Lo primero que vio al abrir los ojos fue un cielorraso blanco. Se hallaba acostado sobre una camilla y le dolía mucho la nuca. Trató de reincorporarse y experimentó un agudo tirón en la ingle. Comprendió que sólo estaba vestido con un exiguo slip violáceo con inscripciones que decían «Kiss me» estampadas en tono rosa. No recordaba tener una prenda de características tan poco viriles en su vestuario. Observó a su alrededor y pudo comprobar que se hallaba en una habitación no muy grande, de mobiliario sobrio pero agradable. A su derecha, sentada, había una mujer de piel cobriza limándose prolijamente las uñas. No podía verle el rostro, pues no lo miraba.
—¿Está usted bien? —preguntó la mujer sin levantar la vista y con voz tranquila. Seller procuró nuevamente incorporarse pero el agudo dolor de cabeza hizo que volviera a dejarse caer sobre el camastro.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. Han abusado de mí. Han hecho uso de mi cuerpo.
—Quédese tranquilo. Está usted seguro.
—Sí, pero han abusado de mí. Lo sé.
La mujer dejó finalmente la pequeña lima sobre una mesita, a su lado. Observó con ojos conocedores sus uñas y dijo:
—Somos del Ejército de Liberación Femenina.
Seller frunció el ceño un instante, luego su risotada sacudió levemente las cortinas floreadas.
—¿Ejército de Liberación Femenina? No habla usted en serio.
La mujer calló, tenía una expresión de paciencia profesional.
—Ejército de Liberación Femenina —repitió Seller algo más convencido—. ¿Y me ha dejado usted a merced de su soldadesca?
—¿Por qué lo dice?
—Porque conozco lo que se siente después de hacer el amor con más de una mujer. No crea que es la primera vez que me ocurre. He participado de orgías donde había muchísimas más mujeres que hombres. Incluso muchas más mujeres que perros y burros, en Taipei. He estado en camas cooperativas patrocinadas por firmas de preservativos que premiaban la duración y la eficacia. Firmas integrantes de los más importantes consorcios cauchíferos del mundo que no se iban a desprestigiar con tonterías…
Seller calló, temiendo con un prurito de puritanismo haber ido demasiado lejos en su descripción.
La mujer simplemente lo miraba.
—Tengo referencias suyas, señor Seller, pero ninguna habla de esta obsesividad sobre su virtud.
—Sabrá entonces que he peleado en muchas latitudes, señora. Pero nunca intervine en los desmanes de la soldadesca. Y ustedes se han aprovechado de mí, usufructuando mi momentánea pérdida de conocimiento. No rehúso el contacto con mujeres, usted lo sabe. Pero a su debido tiempo, bajo mi consentimiento y si es posible, no en inferioridad numérica.
—Me está cansando, señor Seller. Creo que aún no está muy lúcido luego del golpe —resopló la mujer arqueando las cejas.
—¿Es usted turca? —se incorporó el sirio sobre sus codos.
—Así es.
—Me parecía. Al principio no lograba precisar su acento, pero, claro, es usted turca. ¿De Ankara?
—No. De Sansun.
—¿Sobre el Mar Negro?
—Ahá.
—¿Recuerda a Lawrence, a Lawrence de Arabia? —preguntó Seller—. ¿Recuerda lo que le hicieron los turcos? ¿Lo recuerda?
—Ha terminado de cansarme, señor Seller. Deberá escucharme ahora.
—Sólo diré mi número de matrícula y grado.
—No se lo he pedido.
—Se lo diré.
La mujer se volvió hacia unos estantes visibles a sus espaldas y tomó un voluminoso cartapacio. Lo puso sobre sus rodillas. Hizo correr las primeras páginas.
—Best Hama Seller, nacido el 26 de noviembre de 1934 en El Dera, sobre el Halab, Montes Marayani —comenzó—. Su padre, Bolu Seller y su madre Vilcea Al Molagh. Estudios primarios en Es-Soueida… —pasó lentamente algunas otras hojas— tuvo un perro pastor, Mulash, muerto en un derrumbe… cruzado con una perra dinga de nombre desconocido. Padre de cinco cachorros…
Seller escuchaba con atención, observando el cielorraso, algo tenso.
—Egresado con distinciones jerárquicas del campamento de Damón Sagar… —continuó la mujer—… esquirla de una granada en Zambia, en un riñón…
—En un pulmón —corrigió el sirio—. ¿No ve cómo respiro, con dificultad?
—… Asalariado a las órdenes de Abdel Najdt… en fin… como verá…
—Lo saben todo de mí.
—Casi todo.
—¿Saben de aquella muchacha egipcia que conocí en Addis Abeba?
—Si no está aquí no debe ser importante.
—Deberían saberlo… ¡Rayos! ¡Qué mujer!
—No debe ser importante.
—Lo dice usted por celos.
—Señor Seller…
—¿Le he dicho de lo mal que me caen los turcos?
—Me lo ha insinuado.
—Desde aquel asunto con Lawrence. Nunca lo digerí.
—Señor Seller…
—¿Cuántos ejemplares editarán de ese libro?
—¿Qué libro?
—El que me acaba de leer, sobre mi vida…
—Es un simple informe que el Departamento de Datos y Personas me ha alcanzado. No podemos arriesgarnos con usted.
Seller tornó a reincorporarse.
—Sería buen momento para que me explicara un poco todo esto. ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? Una joven automovilista disfrazada de conductor de ascensores me saca del hotel Prince Malibú. Luego me golpea con una cachiporra. Me despierto con toda la sensación de que han abusado de mi cuerpo… —Seller iba perdiendo la cordura a medida que se adentraba en el racconto—… en una habitación anónima, con una mujer desconocida. ¿Debo interpretar que me encuentro en un hotel de citas?
—Las preguntas las hago yo, señor Seller —la voz de la mujer, siempre calma, tenía ahora la dureza de un cilicio. Esta reconvención erizó al sirio, que se irguió con ímpetu, pero un tremendo dolor de cabeza que lo tiñó de púrpura y una debilidad extrema lo tendieron nuevamente sobre la camilla, empapado en sudor.
—Su vida, señor Seller —puntualizó la gélida mujer—, no vale en estos momentos absolutamente nada. Nada. Usted lo sabe. ¿Lo sabe?
Seller quedó en silencio, aprobando. Se mordió los labios.
—Si nosotras lo dejamos cinco minutos en el centro de Acapulco, es usted hombre muerto. Si de casualidad llegase a escapar de los hombres de Álvarez, la gente de Najdt lo eliminaría como a un perro, estuviese donde estuviese.
—¿Cómo se enteró de todo esto?
—El teniente Vargas nos informó.
—¿El teniente Vargas?
—Su nombre de guerra es Irene.
Seller aspiró hondo con un sonido de desagüe cloacal. Se oprimió la punta de su nariz de caprichosa curva con los dedos de la mano derecha.
—Buen elemento —dijo—. Deberían ascenderla. Excelente. ¿Pertenece a las fuerzas de choque?
—No. A Inteligencia.
—En el cuerpo a cuerpo es tremenda. Una luz en los golpes de mano.
Ambos quedaron en silencio.
—Tenemos…
—¿Quién le dijo lo de Najdt? —interrumpió Seller.
—Ernie Piterson.
—¿Ernie?… ¿Cómo es que está en contacto con ustedes?
—Es homosexual. De izquierda.
Seller, habituado a todo tipo de sorpresas y a los avatares y reveses más perversos, no pudo evitar el dilatamiento casi felino de sus pupilas.
—¿Ernie? ¡Mierda! Vaya, nunca lo hubiese sospechado. De Najdt lo sabía. De Mel, de Bahr el Azraq incluso. Con razón… con razón ese empeño en acompañarme al baño siempre con la excusa de charlar en privado.
—Muchos homosexuales trabajan para nosotras. Son nuestra quinta columna.
—Un ejército despreciable el que usted integra, señora. Perdóneme que sea tan franco. Mujeres y pederastas.
—Tenemos una propuesta que hacerle, señor Seller —continuó la mujer, ajena al agravio—. Usted es hombre muerto y lo sabe. El ELF se ofrece…
—¿El qué?
—El Ejército de Liberación Femenina se ofrece a pagar íntegramente la deuda que usted ha contraído, señor Seller.
Ahora sí, más fortalecido o más interesado, el sirio se incorporó hasta quedar en la posición de loto. Miró a la mujer con sus ojos de cernícalo.
—¿No abusan de sus instintos maternales, señora? ¿No se dejan llevar por sus ancestrales impulsos de protección?
—Obviamente que no sería gratis, señor Seller.
—¿Le he dicho qué pienso de los turcos?
—Tendríamos una tarea para encomendarle.
—Adelante. Pero no se aproveche usted de que soy incapaz de decirle «no» a una mujer bonita.
—Bien.
—No sería éste el caso.
—¿Ha sentido usted hablar de «La Ardilla Voladora de Isfahán»?
Una pequeña y recóndita luz de peligro comenzó a titilar en algún umbrío recoveco de Seller.
—«La Ardilla Voladora de Isfahán», el símbolo de Zabul Najrán, el Califa del Curvo Alfanje —memorizó el sirio como en un rezo.
—Eso mismo —asintió la mujer—. Veo que conoce usted el asunto.
En la memoria de Seller se recortó límpida la figura de la Ardilla Voladora de Isfahán. La recordaba, definida en los agrandados puntos que conformaban la retícula de la foto del diario «El Testigo del Éufrates» que hallara en los bolsillos del guardaespaldas negro de Nargileh. El dibujo de un pequeño animalito con sus patas extendidas y unidas entre sí por una fina y pilosa membrana conformando de tal suerte unas rústicas alas. Seller recordaba haber visto personalmente las evoluciones de tales mamíferos alados, planeando largamente al descolgarse de los árboles en las florestas de Tasmania y el ruido sordo que hacían cuando él lograba acertarles con un pesado bate de baseball. Lo habían divertido mucho en aquellos tiempos. Nunca podría determinar con claridad y lógica por qué un animalito tan típicamente australiano había sido elegido para simbolizar el poder y los dominios de Zabul Najrán. Quizás debido al reconocido y casi morboso afecto de éste por los canguros.
Un sonido metálico rescató al sirio del abismo de sus recuerdos. La mujer haciendo girar un placard había dejado al descubierto un enorme aparato de grabación. Luego tomó una pila de cassettes y comenzó a buscar entre ellos.
—¿Tiene música siria? —aventuró Seller.
—Preste ahora atención, señor Seller —la mujer había encontrado el cassette que buscaba y lo colocó con una leve presión en la consola—. Aquí está grabada la propuesta que el ELF desea hacerle. Escuche usted bien.
Hubo una ligera crepitación al iluminarse la minúscula luz roja de encendido y luego la voz.
—Señor Seller, el Ejército de Liberación Femenina le ofrece a usted la oportunidad de continuar con vida. A cambio de que nuestra Central salde definitivamente la abultada deuda que usted ha contraído con sus perseguidores, deberá usted realizar la siguiente acción…
Seller frunció su poblado entrecejo, aquella voz profunda de mujer madura le recordaba otra voz que alguna vez oyese. La precisa computadora de su cerebro comenzó a rebuscar entre los datos.
—… Conoce usted sin duda la existencia de Zabul Najrán, el Califa del Curvo Alfanje —continuó la grabación—… Zabul Najrán, el Califa del Curvo Alfanje —repitió modulando perfectamente como en una lección de idiomas para que todo fuese más claro— …este sujeto es sin duda uno de los más viles y despreciables símbolos del machismo universal. Compra y vende a gusto y voluntad a sus mujeres. La cantidad de esposas que componen su harem nunca es menor a 240, sabiéndose que en él se encuentran niñas no mayores de 9 años. Zabul Najrán no sólo es un cultor del más abyecto sentido machista, sino que es un fervoroso propagador de tal disciplina y en numerosas oportunidades, revistas de distribución internacional, ediciones destinadas a un público de hombres y gustosas del escándalo, han publicado extensas notas gráficas mostrando a Zabul Najrán mientras ejecuta las aberraciones sexuales más detestables con sus elegidas.
Seller entrecerró los ojos. Casi podía asegurar que aquella voz era la de Indira Gandhi. La había escuchado por pura casualidad una sola vez, hacía ya muchos años al ligarse una comunicación telefónica que él había pedido con Bangalore. Pero no podía jurarlo.
—Zabul Najrán, no obstante, tiene una predilecta dentro de su harem y se asegura que está enamorado de ella.
—Nargileh —murmuró Seller sintiendo un pinchazo en su dormida entrepierna.
—Nargileh es su nombre, quien cuenta con algunas libertades que las demás no poseen, como viajar y trasladarse, siempre con fuerte custodia. Lo que usted, Best Seller, debe conseguir a cambio de que nuestro movimiento salde la cuenta por usted contraída es lo siguiente: Localizar a la anteriormente mencionada Nargileh, seducirla, mantener relaciones con ella, filmar íntegramente dichas relaciones en versiones para televisión y cine y entregarnos dicho material.
Seller fijó su vista en el cielorraso e infló de aire sus mejillas. Lo fue soltando de a poco. El corazón se escuchaba quedamente, como si latiera dentro de una caja de cartón.
—Nuestro movimiento —continuó la cinta grabada— le brindará a usted todo el apoyo necesario para tal fin, tanto sea dinero, como movilidad, armamento e información. Con la promoción, distribución y propagación de la película por usted filmada, nuestro movimiento conseguirá un contundente golpe publicitario y destruirá por completo la imagen de Zabul Najrán, «El Califa del Curvo Alfanje» también llamado «El Semental de Isfahán».
Se escuchó un «clack» y luego un silencio.
—Esta cinta —reapareció la voz— no se autodestruirá cinco minutos luego de irradiada.
Nuevamente el silencio. La mujer que acompañaba a Seller en el recinto se acercó al grabador y sacó el cassette. Seller había logrado sentarse en la camilla y la miraba con seriedad. Su cabeza rizada era un tumulto. La sola mención de Nargileh, la figura seductora y esquiva de aquella hembra enloquecedora, le había resecado la garganta hasta convertirle la boca en una felpilla.
—¿Cuál es su respuesta? —la mujer se había apoyado contra la consola del grabador y mantenía los brazos cruzados contra el cuerpo.
—Me interesa, sí, claro, me interesa… pero…
—¿Qué ocurre?
—Estoy un tanto confuso. Aún no puedo tomar con seriedad, y usted perdone, la existencia de un ejército como el que usted integra.
La mujer lo miró con dureza.
—«Pelean como hombres los que deberían llorar como mujeres» —recitó Seller—. ¿Recuerda quién dijo eso? Es una frase famosa.
—No. No lo recuerdo.
—Además. La propuesta me parece demasiado generosa de parte de ustedes. Nargileh es la mujer más apetitosa que he conocido en mi vida.
—Pero es prácticamente intocable. Usted lo sabe. Sólo mirarla puede pagarse con la muerte. Los eunucos de su harén son ciegos además. ¿Lo sabía?
—Lo imaginaba. La profesión de eunuco es cada día más exigente. Sin embargo, es una misión atractiva. Acercarse a Nargileh es coquetear con la muerte. Yo lo sé muy bien. Pero no es imposible y el premio es suficiente incentivo para un sirio.
—Lo sabemos. Por eso lo hemos elegido a usted.
La excitación de Seller se contuvo por un momento. Miró a la mujer con ojos escrutadores.
—Necesitaría un tiempo para pensar mi respuesta.
—¿Cuánto tiempo?
—Un par de meses.
—Tiene media hora.
—Acepto.
La mujer volvió a manipular el cassette, constató su reverso y volvió a colocarlo en la consola.
—Hay una cláusula que debe usted saber —advirtió.
—Me lo temía.
Otra vez se escuchó la voz que había confundido a Seller.
—Tras la concreción del operativo que de ahora en más denominaremos «Operación Acople», ridiculizando al despreciable Zabul Najrán, quedará aún por cumplimentar un definitivo golpe de efecto que promocione mundialmente la lucha emprendida por nuestra organización. El señor Best Seller, el hombre que a los ojos del mundo habrá convertido el emblema más fálico del machismo en el hazmerreír de todas las razas y religiones, el hombre que será seguramente considerado desde ese momento como el «Supermacho» de la especie, deberá someterse a una operación quirúrgica para transformar su sexo y de esa forma abrazar nuestra causa convirtiéndose en una más de nosotras. Se oyó el consabido «clack» y un silencio espinoso y sólido como un bloque de granito se materializó en la habitación, en torno a la mandíbula nacidamente caída de Seller, frente a sus ojos ligeramente desorbitados y sobre el monótono y amenazador palpitar de una vena azulina en una de sus sienes. El sirio fulminó a la mujer con su mirada, acto que esta absorbió como si fuera de espuma. De un grotesco salto Seller pretendió lanzarse desde la camilla hasta el cuello de su interlocutora pero cayó al suelo convertido en un desarticulado envoltorio de músculos y huesos. Quedó allí, jadeante y humillado.
—Está usted bajo los efectos de un calmante, señor Seller. No tiene demasiada fuerza como para intentar ninguna acrobacia.
—Yo sabía… —gorgoteó Seller— yo sabía que era demasiada generosidad de parte de ustedes. —Con tremendo esfuerzo se fue colgando del borde de la camilla. Parecía un inmenso insecto atontado por el certero golpe de una palmeta—… debí imaginármelo. Son mujeres. Nada podía esperar…
De un postrer envión, un esfuerzo agobiador y titánico, terminó de encaramarse sobre el camastro y quedó tendido de espaldas. El sudor le lubricaba el cuerpo y resbalaba generoso por el lienzo cobertor de la camilla, chorreando como un grifo por las patas de ésta.
Con voz monocorde, en tono muy bajo, con un silbido de serpiente que se escabullía dificultosamente por entre su dentadura apretada, Seller comenzó a disparar durante quince largos minutos una interminable e increíble retahíla de insultos, en su gran proporción destinados al sexo femenino. Comenzó blasfemando en sirio, pasó luego al iddish, el ladino, el turco, rebuscó entre su memoria los insultos más duros y agraviantes que había aprendido en griego, en esloveno, se llenó la boca con todas las injurias que le enseñaran los marinos checoslovacos, rusos, ucranianos, repitió hasta el agobio los sinónimos ponzoñosos que sobre la palabra «prostituta» había recogido en los puertos de Rodas, Tiros, Bafra, Odesa, Brindisi y Salónica, de boca de los macilentos borrachos de las más sucias tabernas. Se trabó hasta que tuvo que golpear con sus puños contra el camastro cuando procuró insultar en inglés, optó por el dialecto calabrés, recitó los denuestos más impúdicos y ultrajantes que se habían grabado en su recuerdo durante su convivencia con aquella meretriz polaca en Kiel y finalizó ya agotado su conocimiento de semántica y los vocablos, escupiendo dicterios en wahillih, el paleolítico vocabulario de los hotentotes de Sumatra que sólo contiene dos verbos sin tiempo pasado y los sustantivos se emplean subjuntivos. Exhausto, quedó luego largo tiempo callado respirando agitadamente y procurando restablecer el equilibrio que un hombre habituado a la acción debe conservar. Recién allí comprendió que estaba solo en la habitación. Comenzó entonces algunos elementales ejercicios de relajamiento que lo pusieron al borde del llanto. Cuando consiguió aflojar sus músculos, al punto que la carne de sus piernas colgara como arpillera sobre el lienzo del camastro, Seller reflexionó fríamente sobre la propuesta.
Durante veinte minutos de total silencio, el sirio asemejaba a un cadáver sobre la camilla, sólo podía advertirse que respiraba por el convulso agitarse del fino vello que asomaba trepidando por sus fosas nasales.
La puerta se abrió de pronto y entró la gélida mujer de siempre.
—No tengo ninguna otra alternativa —habló Seller con clara dicción—. Acepto.
La mujer no dijo nada, asintió con la cabeza y giró para volver a salir.
En sus labios, por vez primera, parecía leerse el paso tenue de una sonrisa, más al volverse hacia Seller para cerrar la puerta de la habitación, aquel ectoplasma de sonrisa desapareció completamente como si nunca hubiese existido allí otra cosa que el adusto rictus de la templanza.