Capítulo 9

Las bandadas de patos copetones o patos pekineses que parten desde Wilmington, apenas los primeros fríos del otoño diezman los tiernos marlos de Carolina del Norte, nunca enfilan hacia Florida por la ruta lógica de Crangeburg, Savanah y Daytona sino que optan por adentrarse hacia el océano Atlántico con rumbo al mar de los Sargazos, eluden los cirrus cúmulos que se abroquelan sobre el Trópico de Cáncer y describiendo una parábola aparentemente caprichosa, retoman curso hacia el continente cuando avistan los cardúmenes atuneros que zigzaguean en procura de la hoya menor, frente a San Juan de Puerto Rico. Esta parábola que podría parecer poco criteriosa para un animal generalmente cauto como el pato pekinés, obedece sin embargo a una precaución por demás justificada. Las cautelosas aves bordean así, con una pasmosa intuición arraigada en ellos a través de miles de años de práctica hereditaria, el tenebroso Triángulo de las Bermudas. Ya mucho antes de que las líneas aéreas adoptaran tal sistema, las bien formadas escuadras de patos copetones optaban por soslayar la amenaza de la misteriosa zona. Cuatro generaciones de avutardas pintonas de Memphis, posiblemente dos de ocas maiceras (gallitos de agua) de Wichita, y otras tantas de petirrojos tropicales, han desaparecido en la citada anomalía geométrica tantas veces estudiada. Se sospecha, incluso, que miles de centenares de años atrás, el extinguido pterodáctilo pudo haber encontrado su final en la trágica latitud oceánica al trasponerla en busca del calor, expulsado ante el congelamiento de los mares. El sol, en el naciente, pegaba en forma tangencial sobre los lustrosos plumajes de los patos copetones y los hacía parpar de júbilo. Volaban conformando una «V» corta o lavidental pero por momentos trocaban la escuadra adoptando nuevas figuras, otras letras o incluso llegando a improvisar palabras muy simples o monosílabos. En la pantalla de radar del pesado helicóptero Sikorsky Windmill, la bandada era apenas una mácula luminosa que titilaba con mayor fulgor cada vez que la aguja rotativa pasaba sobre ella.

—Patos —dictaminó Seller observando con atención—. Copetones, posiblemente.

Corrigió el rumbo de su aparato derivando con lentitud hacia la derecha al tiempo que perdía algo de altura. En el radar la bandada de patos apareció como una mancha de luz más nítida y próxima.

—Es la bandada que va a Puerto Rico —pensó en voz alta. Mantuvo el rumbo adoptado y con un bolígrafo rojo trazó firmemente una gruesa línea sobre la hoja de ruta. Seller masticaba goma de mascar para descomprimir en algo la presión que sobre sus oídos ejercía el tremendo rugir de los rotores de las hélices sobre su cabeza. Ya se había tragado sin quererlo, dos barritas de dicha goma frente al respingo de sendos pozos de aire. Seller aguzó su vista a través del vidrio de la cabina y muy lejos, contra el resplandor amarillo del sol, divisó los puntos negros de los patos. Sonrió. Manipulando con velocidad de dactilógrafa las perillas de ambos émbolos de los motores Rolls Royce, consiguió aminorar la velocidad equiparando la altura crucero de la bandada. Pronto se puso a unos mil metros de ella, comenzando a volar en forma paralela a las aves. Para que no se asustasen, el sirio apagó por algunos minutos los rotores de las paletas. Era uno de los pocos pilotos en el mundo, si no el único, capaz de hacer volovelismo de altura con un helicóptero. Tenía el récord mundial, no homologado, de volovelismo en helicóptero deportivo en Adelaide, Australia. Había realizado en la oportunidad de su consagración, cuatro loopings y un medio tirabuzón invertido, antes de caer como un aerolito sobre un hangar, aquella tarde. Lo salvó su condición de buen jinete, con largueza probada, que le permitía caer parado aun en las situaciones más complejas.

El Sikorsky prolongó su marcha llevado por la inercia, luego se encabritó fugazmente y por último descendió con la dinámica de un ladrillo. Seller, maniobrando el aparato con ojos somnolientos buscó por instinto alguna corriente cálida que le diera mayor coeficiente de sustentación. Lo halló cuatrocientos metros más abajo y si bien no detuvo al autogiro en su pérdida, al menos calentó algo el cuerpo de Seller, que conducía bastante desabrigado. Seller presionó nuevamente el encendido, pulsó tres veces la palanca de inyección y con parsimonia fue echando hacia atrás el automático. El Sikorsky niveló su vuelo con docilidad. Los patos estaban a la izquierda, unos mil metros adelante y no daban señales de haberse percatado de la presencia del sirio.

—¿Qué diablos haces con ese carricoche? —en el auricular de Seller tronó la voz áspera de Xavier.

—Nada, hombre, quédate tranquilo.

—¿Te piensas que estamos en el tiovivo del Montjuic? —continuó enojado el catalán.

—¿Se ha roto algo? —preguntó, cortés, Seller.

—Nada —admitió Xavier—, pero Esteban ha estado a punto de vomitarnos toda la consola.

—Alcánzale algunas de las bolsas plásticas donde vienen las películas vírgenes.

—Oye, en el cine pornográfico ni sueñes encontrar películas vírgenes.

Seller permaneció serio. El humor hispano siempre le había resultado abiertamente tonto.

—Oye, Best —llamó Xavier.

—Sí.

—No quiero inquietarte, pero a nuestra izquierda, algo más arriba de nuestra línea veo unos objetos volando.

—¿Adónde?

—A las once.

—Ahá, yo también los veo.

—Parece una flotilla de platos voladores —la voz de Xavier pugnó por parecer firme.

—Son patos.

—Patos.

Se hizo un silencio en el auricular.

—Coño —maldijo Xavier—, nunca había visto patos. Platos voladores sí, pero no patos.

—Son patos salvajes —informó Seller.

—¿No serán peligrosos?

—Quédate tranquilo, no son del tipo reducidores de cabeza.

—Me inquietan, siguiéndonos de esa forma, como una manada de lobos.

—En verdad —aclaró el sirio—, somos nosotros los que los seguimos a ellos.

—¿Y para qué lo haces?

—Estamos en las cercanías del Triángulo de las Bermudas…

Xavier no contestó nada.

—¿Has sentido hablar de eso? —insistió Seller.

—¿Que si he sentido hablar? —la voz del catalán era aguda—. Oye, Best, ¿no pensarás meterte allí?

—Para eso es que sigo patos. Ellos, por propia naturaleza eluden la zona. La intuición de ellos suplirá mi falta de instrumental.

—¿Es que no tenemos instrumental apropiado? —ahora en la voz de Xavier emergía un falsete de alarma.

—Para mí es lo mismo, Xavier. Conozco el Triángulo como el patio de mi casa. No debe haber un piloto en el mundo que tenga tantas horas de vuelo dentro del Triángulo como yo.

—Alardeas.

—Mira —desafió Seller—, hasta que yo no escribí la serie de artículos «Bermudas: geometría y misterio» para la revista alemana «Sten», todo el mundo llamaba a la zona «Rombo de las Bermudas».

—¿Y cuál es el misterio que encierra? —urgió Xavier.

—Cosa de nada. No te inquietes. Una tontera.

—¿Pero qué?

—Nada, Xavier. Quédate tranquilo. Algún día te explicaré.

El auricular quedó en silencio, sólo crepitaba intermitente la estática.

—De veras, Xavier. No te hagas problemas. Olvídalo.

—Cómo me pides que me olvide y…

—Oye, Xavier, no entraremos en el Triángulo. Tranquilízate.

—¿Son de confiar esos patos?

—De total confianza. Oye Xavier, sube a la cabina. Tenemos que hablar.

El Sikorsky, levemente inclinado hacia adelante, como un toro que insinúa su testuz hacia la capa, volaba normalmente. Tenían viento de cola y parecía poco probable que el tifón Catalina los atrapara en el aire.

—Sabes bien —dijo Seller—, que no tendremos mucho tiempo para trabajar. Apenas un día. Tal vez algunas horas más. En estos momentos… —Seller consultó su reloj— Zabul debe estar llegando al iceberg. Él y toda su corte de guardaespaldas.

—Esperará encontrarte allí —rió Xavier.

—Eso es, espera encontrarme allí —Seller sonrió también.

—¿Cuál es el margen de tolerancia en la espera?

—Las normas habituales de los duelos, al menos en Oriente conceden casi quince minutos de tolerancia. Pero en este caso, Zabul, no lo dudo, esperará hasta la noche a que yo llegue.

—¿Te parece?

—Estoy seguro. Cada minuto que yo me retrase hará que aumente su furia. Hasta que se dé cuenta que ha sido burlado.

—Supongo que lo primero que pensará es que tú te acobardaste —profirió Xavier.

Un destello criminal iluminó los ojos del sirio.

—Sí, sí, primero pensará eso —masculló galvanizando sus mandíbulas Seller—. Incluso se encargará de gritarlo a los cuatro vientos. Mejor para nosotros. Eso nos dará más tiempo para operar. Porque finalmente, tarde o temprano, se dará cuenta que es imposible que yo me haya acobardado.

Xavier hizo un gesto de escepticismo que por fortuna no captó Seller, quien con mirada matemática medía la ondulante marcha de la bandada de patos.

—Él sabe bien, mal que le pese, que un hombre como yo no conoce el peligro. Y si lo conoce, no lo saluda —remarcó el sirio—. Comprenderá entonces que por alguna razón he querido sacarlo del medio llevándolo de la mano hacia el mar Ártico como un anciano a orinar. Quizás piense primero en sus pozos de petróleo, tal vez en su flamante escudería de Coches de Fórmula Uno, pero sin duda no se le escapará la posibilidad de Nargileh. Entonces movilizará todos sus hombres para protegerla.

—Ya será tarde —sintetizó el catalán.

—Eso espero —acordó Seller—. Sincronicemos nuestros relojes.

Xavier arremangó la manga derecha de su roído gabán militar y consultó su reloj.

—Las once y treinta —dijo.

—Las dieciocho y cuarenta y cuatro —se asombró Seller.

Se miraron.

—¿El doble norte magnético del Triángulo puede influir en esto? —inquirió Xavier.

—Oh, no —negó fastidiado Seller—, es esta inmundicia que adelanta siempre un poco. ¿Once y treinta dijiste?

Modificó el horario en su poco fidedigna máquina. Miró a Xavier.

—Por otra parte —le dijo—, no creas en eso del doble norte.

—¿No?

—No —Seller maneó la cabeza sonriendo con suficiencia—. Es más, no creas en todo lo que te cuentan.

El español quedó silencioso, algo mortificado, como un niño que descubre que los Reyes Magos no existen. Seller lo palmeó.

—De acuerdo a nuestra posición, no debe faltar más de una hora para que demos con ellos.

—¿Nada más?

—Nada más. Baja y avisa a los muchachos que alisten todo.

—¿Qué sabes de nuestra gente en el aeropuerto de Jiddah? —preguntó Xavier en tanto abría la escotilla que lo conducía a las entrañas del panzón helicóptero.

—Si todo va bien —Seller consultó su reloj— a esta hora… ¿Qué hora es?

—Las once cuarenta y ocho.

—¿Once y cuarenta y ocho? —maldijo Seller—. Tengo las trece y siete.

—Arréglalo.

—Si es la hora que tú dices, en Jiddah faltan apenas dos horas para el operativo.

—Dos horas.

—Dos horas.

Xavier levantó el dedo pulgar de su mano derecha plegando el resto de los dedos en signo de aprobación, y se hundió en las profundidades del aparato.

Seller volvió a clavar los ojos en las inmensidad del cielo. Sentía en el estómago un voluptuoso retorcerse de indómitas masas de nervios.

La cercanía del peligro, de la acción y del sexo siempre le ocasionaban tal disturbio.

Las hélices de paso controlable CPP, ágiles hélices de maniobra Bow Thruster del Zabul Amaru, herían la flácida epidermis del Mar Atlántico, sobre la fosa de las Guayanas. El Zabul Amaru era un paquebote blanco, de 7000 toneladas, impulsado por la fuerza motorizada de nueve generadores Diesel MTU, con una potencia total de 10300 kilowatios y rasgaba las aguas en un rumbo que de permanecer impertérrito lo llevaría en siete horas frente a las blancas playas de Paranaibo. Muy alta sobre las cabezas de los 1500 pasajeros, adosada al segundo mástil emergente de la apenas reclinada chimenea, flameaba frenética la bandera de fondo naranja con «La Ardilla Voladora de Isfahán». Los numerosos pasajeros, vestidos apenas con breves piezas de baño y camisas multicolores se hallaban echados como lagartos sobre los asientos reclinables que proliferaban sobre las tres cubiertas, bebían aperitivos endiablados y muchos charlaban animadamente entre sí, acodados en las barandillas.

El día era límpido como un cristal y en general el pasaje se encontraba de un excelente humor. Infinidad de mozos trajinaban por pasillos y escalerillas transportando bandejas con bocadillos, canapés y bebidas heladas; transpirando copiosamente pero sin permitirse tan siquiera, aflojar el apretado lazo de sus corbatines negros, único aditamento oscuro sobre la nívea totalidad de los uniformes de sarga blanca.

En la cubierta superior, donde no había piscina, una orquesta de cuarenta y ocho profesores amenizaba la holganza de los afortunados pasajeros con infinita variedad de canciones. El viento, que sin ser muy fuerte era considerable, volaba permanentemente las partituras, la mayoría de las cuales iban a confundirse con la estela del navío, siendo pasto de las marsopas que seguían el Zabul Amaru como una jauría. Por lo tanto la orquesta fatigaba un continuo popurrí debido a la pérdida continua de sus pentagramas, lo que hacía pensar a los pasajeros, que era algo estudiado ante lo ecléctico del conjunto de viajantes, donde se amalgamaban religiones y razas de todas las latitudes.

De pronto la sirena del paquebote estremeció hasta la médula a cada uno de los componentes del pasaje, espantando asimismo las bandadas de peces voladores que pugnaban por aposentarse en los mástiles. Todos miraron automáticamente hacia arriba, hacia el puente de mando. Es que cada vez que aquel mugido naval trepanaba el viento marino, anunciaba que la anfitriona Nargileh, se asomaba a la baranda desde donde se dominaban las tres cubiertas. No era ésta una actitud ególatra y espectacular de la fascinante mujer procurando notificar su presencia, pero cada vez que abría la escotilla que daba al puente, la marinería que se agolpaba en la cabina del timón, corría en loco desorden hacia el ventanal frontal para admirarla y en el tumulto siempre procuraba encaramarse hasta los ojos de buey superiores, tomando como punto de apoyo la manija que ponía en funcionamiento la sirena.

En tanto Nargileh se mantenía en el puente de mando, a la vista de la tripulación, el barco navegaba totalmente a la deriva. Conociendo tal desasosiego por ella causado, Nargileh reducía su presencia a lo indispensable, incluso había optado por tomar sol en las sentinas. También la acuciaban, hasta sentirlas sobre la piel como huellas de orugas aguachentas, las miradas de sus invitados, los pasajeros. Procurando evitarlas de algún modo, Nargileh seguía las instrucciones elementales por las que se rigen los pilotos de cazas de combate cuando son perseguidos: ponerse contra el sol. Nargileh trepó otra escalerilla. La traslúcida camisola amarilla que le cubría el torso se embolsaba y latía excitadamente ante el golpeteo constante del viento. Verla subir una empinada escalerilla, desde abajo, era un evento estremecedor y ya más de un pasajero había caído por la borda del Zabul Amaru mareado ante aquel prodigio de movimientos vertiginosos, lúbrico, y enloquecedor. Nargileh, algo molesta por la permanente atención que despertaban sus encantos nada ocultos, penetró con paso firme en la cabina de mandos. Oprimió la perilla de los altavoces generales y sopló dos veces sobre el micrófono para reclamar audiencia. En todo el paquebote las charlas cesaron y los pocos que practicaban tenis, squash, bádminton o saltos ornamentales, paralizaron sus actividades.

—Les habla Nargileh —rebotó la voz por las cubiertas, salones y galerías—, tengo el agrado de invitarlos esta noche a las 21 horas, al salón Rosa, en la cubierta superior, donde la plana mayor del Zabul Amaru brindará una cena y baile de características muy especiales. Espero que ninguno de ustedes falte, máxime considerando que les tengo reservadas dos sorpresas realmente sensacionales. Hasta la noche.

La seducción agazapada en la voz de Nargileh no podía ser neutralizada ni siquiera por la natural distorsión de los altoparlantes o el silbido del viento en los cordeles. Esa voz, reclamo apagado de un tamburo llegando desde la oscura frescura de la jungla, hálito pecaminoso de un jadeo furtivo atravesando la cómplice pared de la habitación de un hotel, resonancia metálica de una plancha de fino cobre agitada por una mano nerviosa, quedó susurrando en los oídos de los hombres que componían el pasaje como el tácito son vibrátil de un diapasón. En las mujeres invitadas se dibujó un rictus de envidia e impotencia, pero las tranquilizaba el conocido hecho de que Nargileh era al parecer inexpugnable, inaccesible y lejana.

Aún tomado del pasamanos de la escalerilla que lo llevaba a cubierta, Bertie Fleming sonreía con expresión boba y ojos perdidos. Su cintura estaba rodeada de un infantil salvavidas de goma que representaba un pato de brillantes colores, y en su mano libre sostenía un vaso de whisky. Era un hombre joven aún, blanco, lácteo, de ojos celestes y barba casi rojiza. No abandonaba nunca su salvavidas desde aquel día que se cayera en la bañera de su departamento de Cambridge. Terminó de bajar la escalerilla y comenzó a caminar por la galería inferior, ligeramente encorvado, hacia las reposeras alineadas ya cerca de la popa. Se echó sobre una de ellas, conservando siempre el vaso en su mano. El pato de goma le molestaba algo al recostarse por lo que lo desinfló, sin quitárselo de la cintura. Podía ocurrir cualquier emergencia y el cuello y la grotesca cabeza neumática del pato cayendo nacidamente sobre su malla de baño lo tranquilizaban en gran forma.

—¿Sabe algo de las sorpresas de esta noche? —sintió que le preguntaban.

Fleming giró la cabeza hacia la derecha. Una señora algo abundante, sumida en la reposera que estaba a su lado lo miraba divertida. Fleming sonrió.

—No todo, pero algo sé.

—¿De qué se trata? —acicateó la mujer rotando aparatosamente sobre su colchoneta para mirar mejor a Fleming. Éste pensó que si aquella mole caía de la reposera sería una escena digna del mejor cine catástrofe.

—Una de las sorpresas consiste en que toda la fiesta será filmada en un circuito de televisión a color —explicó Fleming. La mujer abrió la boca asombrada.

—¡Oh! ¿Y quién hará eso?

—Zabul Najrán ha comprado en Alemania una empresa completa de televisión y por ahora la emplea en registrar acontecimientos familiares…

—Es notable el dinero que tiene… —interrumpió la gorda.

—Es notable. Y esta noche filmarán la fiesta íntegramente. Supongo que luego, mañana o pasado, exhibirán la película para todos en el cine del barco.

—Ah, eso será muy divertido. Es una hermosa idea. Creo que me pondré mi vestido verde —puntualizó la mujer casi preocupada.

Fleming sorbió un par de nuevos tragos de su vaso. Ya estaba considerablemente alegre. Jugueteaba con la desinflada cabeza de pato salvavidas.

—Supongo que luego harán copias de la película —dijo Fleming—, para regalarlas. O quizás para venderlas a cada uno de nosotros.

—El dinero es una cosa maravillosa —sentenció la mujer. Fleming había introducido la cabeza del pato y parte de su cuello bajo su propio traje de baño. Aquello parecía divertirlo mucho.

—Lo más notable —retomó el hilo de la conversación—, es que los equipos aún no están en el barco.

—¿No?

—No, llegarán esta tarde en un avión, o en algún helicóptero desde el aeropuerto de Jiddah.

—¿Jiddah? ¿Dónde queda eso?

—No lo sé.

—De todas maneras, sabe usted bastante —halagó la gorda—. ¿Es usted inglés?

—Por cierto. Mi nombre es Fleming. Bertie Fleming.

—¡Oh! ¿Es algo de lan Fleming, el creador de James Bond?

—Por supuesto. Consecuente lector.

La mujer rió con risa cristalina.

—Deduje que usted era inglés. Por su forma de ser. Sus maneras.

—Resabios del imperio, mi querida señora —Fleming hizo una leve inclinación de cabeza, sonriendo.

—¿Y de la otra sorpresa no sabe usted nada? —preguntó la mujer.

—Nada, nada en absoluto. Mi sabiduría tiene un límite.

—Muy inglés, sí, muy inglés —dijo ella y abismó sus ojos en la lejana línea del horizonte.

Fleming acercó a su boca el pitillo de inflado de su salvavidas y sopló un par de veces, largamente. Cuando la mujer volvió a mirar a Fleming, su rostro extenso perdió el color y sintió que todo giraba a su alrededor. Por la bragueta abierta del traje de baño del inglés emergía brillante y abultada, una sonriente cabeza de pato.

El capitán Ernie McPearson apoyó su espalda contra el respaldar de su asiento y ondulando los hombros morosamente procuró restituir a sus lugares de origen algunas vértebras cervicales mal acomodadas. Escuchó con nitidez un «crack» entre sus omóplatos y sonrió. Había pasado toda la larga tarde jugando al bowling esperando que la niebla se disipase. Cuando lo llamaron desde la torre de control del aeropuerto de Jiddah abandonó las boleras con satisfacción y cierto alivio. Era ofuscante jugar a los bolos sin poder ver tan siquiera los palos. Las oscuras esferas partían de sus manos rodando por el maderamen bruñido y a poco de andar se sumían en las densas hilachas neblinosas que parecían surgir del suelo mismo. Luego se escuchaba el estrépito de los palos al ser golpeados y los bolos volvían por los carriles laterales retornando desde entre la bruma como si regresasen del más allá. Tanto McPearson como Floyd calculaban el puntaje obtenido por el ruido de los palos al caer. Por fortuna ambos ingleses eran sumamente honestos y además, con excelente capacidad auditiva.

Sin embargo la partida se presentaba fácil, para el capitán McPearson, pues el desconcierto de su rival era tal ante la niebla que los invadía, que había llegado a arrojar un bolo en dirección totalmente opuesta a la de los palos, provocando un verdadero holocausto entre las mesas donde gran cantidad de gente bebía y dejaba pasar su tiempo.

El monumental Jumbo Jet pintado a grandes cuadros verdes y blancos de la Bosforo Airways rodaba cautelosamente por la pista como con temor a resbalarse. La época de la niebla en Jiddah solía durar hasta dos meses y McPearson detestaba tocar ese aeropuerto calificado por todos los pilotos con una estrella negra cuando se producía aquel fenómeno meteorológico. No sólo por el peligro que representaba el aterrizaje o bien el decolar de allí, sino que también en ese lugar se le agudizaban sus viejos dolores reumáticos en la rodilla.

No obstante, hacer caso de la neblina significaba para la ciudad industrial cortar toda posibilidad de contacto exterior durante aproximadamente sesenta días, cosa por cierto inadmisible para los poderosos intereses económicos que allí habían hecho su reducto. Por fortuna, el aeropuerto de Jiddah contaba con los más sofisticados sistemas de aproximación y radar, lo que tranquilizaba a la colonia aérea que cada tres minutos y medio pedía pista para entrar o salir. De cualquier forma, las consecuencias del peligro sólo podían apreciarse cuando finalmente se disipaba la masa vaporosa, quedando entonces al descubierto contra los cercanos montes Gereberh, numerosos restos de aeronaves despedazadas pertenecientes a vuelos de los cuales se suponía habían podido alejarse con suerte o se creían suspendidos ante las enormes tardanzas en sus arribos.

En tanto escuchaba las indicaciones de la torre de control por los auriculares, McPearson observó de reojo a Floyd. Su rubio copiloto adelantaba el torso hacia el vidrio de la cabina procurando adivinar la silueta del Boeing 707 de la BUA que los antecedía. Las luces rojas rotativas del Jumbo barrían monótonas el mojado macadam de la pista. Una azafata alta y desabrida entró a la cabina y, silenciosamente dejó una carpeta de informes junto al asiento del capitán.

Las chicas estaban muy atareadas atendiendo a un pasaje que había colmado por completo la capacidad de la nave y a pesar que los pasajeros ahora se distraían viendo en las pantallas de cine «La tragedia de Lindbergh», las auxiliares de a bordo no daban abasto complaciendo pedidos de bebidas, pastillas reconstituyentes de la flora intestinal y socorriendo a personas impresionables, convulsionadas por ataques de nervios. Era la primera vez que el capitán McPearson volaba con esa tripulación, salvo en el caso de Floyd, a quien conocía desde la lejana época en que ambos conducían una zorra transportadora de turba en el distrito minero de Leinster, en Irlanda. McPearson no había visto nunca la azafata que le había dejado los informes pero temía que esa muchacha seca como un bacalao noruego se hubiese equivocado de avión a raíz de la bruma. De cualquier forma le disgustaba que se movilizase dentro de su nave con el chaleco salvavidas puesto. Era un buen recurso para combatir el frío húmedo y penetrante, pero alarmaba gratuitamente al pasaje. Ya tendría tiempo luego para reprenderla. Quizás en una cálida y reconfortable habitación del hotel Royal de Copenhague.

Los empañados vidrios que estaban al frente del capitán McPearson temblequearon en vibración ascendente cuando el Boeing de la BUA aceleró sus reactores ya dispuesto a iniciar la trepada corriendo vertiginoso hacia la cabecera de la pista.

Ernie y Floyd no podían verlo pero adivinaban su paso por el rugido. Ernie recordó el juego de bolos y por un instante, apretando los dientes, esperó el estruendo del choque contra los palos. Nada de eso sucedió. Floyd masticaba con energía su goma de mascar. Eso no molestaba a Ernie, pero sí la fea costumbre de su copiloto de pegar luego la masticada goma sobre el altímetro, hábito que más de una vez lo había hecho desplegar el tren de aterrizaje a 13000 metros sobre el nivel del mar.

Por los auriculares llegó hasta los oídos de Ernie la voz metálica con las indicaciones desde la torre de control. Sonrió. Se avecinaba la parte más difícil, pero si la operación marchaba bien —después de todo había abandonado ese detestable aeropuerto en casi una docena de oportunidades— en quince minutos más estarían en el aire.

Unos cuarenta metros más atrás, apretujado contra la ventanilla 37 A, en el ghetto destinado a los «no fumadores», Helmutt Rummenigge se persignó. No creía en Dios, pero suponía que de todas formas éste iba a ayudarlo pues alguien tan importante y todopoderoso no podía detenerse a cuestionar las creencias de un mediocre camarógrafo.

El Jumbo carreteaba ahora con lentitud por la oscura pista y Helmutt estaba atento a los más mínimos desniveles que perturbaban el desplazamiento de los neumáticos. No podía concentrarse en la pequeña y luminosa pantalla de cine donde Charles Lindbergh insistía en convertirse en un mártir de la aeronáutica. En esas situaciones envidiaba a Elmo profundamente, quien, sentado a su lado, se hallaba totalmente abstraído en el film sin haberse siquiera abrochado el cinturón de seguridad. Elmo era un negro superficial como una peca y el mismo grado de irresponsabilidad demostraba en su función de iluminador del equipo de filmación. Helmutt sabía, además, que si salían con vida de aquel aterrador aeropuerto, lo esperaban aún casi 24 horas de vuelo, incluidas dos combinaciones, sin contar con el transbordo de todos los equipos a un helicóptero en el aeropuerto de Galveston a no muchos kilómetros de Houston. Todo ese sufrimiento se debía tan sólo al capricho y narcisismo de Zabul Najrán quién había dispuesto el traslado aéreo del aflatado equipo de televisión color hasta el Zabul Amaru con el sólo fin de complacer a su mujer predilecta. «Yo creo que también haría lo mismo, de tener una hembra como Nargileh», reconoció para sí mismo Helmutt comprobando que las palmas de sus manos transpiraban copiosamente. Una azafata alta y desabrida se detuvo frente a Elmo y le indicó que se abrochara el cinturón de seguridad.

—Oh, madrecita —susurró el negro con expresión atribulada—, no puedo hacerlo, mire mis manos. Contraje el paludismo recolectando maguey en Bucaramanga.

Elmo elevó sus manos hasta la altura del pecho, las palmas blancas relucían en la semipenumbra como dos panzas de sapos. Las manos se agitaban trémulas ante la mirada dura y desconfiada de la azafata.

—Hágame el servicio —pidió Elmo frente a la expresión asqueada de Helmutt—. Abrócheme usted misma el cinturón. Yo no puedo hacerlo. Algunas azafatas no quieren hacerlo y me he roto la cabeza en más de una vuelta al capotar los aparatos. Hágame el servicio, madrecita.

La voz del negro era una letanía. La azafata se inclinó y con movimientos seguros y eficientes abrochó el cinturón.

—Le agradezco tanto —barbotó Elmo—. La llamaré luego si es que tengo que ir al baño. No puedo hacer nada solo. No puedo sostener nada entre mis manos.

La mujer ya no lo escuchaba pues continuó controlando el pasaje. Elmo miró a Helmutt y rió groseramente. Luego se ensimismó de nuevo en la película.

El alemán estaba pálido y al temor se le había sumado ahora la repugnancia. McPearson, en la cabina, detuvo la marcha del Jumbo en la cabecera norte de la pista y esperó. Estaba envarado por los nervios y se recostó contra el asiento anatómico. Algo duro, metálico, cilíndrico, se le apoyó contra la nuca. Echó la cabeza hacia adelante, molesto, pero al retornarla a su posición erguida volvió a percibir la presión de ese aro frío a través del cabello. Miró con fijeza hacia el frente y en tanto su vista se sumergía en la pared de bruma, una sensación delicuescente y yerta le recorrió las ingles hasta las pantorrillas.

El momento que siempre había temido, que siempre había esperado medrosamente, al parecer había llegado. Giró un poco su cabeza hacia la derecha y con el rabillo del ojo la vio. La azafata alta y desabrida apoyaba contra su nuca una pistola de considerables dimensiones que McPearson no alcanzó a individualizar pero que sin duda no era de juguete.

—Gire a la derecha, sin apuro —ordenó la mujer. La dureza acerada de la voz no dejaba lugar a dudas, aquella señora le volaría la cabeza si no obedecía.

—Estamos aún en tierra —se atrevió a informar McPearson. A su lado, el rostro de Floyd era el más estremecedor cuadro del horror.

—Gire a la derecha, sin apuro.

El pesado Jumbo viró despacio, y enfiló hacia una pista auxiliar.

—Siga —ordenó la mujer.

Continuaron en ese rumbo durante unos cinco minutos, hasta que las luces auxiliares terminaron de resbalar bajo la cabina del aparato y rodaron a ciegas. Por lo parejo del andar, era notorio que aún se mantenían sobre pavimento. Cada tanto, un leve golpecito sobre la nuca recordaba a McPearson que la oscura boca de una pistola le jadeaba junto al occipucio.

—Nos saldremos de la pista —osó, sin embargo, advertir el piloto. Frente a ellos, unos metros más abajo, comenzó a girar la roja luz de una baliza.

—Siga esa luz —presionó la mujer.

El Jumbo, como un perro fiel, correteó tras la luminosidad bermellón que por momentos parecía diluirse entre la neblina. Las ruedas del aparato rodaron sobre suelo desparejo, en apariencia tierra con desniveles, y luego volvieron a una normalidad más serena y firme.

—No podremos despegar desde una pista auxiliar —advirtió McPearson, pero su observación no obtuvo respuesta.

Hacía aproximadamente media hora que corrían tontamente entre la bruma persiguiendo el fanal que debía estar adosado al techo de un coche y Ernie McPearson comprendió con espanto, que de no haber estado dando vueltas en circulo, debía hacer ya como 20 minutos que debían haber abandonado los límites del aeropuerto. Muy lejos, sobre la izquierda, divisó una luz blanca. Temió que pudiese tratarse de otro avión, quizás una avioneta particular. Luego recordó que estaban aún en tierra firme y posiblemente lejos de toda zona de despegue o aterrizaje. Podría ser un automóvil entonces, o un camión. Pero se trataba de una sola luz. No podían depositarse demasiadas esperanzas en una bicicleta. Cuando se aproximaron al foco blanco. McPearson constató que se trataba de un poste de alumbrado. Bajo el cono lumínico había un cartel indicador: «A Mekkah, 20 kilómetros».

—¡Esto es una ruta! —se ofuscó el piloto, despavorido.

—Disminuya la velocidad —ordenó atrás la mujer—, no nos podemos arriesgar a toparnos con algún patrullero celoso.

McPearson se resistía a creerlo pero sin duda alguna aquella tripulación del Jumbo de la Bosforo Airways estaba entrando por la puerta grande de la historia. Se trataba del primer caso de piratería aérea donde un aparato era desviado antes de levantar vuelo. Todo un récord.

Cuarenta metros más atrás, apretujado, tenso contra su ventanilla Helmutt Rummenigge pensaba: «Hasta acá vamos bien».