Capítulo 8

Seller se estiró cuan largo era en la cama y aspiró hondo. Estaba envuelto en una salida de baño de seda negra y fumaba somnoliento, finos cigarritos sirios. A pesar de haber recorrido infinidad de geografías, seguía prefiriendo el tabaco de su tierra, quizás por el severo gusto a salitre que conservaba. Se había infligido una ducha de agua hirviente demasiado prolongada y ahora tenía la certeza de que su presión arterial había descendido en forma considerable. Le parecía sentir correr pesadamente su sangre por las venas, como barro, como un lodazal que se arrastra moroso tras el aluvión. No se sentía mal dentro de todo. Había encendido el televisor pero sin dotarlo de sonido. Se escuchaba, sí, la música ambiental y el sirio aparentaba estar a punto de dejarse atrapar por los sensibles tentáculos del sueño. Pero no dormía. Pensaba. Pensaba en aquella vida tumultuosa, febril y tal vez vana que mantenía. Pensaba en su paso fugaz y sin huella por tantos lugares lujosos, por tantos hoteles suntuosos y confortables, por tantas mujeres hermosas y circunstanciales. El amor no parecía estar hecho para él. No ya el amor apasionado y fiero de cientos de noches de libídine inmarcesible, que sí había gustado y conocido. Nada de eso. No parecía estar hecho para él ya el simple amor doméstico y cotidiano de la convivencia rutinaria. El de las palabras adivinadas, el de los gestos tácitos, el de las esperas confiadas. Quizás con Berenice había estado a punto de lograrlo. Fueron dos días maravillosos. Nunca había obtenido conformar a su lado la presencia serena de una mujer y dudaba ya de poder conseguirlo. Estaba lanzado en una vorágine demencial que le impedía profundizar cualquier tipo de relación. De haberse quedado en los Montes Marayani, posiblemente estuviese ahora rodeado de pequeños niños pastoriles, con ojos profundos cuyas miradas se asemejarían a las crudas miradas de los cernícalos. Niños de oscuros rizos y narices de caprichosa curva. Muchos de sus antiguos compañeros de juegos infantiles lo habían logrado. Incluso varios habían conseguido llevar adelante contra viento y marea sus relaciones con cabras u ovejas, lanares tiernos y sumisos, consiguiendo al menos no sentirse tan solos en las prolongadas noches de la montaña, cuando las flautas de cuerno hozaban en la oscuridad como si fuesen el lamento mismo de la tierra.

Los ojos del sirio se humedecieron y por un momento parecía que todo el formidable andamiaje de su virilidad se diluiría en llanto. Hacía tiempo que no se sentía tan solo, tan desprovisto, posiblemente desde aquella tarde en que se quedara encerrado en un mingitorio en París. No obstante, aspirando un par de veces con recio impulso, logró recomponer su integridad y ánimo. Caminó por la pieza e intentó distraerse con el mini-golf, pero al segundo golpe la pelotilla se escurrió por el siniestro agujero del water y le resultó prácticamente imposible sacarla a pesar de recurrir a su clásico golpe de «guadaña holandesa» con un putt del cuatro. Seller refunfuñó. Eso ocurría sólo en hoteles de segundo orden, donde el hoyo cuatro se hallaba tan cercano a los artículos sanitarios. Hizo correr el turbión de agua del inodoro y se desentendió del asunto. Regresó a la habitación y tomó de la pequeña mesita donde se apoyaba el televisor, un libro grueso, impecablemente presentado. Se recostó en la cama y comenzó a hojearlo con expresión atenta. Se detuvo finalmente en una de sus páginas. Tomó el teléfono que se hallaba adosado junto a la cabecera de la cama y tras levantar el tubo, permaneció esperando.

—Señorita… —dijo al escuchar una voz femenina en el otro extremo— quisiera que me mande a la habitación, por favor, a Glenda.

—¿Glenda?

—Sí, Glenda…

—¿Qué código es, por favor? —requirió la voz del otro lado.

—A ver, un momentito —dijo Seller volviendo a observar desde más cerca el libro que descansaba sobre sus muslos—… un momentito. ¿Dónde figura el número de código?

—Bajo la foto, a la izquierda, en letras pequeñas.

—Ah, es cierto… Número 458 barra ocho.

—458 barra ocho —anotó la telefonista—. Aguarde usted.

Seller se mantuvo contemplando la foto de Glenda.

—Lo lamento pero ese código no va a poder ser, señor —notificó la voz femenina.

—¿Por qué?

—No disponemos de ese material. Se encuentra ocupado en este momento.

—¿Y por cuánto tiempo se mantendrá ocupado? —se ofuscó el sirio.

—No sabría decirle, señor. Puede intentar con otro. Hay 225 posibilidades en nuestro muestrario, señor.

El sirio se mantuvo en silencio, contrariado.

—Un momento… —recorrió nuevamente las hojas del libro, casi con impaciencia se detuvo en una de las últimas—… señorita…

—Diga.

—¿Un 479 barra tres, puede ser?

—Veremos si tenemos existencia, dispense un instante.

Seller permaneció con el auricular pegado a la oreja.

—El 479 puede ser, señor —se complació en informarle la telefonista—. ¿A qué hora quiere disponer de ese material?

—Puede mandarlo ya mismo… este…

—Cómo no.

—Con respecto al primer pedido… —insistió el sirio.

—Sí, señor…

—¿Se pueden hacer reservas?

—Sí, señor, se pueden hacer reservas. Es lo más conveniente. Ese es un código que tiene mucha salida.

—Muy bien. En todo caso volveré a llamarla más tarde.

—Cómo no, señor. El código 479 ya sube.

—Gracias.

—De nada.

Seller colgó el receptor y arrojó el libro sobre la espesa alfombra del piso. Quedó abierto en una página donde se apreciaba la foto de un negro monumental. Era el código 325 barra seis.

—Seguro que ése también está ocupado —masculló el sirio.

Se escucharon unos golpes suaves en la puerta. Seller abrió y la mujer penetró en la habitación con paso felino. Era muy alta, casi más alta que el sirio, de piel aceitunada, con más cercanía a la aceituna negra que a la verdosa. Tenía pómulos elevados que empujaban a los dos inmensos ojos hacia arriba. La tez sobre los pómulos se notaba tirante y delgada. Los ojos tenían el resplandor que pueden despedir dos luciérnagas en la oscura cavidad del hueco de una mano. Era una hermosa joven oriental y por eso la había elegido Seller. Llevaba una blusa muy amplia y casi transparente, bajo la cual se dibujaban dos senos firmes y en apariencia decididos a todo. Las piernas larguísimas se enfundaban en unos también amplios pantalones en tono crudo que iban a sumirse en el férreo ahogo de unas botas de cuero negro de tacón alto y punta aguda. La cintura, de un diámetro casi irrisorio por lo económico, estaba ceñida por un cordel de tiento repujado que, tras girar varias vueltas sobre esas caderas huesudas, caía luego sobre el muslo derecho, oscilando como una serpiente nerviosa.

Seller cerró la puerta y percibió la clásica falta de saliva en su boca. La mujer se había detenido junto a la cama y mientras miraba a Seller directa e impiadosamente a los ojos, comenzó a quitarse el cordel de la cintura. Suelto, cimbreante en las ágiles manos de ella, mostraba ser, sin duda, un látigo de unos dos metros de longitud. Manteniéndole enroscado, la muchacha procedió a desabrocharse la blusa. Tras quitársela se acercó a Seller.

—Toma —dijo alcanzándole el látigo.

—¿Qué es esto? —titubeó el sirio tomando el tiento.

La mujer lo miró con un atisbo de desconcierto.

—Pégame —explicó.

—No hará falta —aclaró el sirio dejando caer el látigo—. ¿Por qué quieres que te pegue?

—Es mi especialidad.

—¿Cómo tu especialidad?

—Claro. ¿No lo has leído acaso?

—No. ¿Dónde?

—En el muestrario, donde está mi foto.

—No, no leí nada. Simplemente vi tu foto y constaté tus medidas.

—¿No leíste las instrucciones? —se desalentó la muchacha.

—No.

—Allí figuran las especialidades de todas nosotras. La mía es una de las especialidades más cotizadas. Puedes pegarme si gustas.

—Es que no me gusta pegarle a las mujeres —se encrespó Seller—. Menos si son lindas.

La muchacha permanecía inmóvil, observándolo.

—Vamos —apresuró el trámite Seller—, considera que has tenido suerte conmigo. Te ahorras los golpes.

—Es todo lo contrario… —ella parecía a punto de insultarlo—… es que no funciono si no me golpean. Necesito que lo hagan. No me salen bien las cosas si no es así.

El sirio comprendió que estaba perdiendo vertiginosamente la calma. Era ya demasiada conversación para un acercamiento amoroso. Resopló como un caballo.

—Hubieses llamado a otra —explicó la mujer—. A cualquiera más acorde con tus gustos. Se supone que alguien que se aloja en un hotel como éste debe conocer cómo funcionan estas cosas…

—¿Un hotel como éste? —rió con sarcasmo Seller—. Mira…

Estaba por contar lo de la pelotita de golf en el water pero se contuvo. No era una anécdota de mayor riqueza.

—Quítate el resto de la ropa y terminemos con esto —apuró Seller. Se sentó en un sillón decididamente malhumorado.

Ella cruzó los brazos bajo los pechos desnudos y lo miró con enojo.

—No me importa que funciones bien o mal, ya no me importa —gesticuló Seller con impaciencia.

—Pero a mí, sí —se plantó ella—. A mí, sí, porque soy una profesional consciente. Y algo más que eso. Soy una profesional especializada. Tú no llamarías a un electricista si es que tienes que arreglar el grifo de tu cocina.

—Nunca me acostaría con un electricista —Seller se levantó de un salto—. Quítate esos pantalones de una buena vez.

—No, llama a otra.

—¿Quieres que te pegue? —Seller meneó un puño muy cerca del rostro de la muchacha.

—Es lo que te pedí desde el primer momento —se suavizó ella.

Seller se mostró desconcertado.

—Esto se está poniendo demasiado intelectual para mi gusto —dijo.

—Si quieres algo de mí tendrás que pegarme —desafió ella.

El sirio retrocedió dos pasos y procuró reestablecer su calma. No entrar en el juego de aquella rigurosa profesional.

—Ni lo sueñes. No pagaré tanto dinero por una violación.

—Te equivocas —explicó con aire de superioridad ella—. Las violaciones son más caras. No sé si has leído en el muestrario la sección «Sometimientos». Muchas de nosotras se dedican a eso. Hay hombres que sólo se motivan si realizan las cosas contra la voluntad de la mujer. En el grupo de chicas hay varias expertas en karate y otras artes marciales que se ocupan de satisfacerlos. Es mucho más caro, porque hay que pagar casi siempre los daños en las habitaciones.

Seller volvió a sentarse, abatido. El deseo se había convertido en algo lejano e incoloro.

—Puedes irte —le dijo a la muchacha. Ella recogió la blusa del piso y comenzó a prendérsela.

—Puedes llamar a otra —dijo.

Seller aparentaba tranquilidad; pero su mano derecha, sobre el apoyabrazos del sillón, se abría y cerraba permanentemente hasta que los nudillos blanqueaban.

—No te olvides el látigo —indicó señalando hacia el tiento trenzado en el suelo.

Ella parecía estar ajustando sus botas, pero sacó algo de la parte interna de una de ellas y se lo extendió a Seller.

—Toma.

—¿Qué es esto? —se sorprendió el sirio—. ¿Empezamos de nuevo?

—Es para ti, un informe.

Seller la miró fijamente, sosteniendo el fajo de papeles en su mano.

—¿Eres una de ellas? —aventuró.

La muchacha asintió con la cabeza, en tanto terminaba de ajustarse el cinturón. Seller apretó los labios en un gesto de fastidio y desaliento. Estaban en todas partes. Lo que temía había ocurrido y ocurriría a diario. Ya no podría nunca más entablar conversación con una mujer sin sospechar de ella.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

Ella se encogió de hombros.

—Tengo derecho a ciertos esparcimientos —saludó al sirio con un movimiento de cabeza y salió de la habitación sin un ruido.

El sirio permaneció mirando la puerta, de pie en el medio de la pieza. El timbrazo del teléfono lo sacó de esa actitud inerte.

—¿Señor Seller?

—Sí.

—Unos caballeros desean verlo. De parte de Zabul Najrán.

Los enviados del Califa del Curvo Alfanje ya estaban allí.

—Que suban —ordenó Seller tras un momento de vacilación. Corrió al guardarropas y comenzó a cambiarse. Mientras lo hacía leía parrafadas del informe. Traía valiosos detalles que le serían de vital utilidad para la charla a desarrollar con los representantes de Zabul. Tres minutos después, cuando un puño nervioso golpeteó repetidamente la puerta de su suite, Seller vestía un impecable terno azul eléctrico con vivos lacre sobre su camisola blanca de bambula. Había memorizado también, hasta la mecanización, las doce páginas del informe. Cuando tocó el picaporte de la puerta para proceder a abrirla terminó de deglutir la última de ellas.

Los visitantes eran catorce y entraron en actitud respetuosa a la habitación de Seller. Contrariamente a lo que esperaba éste, todos se hallaban vestidos con sobriedad, a la usanza europea, con trajes oscuros. El primero en entrar, un delicado tunecino, cuyos modales fluctuaban dubitativamente entre la suprema finura y la mariconería, los fue presentando uno a uno. Seller no retuvo los nombres de todos, pero había un gran número de abogados, jurisconsultos, leguleyos, filósofos, médicos y hasta un religioso de culto ignoto. Algunos saludaban extendiendo su diestra para ser estrechada, otros realizaban una leve inclinación del torso, algunos se tocaban alternativamente el estómago, la barba y la frente, hubo dos que unieron las palmas de sus manos frente al pecho en señal de unción y el religioso optó por quitarse el calzado al franquear la puerta. Seller quedó dudando si se trataba de un oriental o bien sufría algún problema locomotivo. Pasaron todos a la sala de recepción y se sentaron, cubriendo el perímetro de la misma, en tanto el sirio ocupaba un pequeño escritorio que daba espaldas a la pared del fondo.

—Ustedes dirán —dijo, adoptando una posición receptiva.

—Creo que está de más aclararle —señaló el tunecino de suaves maneras— que nosotros somos quienes hacemos las veces de padrinos de Zabul Najrán.

—Me lo imaginé —aceptó Seller, sonriendo ante lo estúpido de la aclaración.

—Tenemos entendido que Zabul Najrán lo ha desafiado a usted a duelo, formalmente —agregó otro de los visitantes.

—Le han informado bien —dijo Seller.

—Nos sorprende un tanto la ausencia de sus representantes —acotó el tunecino.

—Desde muy temprana edad siempre fui reacio a los padrinos en mis duelos. Prefiero manejar personalmente estas cosas.

—Es una formalidad.

—Sí, una formalidad, pero tuve problemas en repetidas ocasiones.

—¿Problemas de qué tipo? —se interesó el tunecino en tanto se alisaba prolijamente una ceja.

—En una oportunidad —carraspeó el sirio—, mis padrinos concertaron un duelo a hora tan temprana que me quedé dormido apoyado contra la espalda del rival. Un polaco, recuerdo.

Hubo un murmullo, y algunas sonrisas.

—Bromea usted —dijo alguien.

—Nada de bromas. Era un duelo a pistola. Al ponernos espalda contra espalda yo me quedé dormido. De pie. Es una costumbre que tenemos todos aquellos con experiencia militar, para poder descansar en las guardias. Ni siquiera me despertó el pistoletazo del polaco.

—¿El polaco le disparó aun estando usted dormido? —se horrorizó el tunecino. Los demás escuchaban con ojos de estupor.

—Creo que él no se percató de mi situación. Y eso que yo roncaba bastante fuerte. Él era un caballero. Simplemente al escuchar que la cuenta de los pasos llegaba a diez, giró y oprimió el gatillo.

—Yo nunca confiaría en un polaco —dijo alguien.

—Yo caí al suelo —continuó Seller—. Todos creyeron que me había matado pero simplemente era que me había quedado dormido. De todos modos el balazo me penetró bajo el glúteo, en la parte posterior del muslo.

—¿Puede mostrarnos la herida? —preguntó el tunecino. El sirio no se hizo rogar. Girando hasta el frente del escritorio, bajó sus pantalones, parte del slip y mostró a los visitantes una oscura marca negra bajo el hemisferio oeste de su trasero.

—¡Qué maravilla! —acordó el tunecino.

Los demás se acercaban al sirio observando la cicatriz, algunos la tocaban y, luego volvían a sus asientos. Seller retornó al suyo tras el escritorio acomodándose los pantalones.

—Yo no soy de acostarme temprano —dijo—, batirme al amanecer me resulta terriblemente incómodo.

—Lo que ocurre es que se trata de una costumbre ancestral —le aclaró el religioso que se había descalzado al entrar.

—Debemos terminar con ciertas costumbres —se ofuscó Seller—, nuestros pueblos viven atados a atavismos ilógicos.

—Eso es cierto.

—Yo no estoy habituado a levantarme temprano. Duermo hasta tarde y preferiría un duelo al mediodía. Por otra parte, a esa temprana hora de la mañana generalmente no hay luz… Y un caballero no se bate en verano, mi amigo —abrió los brazos Seller—. Por lo tanto siempre es invierno. Y a esa hora comienza a levantarse el rocío.

—Es cierto, es cierto —acotaron varios.

—Eso no es para nada sano. Hay gente de edad mayor que no puede resistirlo. Yo creo que las pulmonías han matado más gente que las balas o las estocadas.

Todos aprobaron con entusiasmo. En ese momento llegaron dos auxiliares del hotel empujando un carrito atiborrado de tragos y bocadillos. También dejaron en el centro del salón un narguile del cual partían numerosas boquillas.

—Por si alguien desea fumar —señaló Seller.

Cinco minutos después el ambiente se había distendido totalmente. Había un cierto clima de relajo y muchos de los padrinos de Zabul Najrán se repantigaban cómodamente sobre los sillones y almohadones. Algunos se habían quitado los zapatos y otros aflojaban sus cinturones y corbatas. Una humareda espesa comenzaba a invadir el ambiente dotando a todos los rincones de un aroma levemente agridulce.

—Por lo tanto —retomó el diálogo el tunecino que permanecía perfectamente vestido—, usted no es partidario de un duelo a horas tempranas.

—En absoluto. En absoluto.

—Bien, sobre este tópico no creo que haya problemas. Segundo tópico: ¿Primera sangre, segunda sangre, tercera sangre?

—Todas las sangres —simplificó Seller, con un gesto cortante mientras sorbía su largo trago de whisky.

—¿Día? —interrogó el tunecino.

—¿Día?

—Sí.

—Un momento —Seller abrió un cajón de su escritorio y sacó una agenda. La hojeó—. El 14 de septiembre ¿Puede ser?

—¿14 de septiembre? —el tunecino interrogó con los ojos a un inmenso y barbado turco que realizaba anotaciones de lo charlado.

—Zabul dijo que no tenía problemas —notificó éste.

—El 14 entonces —afirmó el tunecino.

—El 14 —Seller anotó en su agenda.

Los restantes padrinos de Zabul charlaban entre ellos. Había algunas risitas, cuchicheos y se notaba palmariamente que conversaban de otra cosa. El religioso descalzo dormitaba sentado y algunos de sus ronquidos por momentos lograban trascender entre los murmullos.

—¿Dónde? —el tunecino parecía un hombre práctico que no perdía el tiempo en tonterías.

—Bien… —dijo Seller con expresión seria— tengo entendido que Zabul Najrán ha comprado un iceberg.

El tunecino y algunos otros que aún mantenían el hilo de la charla quedaron en silencio.

—¿Cómo lo sabe?

—Esas cosas se saben.

—Es un secreto total.

—No se preocupe en averiguar cómo llegó a mis manos tal información —se ufanó el sirio con aire misterioso—. No es lo único que sé, por otra parte.

—Sí, está usted en lo cierto. Zabul compró un iceberg en Finlandia. En estos momentos se lo está trasladando envuelto en un gigantesco lienzo de polietileno, a través del mar Ártico hacia Medio Oriente. Calculamos que puede representar para muchas tribus rifeñas casi seis meses de agua potable.

—Por otro lado —agregó un gordo que ya daba visibles señales de alcoholización—, Zabul detesta tomar el whisky sin hielo. Por eso realizó la compra.

El gordo recibió una mirada letal de parte del tunecino. Se hizo un silencio y desde el fondo llegó un ruido torpe y sofocado.

—Pensamos que se perderá casi una tercera parte del iceberg cuando entre en contacto con aguas más cálidas. Pero lo que llegue proveerá de agua a las tribus por casi seis meses —insistió el tunecino. Un olor insidioso y hediondo comenzó a ganar el recinto.

—¿Qué superficie tiene el iceberg? —preguntó Seller. Había llegado un nuevo carrito con provisiones a reemplazar al primero y todos se lanzaron sobre él, llegando a atrapar incluso a una mucama. Varios dormían, sin embargo.

—El equivalente a la superficie de Brisbane.

—¿Brisbane? ¿En Australia? —silbó Seller con asombro.

—Esa misma. ¿La conoce?

—Casi puedo decir que me he criado allí.

—Pero la compra de ese iceberg involucra además otro tipo de reivindicación —sentenció el tunecino—. Hay un detalle que no creo que usted conozca.

Miró a Seller con ojos desafiantes, éste permaneció a la expectativa.

—Es el mismo iceberg que hundió al Titanic.

El sirio se mordió el labio.

—Vaya. Eso sí que no lo sabía.

—Como lo oye. ¡El mismo viejo y atrevido iceberg que bajó el petulante copete de los británicos!

—Oh no, oh no… —rió Seller con azorada alegría—. Eso es muy bueno. Muy bueno. Caramba, será un placer batirme con Zabul.

—¿Pero a qué viene el tema del iceberg? —preguntó el tunecino.

—Allí quiero que se desarrolle el duelo.

El turco y el tunecino, a la sazón los dos únicos interlocutores conque contaba Seller permanecieron en silencio.

—En ese iceberg —señaló Seller—. El 14 de septiembre en ese mismo iceberg. Los dos solos enfrentados allí, sin nadie más a la vista. Solos en una fría y extensa isla congelada. Sin armas.

—¿Sin armas?

—Sin armas. Con nuestras manos. Debemos volver a lo manufacturado. A lo artesanal. Que la tecnología no confunda a nuestros pueblos.

—Es raro. Es raro —meneó la cabeza el tunecino—, pero no deja de ser original. Y usted como desafiado puede solicitarlo.

—Zabul no se opondrá —agregó el turco—. Nos dio instrucciones bien precisas para que concretáramos este encuentro de cualquier forma.

—A la noche del día siguiente, un helicóptero irá en rescate del vencedor —exclamó Seller golpeteando con su dedo índice derecho sobre la tabla del escritorio.

El turco anotó en caligrafía otomana. Entre el enrevesado grupo de cuerpos que yacía sobre los almohadones y la alfombra aún se oían murmullos, quejidos, algunos ininteligibles cánticos rituales y reiterados sonidos torpes y sordos. La humareda se había tornado tan densa que Seller casi no divisaba al tunecino. Del turco sólo escuchaba la voz.

—Esta elección del lugar entorpece bastante una posibilidad que habíamos barajado con Zabul —dijo el tunecino.

—¿Cuál?

—La televisación.

—¿Televisación?

—Sí. Zabul compró un canal privado de televisión color en Alemania. Quería grabar este duelo y posiblemente revenderlo en diferentes circuitos, preferentemente del mundo árabe.

—Ahá.

—Hasta ahora sólo ha filmado los cumpleaños de sus hijos y esas cosas. Considere que la emisora que adquirió emplea 369 expertos. Todos técnicos de primera línea. Cuando Jaibarito cumplió dos años, la cobertura del acontecimiento fue sensacional.

—No. No me interesa —la respuesta de Seller fue cortante—. No quiero hacer de esto un show. Nada de eso.

—Usted podría estar habilitado con un porcentaje de la venta de las copias.

—No, no me interesa. Por otra parte, no estoy tan seguro de salir con vida.

Tal manifestación de humildad de parte del sirio, pareció despejar el rostro del tunecino de ciertos visos de enojo ante la negativa. Se encogió de hombros.

—Está bien, señor Seller. Creo que no hay nada más que conversar.

—Yo creo que tampoco.

Seller se puso de pie, extendió la mano tanteando por entre el humo en busca de la mano del tunecino. Éste se había adelantado con cautela hacia el escritorio, adelantando en misión exploradora sus pies como quien se adentra en un campo minado. No se veía casi nada.

—Ha sido un placer —dijo el sirio procurando dar una guía sonora al otro. El tunecino, mal orientado, enredó sus piernas en una de las boquillas del narguile y se precipitó a tierra. Entre Seller y el turco lo ayudaron a reincorporarse. Se había magullado una ceja contra el escritorio pero no sangraba. Luego los tres, semiabrazados, tomados de la mano como no videntes fueron cruzando la habitación, pisoteando cuerpos caídos. Chocaron con estruendo contra el carrito y se oyeron varios chistidos reprobatorios requiriendo silencio para los durmientes. Finalmente llegaron a la puerta de la suite y hablando en voz baja entre ellos dejaron la habitación. Al tunecino, la ceja se le había hinchado bastante y se hallaba desolado. Bajaron los tres al lobby del hotel para tomar algo. El tunecino pidió un grueso bistec crudo y se lo colocó sobre el arco superciliar tumefacto. Cuando se retiró con el turco, se llevó el bistec para preparar Keppe.