, el rugir del viento, el golpear de las olas, luego entra un crescendo de bronces hacia un andante…

—No me importa cómo sigue, no me importa —cortó el sirio—. Debes detener abruptamente la música, realizar un par de cortes de luz como si se hubiese interrumpido la energía y mandar esa tempestad de Morriconi…

—Lambrusconi. Giancarlo Lambrusconi.

—De quien sea, otra cosa —Seller se entusiasmaba en tanto su cerebro enlazaba nuevas y alucinantes ideas—. Que alguno de los muchachos corra hasta el helicóptero y ponga en marcha los motores. El viento que levante las paletas también contribuirá a que esto parezca un tifón.

—Magnífico, magnífico…

—Y yo te daré la orden si es que necesito la pista…

—¿Qué pista?

—La pista principal.

—Okey, cambio y fuera.

Con un salto felino Seller abandonó el refugio de la mesa. El salón había adquirido un marcado tono apocalíptico y los cientos de personas ya no podían decirse que bailaban sino más bien saltaban, corrían y gritaban semidesnudos. Nadie podría afirmar jamás que aquella fiesta no había sido un éxito. De pronto se cortó la música, detalle que escapó en un principio a todos. Pero luego fue la luz la que parpadeó, se apagó, volvió a prenderse, se apagó de nuevo y todo quedó por un momento en la oscuridad. Hubo chillidos de horror, de miedo, algunas carcajadas nerviosas y también alaridos de placer. Comenzó a escucharse un estrépito externo, brutal, un trepidar antiguo y tremebundo. El estremecedor sonido del mar enfurecido. Las puertas se abrieron todas al unísono y un viento prepotente arrastró las serpentinas, levantando nevadas de confeti y servilletas. Hubo un silencio general y algunos focos volvieron a encenderse lo que arrancó exclamaciones de alivio entre el pasaje. Un trueno cruel sacudió el salón y Seller, entré el prenderse y el apagarse de las luces advirtió rostros desencajados, ojos fuera de sus órbitas, manos crispadas y los eternos gestos medrosos del hombre ante las furias desatadas de la naturaleza.

—¡El tifón Ana! ¡El tifón Ana! —gritó Seller mezclándose entre la alelada muchedumbre.

Aquello fue un pandemonio. Racimos de mujeres caían al suelo desmayadas, otras se aferraban de sus propios cabellos con desesperación.

—¡Babilonia! ¡Babilonia! —gritó una gorda semidesnuda y arrepentida de sus pecados. Todos habían pasado sin transición del éxtasis al pánico.

—¡Nos hundimos! —verificó Seller—. ¡A los botes!

—¡No hay botes para todos, corre Mary! —fingió ordenar el sirio cambiando la voz. El tumulto se hizo tremendo, la turbamulta destrozó sillas y mesas, sepultó los atriles de la orquesta, pisoteó a los borrachos durmientes. Entonces se escucharon tres disparos y la gente se detuvo. Erguido sobre el piano blanco de cola se hallaba un comisario de a bordo con una Colt Woodsman Match Target S-3 aún humeante en la mano derecha.

Estaba sin gorra, despeinado, pero sus ojos oscuros despedían llamas y era en realidad una figura épica e impresionante. Había visto sin duda «El Motín del Caine», además.

—¡Al primero que salga a cubierta —advirtió con voz de trueno, señalando las escotillas— le perforaré la cabeza de un tiro!

—¡Es que nos hundimos! —hubo gritos espeluznantes.

—¡Seremos pasto de los feroces escualos! —se oyó atrás.

—¡El mar no perdona! —agregaron otros.

—Recuerden el Titanic, hemos chocado contra un iceberg —documentó un demacrado yanqui.

—¡Nada de eso! ¡Nada de eso! —rugió el comisario de a bordo—. No sé aún de qué se trata, pero no había previsto ninguna tormenta en esta zona. Puedo asegurarlo.

—¡Es otro artero golpe del Triángulo de las Bermudas! —chilló Seller distorsionando su voz desde atrás de una sueca inmensa.

—¡El Triángulo de las Bermudas, el Triángulo de las Bermudas! —el griterío se hizo ensordecedor y algunos comenzaron a empujar hacia las puertas. Sonó otro disparo.

—¡Quietos todos, no se dejen llevar por el pánico! —ordenó el bien adiestrado oficial desde lo alto de su tarima pianística—. Acá no pasa nada, o puede ser que se trate de una pequeña tormenta tropical. Vuelvan a sus puestos. ¡A divertirse!

La gente miraba en todas direcciones con el temor tatuado en los rostros, el viento se oía ulular afuera entre cordaje y las luces no terminaban de prenderse o apagarse lo que hacía más dramático el momento.

—¡Señor director! —urgió el oficial girando hacia la orquesta—. ¡Música, por favor!

La sinuosa voz de una solitaria trompeta comenzó a alzarse entre el fragor del vendaval. Era manipulada por el único músico que había quedado en pie ante el azote del calor, el whisky y el miedo. La gente pareció tranquilizarse y algunos aplaudieron. Seller crujió sus dientes con odio.

—¡Eso, eso! —congratuló el comisario de a bordo—. ¡Acá no pasa nada, si ni siquiera se mueve el piso, vean ustedes!

Los más sobrios y los semidespejados por el susto pudieron comprobar que era cierto y pronto comenzaron a balancearse rítmicamente ante el acucio sensual y alegre de la trompeta. Pero el sirio no se daba por vencido. Batiendo palmas saltó sobre la tarima de los músicos y gritó:

—¡Siga la fiesta! ¡Siga la fiesta! ¡El trencito, el trencito! —y poniéndose al frente, dio la espalda a una rubia maravillosa, hizo que esta se tomara de su cintura y comenzó a recorrer el devastado salón con pasitos de samba brasilera. Muchos lo imitaron uniéndose a la columna y se originó un larguísimo reptil humano que cantaba y bailaba. Tras describir dos antojadizas curvas a través de mesas y borrachos caídos, Seller condujo la ruidosa caravana hasta la pista de baile principal. Allí se apretujaron todos, contentos y alborozados. Fue cuando el sirio se lanzó bajo el piano y desplegando su transmisor ordenó:

—¡Aumenta el volumen de la música, Xavier, lleva al máximo los motores del helicóptero y pon en funcionamiento la pista!

No había transcurrido un minuto cuando un trueno más furioso que otros sacudió a los bailarines, las luces se apagaron y a todos el piso les desapareció bajo los pies.

La pista giratoria, la segunda sorpresa que había preparado Nargileh para sus invitados estaba en funcionamiento. Los cientos de bailarines cayeron al suelo despatarrados, enredados unos con los otros, chillando como pájaros tropicales, presas de terror ante la oscuridad que ahora los envolvía y el nivel de sustentación que se había tornado esquivo.

—¡Estamos en el centro de un tornado! —informó Seller a los gritos.

Eso determinó la estampida general. Ya nada ni nadie podía contener aquella turbamulta humana que corría hacia los botes. Seller debió aferrarse tenazmente a un cortinado para evitar que el empuje de la gente lo arrastrase también. Hubiese sido paradójico verse convertido en un náufrago más dentro del cataclismo que él mismo había pergeñado.

Quince minutos después, sobre el Zabul Amaru flotaba un silencio oprimente. Atrás, muy atrás sobre las ávidas aguas del mar, había quedado la casi totalidad del pasaje. Los de más fortuna, promiscuamente apretujados en los botes. Otros braceando desesperados en procura de las costas de New Mexico. Algunos, los de menor sentido de orientación, procurando alcanzar con rítmicas brazadas, los inalcanzables acantilados de Dover. Por los altavoces del paquebote, Xavier había nuevamente inundado el salón con una selección de temas bailables lentos.

Cada tanto, el ancestro de sus antepasados lo llevaba a incluir alguna sardana. Pero el sirio no alcanzó a percatarse de esto último. Se hallaba muy preocupado contemplando toda la superficie del lugar totalmente cubierta de sillas y mesas caídas, botellas rotas, prendas de vestir diseminadas, zapatos abandonados por sus dueños y enorme cantidad de objetos anónimos achatados sobre el piso, aplastados y pisoteados ante el desbande general. Tomó una mesa derrumbada, la levantó, la cubrió con el mantel, limpió éste de restos de crema pastelera, tomó una botella de champagne del suelo y la alineó sobre la mesa junto a otros cubiertos que halló tirados. Limpió los cubiertos con el reverso del mantel. Con la mano despejó de migas la superficie de la mesa. Tomó un borracho que refunfuñaba junto a él y se lo cargó al hombro. Caminó hasta la escalera que bajaba a la primera cubierta y lo arrojó por allí. Volvió sobre sus pasos. Aquella era una empresa imposible. Miró su reloj. Faltaban exactamente quince minutos para que llegase Nargileh y el salón presentaba el mismo aspecto que hubiese tenido si la batalla de Little Big Horn se hubiese desarrollado allí. Caminó hasta la cabecera de la mesa que debía ocupar Nargileh y procedió a limpiarla. Acomodó la vajilla, disciplinó las copas, distendió el mantel y plegó con gracia las servilletas. Rescató entre un cúmulo de serpentina y papel picado una delgada copa que no se había roto y la depositó frente al plato que correspondía a la mujer. Se quitó la gardenia que lucía en su propio ojal y la introdujo en la copa. La gardenia se hallaba notoriamente deteriorada por los apretujones. Seller se acercó a la flor y comenzó a hablarle en voz muy baja. Una suerte de salmo monótono y convincente. Sabía que las flores se reconfortaban con la voz humana. Su propia madre gastaba tardes enteras en sermonear con cariño las arracimadas ortigas que embellecían las cuestas de los montes Marayani. Pronto la gardenia pareció dotarse de vida. Con lentitud reactivó sus peristilos y los pétalos fueron recobrando su vigor y color.

—Xavier —llamó Seller por el walkie-talkie.

—Dime.

—Apaga ahora todas las luces del salón. Deja nada más prendidas las de las guirnaldas rojas y azules que marcan el perímetro de la pista.

—Bien.

—Que no se vea prácticamente nada —Seller esperó. Las luces se fueron apagando y todo quedó a oscuras, apenas iluminado tenuemente por la claridad de la recién aparecida luna que llegaba por las ventanas—. Así. Así. Ahora dame un spot, que ilumine tan sólo la cabecera de esta mesa.

De inmediato un rayo de luz cayó sobre el lugar recién acicalado por el sirio.

—Eso. Eso. Conduciremos a Nargileh hasta acá. Yo la esperaré sentado en este lugar. Le explicaré que el resto se mantendrá en semipenumbra hasta que vayan llegando los invitados.

—Bien. ¿Qué música quieres?

—Algo romántico. Percy Faith.

—No suena muy distinguido. Ornella Vanoni.

—Eso. Me gusta —aceptó el sirio como distraído—. Pero no muy fuerte. De fondo nomás. Que se pueda hablar con tranquilidad.

—Best —llamó Xavier—. No olvides prestar atención a la luz roja. Cuando se encienda te estará tomando cámara dos.

—¿Qué luz roja? Hay miles de luces rojas acá. Están todas las de las guirnaldas. Me volveré loco.

—Es cierto. Te haré un guiño con las azules entonces cuando eso ocurra.

—Bien, bien.

—¿Te maquillarás?

—No, no tengo tiempo ahora. —Seller reparó en su traje blanco. Se hallaba muy arrugado. Lo estiró en lo posible. Ajustó el lazo de su corbata de moño hasta que sintió entrecortarse su respiración. Prendió el botón desabrochado de su bragueta y lustró sus zapatos negros con el encaje inferior del mantel.

—Dame retorno ahora, quiero ver como sale —pidió a Xavier.

—Yo arranco con un paneo de mesas y entro por la izquierda hasta donde están ustedes.

—Puedes abrir en picado.

—No. Hay un brillo ahí que me molesta.

—Es que la luz me da en los ojos.

—Eso. Baja un poco la cabeza al hablar.

—Oye —pidió Seller—, cuando nosotros salgamos hacia mi camarote…

—Eso. Eso. ¿Cuando ustedes salen yo me voy en travelling con ustedes?

—No. Ahí cortas, vamos a títulos y empalmas con la cámara del camarote.

—¡Atención, atención! —una aguda voz femenina reclamó en el transmisor, interrumpiendo el diálogo de Seller con el catalán.

—¿Eres tú, Pétula? —requirió el sirio.

—Sí. Nargileh sale en este momento de su camarote hacia el salón.

Seller se percató de un constreñirse revulsivo de sus intestinos, un repentino sudor frío en la frente y un aparente congelamiento de todos los dedos de sus pies.

—¿Tomó el afrodisíaco?

—El somnífero se lo tomó con el caldo de salvado y savia cauchífera para mantener elásticas y fuertes las raíces del cabello —informó Pétula—. El afrodisíaco se lo suministré con la crema que siempre toma para preservar el arqueo de sus pestañas. Todo bien.

—Okey.

Seller caminó lentamente y se sentó en la silla junto a la que debería ocupar Nargileh. Aspiró hondo, todo lo que le daba su capacidad pulmonar y aún más. Aguantó al máximo el aire dentro suyo en procura de eliminar los súbitos estremecimientos que le recorrían los párpados. Eso lo serenó un poco. Echó la cabeza hacia atrás y vio por los cristales de la ventana que estaba a sus espaldas la luna redonda e inmensa, como de mica. Había llegado la hora de la verdad.

—Atentos ahora —escuchó quedamente la voz de Xavier—. Rodando.

A través de la semipenumbra del salón, Seller procuró divisar la puerta por donde haría su aparición Nargileh. No se veía casi nada. La música era débil pero densa, pastosa y cálida. El sirio se sirvió dos dedos de vino blanco y permaneció escuchando los latidos de su corazón que a juzgar por la nitidez con que se oían debía estar muy cercano, tal vez en las inmediaciones de las amígdalas. De pronto todo su cuerpo se envaró. Adivinaba allí, en la oscuridad, la presencia de algo vivo y peligroso, cargado de energía, que se acercaba. De la misma forma que un ciego puede presentir la presencia de otro ser humano dentro de una habitación. Luego escuchó, el siseante frufrú de una tela sedosa que se aproximaba. Al entrar en el cono de luz, Nargileh se detuvo. Seller levantó entonces la vista y la miró.

Tocar un cable de alta tensión no le hubiese producido el mismo efecto.

Millares de pequeñas gotas de transpiración le cubrieron la piel y sintió por allá abajo, la estocada abrasiva y despiadada del llamado carnal. Sus largos años de duro entrenamiento evitaron que aquellos ramalazos de sentimientos se hiciesen muy visibles, salvo por el hecho que la corbata de lazo se desprendiese sola de su anudamiento quedando colgada y retorcida sobre el fino encaje de la camisa. Nargileh se hallaba allí, frente a él, en todo su magnificente esplendor. Lucía un ajustadísimo vestido negro con un escote que bordeaba los límites de la prudencia y hacia esa zona Seller no se atrevió a mirar. Bajo la tumultuosa mata de cabello oscuro, los ojos insondables de Nargileh despedían una fosforescencia antinatural. Sin decir nada, la mujer se sentó junto al sirio. Seller no la miró.

Prosiguió sorbiendo su copa como abstraído. Ofrecía en ese instante a Nargileh su perfil más favorable, el izquierdo. El sirio sabía que adelantando un poco el mentón, contrayendo duramente los maxilares y frunciendo el entrecejo, brindaba a quien lo mirase desde aquel ángulo privilegiado, un espectáculo varonil y agreste como puede serlo la vista de un bunker de grafito y roca, o la de un toro negro, azotado por una tormenta. No pudo mantener demasiado tiempo aquel gesto bravío. Un perfume que no era artificial ni elaborado, un aroma que era tan sólo el efluvio delicado y gozoso de la piel de una mujer, lo invadió como un recuerdo temido. Seller creyó perder la cabeza. Lo atrapó un mareo. Entrecerró los ojos y debió recurrir a sus más recónditos mecanismos de sujeción para no saltar sobre ella. Desde la invención de los gases tóxicos, nunca había experimentado una sensación tal de desvalidez como en ese instante. A su lado, Nargileh sacó de su pequeña cartera una pitillera de oro y tomó de ella un cigarrillo.

En la mano diestra de Seller, como si fuese parte de su propio cuerpo, ardió un encendedor. La llama, en los ojos de la mujer, eran diez mil hogueras que se alejaban. Un Gólgota de antorchas. Nargileh dio una pitada sin dejar de mirar a Seller. Éste sintió en su estómago abrirse una gruta gigantesca. Ella dejó escapar el humo.

—¿Nos conocemos, no? —dijo.

—Nos conocemos —logró silabear el sirio tras asimilar trabajosamente el choque de la voluptuosa ronquera de esa voz—. Y puedo asegurarle —se animó Seller— que desde aquella…

—Es extraño que no haya aún nadie —se desentendió ella echando una mirada en derredor, hacia las penumbras. Seller quedó truncado en su avance. Tragó saliva con energía y observó también el salón desierto como si le interesase.

—Es temprano aún. Ocurre que es usted muy puntual —informó.

—Es posible.

Seller aguardó un instante. Nargileh permaneció en silencio.

—Dijo usted bien —reiteró el sirio—, nos conocemos. Y debo confesarle que desde aquella…

—Sucede que me quedé dormida. No es común en mí, pero me dio mucho sueño y me acosté un rato —susurró Nargileh—. Tal vez sea por eso que tengo un poco confundidos los horarios. No acostumbro a dormir en el atardecer.

El sirio había quedado nuevamente contenido, crispando su puño derecho sobre el mantel. Se sentía como un perro pretendiendo morder un balón mucho más grande de lo que podían abarcar sus fauces. Como un fondista que ha largado en falso para los cien metros llanos. Se mordisqueó los labios, nervioso. La ansiedad lo estaba perdiendo. Quizás convenía calmarse, llevar las cosas a un ritmo más lento. Y más seguro.

—A mi me sucede a veces —concedió el sirio—. En ocasiones, cuando como demasiado o bebo más de la cuenta.

—No es ése mi caso —casi podía asegurarse que Nargileh había sonreído.

Mientras ella escrutaba sin prisa las sombras del salón, Seller la estudiaba con severidad, atento a sus más mínimos gestos. El afrodisíaco ya debería estar haciendo efecto en el cuerpo de la mujer. Ya la respiración debería tornarse anhelante, los ojos dilatarse levemente, las pupilas contraerse, los lagrimales deberían palpitar como dos pequeños corazones. Ya Nargileh debería estar sintiendo una inquietante sensación de picor en todo el cuerpo. Pero por más que el sirio se esforzase, por más que inquiriese denodadamente con sus ojos de cernícalo en los más mínimos parpadeos de Nargileh, nada parecía estar sucediendo en ella. Por lo contrario, irradiaba una calma, una suerte de paz interior que sublevó a Seller.

—En determinados momentos —dijo el sirio, sin embargo, controlándose—, una sola copa de bebida noble puede traer el letargo.

—Solo tomé un preparado que tiene efectos cosméticos.

Nargileh jugueteaba ahora con el cabo de un cuchillo. Los ojos de Seller quedaron hipnotizados siguiendo los movimientos de la mano de ella. El comportamiento de aquellos dedos delgados y esbeltos en torno al cuchillo, un adminículo por tantos considerado como un símbolo fálico, podía dar al sirio algún indicio sobre el real estado de excitación de la mujer.

—¿Toma usted muchos de esos preparados? —preguntó Seller sin dejar de observar el cuchillo sobre el que, le parecía adivinar, Nargileh ejercía una cierta presión libidinosa.

—Son obsesiones de mi marido. Yo no necesito tantas cosas. Me dan muchas, es cierto. Yo bebo tan solo una, la que bebí hoy, para fortalecer el cabello. Zabul es un enamorado de mi cabello.

Una luz de alarma se encendió en el cerebro de Seller.

—Las restantes finjo que las tomo, pero las arrojo por el ojo de buey.

Seller la contempló fijamente. Dentro de su pecho sirio comenzó a instalarse una fría lápida de mármol. Su rostro perdió la pátina aceitunada y se tornó cenizo. El pulso se le detuvo durante casi un minuto. Nargileh no había tomado el afrodisíaco. Lo había botado por el ojo de buey como a un pescado podrido. Fingiendo que estiraba los puños de su camisa, Seller constató presionando levemente su muñeca izquierda con los dedos índice y pulgar de su mano derecha, si sus pulsaciones recobraban el golpeteo regular. No advirtió nada, como si tocase una mano de yeso hecha para servir de modelo a jóvenes aprendices de dibujo artístico. Se alarmó. Estaba clínicamente muerto. Pero de pronto, y en forma paulatina, comenzó a sentir bajo la yema de su dedo pulgar, la tenue presencia arterial.

—Hace usted bien, hace usted bien —aprobó Seller.

La conversación era francamente estúpida, pero el sirio no podía concentrarse. Sus esperanzas habían sufrido un duro golpe. Ahora estaba solo. El éxito o el fracaso frente a esa mujer de leyenda, tan sólo le corresponderían a él y a su poder de convicción, su capacidad de seducir y su magnetismo viril. Se rehizo. Quizás así la cosa le gustaba más. Era deportivamente mucho más justo. Más honesto. A suerte y verdad. Aunque en ello le fuese la vida.

—Y le digo que hace usted bien, porque usted no lo necesita. Debo confesarle que desde aquella…

—Es que Zabul insiste…

—Déjeme terminar —Seller apoyó su mano derecha, pesada como un pisapapeles de ónix, sobre el brazo de Nargileh. Estaba ofuscado y hasta pensó en pegarle una cachetada—. Le digo que debo confesarle que desde aquella noche de nuestro extraño encuentro en Casablanca, no he podido quitarla de mi mente.

Ambos quedaron mirándose. Seller jadeando un poco, luego del esfuerzo de propalar todo su enunciado. Nargileh, un tanto absorta, como si nadie nunca le hubiese dicho una frase similar. A través del taco de sus dedos que tocaban el brazo de la mujer, el sirio recibió un trepidar quedo, como cuando se palpa un gato que ronronea.

—Yo tampoco —dijo ella.

Seller quedó con la boca entreabierta, sorprendido en el cambio de aire.

No logró parpadear por quince prolongados segundos. Toda la escena, bajo el haz de luz, podía pertenecer a un museo de cera.

—Yo tampoco he podido olvidarlo —repitió Nargileh, y el aguzado filo de sus largas uñas cosquillaron sobre el dorso de la mano de Seller. El sirio bajó la cabeza hasta apoyar su mentón contra el pecho, como agradeciendo pleno de unción religiosa. En realidad procuraba ordenar su circuito respiratorio e irrigar correctamente a su cerebro, trabajando a full y desprovisto de apoyo logístico adecuado ante los desacordes orgánicos que le estaban ocurriendo. Se sintió un niño. Por momentos sentía frío, por momentos calor, y en los instantes en que ambas anomalías térmicas se mezclaban, se sentía tibio. Seller levantó la vista y clavó su mirada más letal en los ojos de ella. Una corriente de complicidad se generaba entre ambos.

—¿Qué hacías en aquel salón de masajes para hombres? —requirió Seller en un hilo de voz.

—Zabul me ordenaba hacerlo. De esa forma solía conseguir jóvenes. Para él.

—¿Para él? —El rostro del sirio era la máscara de la incredulidad.

—Zabul es muy vital. Nada lo conforma. Siempre busca nuevas sensaciones. Siempre procura experimentar nuevos sentimientos. A menudo dice que sólo dos sexos son demasiado poco para un hombre con inquietudes. Vive intensamente.

—¿Pero por qué escapaste entonces, aquella noche? —urgió Seller presionando el brazo de ella.

—Me sentí perturbada por ti. Temí no controlarme.

Seller se levantó de su silla y acercando su rostro al de Nargileh, depositó sus labios sobre los de ella. La cabeza le giró vertiginosamente. Las piernas amenazaron con no sostenerlo. Para el sirio, el barco parecía haber caído dentro de un remolino gigantesco que lo arrastraría hasta los más recónditos e insondables estadios del placer. Xavier aumentó el volumen de la música hasta el aturdimiento y el Adaggio Albinoni atronó el lugar. Tomando a Nargileh de la cintura, Seller la instó a ponerse de pie. Luego, sin soltarla, danzando morosamente, la fue conduciendo hasta su camarote.

Cuando entraron en él, aún estrechamente abrazados, los espasmos que sacudían el cuerpo del sirio se hicieron más intensos. Se sentía en parte como un traidor, conduciendo a Nargileh hacia esa encerrona televisada que sería, en definitiva, la perdición y el ocaso de Zabul Najrán, pero también indudablemente, el de ella misma. Seller comprendió que el insidioso y temible elixir del enamoramiento podía estar atacándolo y el tomar conciencia de tal debilidad le despertó un latigazo de rebeldía y profesionalismo.

En tanto Nargileh se sentaba sobre el borde de la cama y se quitaba el finísimo collar de oro, Seller cerró la puerta y arrancó de su cuello la delicuescente corbata de moño. Luego pugnó por quitarse el saco, pero los botones ofrecieron una resistencia inesperada y heroica. Optó por quitárselo por sobre la cabeza, como un pulóver. Agradeció no haber tenido puesto su tapado de piel de foca. Arrojó la prenda por un ojo de buey y comenzó a lidiar con los gemelos que precintaban los puños de su camisa. Fue cuando volvió a depositar sus ojos en Nargileh. Continuaba sentada en la misma posición, quieta, con la cabeza baja, el pelo como un torrente sobre los ojos. Seller congeló su movimiento. Una suerte de viento helado le corrió por las paredes internas del estómago.

—¿Qué… qué pasa? —barbotó.

—No puedo —murmuró ella.

—¿Cómo no puedes?

—No puedo.

Seller se arrodilló frente a ella y comenzó a acariciar aquella catarata de cabello oscuro que le impedía ver el rostro de Nargileh.

—¿Por qué no puedes?

—No puedo.

—¿No puedes o no quieres?

—No puedo.

—¿Pero, por qué?

Ahora sí, Nargileh levantó la cabeza y lo miró largamente. Tenía los ojos enrojecidos.

—Tengo un cinturón de castidad.

Seller giró sobre sí mismo y se derrumbó de espaldas contra la cama, quedando sentado en el piso, sin soltar la mano de Nargileh. Su cara reflejaba el mismo gesto de estupefacción que mostraba el día que viera por vez primera un ornitorrinco.

—¿Un cinturón de castidad? —silabeó como si no pudiese creerlo. Volvió a retomar su postura de rodilla frente al rostro desolado de Nargileh—. ¡Oye —sonrió—, no pensarás que te he buscado durante tanto tiempo, que he arriesgado mi vida, para que me detenga un cinturón de castidad!

Ella simplemente lo miraba.

—¡Ese es un detalle —continuó el sirio sulfurado— que podría detener a un pusilánime como Carlomagno, o a Ricardo Corazón de León, o al Príncipe Valiente, pero no a mí, a un egresado de Damón Sagar! Zabul es un arcaico, un retrógrado. Pero no sólo eso, no, sino que incluso menosprecia al enemigo. ¿Cómo puede suponer que un artefacto tan medieval logre detener a un experto, a un comando, a un profesional?

Nargileh permaneció en silencio.

—Oye —suavizó Seller—. Déjame ver eso que te han puesto. Vamos. Quítate esto.

Ella no se movió.

—No es lo que tú piensas —dijo.

Un chisporroteo de alarma tiñó la mirada del sirio.

—Me lo hizo colocar con un médico de su total confianza —informó Nargileh—. Es algo similar a los espirales anticonceptivos. Una carga explosiva que puede partir este barco en dos pedazos si se activa.

El rostro de Seller tomó la fría y pizarrosa consistencia de la ricota. Quedó sentado sobre sus propios talones, abismado.

—¿Una carga explosiva dices?

—Una carga explosiva.

Seller se tomó la cabeza con ambas manos e insultó duramente a Zabul.

—Pero… ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? ¿Y él cómo hacía contigo?

—No hacía nada. Yo para él soy nada más que un adorno, un lujo, un objeto intocable.

—Pero eso… —Seller estaba fuera de sí—. ¿No puede estallar en cualquier momento, no puede activarse sin uno quererlo?

—Estalla solamente por fricción.

—Oh no, oh no… —Seller se oprimía las sienes con las manos—. ¿Tú nunca intentaste quitártelo?

—Nunca tuve valor para hacerlo.

—Es tremendo. ¿Nunca intentaste hacerlo quitar de allí por un experto?

—Siempre estoy muy controlada. Nadie se hubiese atrevido, de todos modos —Nargileh apoyó su mano derecha sobre el hombro de Seller—. Por eso pensé tanto en ti —dijo.

Él la miró expectante.

—Desde que te vi la primera vez supe que eras un profesional. Y un hombre valiente. Decidido a todo. Que podías salvarme. Y no me equivoqué. Has vuelto.

—He vuelto. Pero nunca imaginé esto.

Nargileh lo fulminó con la mirada.

—Pero no te inquietes —se apresuró a aclarar Seller—. Yo solucionaré todo. ¿Tienes en claro que te juegas la vida?

—Lo sé. Pero no aguanto más. Vivo aterrorizada.

El sirio controló su reloj. Afuera aclaraba. No había demasiado tiempo.

—¿Qué hora tienes? —preguntó.

—Las seis y quince.

El reloj de Seller anunciaba las catorce y ocho. Pero no le dio importancia. Pegó un salto y corrió hasta el transmisor.

Luiggi Micheli, «Il Trovatore del Trastevere» había terminado de perforar la oxidada lámina que cubría en parte el depósito de la cadena del ancla y se disponía a emprenderla con la chapa que cerraba el paso hacia la sentina. El metal estaba cubierto de algas y debía golpear permanentemente con su barreta de acero, las formaciones coralinas que entorpecían el movimiento de sus brazos. Centenares de pequeños peces de colores se habían reunido en torno a Luiggi, curiosos ante la extraña actividad de éste. Pero no eran aquellos pequeños tetraodontiformes los que inquietaban al itálico, sino la amenazante cercanía de varias familias de pulpos que había divisado al bajar en la profunda hoya caribeña. Luiggi se maldijo por haber aceptado aquel trabajo. Apostaba mil contra uno a que en las despanzurradas entrañas de ese carguero hundido hacía ya quince larguísimos años, no hallarían jamás la fórmula química para la elaboración de una de las más afamadas bebidas gaseosas. Pero a él sólo le pagaban para franquear el camino de los buzos hasta la caja de seguridad en la cabina del capitán. Lo demás no era problema suyo. Luiggi espantó con ademanes violentos un cardumen de peces anémonas que pugnaba por presenciar el trabajo de cerca. Fue cuando sintió que le golpeaban el hombro, como un llamado. Dentro de su ceñido traje de goma, Luiggi se contrajo de miedo. Podía ser el directo contacto con el tentáculo de un pulpo. No todos los pulpos atacan al hombre, incluso algunos más pequeños que sorprendiera junto a la quilla del barco hundido lo habían ayudado alcanzándole las herramientas. Pero Luiggi sabía de tenebrosas historias de hombres ranas arrastrados en abrazo mortal hacia profundas grutas submarinas tal vez con fines inconfesables. Giró llevando la mano hacia su puñal. Pero no, suspendido dos metros sobre él se hallaba Franco, el milanés. Franco hacia girar cerca de su oreja el dedo índice de su mano derecha extendido.

«¿Que estoy loco?» —supuso Luiggi ante el gesto de su compañero—. «Claro que estoy loco. Todos estamos locos perdiendo el tiempo buscando una cosa que no existe».

Pero Franco insistía, en tanto con la mano izquierda señalaba a Luiggi y luego hacia arriba, hacia la superficie.

«¿Teléfono?» —articuló con sus labios Luiggi, asombrado—. «¿Para mí?» —Franco asintió con un movimiento de cabeza. Luiggi aprobó elevando su dedo pulgar derecho en señal de comprendido.

Diez minutos después estaba, aún chorreante, frente al radio del «Cartagenero» el chato y viejo transporte de aguacates que los había llevado sobre el corazón mismo de la traicionera hoya cercana al Arrecife Sisal, algo más abajo de la Roca Culebra, en el Banco de Campeche.

—Sí, Luiggi habla… sí —el rostro del italiano se crispó, luego toda su conversación se redujo a una serie de monosílabos—. Sí… claro… sí…, te entiendo… ¿Dónde estás ahora?…, sí…, me ocuparé.

Con ademán lento colgó el auricular. Los hombres que lo rodeaban no le quitaban los ojos de encima. Luiggi parecía consternado.

—¿Qué ocurre, Luiggi? —Morro Juárez, un moreno gigantesco fue el primero en interesarse acercándole un tazón de café.

—Debo irme. —Luiggi comenzó a quitarse el traje de goma.

—Un momento, ¿por qué debes irte? —La peluda mano de Herbert Cousello, fornida como la pata de un oso, se depositó sobre el hombro del romano en ademán conminatorio.

—Acaba de llamar Emma —musitó Luiggi.

—¿Y qué hay con eso?

—Mi madre está enferma —La voz de Luiggi era apenas un murmullo. Sólo se escuchó por un instante el monótono ronroneo de la bomba de sondeo.

—¿Y qué harás? —preguntó Morro—. No te volverás a Pádova.

—No —Luiggi terminó de abotonarse una camisa multicolor—. Pero por lo pronto iré a Punta Yalkubul, a la Iglesia de allí.

—¿Harás una promesa? —aventuró Herbert que había suavizado su tono.

—Es lo único que puedo hacer desde aquí —Luiggi estaba finalizado de abrochar su cinturón—. Al menos no me sentiré tan inútil.

—¿Qué es lo que tiene tu madre, te lo dijo Emma? —preguntó Morro.

—Sí, me lo dijo pero no le entendí. Lloraba demasiado… ¡Oh, Dios!

—Puede que no sea nada —arriesgó Herbert.

—Verás como todo se soluciona —agregó Morro. Aquellos hombres rudos y curtidos por los despiadados vientos de los siete mares se hallaban atribulados, desconociendo cómo comportarse ante una situación de tal tipo.

—Prenderé una vela a la Virgen y volveré —informó Luiggi, aún forcejeando con sus botines—. ¿No tienes un calzador allí?

—Quítate más vale las patas de rana primero, Luiggi. Nosotros aguardaremos tu regreso. El trabajo puede esperar un día. —Lo tranquilizó Morro.

—Es cierto —convino Herbert—. Ese podrido barco ha estado allí quince años. No le hará nada esperar un poco más.

Luiggi había terminado de vestirse de paisano. Sin decir nada oprimió la mano que le extendían sus compañeros. Morro lo tomó del hombro sin mirarlo a los ojos y le ciñó la clavícula, confortándolo. Herbert sacudía levemente su cabeza sin articular palabra. Entre los tres echaron al mar el chinchorro. Luiggi botó dentro de él un saco con galletas saladas, tasajo, tocino y leche en polvo. Morro le acercó una caramañola con agua destilada. El sol ya estaba bastante alto cuando Luiggi se alejó del «Cartagenero» con remadas vigorosas y acompasadas.

—Escúchame, Nargileh, escúchame —Seller estaba arrodillado frente a Nargileh y modulaba su voz casi exageradamente, como quien le habla a un niño diferenciado—. Debes confiar en mí. Confiar en mí y olvidar tus pudores. Yo entiendo. Te entiendo perfectamente, pero tú misma lo decidiste y ya no puedes volver atrás. Es tu oportunidad.

Nargileh miraba sin ver, como extraviada, hacia adelante y el brillo indescriptible de sus pupilas se borroneaba bajo su capa lacrimosa.

—No puedes continuar viviendo así —prosiguió Seller—. No puedes. No te eches atrás ahora. Yo no te lo digo por nuestra relación. Ya te lo digo simplemente por ti. Por lo que significará para ti.

Seller permaneció mirándola. Ella continuaba en silencio.

—Si yo he traído al señor es porque confío plenamente en él —argumentó el sirio—. Para mí él es algo más que un hermano, es un padre, un abuelo materno. ¿Me entiendes? No te pondría en sus manos si no fuese así.

Dos pasos más atrás, Luiggi Micheli, «Il Trovatore del Trastevere» asentía levemente con la cabeza. Llevaba un viejo y modesto traje marrón liviano sobre una camisa roja estampada con flores naranjas. Bajo el cuello abierto emergía el reborde sucio de una camiseta de frisa blanca. La cabeza de Luiggi estaba cubierta con un raído gorro de visera rojo con la inscripción Petro Bras y bajo las bocamangas de los pantalones asomaban las patas de rana. En su mano derecha pendía un pequeño y sucio bolso de plástico conteniendo las herramientas necesarias.

—Considéralo como si se tratase de un médico, de tu médico de confianza —Seller acariciaba con suavidad las mejillas de Nargileh.

Ella frunció los labios, cerró los ojos y asintió dos o tres veces con la cabeza. Seller miró a Luiggi. Éste, sin hesitar, extrajo del bolsillo de su saco un par de guantes de goma rosada y se los calzó. Mientras el italiano ajustaba los dedos uno a uno, Seller besó en la frente a Nargileh y se puso de pie. Ella lo mantuvo aferrado crispadamente de una mano. Seller se distanció un paso hasta que ella lo soltó. El sirio cruzó hacia la puerta e hizo un gesto de asentimiento con su cabeza a Luiggi. Éste simplemente bajó los ojos, tranquilizándolo. El italiano acompañó a Seller hasta la salida. Allí, desde afuera y a través de la puerta entreabierta el sirio se volvió hacia Luiggi y en voz baja dijo:

—¿Qué piensas tú que puede ser?

—No tengo idea —farfulló Luiggi—. Nunca me he topado con un caso como este. Solamente tú puedes meterte en una situación así, Best.

—¿Lo ves difícil?

El italiano se encogió de hombros.

—No sé, Best, no sé. En una ocasión logré desconectar uno de esos perros bomba que preparaban los Vietcong, ¿recuerdas?

—Sí, recuerdo, fue en Binh-Dinh. Esos perros que se metían bajo los tanques.

—Sí, uno de esos. Me llené de pulgas pero lo hice. Pero era algo muy distinto a esto. En aquel caso los explosivos estaban a la vista.

Best quedó en silencio.

—Ten cuidado —dijo luego.

—Si logro desactivarlo —señaló Luiggi—, déjame luego a mí hacer un reconocimiento del terreno. Puede quedar alguna mina suelta, algún cazabobos…

—Te pego un tiro en la cabeza…

—Tú no te arriesgues.

—Te pego un tiro en la cabeza.

—Oye, Best, esto es más peligroso que una sífilis —La expresión dura de Seller era lo suficientemente gráfica como para cortar la discusión. Apretó con su mano derecha el brazo del italiano.

—Ten cuidado.

Luiggi no dijo nada.

Tenían acumuladas largas horas de combate juntos y las palabras solían ser para ellos, ornatos inútiles y fastidiosos. Seller salió a la galería y se quedó por unos minutos mirando el mar. El sol estaba alto. Podía decirse que hacía calor pero el cuerpo del sirio se estremecía cada tanto. Caminó con lentitud hasta la popa y trepó la escalerilla hasta la segunda cubierta. Allí se sentó sobre la lona que cubría el único bote salvavidas que quedaba y encendió un cigarro. Aspiró una larga pitada y contempló el cansino planear de las gaviotas sobre su cabeza. El graznar de un petrel lo sobresaltó. Luego exhaló el humo. Bajó la vista y con los dedos de su mano derecha hizo presión sobre sus párpados fuertemente cerrados. Así estaba cuando se produjo la explosión.

Seller revolvió su café y tras golpetear ligeramente la cucharita contra el borde de la taza, la depositó junto al plato. Apartó desesperanzado la porción de torta de nata. No tenía aún facilidad para manipular nada con su mano derecha. El vendaje que cubría las llagas que le produjeran los remos sólo le dejaba libre el dedo pulgar y éste estaba cubierto con mertiolate. Todas las restantes mesas de la cafetería se hallaban vacías y algunos mozos barrían entre ellas persiguiendo colillas de cigarrillos y servilletas caídas. El sol aún no había salido, pero la claridad ya ganaba los salones tranquilos del aeropuerto de Rasht, casi sobre las costas del Mar Caspio. Seller contempló largo rato girar el café dentro de su taza. Después de muchos años, a bordo de un barco sobre el Caribe había sentido temor, ansiedad y un extraño sentimiento casi desconocido que podía localizarse entre los territorios de la debilidad y la ternura. Había experimentado algo así, creía recordar, junto a su perro Mulash, siendo niño, cuando la noche los sorprendía tras sus correrías por los olivares y él deslizaba sus manos por la áspera y poblada pelambre del animal. Recordaba que era un sentimiento similar, mas no el mismo. Miró su reloj y apuró el café. En algún lugar de su personalidad, se había producido una fisura.

Quizás, el camino hacia la templanza total de un hombre de acción, era bastante más largo de lo que él suponía. Dejó unas monedas sobre la mesa. El vuelo de la BUA no le daría tiempo para tomar otro café. Pero podía intentarlo. Había arriesgado en situaciones peores. Llamó al mozo.