Capítulo 6

La calle Henegouwen nace cerca del barrio obrero y desemboca por último en el boulevard Antwerpen, rodeando con respeto la fuente de Vlaanderen, lugar abierto casi siempre poblado de turistas que se empeñan en cubrir el piso de flashes y amarillos envoltorios de películas fotográficas. Por allí bajó sin apuro Seller media hora después de llegar a Brujas conduciendo un refunfuñante BMW verde oscuro. Caminaba semisepultado en un tumulto de pieles que conformaban su tapado negro de foca que le llegaba hasta los tobillos y el oscuro y cilíndrico gorro ruso de astracán protegiéndolo de la llovizna intensa que desvanecía los contornos de las cosas. Cada 14 pasos despedía un hálito de aliento tibio que de inmediato se congelaba en el aire y convirtiéndose en una moneda de cristal caía al piso con el ruido de una copa al hacerse añicos. Sólo podía advertirse su condición arábiga en el aro de plata que lucía en el lóbulo de su oreja izquierda, su favorita.

El número 134 de la calle Henegouwen correspondía a una casa como todas las otras que, arracimadas, constituían esa cuadra. Una casa de tres pisos, de unos cien años de antigüedad, con las correspondientes cortinillas de volados alegrando un poco la sobria perspectiva de la construcción. No había placa ni cartel indicador y Seller vaciló. Pero no cabían dudas, la dirección era esa. Llamó y lo atendió un hombre corpulento, de pelo enrulado quien lo hizo pasar a una sala con varios sillones. Adentro estaba casi sofocante por el calor y Seller procedió a quitarse el tapado. Luchó con él durante diez minutos ante la mirada impávida de su anfitrión y logró finalmente arrojar las pieles sobre un sillón con una enérgica llave de judo. Quedó algo jadeante pero procuró disimularlo. Siempre tenía ese problema para desembarazarse del abrigo, máxime que al ser un cuerpo inerte no podía aprovechar la energía del rival como puede hacerlo todo buen judoka. Y el sirio era cinturón negro. Se alisó el cabello mientras el hombre que le había franqueado el paso se sentaba frente a una mesa y comenzaba a martirizar una máquina de escribir.

—El doctor Woelklein lo atenderá de inmediato —dijo el hombre tras revisar los papeles que Seller le había alcanzado, señalando los sillones con la cabeza. Seller se sentó y quedó observando ese extraño recinto cuya decoración estaba resuelta en un estilo que oscilaba entre lo clásico y lo abominable. A espaldas del escribiente una puerta de dos hojas dejaba traslucir a través del vidrio inglés, una silueta encorvada que caminaba en la habitación contigua. Había un fuerte olor a guisado que se mezclaba con otros aromas indefinidos.

Todo estaba inmerso en un agobiante silencio, como si al cerrarse la puerta de la calle los ruidos del mundo exterior hubiesen desaparecido. Seller agradeció el desparejo teclear del escribiente que cortaba un tanto aquel ambiente de película muda.

—¿Es usted judío? —preguntó Seller, procurando suavizar alguna inflexión demasiado agresiva en su voz. El hombre lo miró sin levantar demasiado la cabeza.

—Así es. ¿Cómo se dio usted cuenta?

El sirio se encogió de hombros y continuó observando algunos detestables cuadros de paisajes pendientes de las paredes.

—Por la estrella —concedió luego. El escribiente lucía una estrella de David bordada sobre su gastada chaqueta de pana oscura. No dijo nada.

—¿No es usted el secretario del doctor Woelklein, no? —aventuró Seller.

El hombre se mantuvo callado, ordenaba una pila de planillas golpeándolas contra el escritorio.

—No tiene usted aspecto de oficinista —prosiguió Seller.

El escribiente enganchaba los papeles con un broche.

—¿Estuvo en Entebee? —preguntó Seller.

—Sí.

—¿Qué le pareció eso?

—¿La verdad? Me gustó más la película.

—Es cierto… —se animó Seller—… me sorprendió lo rápido que la filmaron. Una gran demostración de eficacia.

—Entre nosotros —pareció aflojarse el escribiente—, ya estaba hecha antes del operativo.

—Me lo imaginaba. De todos modos una demostración de eficacia.

—Cine de anticipación.

La puerta con vidrio inglés se abrió apareciendo una cabeza calva y rojiza de un hombre de unos setenta años.

—Puede pasar, señor…

—Seller. Best Seller.

El sirio se incorporó ágilmente y penetró en la otra habitación. El decorado del nuevo recinto era, de ser posible, peor que el anterior. Había profusión de flores de plástico, muebles franceses, densas cortinas de felpa gastada y fotos de algunos antiestéticos familiares de Woelklein en las paredes de empapelado desteñido.

—Debo confesarle, doctor Woelklein —se apresuró a agredir Seller—, que de no ser insospechables las referencias que me han dado, dudaría de su capacidad profesional.

El hombre lo miró con sus pequeños ojos de serpiente, sin animosidad.

—¿Quién le dio mis datos?

—No puedo precisárselo. La gente que me emplea los consiguió a través de una importante empresa de cosmética femenina.

Pasaron a una sala contigua que sin duda era el lugar de trabajo del doctor. Sobre una mesa atiborrada de papeles se veía una impresionante dotación de frascos de todos los colores y tamaños. En un espacio logrado trabajosamente sobre la mesa había un plato de sopa a medio terminar y los restos y cáscaras de una pera.

—Interrumpí su almuerzo —se disculpó Seller. El hombre hizo un ademán de condescendencia o fastidio con la mano.

Seller frunció el ceño al contemplar los restos rojizos de la sopa.

—Krill —aclaró el doctor Woelklein—. Es muy bueno para mi reuma. Y para muchas otras cosas.

—¿Dónde lo consigue?

—Antes me lo traían algunos marinos noruegos. Pero era muy costoso. A veces incluso me traían plancton y trataban de vendérmelo por krill. Mi mujer hace muy bien el ambersstrudell de plancton pero me cae un tanto pesado.

—Nunca lo he probado —exclamó Seller como sorprendido.

—No es muy común. Yo me habitué en el U-28, en el Mar del Norte. Luego… —el doctor se detuvo un momento, como consciente de que había hablado demasiado— seguí comiéndolo. Es muy recomendable. Usted dirá —cortó repentinamente.

Seller buscó entre sus papeles y alargó al hombre uno de ellos.

—Necesito esto.

—No es una receta médica —observó el doctor haciendo girar la papeleta.

—No. Por cierto que no.

—Es un afrodisíaco muy potente. Tal vez el más potente. No puede venderse a cualquiera —Woelklein golpeteaba con el papel sobre el venoso dorso de su mano izquierda—. Hay mujeres que no lo resistirían.

—Tengo todos los datos que usted puede necesitar —dijo Seller alargando un voluminoso bibliorato—, edad, peso, medidas, costumbres, dietas.

—Ahá, ahá… esto es otra cosa, —el doctor repasó con cuidado las hojas—. Un trabajo muy completo. Sí, muy completo.

Sorpresivamente entró a la sala una señora gorda, con el pelo abroquelado tras su nuca en un rodete, fea en dosis soportable. Saludó a Seller con un movimiento de cabeza y retiró con cuidado el plato de sopa y los restos de fruta. El doctor Woelklein prosiguió ojeando los papeles como si nadie hubiese entrado en su estudio.

—Tendré que conseguir uno de estos componentes. No sé si tengo —dijo rebuscando pausadamente entre los frascos—… me parece que se me han terminado.

—No trabaja usted a nivel industrial —dijo el sirio. Ambos se habían sentado y sólo llegaban desde la habitación de al lado, ruidos de platos y cacerolas.

—No. No. En un momento pensé en industrializar el negocio. Incluso una importante firma de gaseosas ofreció pagarme mucho dinero por algunas de mis fórmulas, pero…

Woelklein meneó la cabeza como contrariado.

—Había presiones que no se lo permitían.

—En parte. Sí. Mi situación… Era mucho dinero. Hubiese podido conseguir muchas cosas.

El doctor volvió a conceder a Seller una mirada con sus ojos de serpiente.

—Un pasaje a Brasil, por ejemplo —arriesgó Seller.

El doctor se levantó y se dirigió a su mesa de trabajo. Comenzó a buscar algo entre los estantes cubiertos de botellas, botellitas, botellones y libros polvorientos. Fruncía la boca con cierta resignación fatalista.

—O a la Argentina —dijo Seller—. ¿Cómo llegó a esta profesión?

Desenroscando la tapa de un tarro, el doctor Woelklein sacó de su interior unas resecas hojas marrones y las fue poniendo, de a una, sobre la mesa.

—Empecé con los estudios sobre Esterilidad. Esterilidad, esterilización. Conseguimos muchas cosas importantes. Éramos un grupo de muchachos entusiastas. Los había muy capaces. Yo debo haber sido uno de los menos brillantes. Así es la vida.

Ahora desmenuzaba hebra a hebra un racimo de hierbas casi azules.

—Teníamos todo el apoyo oficial. Y muchas libertades para experimentar. Luego, luego se arruinó todo.

En un pequeño mortero de porcelana, machacaba con ritmo lentísimo algunas semillas estriadas.

—Se arruinó todo. No siempre se acepta el progreso. Yo luego tuve bastante tiempo para estudiar. Estuve mucho tiempo internado. Y me volqué a esto. Pasar de la Esterilidad a esto no me resultó difícil. Parece un contrasentido pero no es así.

—¿Trabaja por la simple experimentación? —aventuró Seller.

—Casi siempre sí. O algunas cositas para mi pequeño grupo de allegados. Algunos amigos. Gente ya grande. ¿Me entiende?

—¿Y a dónde van todos los resultados de sus investigaciones?

—Creo que no tengo más sándalo… —se acarició la barbilla el doctor. Observó una cajita de cartón, atada su tapa con hilo y con pequeñas perforaciones en los costados— ni tampoco esto.

—¿Qué es eso?

—Oh… son unas pequeñas arañitas que me mandan desde el Amazonas. Bien, en realidad me mandaban. Un amigo que vivía allí de vez en cuando me enviaba algunas por vía aérea. Luego no me mandó más. No sé.

Colocó la cajita nuevamente en el estante.

—Pero no es imprescindible. Puede reemplazarse.

La puerta de la habitación contigua se abrió y apareció el escribiente. Se dirigió directamente a Seller.

—El doctor debe salir un momento para realizar unos trámites. Puede usted volver más tarde o mañana.

Seller consultó con la vista a Woelklein pero éste parecía estar muy preocupado mirando dentro de una lata de bizcochos amargos.

El escribiente acompañó a Seller hasta la sala de espera, le alcanzó no sin esfuerzo el tapado de piel de foca y lo acompañó hasta la calle.

Seller esa noche cenó sopa de algas en un pequeño restaurante cercano a su hotel y se acostó temprano maldiciendo la llovizna y sin quitarse el abrigo.

No durmió bien esa noche. Soñó que era una mujer siria y que la poseía un inmenso oso ártico. Se despertó sobresaltado, jadeando, casi con una sensación satisfecha que lo alarmó.

A la mañana siguiente fue de nuevo hasta la casa de calle Henegouwen. El doctor Woelklein tenía ya preparado para él un envoltorio de papel de diario que encerraba un pequeño frasco que antiguamente había contenido café instantáneo. Allí, en el frasquito, moraba el más activo afrodisíaco que mente humana hubiese concebido jamás. Seller pagó con moneda dinamarquesa y se quedó observando dubitativamente el frasco.

—¿Qué garantía me da usted de que esto funciona? —preguntó a Woelklein.

—Si falla, vuelve usted acá y yo personalmente iré a hablar con esa mujer.

—Si falla no creo que vuelva, y si lo hago será su fin, doctor —la voz del sirio se tornó cortante como un amanecer ventoso en Siberia.

—Es absolutamente imposible que falle. Al contrario. Deberá cuidarse usted. ¿Cómo anda su corazón?

—Perfectamente.

—Esta dosis puede administrarse por vía oral. También es inyectable. Pero es más complicado de aplicar disimuladamente. En una oportunidad logré una dosis insertable en una goma de mascar. Era de efecto más lento, pero hubiese sido ideal para adolescentes. No obstante, la primera tableta de prueba quedó prematuramente pegada en la cara inferior del asiento de una butaca de cine. Fueron miles de marcos tirados a la calle.

Seller continuó mirando fijamente al doctor.

—Esta misma receta —señaló el doctor el frasquito que oscilaba en la mano de Seller— pero no tan fuerte, se la suministré en una ocasión a una mujer de la calle, creo que polaca, que había caído en manos de nuestras tropas. Era la única mujer que había en kilómetros a la redonda. La cuarta columna blindada del Mayor Skrieggel había quebrado la ofensiva aliada tras la traición de Normandía, ganando en un movimiento de pinzas toda la floresta de Bastogne. Eran tropas de lo mejor…

Los ojos del doctor se quedaron suspendiendo su vista en el vacío.

—Necesitaban descanso y diversión antes de continuar la contraofensiva. Por eso lo hice. Era la única mujer en kilómetros a la redonda…

Volvió a mantenerse un minuto callado.

—Quedaron agotados, destruidos, convertidos en guiñapos humanos… Algunos pocos oficiales que no habían tenido contacto con aquella polaca procuraban levantar los hombres a patadas, llegaron a fusilar a varios. Estaban como dopados, destrozados físicamente, perdiendo horas preciosas en tanto Patton reorganizaba sus tropas. Pero lo hice porque era la única mujer en kilómetros a la redonda. Cerca de cinco mil hombres, la flor y nata de la Scultzstaffel arrastrándose por el fango, sin fuerzas para alzar sus fusiles mientras esa satánica mujer, convertida por mí en una hoguera de pasión corría semidesnuda entre los tanques pidiendo a gritos la soldadesca de los panzer de Rommel.

Se hizo un silencio mientras el doctor apretaba funestamente sus labios.

—Doctor —se animó Seller—, yo serví hace varios años en buques atuneros. Tengo aún buenos amigos en esos barcos. Puedo conseguirle krill si usted lo desea.

—No, gracias —el doctor pasó el brazo por sobre el hombro de Seller en un gesto amistoso que el sirio nunca hubiese esperado de ese teutón que parecía hecho de plástico rígido. Indudablemente el relato de los hechos que habían precipitado su desgracia había aliviado en algo el doctor Woelklein.

—Venga por aquí —indicó a Seller. Pasaron por un angosto pasillo, y al cruzar frente a una puerta, el sirio alcanzó a ver de reojo a la obesa señora del doctor, tejiendo. Buenas dosis de sus propios productos debía inocularse el doctor para atreverse a algún acercamiento amoroso con ese objeto amorfo, pensó Seller. Sin duda alguna, el doctor debía usar a su señora como campo de prueba. Si algún compuesto medicinal servía para que Woelklein sintiera alguna atracción física por ese apelotamiento de carne nervuda y desabrida nada ni nadie podría poner en tela de juicio la eficacia de la dosis.

—Mire, señor…

—Seller.

—Seller, mire señor Seller —el doctor había abierto la puerta de un pequeño baño azulejado en blanco. Una vieja bañera de metal enlozado estaba llena de agua casi hasta los bordes. Era un agua oscura, densa, que hedía levemente a animal muerto. A Seller le pareció ver algo deslizarse en el fondo, pero prefirió no preguntar nada.

—Repito acá, en pequeña escala, las condiciones y variantes de las aguas del mar Ártico. He conseguido mantener con vida los millones de microorganismos que componen el krill. Aún no tiene el mismo gusto que el que se genera en condiciones naturales, pero creo que estoy cerca de lograrlo.

Seller contempló al doctor mientras éste observaba arrobado la bañera. Le pareció que no era totalmente descartable la suposición de que aquel científico se hallase un poco loco. Pero de muchos genios se había pensado lo mismo. Incluso de John Lennon se había dicho eso.

—Otros tienen un pequeño gallinero en el fondo de sus casas. Yo tengo esto —pareció disculparse el doctor.

—Una pregunta, por favor —se interesó Seller en su habitual estilo cortante—. ¿Este afrodisíaco tiene el mismo efecto en los hombres?

—En absoluto, yo le he dado algo altamente especializado —aclaró Woelklein, con un gesto de infinita paciencia haciendo entender al sirio que la pregunta había rozado los endebles bordes de la tontería—. En un hombre no produciría casi nada. Alguna molestia hepática, cierta flojedad intestinal, algo de caspa. Nada más.

Se despidieron con un apretón de manos. En la sala de espera, el corpulento judío rubio luchaba sobre un sillón con el abrigo de piel de foca de Seller. Con seguridad había procurado descolgarlo del perchero para tenerlo listo cuando llegase su dueño pero aquel tapado no era hueso fácil de pelar. Por último, con habilidad profesional, el joven rubio torció la manga derecha del abrigo hasta ponerla sobre la espalda del tapado y dominándolo así, se lo entregó a Seller fingiendo que nada había sucedido.

—Desconoce —dijo el sirio, señalando la rebelde prenda y a manera de gracias—. ¿Cuánto tiempo practicó usted kung-fu?

El rubio observó a Seller calmadamente.

—Es usted un buen observador.

Seller había terminado de ponerse su abrigo, que aún resistía ya sin fuerzas.

—También dedujo usted que yo era judío —prosiguió el rubio.

Seller se encogió de hombros arqueando las cejas.

—Para mí reconocer un judío es tan fácil como reconocer una bicicleta entre una manada de jabalíes —se ufanó un poco alarmado por lo retorcido de la metáfora.

—Se dice que un judío es un hombre con una nariz que le llega hasta la barba… —documentó el rubio—… una barba que le llega hasta la hernia y una hernia que le llega hasta los pies planos.

—No es una descripción muy halagüeña —dijo Seller.

—Yo no reúno ninguna de esas características, sin embargo usted determinó con facilidad mi raza.

Seller volvió a encogerse de hombros sonriendo bonachonamente.

—Intuición. Intuición animal, digamos —aclaró.

Con el pequeño frasco bailoteando en el fondo de uno de los cavernosos bolsillos de su sacón, el sirio retornó al hotel. Introdujo el frasquito con el cuidado de quien manipula un kilo de trinitrotolueno en el congelador de la pequeña heladera. La improvisada etiqueta recomendaba mantener el producto en un lugar fresco y a pesar de que en Brujas la temperatura en esos momentos oscilaba en los 14° grados bajo cero, Seller había aprendido a no correr riesgos innecesarios. El tiempo era muy cambiante en aquella zona. Seller se dispuso a salir. Debía ir a ver un antiquísimo castillo enclavado en el riñón mismo de la Selva Negra, que había elegido para convertirlo en su centro de operaciones.

Era una alucinante construcción medieval, que coronaba una de las estribaciones más elevadas de la región montañosa y a la cual se accedía por medio de una retorcida, sinuosa y suntuosa escalinata, que unía el pie de la colina con la amurallada puerta de macizo roble. Esa escalinata le confería al castillo un clima de fiestas imperiales, de boato, y una lejana semejanza a estampa de cuentos para niños o de fondo de dibujos animados de Walt Disney.

Seller estaba estudiando la posibilidad de hacer instalar un cable carril que lo llevase hasta el castillo o conseguir, a pesar de todo lo que lo seducía aquella mole pétrea, algo en planta baja. Cuando estaba por dejar la habitación del hotel advirtió que por debajo de la puerta habían deslizado un sobre. Lo levantó y extrajo de él una carta sin ningún tipo de membrete. Era el habitual informe diario que el ELF le hacía llegar consignando los movimientos de las personas sobre las cuales Seller debía conocer sus paraderos, horarios, medios de traslación, hoteles, temperaturas y humedad, así cómo también presión atmosférica en los puntos de embarque y arribo, gustos alimenticios, vicios, manías y otros detalles, mínimos y a simple vista intrascendentes, pero que podían resultar definitorios a la hora de la verdad. Recorriendo los apretados renglones con sus ojos de mirada zahorí a una velocidad de vértigo, producto de los ocho años de práctica de lectura veloz, el sirio memorizó a grandes rasgos las cosas más salientes. Había desarrollado hasta la obsesividad el circuito deductivo propio de los grandes ajedrecistas, el llamado método del «elipse», donde desde un punto de partida conocido puede llegarse a una conclusión mediata, obviando casi la totalidad de los pasos intermedios.

Seller se vanagloriaba, tiempo atrás, de poder leer íntegramente «El Quijote» en poco más de media hora. Le había quedado una cierta confusión, eso sí, sobre cuál era en definitiva el personaje central en la obra de Cervantes.

Miró con atención los últimos renglones del informe. «Posdata. Tu gato ha vuelto a casa». Seller frunció los labios. Aquella corta frase le advertía que Najdt, ya era consciente de todos sus avatares. Ya sabía que el sirio no se había hecho presente en la cita de Marsella. Y que había destruido para siempre la epidérmica pero cordial relación que los mercaderes de armas mantuvieran alguna vez con los zares del petróleo. Seller tendría que cuidarse. Debería apresurar la «Operación acople». Al rescatar de su memoria la figura evanescente de Nargileh sintió que se le secaba la garganta. Algo en el bajo vientre se debatió como un mapache atrapado en una trampera de lazo. Se odió por no saber controlarse. La pasión no es buena consejera en un operativo, por algo en el campamento de Damón Sagar había tenido que presentarse tres veces a rendir «Autocontrol», una de las materias básicas para aprobar el curso. Los mismos nervios que se le generaban ante la posibilidad de no superar la prueba, hacían que fracasara. Seller tomó una de las hojas tamaño oficio que componían el abultado informe y cortó un pequeño triángulo de papel del ángulo superior derecho. Se lo introdujo en la boca y masticó cuidadosamente. Con la boca llena maldijo en sirio. El papel despedía un azucarado gusto a frambuesa. Había pedido más de una vez al ELF que le escribieran sobre papel con sabor eucaliptus. Era totalmente obligatorio hacer desaparecer los documentos luego de memorizarlos y lo más seguro era el milenario recurso de ingerirlos. La técnica del espionaje había logrado hacer menos pesada aquella tarea, dotando a esos papeles de distintos sabores. Para Seller el sabor frambuesa era casi una tortura en su paladar adiestrado y casi siempre debía, luego de deglutir los mensajes, devorar algunas hojas del Reader Digest para quitarse el regusto medicinal de la mora. Abrió una botella de brandy y acompañó los bocados de papel con pequeños sorbos que suavizaron su desagrado. El sobre tenía un prensado de esencia de naranja y resultó un buen postre para el sirio. Siempre disfrutaba de algún cítrico tras la comida.

La preocupación ante la posible cercanía vindicatoria de los hombres de Najdt le duró poco. Durante todo el trayecto hasta el castillo, la revisión mesurada de sus dependencias y el regreso al hotel, se abocó a desarrollar un plan que lo acercara a la bien amurallada Nargileh. Cuando llegó a la habitación ya era de noche y el frío acercaba riesgosamente el cuerpo del sirio a la categoría de fiordo. La calefacción en su pieza era óptima y tras un corto forcejeo logró desembarazarse del tapado de foca. Lo primero que hizo Seller fue acercarse a la ventana y controlar su marco con atención digna de un cortador de diamantes. Antes de salir había cruzado la juntura de unión de las dos hojas de la ventana con un delgadísimo cabello de su propia cabeza. Había visto hacer eso al detestable James Bond en una película y le parecía un recurso rústico pero eficiente. Su problema consistía en que su cabello era tozudamente rizado y había invertido diez minutos de su precioso tiempo en alisarlo y dejarlo lacio con su pequeña plancha de viaje. La resistencia del cabello, que persistía en recuperar la original curvatura de su posición fetal, casi llevó al sirio a solicitar los servicios de la planchaduría del hotel, mas luego desestimó la idea, evaluando que aquel encargo podía resultar sospechoso para el personal de servicio. Un hotel internacional alberga muchos individuos excéntricos, pero ninguno al punto que envíe a planchar una hebra de su cabello. Tal vez si realizase un encargo más grande, como ser unir el cabello a unas túnicas y algún par de calcetines, no saltase tanto a la vista, pero de todos modos era riesgoso. Había perseverado en su afán hasta que el pelo quedó rígido como una aguja y tras mojarlo, lo había cruzado uniendo las dos hojas de la ventana. Cualquiera que entrase por allí lo haría caer. Pero no. Allí estaba el pequeño hilo capilar, como antes. Seller se tranquilizó. Sin embargo algo estaba mal en aquel pelo. La raíz, el infinitesimal fragmento que se inserta en el cuero cabelludo, apuntaba hacia la izquierda y él la había dejado dirigida hacia la derecha. Tras diez minutos de planchado, Seller conocía aquel cabello como la palma de su mano. Alguien había entrado, había detectado el pelo, y lo había puesto nuevamente en su lugar con todo cuidado. Mucha gente había visto las películas de James Bond, sin duda. La M-52 apareció en la mano derecha del sirio como si nunca se hubiese ido de allí. Recorrió palmo a palmo la pieza husmeando el aire como un venado. Nadie. Controló hasta el cansancio buscando algún micrófono oculto. Todo estaba en orden pero el peligro latía en los redaños mismos de Seller, como una enfermedad mala. Tenía la sensación de burla y desengaño que puede sentir un gato procurando atrapar un murciélago. Se tranquilizó. Fue cuando recordó el frasco del afrodisíaco.

—¡Oh no! El frasco… —se erizó. Corrió hasta la nevera y la abrió.

Un buen aceitado instinto de conservación frenó su mano que ya tocaba la tapa del congelador. Si aquel frasco había sido quitado de allí, Seller tendría que reiniciar todo el trayecto ya recorrido. Perdería un tiempo precioso. Sería, muy posiblemente, el final. Pero el severo entrenamiento fedayin del sirio, detuvo su mano en el aire a escasos milímetros de la blanca chapa de aluminio que bloqueaba el acceso al congelador.

Luiggi Micheli, «Il Trovattore del Trastevere», se revolvió en su lecho como afiebrado. El generoso vino chianti, profusamente trasegado en la «tavola calda» de Piero, cerca del campo del Fiori, parecía agolparse ahora en su nuca repiqueteando en oleadas rabiosas contra la base del cráneo. El digestivo que había tomado no parecía haber surtido efecto alguno. A pesar del malestar, se debatía dentro del sueño resistiéndose a salir de él. Fue por eso que tardó largos minutos en determinar que el sonido del teléfono era real y no integraba la banda sonora de su pesadilla. Con la mano derecha aleteó repetidamente sobre el cobertor de su cama, sobre el flaco diestro, como buscando algo. Luego volvió a quedarse inmóvil, la cabeza en la almohada aparentemente dormido en tanto el campanilleo del teléfono trizaba la oscuridad. Luiggi Micheli barbotó unas palabras inconexas, aún sin abrir los ojos.

—Celina… Celina… —llamó. Abrió los ojos y parpadeó una docena de veces hasta que sus pupilas lograron reconocer el lugar donde estaba, dentro de la densa penumbra del cuarto. El teléfono, obcecadamente odioso, seguía sonando, y cada campanillazo trepanaba, como un cuchillo de sacrificio ritual, la caja craneana de Luiggi.

—Celina… —insistió, palpando el resto de la cama vacía. Recordó entonces que aquella noche se había acostado solo y que tampoco era Celina la que lo había acompañado hasta su casa. De un manotazo inseguro buscó la perilla del velador, volcando un vaso de agua y un zapato que estaban sobre la mesa de luz. Encendió la lámpara y sintió como si en los ojos le hubiese entrado jugo de limón. De todos modos, la tortura del timbre del teléfono era peor. Giró hacia el otro extremo de la cama y descolgó. No dijo nada.

—¿Luiggi? —se escuchó del otro lado. El italiano estaba aún demasiado obnubilado por el sueño y el alcohol. Seguía apretando furiosamente los párpados y pasando por sus labios resecos la lengua pastosa.

—¿Luiggi? —insistió la voz.

—Pronto… —atinó a coordinar.

—¿Luiggi? ¿Eres tú, Luiggi?

—Sí…

—¿Estabas durmiendo?

—¿Quién habla?

—¿Estabas durmiendo?

—¿Quién habla?

—Best… ¿Estabas durmiendo?

Luiggi parpadeó largamente. Tenía el rostro abotagado y respiraba con dificultad.

—Espera un momento —advirtió dejando el tubo sobre la mesita.

—¿Luiggi? ¿Me oyes? —gritó Seller.

Pero Luiggi se había incorporado tras lograr zafarse de su enredo de sábanas, caminó hasta el baño dando peligrosos bandazos y pronto se escuchó el chorro del agua mientras corría por el lavabo. Volvió a la habitación chorreando agua por su rostro, resoplando y parpadeando. Por el tubo se escuchaban agudos los reclamos del sirio. Luiggi se sentó en la cama con los brazos caídos entre las piernas observando fijamente la pared. Miró el tubo, puso cara de confuso asombro, lo colgó y volvió a acostarse sin apagar la luz. Antes de apoyar la cabeza sobre la almohada ya estaba dormido. Los timbrazos del teléfono parecieron esta vez mucho más irritados y perentorios. Ahora sí, el italiano pegó un respingo en el lecho y tomó el teléfono con un zarpazo desesperado. Respiraba agitadamente y en los ojos oscilaba una mirada de alarma.

—¡Sí! ¿Quién? ¿Qué pasa?

—¿Luiggi? ¿Luiggi?

—Sí, ¿quién? Pronto…

—Luiggi, soy yo, Best.

Luiggi quedó un minuto erguido, sentado recto sobre la cama. Luego se relajó y poco a poco comenzó a recostarse contra la almohada.

—Ah… ¿Best? ¿Eres Best?

—Sí, Best Seller, mierda. ¿Estás muy dormido?

—Ah… Best…, ah… creí que era mi madre… que había pasado algo.

—No, soy yo, Best.

—¿Qué tal, Best?… hola —Luiggi, como distendido, se rascó la cabeza.

—Mira —urgió Seller—, no tengo mucho tiempo. Estoy en un aprieto. ¿Estás ya lúcido?

—Sí, hombre, sí… —se fastidió Luiggi.

—¿Puedes armar una frase? —dudó Seller—. Arma una frase con «Cazador», «Liebre» y «Campo».

—¡Oh, Best! ¡No seas estúpido!

—Escucha Luiggi, estoy en un aprieto. Alguien ha conectado un explosivo plástico a la tapa del congelador de mi nevera.

—¿Quién?

—Gente de Najdt, posiblemente.

—¿De Najdt? ¿No trabajabas tú para ellos?

—No. Sí. Bah, no hagas tantas preguntas. Han conectado un explosivo plástico en la tapa del congelador de mi nevera.

—¿Han sido ellos?

—Posiblemente. Bah… ¡seguro! Escucha, idiota —se impacientó Seller—, ya te explicaré luego.

—Está bien, está bien… han conectado un explosivo plástico a la tapa del congelador de tu nevera.

—Sí.

—¿Y tienes mucha hambre?

—No, imbécil. Pero hay algo allí dentro que necesito.

—¿No tienes a mano el manual de la nevera? Allí debe estar anotado el número del service.

—Te llamo a ti, bastardo —la voz de Seller se tornó aguda por la rabia—, porque eres el único experto en bombas en quien puedo confiar y que aún está con vida.

—Es que no acepto consultas por teléfono, Best, tú lo sabes.

—Oye, cobra lo que tú quieras. Es además el trabajo menos riesgoso que hayas hecho en tu vida.

—Eso es cierto.

—Escucha, hay un alambre de cobre de media pulgada conectado al botón de «descongelamiento» de la heladera…

—Ahá.

—Ese alambre estaba disimulado en un plato de fideos que habían quedado hace unos días y se conecta luego a un fulminante insertado en el salchichón de Baviera.

—Ahá —El cibernético cerebro de Luiggi componía mentalmente la imagen del infernal artefacto.

—Allí —prosiguió Seller—, unido con dos «pinzas cocodrilo» es notorio que se halla el centro de la carga. Al parecer es una carga plástica que yo al principio confundí con la gelatina «Kellog».

—No lo toques. Es probable que se active por calor. El sólo contacto de los dedos puede hacerlo estallar.

—Es que tú no sabes el frío que hace aquí. Además se trata de una nevera.

—No lo toques, si es una bomba de descompresión doble, como las que usan los palestinos, el sólo hálito de tu aliento puede dispararla.

—No te inquietes por eso. Ya no tengo aliento.

—¿No es «La Dama de Ulster»? —interrogó Luiggi.

—No.

—¿Seguro?

—No. No tiene el cabezal digital a presión.

—¿Parece un cabezal imantado?

—Tampoco.

—Si fuese un cabezal imantado podría ser una «Hostia Catalana». La gente del ETA la usa mucho.

—No, no. Te digo que busqué sus características en el manual. No es nada conocido.

Ambos hicieron un silencio.

—¿Hablaron?

—No, señorita. Estamos hablando.

—Oye —dijo Luiggi—, busca tras el salchichón de Baviera. Tiene que haber un cable que salga de ahí hacia alguna parte. Tiene que tener una conexión con la masa crítica.

—Espera —Luiggi escuchó el sonido del tubo al ser abandonado. Permaneció esperando con el ceño fruncido, mordisqueándose la punta de sus bigotes.

—Hola… —oyó.

—Sí…

—Sí, sí —documentó el sirio—… el pote de mantequilla me tapaba ese cable. Está enroscado luego en el salame, se nota que eso le hace de antena…

—Claro, claro… sí… ¿No se conecta esa alarma luego con una pila cuadrada, roja, no muy grande?

—Eso mismo, eso mismo —se entusiasmó Seller—. Está disimulada en la torta de limón. Es un lemon-pie.

—No. Es una «Puching-eye».

—Es un lemon-pie.

—La bomba es una «Puching-eye» te digo —se preocupó Luiggi.

—¿Qué es eso?

—¿Hablaron?

—Estamos hablando, señorita.

—¿Qué es eso? —insistió Seller.

—Es una bomba nueva, una bomba nueva —Luiggi se rascó la frente—. Está en período experimental. Antes que nada apaga la luz.

—¿La luz?

—Sí, la luz, cualquier luz que tengas prendida. Habrás visto que la pila tiene un rectángulo rojo como de celuloide.

—Sí.

—Es una célula fotoeléctrica. Si tú miras el detonante más de cuatro minutos seguidos, el registro sensible de la célula se recalienta y pone en funcionamiento el fulminante. Aun en la oscuridad, no lo mires. Confía en tu tacto.

—¿Piensas que soy un ginecólogo?

—Oye, imbécil —previno Luiggi—. Conozco bombas que estallan si tú piensas en ellas. Bombas que deben ser desarmadas sólo por robots. A la «Puching-eye» le llaman también «La Vergonzosa» porque si la miran se ruboriza y estalla.

—¿Qué hago entonces?

—Apaga la luz, no la mires. Ese dispositivo tiene que tener una arandela que conecta la bobina con el polo positivo, seguramente.

—Sí, debe tenerla —masculló Seller—. No la he visto pero sin duda la tiene.

—¿Viste aquella película «El último tango en París»?

—Hace años que no voy a París.

—«El último tango en París» se llama la película. ¿La viste? —se ofuscó Luiggi.

—Ah, sí… No, no la vi. Pero algo me comentaron.

—Bien, ¿tienes mantequilla en la nevera?

—Sí. Mantequilla vegetal, ¿es lo mismo?

—No es tan sabrosa, pero es lo mismo. Escucha…

—Sí.

—¿Escuchas? Bien, toma la mantequilla y unta los bordes internos de la arandela, que no haya fricción. ¿Me entiendes? Nada de fricción. Pasas por allí el cablecito azul y desarmas el émbolo que se halla dentro de la carcasa.

—Dentro de la carcasa —repitió el sirio.

—De esa forma…

—¿Hablaron?

—Estamos hablando. De esa forma anulas la masa crítica. Desconectas luego las pinzas cocodrilo de la pila y ya está listo.

—¿Así de simple? —se asombró Seller.

—En la oscuridad no te será tan fácil.

—Recuerda que he sido hombre-rana en el Golfo Pérsico —tranquilizó el sirio—, espera un momento.

Nuevamente se escuchó el ruido del auricular al ser depositado sobre algo duro.

—Luiggi…

—Sí.

—Si escuchas un estallido ten a bien abonar la comunicación.

—Descuida.

Nuevamente el ruido del tubo sobre una superficie sólida. Luiggi permaneció con el oído alerta pegado al teléfono. Mecánicamente se rascaba el muslo de su pierna derecha. Un sordo estrépito lo sobresaltó en el otro extremo de la línea. Un silencio.

—¡Best!…

—Luiggi… —la voz de Seller se adivinaba entrecortada—. ¡El lemon-pie era una trampa cazabobos! ¡Tengo la mano derecha atrapada en una especie de trampera dentada!

—¡Mierda! —maldijo Luiggi incorporándose—, escucha, Best, escucha… Aún estando en la oscuridad puedes contarlas… ¿Cuántas manos tienes?

—Dos.

—Bien, pues hay una que te queda libre. ¿No es así?

—Sí.

—¿Tienes algo esponjoso cerca tuyo?

Casi podía escucharse el cerebro de Seller a través del auricular mientras su memoria repasaba los objetos circundantes.

—Sí… sí… En la misma nevera creo haber visto un merengue.

—Perfecto, te servirá de muelle entre las dos mordientes de la trampa dentada. Tendrás que introducirlo con mucho cuidado hasta que te permita sacar la mano atrapada. Cuando lo hayas hecho, quita tu mano y procede con la arandela de la misma forma que te indiqué antes…

—Bien, bien… espera…

Esta vez Luiggi permaneció sentado sobre la cama, se estiró luego hasta la mesa de luz en procura de sus cigarrillos y encendió uno.

—Luiggi… —oyó quedamente— ya está.

—¿Sacaste el cablecito azul?

—Sí, ya lo desconecté. Está todo solucionado.

—¿La mano?

—Una pavada. Apenas la marca de los dientes.

—Bueno, Best. Me alegra. Un abrazo.

—Igualmente, Luiggi. Te mandaré algo. Ya nos veremos.

—No te molestes. Chau. Saludos a Nadia.

—Chau, Luiggi. Gracias.

Luiggi cortó y permaneció recostado contra el alto respaldo de su cama, fumando. ¿Seguiría Seller con Nadia? Había cometido una tontería al mencionarla. Estaba totalmente desvelado. Y aquella conversación le había dado hambre. Afuera se escuchaban los primeros ruidos en la calle. Luiggi fue hasta la cocina y se preparó un exagerado emparedado de queso milanés y tocino.