Seller y Antonio caminaban por la playa en silencio. Era el largo atardecer de Acapulco y la arena había tomado una coloración nacarada como la conchilla de un caracol. Había subido mucho la marea y el sirio debía cuidar que las cada vez más atrevidas olas no tocaran sus zapatos combinados en cuero blanco y ciruela. Vestía, además, un impecable terno crudo, corbata malva sobre camisa negra y le oscurecía el entrecejo tozudo el ala generosa de un rancho panameño. Antonio iba en malla, su sufrida malla oscura, y arrastraba con dificultad un tiburón ya exánime de unos dos metros de largo. A cortos intervalos, Seller aspiraba con fruición el límpido aire marino recargado de perfume de algas y ámbar gris. El ejercicio amatorio siempre lo tonificaba, como una buena sesión de sumo con algún diestro luchador oriental, y le brindaba una euforia controlada. Estaba demacrado, y unas abultadas ojeras moradas le daban a sus ojos de por sí profundos, un resplandor carminado, como la sofocada luz de un fanal recubierto con un trapo rojo.
—Me atacó a pocos metros de la costa —explicó Antonio tironeando del alambre que unía su mano con la temible mandíbula de tres hileras dentadas del escualo—, apenas si había medio metro de agua.
—No sabía que atacaban en tan poca profundidad.
—Eso no es nada, a Ramoncito, el hijo de mi compadre —Antonio señaló vagamente hacia los caseríos de la costa—, una tintorera le devoró una pierna cuando estaba tomando sol sobre una lona a varios metros del agua.
—Bueno… —recordó Seller— a Jassim El Nader, uno de los amos de la Gulf Persian, un tiburón azul lo atacó cuando estaba en la confitería del hotel Haiffa Tower, sobre el mar Rojo, tomando una copa con sus amigos. La bestia marina ni siquiera lo mordió, pero alcanzó a abofetearlo dos veces con su aleta dorsal…
Antonio miró al sirio seriamente.
—Le hizo saltar la copa de la mano. Jassim se manchó toda la túnica —continuó éste.
—Son animales imprevisibles —dictaminó Antonio mientras con enorme esfuerzo echaba la aerodinámica mole del tiburón sobre las lajas de la terraza del bar. Habían llegado a la misma mesa que ocuparan a poco de llegar Best a Acapulco y ya una pequeña pero empeñosa orquesta de «charros», desde el interior del local, atacaba un corrido que hablaba de las desventuras de don Benito Natera.
—¿Qué tal era ella en la cama? —la sonrisa ensanchó la cara gatuna de Antonio. Seller detuvo el movimiento de llevarse un camarón a la boca.
—¿Has visto retorcerse una «morena»? —preguntó—. Eso mismo es. Una anguila. Estoy seguro que don Victorio no puede resistirle un solo asalto de tres minutos. Puedo asegurarte que hizo el «cangrejo australiano» mejor que cualquier inglesa. Y la «tenaza moscovita» también.
Antonio seguía sonriendo acuclillado junto al tiburón en tanto Seller, sentado a la mesa, le contaba. El mexicano había tomado el pequeño cuchillo romo que acompañaba la mantequilla y con diestra celeridad, viviseccionaba el escualo.
—¿Hicieron el «torniquete hawaiano»? —preguntó al sirio.
—Probamos. Pero ella pegó con la rodilla contra la cómoda. Casi sufre una rotura de rótula.
Antonio había seccionado la médula espinal del pez y la pequeña hoja de su cuchillo de cocina hendía ahora la áspera piel plomiza en largos tajos diagonales que iban desde la base de la aleta dorsal hasta una línea imaginaria dada por la unión anatómica de los deltoides ventrales planos y la última agalla lateral. Todo lo hacía con asombrosa seguridad como si el escualo tuviese dibujado sobre su cuerpo un diagrama que indicase el rumbo implacable del acero «Solingen». Tomó luego al animal por una de las aletas y lo dio vuelta, dejándolo panza arriba, mostrando el despectivo rictus de su boca curva.
—¿Qué pudiste averiguar, Best?
—Por supuesto que ella no sabía quién era yo. Mientras estábamos entre la «tenaza moscovita» y el «brinco de la musaraña» me contó que Victorio, «Yiyo» como ella lo llama, tenía que jugar una partida de ballotagge en el «Caribbean».
—¿En el «Caribbean»? —silbó Antonio. Estaba erguido sobre el tiburón, las piernas abiertas, un pie a cada lado del cuerpo del pez, observando la tersura ventral del animal, rugosa y blancuzca mientras palpaba con sus dedos la zona de la garganta, como buscando algo bajo la piel—. Ah claro… Es el nuevo hotel que está sobre la costa del sur, allá abajo. No hay un edificio más alto en todas las costas de Acapulco. Arriba de todo tiene un salón terraza circular, totalmente vidriado, desde donde se puede ver hasta las cercanías de Tetlolxonoctle.
—Exactamente —corroboró Seller—, en ese mismo salón es donde será la partida. Eso me dijo Irene.
—¿Qué piensas hacer? —la mano de Antonio sumió el pequeño cuchillo en la garganta pulposa del tiburón, y luego, con movimiento enérgico y continuado infirió un recto corte a través de todo el vientre hasta casi la cola.
—No será fácil hacer algo. En el salón habrá solamente una mesa redonda. Álvarez y yo. Adosadas al techo, dos cámaras de televisión. Una de los veedores, que serán un húngaro y un panameño. Ellos tendrán instalada una pantalla monitor en el sexto piso del hotel. La cámara describe permanentemente un movimiento circular que va estudiando el juego de cada uno de los contendores…
—Prácticamente imposible trampear con los naipes entonces —meneó la cabeza Antonio. Un pestilente caldo marino se había derramado desde las entrañas del tiburón eviscerado y sobre él chapoteaba el mexicano revolviendo con mano inquieta entre los intestinos desparramados sobre las lajas de la terraza. Seller pareció no percibir aquel tufo acre y asfixiante, tal vez acostumbrado a las vomitivas emanaciones ácidas que se elevaban de las sentinas de los buques balleneros al fritarse la amarillenta grasa de los cachalotes cuando los cocineros preparaban menudos crocantes con aquel tasajo.
—Luego también hay otra cámara, a color, fija, de circuito cerrado, a espaldas de Álvarez que graba la totalidad de la partida. El viejo no deja partida sin filmar. Parece ser que luego, junto con sus asesores financieros, estudia el juego, observa cuáles fueron sus errores, sus aciertos y todos los datos que se recaban de su adversario pasan a un fichero personal que tiene en Bogotá.
—Realmente un estudioso el hombre —dijo Antonio, deteniendo un momento su faena para apurar un trago—. Yo te lo dije, hermano, por algo tiene el dinero que tiene.
—Sin embargo creo haber hallado la fórmula para vencerlo, Antonio, tengo que ajustar algunos pequeños detalles y todo será muy simple.
—¿Y cuál será mi tarea? —El mexicano golpeaba ahora uno a uno los dientes del escualo y los iba desprendiendo del engarce; el pez parecía ya el desordenado despiece de la maqueta de un aeromodelista. Docenas de aves marinas comenzaban a acercarse hasta las inmediaciones de la mesa atraídas por el hedor de las entrañas. Algunas, más impacientes, se aposentaban sobre los anchos hombros de Antonio. Había gaviotas, avutardas, petreles, cormoranes y hasta algunos somormujos, especie de pelícano zambullidor pero más pequeño y ruidoso.
—Cuando tenga todo perfectamente delineado te lo explico —respondió Seller espantando un cormorán que, más práctico, picoteaba directamente las cazuelas de almejas que poblaban la mesa del sirio—. Creo que ya es momento de irnos Antonio, en pocos minutos más esta situación será insostenible.
Trepados expectantes en los respaldares de algunas sillas cercanas se alineaban las torvas y encorvadas figuras de una media docena de grajos carroñeros y de cuervos. Ya varias parejas de turistas que cenaban en mesas vecinas habían optado por retirarse, fastidiados tal vez por la llegada de las aves o bien semidescompuestos por la fetidez del ambiente.
—Apenas un momento más, Best, termino con esto —pidió Antonio mientras con un tenedor torcía pacientemente, un alambre donde iba insertando, hábil, los dientes del tiburón.
—Tu parte será sencilla, ya lo verás —dijo Seller incorporándose. Apartó con el pie un cangrejo que corría en puntillas hacia los restos del escualo. Los cangrejos ya llegaban por cientos.
—Toma, para Irene, te conviene mantenerla contenta —Antonio le alcanzó su obra terminada. Un collar de cinco vueltas de genuinos dientes de tiburón—. Dicen los nativos de Cozumel que las mujeres que usen uno de estos collares serán siempre sumisas y buenas en la cama.
—Creo que le falta una vuelta, si es para Irene —sonrió el sirio mientras retomaban el sendero de la playa.
La partida de ballotagge estaba prevista para las cinco de la tarde. «Las cinco en punto de la tarde» había dicho Antonio y sus pequeños ojos se habían humedecido. «Gente extraña, los latinos» pensó Seller al verlo. El sirio había reemplazado el desayuno por una intensa sesión matinal con Irene en su habitación donde la cama redonda había sufrido el desprendimiento de uno de sus flejes metálicos laterales. No había obtenido nuevos datos de todos modos, o casi más precisamente no se había acordado de recabarlos.
Luego que Irene se marchaba a tomar su almuerzo con Álvarez, Seller bajó a las albercas del hotel, diseminadas naturalmente entre las palmeras, los cocoteros y los cañamazos de la playa. Procuró relajarse dentro del agua casi cálida mientras realizaba sus habituales pruebas de inmersión ensayando la resistencia de sus pulmones. No olvidaba el sirio que uno de ellos había sufrido una larga etapa de disminución de rendimiento cuando la esquirla de una granada de fragmentación, en la frontera de Zambia, lo había alcanzado tras eludir la resistencia de las costillas, perforándolo. Nunca habían podido extraerle esa esquirla y a veces, al aspirar con fuerza la sentía tintinear en las estribaciones de la tráquea.
—Malditos mercenarios belgas —masculló Seller tornando a la superficie, tras largos doce minutos de inmersión, con un salto de delfín. Volvió a la habitación sorbiendo un trago largo magníficamente ornamentado en la media esfera de un peludo coco y se aprestó al relajamiento previo al match. Cuando llegó a la suite ésta ya estaba nuevamente arreglada e impecable sin rastros del arduo enfrentamiento con Irene.
Seis veces por día el personal de servicio acondicionaba la habitación y tal esmero por momentos fastidiaba a Seller quien más de una vez había sido despertado cuando su adiestrado oído detectaba el roce de las sábanas de seda en el momento en que alguna joven mucama lo arropaba maternalmente. Seller observó con detención si quedaban aún cabellos de Irene en el interior del placard, pero allí también habían sido eliminados. Se quitó toda la ropa, manteniendo solamente un slip rojo. Comenzó entonces su serie diaria de ejercicios, una compleja calistenia donde se balanceaban las filosofías yoga y zen, con las ríspidas ejercitaciones del karate-do y el tae-kwon-do. Todo eso le demandó una hora y media hasta que comprobó que la respiración se le tornaba levemente agitada. Fue al baño entonces y se duchó, según su costumbre, durante cuarenta y cinco minutos. Finalmente volvió a la cama, se sentó adoptando la posición de loto y entrecerrando los ojos procedió a poner su cerebro en blanco.
Durante los primeros veinte minutos tan sólo logró llevarlo a un tono gris arratonado. Visualizó entonces mentalmente la figura de una hoja de arce. Primero la recordó con nitidez recortada sobre el flanco de un Sabré F-86 de la fuerza aérea canadiense. Luego logró centralizarla sola en su pensamiento. Procedió por último a descomponer los colores de la hoja de arce como si activara los filtros primarios de un sistema Offset pero en orden inverso al de la impresión a color. Quitó primero el negro, luego el azul, después el rojo y por último el amarillo. No quedó nada, y el cerebro del sirio se convirtió en un páramo infinito y descansado. Fue cuando un quejido ululante, una suerte de lamento avernal y arrastrado invadió esa masa neblinosa retornando bruscamente a Seller al mundo de las tres dimensiones.
Como un gato saltó de la cama y aún en el aire ya había precisado el sitio de donde provenía aquello que ya era un alarido. Al igual que las lechuzas jaspeadas u otros nocturnos que pueblan los bosques de coníferas en las laderas de los montes Marayani, los oídos del sirio estaban bastante distanciados el uno del otro debido a la conformación oval de su cabeza. Por lo tanto cualquier sonido era percibido por uno de ellos una infinitesimal fracción de segundo antes que el otro oído. Esta diferencia, imperceptible al razonamiento puro, le transmitía al sirio la distancia exacta a la cual se encontraba el objeto, animal o persona que había producido el ruido. Por algo las lechuzas de los Montes Marayani están reconocidas como las más formidables aves rapaces cazadores nocturnas y su complejo sistema auditivo es estudiado desde hace décadas por la Fuerza Aérea Norteamericana quien ha dotado ya a uno de sus más implacables misiles de un sistema de persecución basado en el mismo arcaico mecanismo de radar de la lechuza en cuestión. Convertido de nuevo en una fiera selvática, Seller manoteó apresuradamente de su bolsa de viaje una metralleta Uzi, reconociendo no sin cierta pesadumbre que a veces los israelíes producían cosas irreprochables. La montó en contados segundos, estaba disimulada en una afeitadora eléctrica de tres cabezales, y deslizándose contra la pared se fue acercando a la puerta que daba a la habitación guardarropas.
El quejido se iba incrementando hasta convertirse en algo desgarrador. Seller observó si por debajo de la puerta no escapaba ninguna catarata de sangre. Con un solo salto, giró en el aire, aplicó un demoledor golpe a la puerta con el talón de su pie derecho y con el mismo impulso cayó detrás de un sillón ya cubriendo con el corto cañón de la Uzi el ahora abierto acceso al guardarropas. Adentro, inmutables, sin siquiera mirarlo, tres charros mexicanos algo apretujados, sostenían sus gigantescos guitarrones. De pronto el sinuoso y prolongado «ay» del más obeso de ellos se convirtió en la primera estrofa de una lastimera canción que hablaba de un gorrioncillo pecho amarillo que con sus alitas casi sangrantes requería perentoriamente la presencia de su gorrioncilla.
Desde su confortable protección, Seller vio como los tres hombres vistiendo las ajustadas ropas charras y tocados con los inmensos sombreros típicos salían del guardarropas con paso calmo en tanto entonaban la sentida pieza tradicional.
El sirio se sentó en la cama, resignado ya a perder su relajación preliminar, apoyando la metralleta sobre sus turgentes muslos. Echó una ojeada a su reloj. Debía apurarse para la partida, pero interrumpir el recital era una actitud contraria con sus principios de respeto hacia las costumbres de los países que visitaba. Por lo tanto, con unción a veces forzada, escuchó durante casi media hora una prolongada sesión de corridos, tapatíos, zapatecas y pelotilleras.
Cuando ya el sirio descorría sigilosamente la traba de seguridad de su arma dispuesto a derivar el problema a las cancillerías respectivas, el más obeso y bigotudo de los charros se quitó el sombrero y le habló.
—Hermano extranjero, de parte de la niña Irene, hemos querido traerte este ramillete de canciones de nuestra tierra, como pequeño agradecimiento que ella te envía por todas las cosas maravillosas que tú le enseñaste.
Seller inclinó la cabeza y aplaudió de pie. El trío canoro, entonando un emotivo tema de don Miguel Aceves Mejía, se encaminó con paso lento hacia la puerta de la habitación. Del guardarropas salió entonces un niño de unos cinco años, también totalmente ataviado como un charro incluyendo sarape, portando en sus manitas morenas una inmensa fuente con frutas naturales. La depositó con cuidado sobre la cama, rechazó con gesto altivo los 300 marcos suizos que pretendía alcanzarle Seller, y se marchó cerrando la puerta con el sigilo con que un lagarto se escurre entre los juncos.
Seller sonrió, desarmó la Uzi y comenzó a vestirse para la partida de ballotagge. Las mandíbulas apretadas comenzaban a traslucir la tensión previa al encontronazo con Álvarez. Se ablandaba a veces, al recordar a Irene y su gesto de agradecimiento. Esa estúpida muchacha, delgada pero abundante donde debía serlo, tenía la virtud de imbuirlo de ternura. Seller finalizó de vestirse. Lucía una camiseta de algodón negra, de mangas cortas (el reglamento del ballotagge prohibía las mangas largas) y unos amplios pantalones ajustados sobre los tobillos, de satén color crudo, del tipo que gastaba Rodolfo Valentino en el film «El Sheik Blanco». Tenía también un par de zapatillas deportivas naranjas con suela de creppe, cuyo solo contacto en la planta del pie poseía la virtud de sedarlo.
Seller se observó unos minutos en el espejo, recorrió la habitación con pasos largos procurando elongar sus músculos algo tensos. Se detuvo frente a la fuente de frutas y eligió un melocotón del tamaño de un pomelo. Acarició la felpilla de la piel de la fruta y sintió bajo las yemas de sus dedos la misma sensación de cuando en su infancia daba masajes relajantes a los patos más pequeños del bañado, histéricos ante la cercanía de algún zorro. Comió el melocotón en tres bocados y se instaló frente al espejo. Era el momento de practicar su mirada de «magnetismo inductor».
Todos los que habían cursado los duros ciclos del campamento de Damón Sagar, jóvenes destinados al mando, poseían los recursos psicológicos para inyectar sus miradas de una carga casi eléctrica que transmitía a quienes recibían el impacto de tales ojos, un mandato claro y preciso, una sensación de poderío, de potencia y por sobre todas las cosas, de superioridad.
Seller sabía que la primera mirada que cruzara con Álvarez, aún siendo apenas de segundos, debía bastarle para que el venezolano se sentara a la mesa de juego totalmente disminuido, convencido de que estaba frente a un adversario superior, que lo duplicaba en fuerza anímica, en recursos morales. Álvarez debía recepcionar esa mirada como el impacto directo de una bazooka entre los ojos, como la deslumbradora luz de un rayo láser en plena cara y debía deducir que aquel que disponía de tal poder de transmisión en sus ojos, solamente podía ser un hombre predestinado, un iluminado. Álvarez debía llegar a la conclusión, apenas acusado el latigazo visual sobre sus lagrimales, que se había sentado a una mesa de juego frente a Adolfo Hitler.
Diez minutos estuvo el sirio frente al espejo hasta que los ojos enrojecieron y lagrimearon. Los cerró luego, durante un cuarto de hora. Finalmente dirigió su vista hacia un pequeño florero ubicado sobre la estufa de leños. Clavó los ojos en la solitaria rosa color té que se hallaba en el florero. Dos minutos tan solo y la flor comenzó a inclinarse, venciendo su tallo. Un pétalo se desprendió cayendo y el color fue derivando hacia un ceniza cerúleo.
—Dos minutos, no está mal —musitó Seller. Sonrió recordando a su maestro, un mercenario katangués, discípulo dilecto del Gran Houdini, quien en el lapso de tres minutos podía defoliar totalmente un vivero de cactáceas y pencas.
Observó su reloj. Faltaban ocho minutos para las cinco de la tarde. Se dirigió a la puerta. Fue entonces cuando sintió el primer síntoma. Un corretear de aguas en su estómago. Un retorcerse convulsivo en los intestinos. Se quedó estático. El síntoma pasó pero Seller comprendió que había cometido un error horrible. De un salto llegó junto a la bandeja con frutas. Tomó una ciruela y la hizo girar entre sus dedos. Allí, junto al pequeño tallo que sobresalía en la parte superior de la fruta, se veía, casi imperceptible un orificio. La perforación de una aguja hipodérmica.
—Me han envenenado —susurró Seller, con la parca tranquilidad que lo poseía todas las veces en que daba de narices contra la muerte. Esperó un instante, aguardando sentir algo denso y oscuro, fantasmal, que lo poseyera. Cerró los ojos pasando revista a sus vísceras, controlando las reacciones de cada una. La muerte por veneno tenía infinitas variantes. Podía caer ahí mismo fulminado si se trataba de jugo de upas. Tal vez sentir una postrer euforia antes de la hemorragia interna si era arsénico en mal estado, o quizás sobrevivir tres espantosos días entre convulsiones y ataques de hipo si el veneno era «aguas de Butantan», un compuesto de elixir ofídico de mantis religiosa revuelto con licor de huevos de cobra. Nada de eso ocurrió, su sistema nervioso le respondía y respiraba con normalidad. Sintió entonces otra convulsión en su estómago y unas agudas ganas de evacuar el vientre.
—Es algo peor… es algo peor… —comprendió Seller empapado en sudor— me han suministrado una dosis triple de laxante…
Una bocanada de vergüenza, de oprobio, de sordidez, endureció el rostro del sirio. Había comido la fruta de la tentación. Ahora llevaba en sí mismo el diabólico germen del colapso diarreico. Pero la partida no podía aguardar. Se habían establecido tan sólo cuatro minutos de tolerancia en la espera.
Prácticamente se desbarrancó por las escaleras del hotel sembrando el pánico entre las turistas norteamericanas. Trepó en el Citroën Safari descapotado y al arrancar, volvió a sentir, como un lanzazo, una contracción acuosa en el colon ascendente.
El coche había prácticamente volado por las calles de Acapulco. Cada salto, cada curva tomada violentamente en procura de sortear algún desprevenido viandante o algún perro natural de la zona, revolucionaba los intestinos de Seller hasta los límites de la contención. Álvarez había hecho un perfecto doble juego con Irene. La había usado para suministrar información falsa y finalmente para inocular vía frutal aquel azote digestivo.
En tanto manejaba sosteniendo el volante sólo con las rodillas, tragó dificultosamente dos supositorios de carbón. La premura y la desesperación lo obligaban a cambiar los conductos naturales de la medicina. Aquello sin duda alguna detendría en parte el efecto fulmíneo del laxante, permitiéndole al menos, sentarse a la mesa de ballotagge en igualdad de condiciones. Llevaba siempre a mano tal medicina desde que un brutal ataque de disentería lo postrara por dos meses en las selvas de Birmania. Seller llegó al Caribbean, cruzó el largo camino que atravesaba los impecables campos de golf y estacionó frente a la suntuosa puerta.
Allí, visiblemente impacientes, lo esperaban dos hombres. Hombres de don Victorio Álvarez, sin duda. Callados caminaron hasta los elevadores y entraron en uno de ellos que estaba aguardando al pequeño grupo. Ya en el elevador, al cerrarse las puertas automáticas, los hombres procedieron, prolijos, a palpar de armas o cualquier objeto extraño a Seller. Uno de ellos le quitó el encendedor y lo hizo funcionar. Tranquilizado de saber que era en realidad un encendedor, lo devolvió al sirio.
Seller accedió a todo con despreocupación, en tanto contemplaba cómo se iban iluminando alternativamente los números indicadores de los pisos en el tablero que el elevador tenía sobre la puerta. Los últimos diez pisos transcurrieron con tranquilidad. Llegaron al piso superior. Allí los dos hombres abandonaron a Seller en un pasillo frente a una enorme puerta cerrada, en tanto ellos, volviendo al elevador, emprendían el regreso. No habían intercambiado una sola palabra.
Seller caminó hacia la puerta y ésta se abrió sin un sonido. Seller se halló frente a un enorme salón circular, totalmente vidriado y muellemente alfombrado con un fieltro en tono habano. Sobre la derecha se veía el mar y sobre la izquierda muy lejanas, las montañas. Todo el mobiliario consistía en una mesa redonda blanca en el medio del salón, a la cual estaba sentado Álvarez. A su lado habla otra pequeña mesa rodante con bebidas. La luz era ambiental, límpida, llegada desde todos los ángulos de los ventanales. Sobre la mesa, girando adosadas a un riel también circular, se hallaban las dos cámaras de televisión. A Seller le molestó un tanto toda esa simetría. Se sentó frente a Victorio Álvarez no sin antes saludarlo con una leve inclinación de cabeza, a la que el venezolano respondió.
Seller sintió un nuevo retorcijón estomacal que lo hizo contraerse y transpirar frío. Apretó sus piernas fuertemente. El colapso se intensificó, duplicó su furia, pareció que iba a vencer todas las resistencias del sirio y luego se apagó gradualmente. Seller maldijo por lo bajo. Sería dificilísimo concentrarse. Álvarez había depositado sus dos flacas manos sobre la mesa y se mantenía en actitud de espera.
A su lado estaban las pequeñas cajas de madera con los naipes y las fichas de ballotagge. Era el momento, para Seller, de poner en práctica su magnetismo inductor. Miró a Álvarez y no pudo reprimir un rictus de sorpresa. Álvarez era completamente estrábico. Al principio no logró ni siquiera determinar cuál de aquellos acuosos ojos grises era el desviado. Por momentos parecía ser el ojo derecho el que lo miraba sin ninguna curiosidad, por momentos se le antojaba que el izquierdo era el que lo enfocaba, había instantes en que los dos parecían ponerse de acuerdo para mirarlo y en otros tenía la impresión de que ninguno de aquellos ojos se fijaban en él. Por si eso fuera poco, alguno de los dos ojos tenía un pequeño temblor horizontal, un leve movimiento nervioso. Técnicamente era imposible influenciar visualmente a una persona con esas características, casi podía decirse que era peligroso para quien lo intentara pues podía ser él mismo el que se viera confundido y desmoralizado. No había empezado bien todo aquello.
Álvarez era un hombrecillo endeble, blancuzco a quien aparentemente el sol de Acapulco ignoraba ex profeso. Tenía una nariz larga y aguileña, cuyas fosas se dilataban de continuo. Similaba una nutria venteando algún peligro en el aire. Vestía equipo de tenis que debía usar tan sólo para jugar a los naipes pues aquellos dos brazos raquíticos parecían, no solo incapaces, de sostener una raqueta, sino incluso, de sostener una pelota de dicho juego. A Seller le costó convencerse de que estaba frente a un zar del petróleo. Trató de imaginarse a aquel viejo estrábico cabalgando las curvas sabiamente dosificadas de Irene y lo invadió una sensación de asco, incredulidad e injusticia.
El ballotagge es un juego que no puede considerarse complicado. Se dice que proviene de Oriente a pesar de que su primer nombre conocido es el de «Capirote». Incluso la expresión española «tonto de Capirote» se origina en una de las suertes de tal juego, cuando el jugador finge desconocer las cartas en mesa provocando al antagonista. Ha sido tradicionalmente un juego reservado a cenáculos intelectuales, o círculos cerrados no tanto de clases altas pero sí de clases dirigentes. Por eso mismo no es un juego popular en ninguna parte del mundo. Es históricamente sabido que era una de las calistenias preferidas de los generales japoneses y se dice que la espantosa catástrofe naval de Midway, que aniquiló a la flota nipona, sorprendió a la flor y nata del almirantazgo del Celeste Imperio mientras prolongaban una partida de ballotagge. El juego comienza proveyendo a cada jugador de tres cartas. En base a ellas, cada jugador anota en una planilla la cantidad de bases que se dispone intentar. Esta planilla se pliega dentro de un sobre sellado que se abrirá recién al finalizar la partida. Luego se extienden las seis cartas sobre el tapete en dos filas de tres y se apuesta con fichas el equivalente al total de la suma de los diamantes que hay en juego, cuidando de no apostar a las primeras cartas, empezando desde la derecha, pues esas serán en lo sucesivo las cartas-guías o cartas mentoras que ordenan la numeración par o impar y el color del juego. Ante la primera aparición de un trébol, es considerado «triunfo» y desde allí en más cambia la mano y el jugador puede optar por llevar progresivamente su juego a tendencia agresiva, el llamado «juego abierto», o bien inclinarse por trocar sus bases y definirse por un juego conservador, sin alteración de «triunfos» ni solicitudes de «troca». Una troca erróneamente pedida puede significar perder una decena de puntos en la primera vuelta o incluso resignar el papel de receptor para convertirse en emisor, situación que casi ningún jugador del mundo apetece salvo los norteamericanos quienes suelen jugar con «trocas múltiples» y por lo tanto la pérdida de una puede no ser definitoria e incluso servir para el segundo enganche.
Por otra parte la cantidad de bases pedida no puede nunca aumentarse sino disminuirse, siempre en números múltiplos de la primera carta destapada, restándose diez puntos a la totalidad del puntaje inicial. Si en la primera vuelta (el juego consta de dos vueltas, de allí su nombre) hace su aparición la reina de corazón, en los descartes sucesivos no pueden jugarse otra cosa que corazones, siempre y cuando se advierta al adversario que uno está dispuesto a hacer «ballotagge» lo que significa que la reina jugada mata o «copa» la primera partida, fallando la segunda. Lo que hace del «ballotagge» un mecanismo endemoniado es que el jugador no puede verse tentado a menoscabar su propio juego procurando una descapitalización mentirosa dado que el doble contra sencillo que le impone el descarte obligatorio en la tercera mano, avalado por las bases conseguidas, obra entonces en su contra. Puede decirse que es un juego de concentración donde no está exenta la picardía. En jugadores de reconocido prestigio, cuyos hándicaps superan los 9 puntos promedio, los valores de todas las cartas se incrementan en cinco puntos que se van quitando a medida que el juego evoluciona, de acuerdo a una simple regla de tres compuesta. Puede decirse que casi todo radica en si el juego se da de corazones o diamantes. Detectar eso es vital, lo que se llama «corazonada diamantina» que suele tener el jugador de estirpe, y ahí precisamente cifraba sus esperanzas Best Seller.
Don Victorio Álvarez tomó una talquera de la mesita contigua y espolvoreó sus manos, que parecían estar entalcadas desde siempre. Las frotó lentamente y podía aventurarse que sonreía.
—Quítese el reloj, por favor, señor Seller —una voz dulce llegó desde un micrófono disimulado junto a la cámara de televisión.
Seller así lo hizo pero al dejarlo sobre la mesita rodante algo casi invisible quedó adosado a la yema del dedo índice de su mano derecha. Pidió talco a don Victorio Álvarez y mientras manipulaba con él, aseguró entre sus dedos una delgadísima aguja de unos seis milímetros de largo. Luego fingiendo acomodarse el cabello, se la clavó tras de la oreja izquierda. Era una aguja de acupuntura, que al penetrar lo hizo con la facilidad con que hubiese podido hundirse en un bollo de gelatina. Hubo un «clik» desde lo alto cuando las cámaras comenzaron a filmar y don Victorio Álvarez, que gozaba con un punto de ventaja en el hándicap, tomó las cajas con las fichas y los naipes.
La señora gorda y rubia dio unos grititos de excitación mirando hacia donde el grupo de sus amigas graznaban y reían en tanto la enfocaban con sus cámaras fotográficas. El magro y moreno muchacho mexicano también sonreía mientras acomodaba los arneses del paracaídas sobre los hombros carnosos de la norteamericana.
Pronto la gorda quedó bien comprimida entre el correaje del paracaídas y recordaba vagamente a una marsopa enredada en los cordajes de un arponero. El muchacho flexionó sus piernas para indicarle cómo debía sentarse sobre la correa que pendía bajo los voluminosos glúteos, exagerados por la tirantez de la malla enteriza. También indicó a la mujer cómo debía tirar del tensor derecho de su paracaídas, marcado por un trapo azul anudado a la correa, para frenar el impulso del descenso. Las restantes mujeres reían, palmeteaban y saltaban sobre las arenas de la playa haciendo incesantes indicaciones a la gorda.
Finalmente el muchacho enganchó el extremo de una larga cuerda a la anilla amarrada sobre el vientre de la yanqui. Otros dos mexicanos jóvenes que ayudaban en la cobranza del pasatiempo, sostenían en tanto levemente extendido el paracaídas a franjas rojas y blancas. El muchacho instructor hizo una seña hacia la lancha que aguardaba cerca de la playa. La lancha se puso en marcha y entre el grupo de mujeres se produjo un silencio como ante la «etapa crítica» de un lanzamiento en Cabo Cañaveral. La cuerda que unía a la mujer con la lancha se tensó, saliendo a la superficie el sector que se había arrastrado bajo las aguas bajas. La mujer corrió torpemente cuatro o cinco pasos, el viento se englobó dentro de la seda del paracaídas y la mole yanqui se elevó como si fuese una versión de Mary Poppins trasladada al cinerama. Las mujeres gritaron entonces frenéticas, saludando y sacando miles de fotos ante el renovado milagro de la derrota de las leyes de la gravedad.
—Si llega a caer al agua, los tiburones pondrán una plaqueta recordatoria conmemorando este día —dijo Antonio al oído del muchacho instructor. Éste sonrió mirando hacia la mujer que ya surcaba el espacio aéreo mexicano en lo que sería un corto paseo a unos cincuenta metros de altura por sobre toda la bahía de Acapulco.
—El traslado de la represa de Assuan es un juego de niños comparado con esto —puntualizó Antonio, meneando la cabeza bajo su sombrero de jean. Ocultaba su rostro tras unos redondos e inmensos anteojos oscuros, llevaba camiseta ajustada roja, cortos pantalones de fútbol y zapatillas. De su cuello colgaba el estuche de cuero de un par de binoculares Bushnell de campaña.
Un nuevo griterío y espasmódicos saltos de las yanquis indicaron a Antonio que ya se acercaba nuevamente la gorda pidiendo pista para su aterrizaje. La enfocó con su largavistas y antes de atrapar el rostro ligeramente demudado de la paracaidista tuvo una imagen general similar a la de un Globemaster con los flaps bajos. La gorda tocó las arenas momentos después no sin antes desmenuzar un pie de uno de los sufridos muchachos mexicanos que procuró abarajarla en la caída tratando de evitar un aparatoso capotaje de la misma forma que John Wayne se hubiese lanzado desde su caballo ante una locomotora desbocada para salvar a la muchacha. Todos ayudaron a reincorporarse a la gorda y pronto el mexicanito organizador golpeaba sus manos indicando que aquel entretenimiento alado había tocado a su fin.
—Nosotras también queríamos hacerlo. ¡Queremos ir todas! —se ofuscó una de las turistas, tal vez la más fea, si eso hubiese sido posible.
—Perdón, señoras —explicó el muchacho—. El paracaídas está alquilado de ahora en más.
—¡Son sólo las cinco y treinta, otros días están hasta más tarde! —recordó otra turista en tono desagradable.
—Es que este señor es científico, y necesita hacer un trabajo muy importante.
—¡No nos importa que sea científico, nosotras pagamos nuestros impuestos!
—Por favor, señoras —intercedió Antonio ya colocándose el paracaídas—. Estoy haciendo un importante estudio para la Universidad de México. Allá ustedes tienen otros paracaídas para alquilar —y señaló hacia sus espaldas, hacia el otro extremo de la playa donde efectivamente se veían en tierra o volando tres o cuatro semicircunferencias de brillantes colores.
Finalmente convencidas, las mujeres se marcharon refunfuñando en tanto rodeaban a la gorda quien relataba excitada su vuelo como William Holden al regreso de bombardear los puentes de Toko-Ri.
Antonio cargó a sus espaldas otro pesado bolsón de campaña y, tres minutos después, volaba amarrado con una larga cuerda de unos cincuenta metros de largo, a la lancha que lo remolcaba. Sobre su cadera derecha pendía también una pequeña máquina de escribir con la cual, había explicado a los muchachos del paracaídas, pensaba tomar cortas notas para su estudio topográfico aéreo.
Trabajosamente, por la cantidad de correaje que dificultaba sus movimientos sacó los prismáticos y los enfocó hacia la costa. En su campo visual se recortó nítidamente la inmensa mole del Caribbean Hotel. Ajustó el balance de visión. Veía, con asombrosa claridad, la terraza vidriada del hotel. Adentro, dos hombres sentados a una mesa. Sonrió. Corrigió la óptica y las imágenes se acercaron. Antonio sentía como si estuviera a pocos metros de los dos hombres que jugaban a los naipes. En el mismo salón, y no a 700 metros como en efecto se hallaba. Unos minutos más de recorrido y podría ver con claridad meridiana las cartas que descansaban en las manos de don Victorio Álvarez. Desabrochó el bolsón que le golpeaba la cadera izquierda y extrajo un pequeño transmisor direccional. Ahora sí. Volvió a enfocar al hombre casi anciano que le daba la espalda. Tocó apenas el tensor de foco. Muy claras, nítidas, apreció las cartas de don Victorio Álvarez. Una reina de corazones, un cuatro de pique y un ocho de corazones. Llegó a ver, incluso, que los naipes eran de alguna aleación de plástico y residuo prensado de poliuretano. Por el brillo, por la esbozada impresión digital que la transpiración en los dedos del zar del petróleo imprimían sobre la superficie de las cartas y que desaparecía de inmediato. Juego de corazones en la primera vuelta. Seller debía saberlo. Dejó los prismáticos y tomó el transmisor direccional. Lo apuntó hacia la terraza del hotel. Oprimió el selector de ondas tres veces. Best Seller, una vez más, lo había calculado todo.
Aquellas pulsaciones no tendrían inconvenientes en refractarse en el aire puro de la playa, se trasladarían en ondas convexas y algo tangenciales hasta chocar contra el vidriado de la terraza y rebatirse en dos direcciones claramente diferenciadas. Las agudas hacia arriba, buscando estratos más livianos, y las graves hacia abajo, hacia campos magnéticos poco saturados. Los vidrios de los ventanales hubiesen sido un impedimento total para el acceso de las ondas hasta la posición de Seller. Pero arriba, en el techo de la terraza, se elevaba la antena múltiple que captaba las emisiones de televisión. Las ondas agudas lanzadas por el transmisor manual NK 22 manipulado por Antonio se fijarían primero en el cabezal de aquella antena para luego deslizarse hacia distintos rumbos a través de los circuitos internos. Uno de esos circuitos se insertaba en la cámara giratoria que grababa la partida de naipes. Se producía entonces un haz energético estimulado por los mismos orticones de la cámara que saturaban en escalas poco mensurables un cono invertido que tenía como eje el radio visual abarcado por el ojo de la cámara. El frotamiento originado en ese haz energético podía entonces ser percibido o detectado por cualquier objeto proclive a estimularse o cargarse de ondas hertzianas de acuerdo a la composición física de su aleación. Era precisamente lo que sucedía con la aguja de acupuntura que Seller mantenía clavada tras su oreja izquierda. Apenas Antonio sobrevolando el golfo a unos 700 metros del Caribbean presionó tres veces el impulsor, Seller sintió un escozor cálido que parecía querer invadirle el lóbulo de la oreja. Lo sintió tres veces. Juego de corazones, sin duda alguna.
Casi sonrió pero se contuvo con dificultad, atento a la cámara que estudiaba hasta el fastidio sus más leves gestos. Cambió de lugar las cartas que tenía en sus manos pasando la del extremo derecho al izquierdo, la del izquierdo al centro y la del centro al derecho. Con este sencillo método confirmaba a Antonio, que sin duda lo observaba con los prismáticos, que había recibido la señal. De haber trocado las posiciones solamente de las cartas de los extremos hubiese querido señalarle que debía elevar el voltaje de sus emisiones aéreas.
El sirio experimentó de pronto un nuevo e intenso latigazo intestinal. Un torrente frío se le desplazaba por el estómago con ruido de manantial serrano. Sintió una bocanada de calor y debió apretar los dientes hasta hacerlos rechinar para aguantar aquel martirio. Pensó que en aquella partida se jugaba todo. La entrega en Marsella, la confianza de Brambilla, pensó en su padre, en su anciana madre, salteó el recuerdo de su hermana pues eso hubiese precipitado la evacuación, pensó en los Montes Marayani, en sus rebaños de cabras que siempre lo habían respaldado, pensó en Siria. Los glúteos eran dos piedras contraídas y férreas sobre el asiento. Poco a poco la rebelión interna fue pasando. Se aflojó un poco Seller procurando pensar en su descarte y desde las rodillas comenzó a bajarle una sensación de hormigueo y pesadez. Fue cuando nuevamente recepcionó el escozor tras la oreja. Aquello le conmovió los centros nerviosos agolpados en la nuca y un temblequeo espasmódico le fue descendiendo por la columna vertebral. Tuvo que retorcerse para controlar su esfínter. Su rostro de por sí aceitunado se tornó rojo morado y la transpiración lo invadió.
Don Victorio Álvarez parecía estar ajeno a todo eso. «Hijo de puta» pensó Seller al comprender que la frialdad lo estaba abandonando. Si las señales lanzadas por Antonio llegaban a ser un poco más intensas el sirio no podría resistir de seguro y sus defensas serían rebasadas por el embate fecal. Ya llevaban dos horas de partida, y don Victorio Álvarez había acumulado tres bases de ventaja.
Seller no podía concentrarse en el desarrollo del juego, pero como un paciente tigre de bengala echado junto al sendero de los cebúes, acechaba al momento de volcar la suerte del juego con un golpe definitivo apoyado por las directivas de Antonio. Con el rabillo del ojo, Seller alcanzaba a divisar los colores rojiblancos del paracaídas del mejicano, muy a lo lejos, mezclado con otros paracaídas lo que disimulaba el operativo de espionaje.
Recibió una nueva terna de naipes y vio, sonriéndole, la reina de diamantes. Se mordió el labio inferior. Si Álvarez tenía tréboles vendría manso y dócil hacia el juego abierto. La ventaja que poseía el zar del petróleo venezolano lo llevaría a conservar el pedido de base, pero no tanto como para despreciar la posibilidad de engrosar su reserva de triunfos. Seller esperó, acariciando con la yema del pulgar el estómago de la reina de diamantes. Álvarez descartó un cinco de corazón. Seller se contuvo, confuso. El venezolano ocultaba algo.
—Diablos —maldijo para sí Seller—, el único venezolano como la gente que conozco es Carlos, el comandante.
Cuatro señales agudas tras la oreja lo conmovieron:
—¡Álvarez está simulando, tiene un triunfo en la mano! —se alborozó el sirio. Rememoró los naipes que habían ido saliendo en las últimas quince vueltas y su orden de aparición.
—¡No puede tener otra cosa que el rey de trébol! Confía en él y no sabe que está perdido.
Álvarez había caído en la trampa con la fe depositada en el secreto de sus naipes.
Pero una suerte de alud de barro y cieno pareció desprenderse casi desde las clavículas del sirio por dentro de su abdomen. Las cuatro últimas señales de Antonio habían alborotado los sensitivos ramales nerviosos de Seller, aflojando en su tremolar las recónditas energías gástricas. Demudado, Seller comprendió que seria casi imposible contener aquel aluvión tremendo. Vio entre su desesperación, cómo Álvarez depositaba con mano cuidadosa el rey de tréboles sobre la mesa y casi podía decirse que sonreía por primera vez abiertamente. Seller sintió que un globo de líquido le oprimía el esternón y luego, como una marejada de fuego caía catapultado hacia los desagües naturales arrollando todo a su paso. Cerró los párpados, apretó firmemente los puños como aquella vez que el tifón «Ana» lo azotara despiadadamente al sorprenderlo encaramado en una palmera seleccionando dátiles en las islas Fiji, y sus rodillas parecieron triturarse una contra otra en el heroico intento final de controlar los mil desatados cólicos del laxante.
El embate duró segundos, pero Seller en esa minúscula fracción de tiempo envejeció catorce años. Sus adiestrados músculos resistieron no obstante y Seller bendijo los duros años de galvanizamiento de sus músculos abdominales trasladando rocas desde Kassem-el-Bedir hasta Gadessa para la construcción del dique del abra del Éufrates. Cuando el colapso se adormeció, algunas hebras plateadas relucían en las sienes renegridas de Seller. Miró su mano derecha, de su puño aún contraído como una garra sobresalía el rostro inmutable de la reina de corazones, estrujada casi hasta la destrucción total.
Álvarez lo observaba con su mirada estrábica y había en sus ojos de ángulos insólitos un brillo mustio de conmiseración y victoria. Marcar un naipe en el ballotagge significa la derrota definitiva para quien lo hace. Y la reina de corazones ahora de boca sobre la blanca mesa, parecía un trapo de fregar el piso ajado y devastado por los años. Ambos hombres quedaron en silencio.
Seller hizo un pequeño movimiento afirmativo con la cabeza, no dijo nada, y se levantó. Los párpados verrugosos de Álvarez obturaron por un instante aquellos ojos erráticos que dividían sus curiosidades por el mar y las montañas al mismo tiempo. También hizo una inclinación de cabeza. Seller abandonó el salón.
En el breve lapso de dos horas y media había perdido 14 millones de dólares de su propio bolsillo. Nadie lo esperó para despedirlo cuando abandonó el Caribbean rumbo a su hotel. Tampoco lo siguió coche o helicóptero alguno. Media hora después Seller se hallaba tirado cuan largo era, de espaldas sobre el fresco que le proporcionaban las sábanas de seda negra de su cama. Estaba extenuado y quizás un poco vencido. No tenía mucho tiempo para el descanso, a pesar de todo. Poco tardaría Álvarez en darse cuenta de que Najdt no lo respaldaba con su formidable cuenta bancaria. Debía desaparecer de Acapulco, de México y del continente americano antes de que una jauría de asesinos profesionales y algunos vocacionales voluntarios se lanzaran sobre él como una piara de jabalíes enardecidos.
La música funcional que suavizaba el clima reposado del atardecer se cortó repentinamente. Se oyó un tintineo sonoro similar al de los empleados para llamar la atención de los viajeros en las salas de espera de los aeropuertos.
—Buenas tardes, señor Best Seller —silabeó con acento dulce e impersonal una voz meliflua de mujer—. Mañana, a las 10.30 horas de la mañana puede acudir usted al salón de té del Hotel Prince Malibú, mesa 15, a los efectos de abonar la deuda contraída con el señor Victorio Álvarez. Se ruega que el total de la suma esté subdividido en marcos alemanes, libras esterlinas y yens de la antigua nominación. Las libras esterlinas deberán tener numeración correlativa en tanto los marcos alemanes no deberán incluir billetes de valores altos. Los yens podrán estar emitidos en un cheque expedido a nombre de Yolanda Campos de Álvarez con consignación de intransferible a la cuenta 13-74 barra 8 del Banco Suizo de Intercambio que opera bajo el rubro «Peter Smith & Smith». Muchas gracias.
La música funcional volvió a escucharse a un nivel discreto. Seller no podía confiar en la veracidad del mensaje. Desde «La Rosa de Tokio» desconfiaba de las mujeres que empleaban la radiodifusión para emitir sus noticias. Hasta las 10.30 horas de la mañana siguiente mediaba aún mucho tiempo, el suficiente para que un hombre de acción como el sirio abordase el primer vuelo e interpusiera cuatro o cinco continentes entre su seguridad física y la codicia de sus cobradores. Era una trampa. Álvarez había descubierto sin duda toda la jugada. Había hecho irradiar aquel mensaje con el sólo fin de retenerlo, de que no abandonara Acapulco inmediatamente. Se reincorporó en su lecho. Fue hasta los ventanales y corrió las pesadas cortinas. Recorrió milímetro a milímetro la habitación con su vista. Tan aturdido y acuciado por sus disturbios estomacales y su derrota estaba al regresar, que no había tomado la precaución de controlar la pieza a su regreso. Requisó con cautela y morosidad el baño, soplando por el desagüe de la bañera para comprobar si no estaba obturado por algún micrófono y metiendo la mano bajo las turbias aguas del inodoro en procura de encontrar algún sistema de «sonar» accionado a snorkel. Luego revisó las mesitas de luz. Pasaba sus ojos a milímetros de la madera intentando apreciar los círculos concéntricos de alguna impresión digital cuando el sonido del teléfono estalló junto a su oído. Atendió de un manotazo. Se oyó un sonido de estática y una voz lejana.
—Best, Best, ¿me oyes?
—Muy poco… sí… ¿Quién habla?
—Antonio.
—¡Antonio! ¿Dónde estás?
—Alguien cortó la soga del paracaídas. Estoy en Puebla. Un condenado viento huracanado me lanzó hacia aquí. Fue una suerte que me enganchara en una antena de teléfonos, si seguía volando ya estaría en los Estados Unidos y bien sabes que no tengo visa para entrar allí. ¿Cómo fue todo?
—No muy bien. Es mejor que te quedes allí. Espera mis órdenes.
—Best, escucha —la voz del mexicano se perdía por momentos—. El hotel donde estás alojado es un «Malibú», ¿no es cierto?
—Sí.
—Bien. Pertenece a la cadena de hoteles «Malibú». Los puedes encontrar en México, Panamá, el sur de los Estados Unidos y Puerto Rico…
—Sí… ¿A qué viene todo esto? ¿Eres promotor turístico?
—No. Esta cadena pertenece a Shaft Williham, el industrial canadiense, uno de los principales accionistas de las fábricas de laminados plásticos «Dexsoon» y que también está en el directorio de las refinerías petrolíferas que se hallan en Mogadiscio, en Somalia. Son todas empresas del grupo «Perseo», que abarca productos sintéticos…
—Los conozco. Hice un trabajo para ellos hace unos años, en Salisbury.
—Bien, este grupo integra el «cartel» de la Anglo con central en las Bahamas y la cabeza del grupo es la Essen Incorporated…
—¿Adónde quieres llegar con todo esto? Pareces un panfleto anticapitalista. No tengo mucho tiempo… —se impacientó Seller.
—La Essen ha sido absorbida por la «Maracaibo Gulf», la empresa de don Victorio Álvarez…
Se hizo un silencio en la línea.
—El hotel donde estás parando pertenece a don Victorio Álvarez. Eso es lo que quiero decirte —se apresuró Antonio a terminar. Seller también quedó un momento en silencio.
—Está bien… está bien… No te inquietes. Te hablaré desde Estambul. —Cortó.
Ni por asomo pensaba ir hacia Estambul si salía vivo de Acapulco. El clima de aquella ciudad le daba alergia. Lo cierto es que se hallaba encerrado en un hotel donde todos los que lo atendían y servían podían ser sus potenciales asesinos. Algunos de sus asesinos, incluso, tenían el duplicado de las llaves de su habitación. Continuó inspeccionando la pieza y algo lo detuvo frente a la repuesta puerta que daba al guardarropas. Observó desde muy cerca y con particular cuidado la superficie de la madera, corrió al baño y trajo la talquera. Espolvoreó con minuciosidad en derredor del picaporte de la puerta. Luego volvió a mirar aprovechando el sesgado reflejo que la luz de la lámpara direccional adosada sobre el respaldo de la cama depositaba sobre ese sector. No había ni la más mínima impresión digital. Aquello era lo extraño. Antes de marcharse, Seller había abierto y cerrado esa puerta una decena de veces, las suficientes como para dejar cubierta de impresiones digitales la madera. Ahora no había ninguna. Alguien había estado manipulando aquel picaporte, tocando esas molduras, y luego se había tomado el trabajo de eliminar con un trapo todo vestigio de huellas dactilares.
Seller se oprimió un par de veces la punta de su nariz de caprichosa curva. Lo hacía siempre cuando se abismaba en sus pensamientos. Fue hasta el bolsón de mano que descansaba sobre un sillón y rebuscó en él hasta encontrar su lapicera, que oficiaba también de pequeña linterna, ideal para ser empleada en cinematógrafos, cámaras subterráneas, lucha nocturna y minas de estaño. Lo había sacado de una difícil situación una vez, en el Tren Fantasma del Tívoli, en Copenhague. Hizo recorrer el finísimo haz de luz por la ranura de la puerta, por todo el marco. No se veía nada raro sobre la agarradera, ni junto al pestillo. Lo encontró entre las bisagras. Un brillo delgadísimo, un relumbrón milímetro ante el estilete de luz, denunció la presencia de un alambre de cobre enrollado a la bisagra, que se perdía hacia atrás, hacia el interior del guardarropas.
—Alambre de cobre de medio milímetro… —murmuró el sirio—… torsión simple. Baja capacidad conductiva…
Volvió hasta su bolsón y sacó un pesado manual. Sus tapas eran las de un cuadernillo con los horarios de vuelo de la El Al, pero sus hojas interiores no tenían nada que ver con ello. Recorrió las páginas hasta que halló lo que buscaba.
—Puede ser esta… —dijo— …una carga de gelinita y gelamón adosada a una ventosa de goma adherida por el lado opuesto de la puerta. El fusible percute contra un detonante mecánico insertado en la bisagra… ahá.
Volvió a guardar el manual. La «Dama de Ulster», tal era el nombre popular de la bomba instalada. Era endemoniadamente peligrosa de desarmar. Llegar tan sólo a localizar su fulminante podía llevarle a Seller de dos a cuatro horas, y no disponía de aquel tiempo. Debería resignar todo su vestuario si quería seguir con vida. En el bolso de mano tenía un par de pantalones, la Uzi y una M-52. Lo primero, lo esencial era abandonar aquel hotel totalmente poblado de personal enemigo.
Corrió al baño y abrió la ducha. El agua lo despejaría. Antes de entrar a la bañera tomó el pesado toallón y lo desplegó, serviría para sus fines de escape. Fue luego hasta la puerta de la habitación y corrió el pasador. Sacó de la heladera una lata de cerveza y doblando la anilla de metal que facilitaba su apertura la dejó perpendicular al cabezal de la lata. Enganchó entonces la anilla al postulo de la traba de la puerta. Cualquiera que intentase entrar por allí, si es que lograba vulnerar con una ganzúa la barrita de acero interna, lo primero que vería por la ranura del cerrojo sería aquella anilla tomada del pestillo. Hasta el cerebro más pacifista pensaría sin duda en una granada M-26 norteamericana allí adosada esperando el más leve tirón para estallar sobre quien entrase.
Volvió al baño y se vio envuelto en una nube de vapor. Los amplios espejos estaban totalmente empañados. Descorrió a tientas la cortina de nylon y constató si podía divisar entre su bruma su pistola checa M-52, prudentemente colocada sobre la jabonera. No podía alejarse mucho de ella. La vio, sorpresivamente distorsionada. Pensó primero en que aquel vaho neblinoso del agua hirviente ablandaba las figuras. Luego comprendió que no era así. La fiel M-52, su compañera de Laos, se retorcía como una barra de chocolate frente al fuego. Parecía un arma diseñada por Gaudí. Sobre el costado opuesto de la bañera, dos o tres gotas de acero disuelto resbalaban lentas.
—Ácido… —se horrorizó Seller retrocediendo unos pasos—. Ácido.
Un par de segundos debajo de esa lluvia mortal y la bañera se hubiese convertido en un osario. Arriba, la flor de la ducha comenzaba a derretirse también, lentamente. Seller saltó fuera del baño con el toallón en la mano. Frente al espejo se envolvió el torso con él ciñéndolo con un cordel a la cintura de forma que pareciese una túnica. Abajo llevaba los pantalones. Podría haber salido tan sólo en shorts de baño, pero en algún lugar debía ocultar la Uzi. Metió el resto de sus cosas en el bolso de viaje y dejó la habitación con infinito cuidado.
El pasillo estaba despejado. Fue bajando lentamente las escaleras procurando disimular el bulto rígido de la metralleta bajo su improvisada túnica cada vez que se cruzaba con otros habitantes del hotel. Llegó a planta baja y continuó descendiendo hasta la cochera. Atisbó hacia el lugar del aparcamiento y vio, apoyados sobre el guardabarros lustroso de un Jaguar, a dos hombres en actitud de espera. Las guardias ya estaban montadas. Volvió a subir hasta el salón de té. No debía abandonar los lugares más concurridos. Si debían matarlo evitarían hacerlo ante tanto público. Se sentó a una de las mesas, la única que quedaba libre ante la invasión de turistas que tomaban su cena. Esperó hasta divisar su mozo, el endeble nativo que «había olvidado» traerle el yogurt la vez aquella en que estaba esperando a Irene. Lo llamó con un imperceptible arquearse de sus cejas pobladas. El muchacho pronto estuvo junto a él.
—Mande.
—¿Has conducido alguna vez un Jaguar?
El rostro del muchacho fue una mezcla de incredulidad y duda.
—No, nunca.
—¿Te gustaría hacerlo?
—¡Claro que sí! Toda mi vida he soñado con hacerlo…
—Bien, te daré una oportunidad —sonrió Seller—, ve a la cochera y sácalo. Es un verde oscuro, descubierto. Tráemelo y aparca frente a la salida de los carros de golf.
El mexicano lo miró interrogativamente.
—No quisiera que me vieran. No saldré solo. ¿Me entiendes? —le aclaró Seller, cómplice.
—Ocurre que hay botones que se ocupan de entrar y sacar los coches… no sé si me dejarán hacerlo.
—No permitiré que nadie que no goce de mi confianza toque esa máquina. Es el único de mis coches por el que siento particular cariño. Será que lo veo tan endeble, tan frágil. Por otra parte… —el sirio midió al mozo con ojos sabios—… te veo pasta de bueno. Te he estudiado cuando sirves el desayuno. He visto en ti el pulso y la fibra que supe ver una vez en Bruce McLaren.
—Le agradezco… —se ensanchó el muchacho— pero es que no sé si me permitirán…
—Llama al maître.
—Oh no, no, déjelo por mi cuenta, señor. Enseguida se lo traigo.
El joven casi corrió hacia las cocheras en tanto Seller escudriñaba con su mirada el enorme recinto poblado de bulliciosa gente. Sin duda alguna lo estaban vigilando. Alguien, en alguna parte. Cortó una feta delgada de mantequilla y la dejó sobre el plato. La tomó luego entre sus dedos, y bajo la mesa lubricó prolijamente el mecanismo retráctil de la Uzi. De su bolso sacó una granada y la colocó parada junto al vaso con jugo de naranja. Si era que lo estaban controlando, que se fueran dando cuenta de que no sería fácil de roer. Se escuchó, entonces, una explosión ensordecedora. Todo el ambiente tembló y muchos vidrios de los ventanales se hicieron añicos. Rodaron copas y botellas por el suelo y tras unos instantes de silencioso estupor las mujeres comenzaron a chillar como marranos. Los mozos procuraban restablecer la calma empujando a sus asientos a los más poseídos por el pánico y el maître llegó a golpear a un turista japonés con su bandeja.
—Ha sido un escape de gas, un escape de gas —tranquilizó el jefe de cocina a los más cercanos.
—Pareció venir de las cocheras —aventuró un sonrosado mastodonte alemán.
—Tal vez el reventón de un neumático —dijo una señora mientras sacaba con exquisito cuidado los trozos de vidrio que al desprenderse de sus anteojos habían caído en la compota de ciruelas.
Seller permaneció sentado, con el rostro ensombrecido.
—Una mina magnética —dedujo— conectada al arranque del coche. Pudo ser un juego de cabezales simples, con un trifásico invertido y unido al magneto. Habrá que buscar otra salida.
La gente volvía poco a poco a sus asientos comentando con animación. Controlado ya el temor retornaron a sus suculentas cenas. Algunos, más alocados, aplaudían. Dos hombres con mamelucos color naranja atravesaron discretamente el salón en dirección a la cocina. Llevaban sendas cajas de madera de donde sobresalían cables y herramientas. Uno de ellos, el más alto, portaba asimismo en bandolera un estuche blanco, de loneta, cilíndrico. Seller descorrió lentamente bajo la mesa el cerrojo de la Uzi.
Un estuche de esos sólo podía contener un rifle Weatherby 460 Magnum, desmontable con mira telescópica. Desde 2000 metros podían acertarle en el lagrimal de su ojo derecho. Y desde la pequeña tronera comunicante por la cual los cocineros alcanzaban los platos a los meseros podrían trazarle la raya del cabello sin siquiera chamuscarle la tapa de los sesos. La mira sería de rayos ultravioletas, seguramente, lo que les permitiría dispararle en la oscuridad, cuando apagaran todas las luces del salón para hacer más magnificente la entrada de los postres helados adornados con velas.
Un contingente de turistas japoneses pasó entonces frente a la mesa de Seller. Eran unos cuarenta, alarmantemente parecidos, con los pantalones ajustados sobre el esternón y todos rigurosamente munidos de sus cámaras fotográficas. Habían finalizado de cenar y abordarían un ómnibus que los llevaría a estremecerse ante la zambullida de los clavadistas nocturnos mexicanos. Seller no dudó. Venciendo la natural repulsión que sentía por los amarillos se entremezcló con ellos. Caminando entre los nipones que parloteaban con una serie ininterrumpida de ruiditos salió del salón. Había varias mujeres en el grupo y eran fácilmente identificables porque usaban faldas. Se encaminaron hacia el hall de salida. Seller no podía entender como no se le había ocurrido antes aquella idea. Treparía al ómnibus de excursión con los japoneses y ya encontraría luego la forma de largarse. Algo duro, frío y contundente se le depositó sobre la columna vertebral, poco más arriba de la cintura. No podía ser menos que un calibre 44. Un disparo de ese tenor, a quemarropa, podía producirle un orificio de salida del tamaño de un long-play.
—Apártese del grupo y camine hacia su derecha, hacia conserjería —escuchó murmurar muy cerca de su oído Seller.
Vaciló un momento, mientras mecánicamente apartaba su mano del gatillo de la Uzi.
—Remember Pearl Harbour —escuchó agregar. Pidió cortésmente permiso a quienes lo rodeaban y comenzó a deslizarse hacia la derecha sintiendo siempre la opresión metálica en su cintura. El japonés más adelantado del grupo, un hombre que podía tener entre 24 y 73 años, se detuvo de pronto en la puerta del hotel y volviéndose, habló en voz alta a quienes lo seguían. Era el guía o el chofer, sin duda. Todos se detuvieron de pronto y Seller sintió como su custodio chocaba contra su propia espalda. Apreció por un instante cómo se torcía la pistola contra sus riñones quedando de costado. El codo del sirio partió hacia atrás como un elástico que se libera y dio en algo carnoso. Hubo un crujido. Con el mismo impulso, Seller arrolló a cuatro japonesitos que parecían kokeshis y se lanzó adentro de uno de los ascensores que se hallaba abierto. Golpeó de un puñetazo todos los botones mientras aparecía como por arte de magia en su mano izquierda la metralleta. Vio a través de las puertas automáticas que se cerraban, un revuelo de japoneses en el suelo, entreverados.
Una mano se coló entre las puertas del ascensor procurando aferrarlo de la túnica con un manotón furioso. Las puertas se cerraron totalmente atrapando el brazo incursor. Se escuchó un grito sofocado del otro lado cuando el ascensor comenzó a elevarse. El brazo apresado intentó escurrirse por ente la apretada juntura de las hojas metálicas, antes de que el ascensor lo descalabrara. Sin dudar, Seller aplicó sobre la mano prisionera un tremendo culatazo con su metralleta. La mano triturada desapareció en la juntura como un mimo haciendo mutis entre los pliegues de un telón de fondo y quedó un manchón rojo sobre el metal aluminizado de las puertas. Seller debía planificar algo pronto. Viajaba encerrado en una caja metálica, no sabía aún en qué piso se detendría, ni quién lo esperaría cuando se abriesen las puertas nuevamente. Urdió un plan de emergencia. Abroquelarse en la terraza, había un solo acceso lo que lo hacía más fácil, comunicarse de alguna manera con Antonio, ordenarle que consiguiera un helicóptero y que lo recogiera sobrevolando el hotel. No era sencillo pero había salido de peores.
Sintió súbitamente como si alguien le hubiese golpeado el brazo izquierdo con un hierro candente. Un dolor lacerante y un empujón lo lanzó primero contra una de las paredes del elevador y luego al piso. En la pared lateral del ascensor se recortaban nítidos seis orificios oscuros. Escuchó entonces los disparos. Secos y apagados, como si tiraran desde adentro de un tarro. El brazo le colgaba inerte junto al cuerpo y el hueso le dolía como si lo estuviesen perforando con un tornillo al rojo. Seller se mordió los labios, y siempre en el piso, palpó la herida. Salía sangre como para anegar el ascensor en pocos minutos. Otra descarga perforó las chapas del elevador destrozando con tremendo estrépito el espejo.
—¿Desde dónde tiran los bastardos? Esto se sigue moviendo —masculló el sirio acurrucado en el suelo. Escuchó órdenes a su derecha. Sin duda alguna, le estaban disparando desde el otro ascensor, subiendo también paralelo al suyo. Seller tenía un par de pisos de ventaja al comienzo, con seguridad, pero el otro elevador debía estar preparado para este tipo de persecuciones y en manos de cualquier eficiente ascensorista podía descontar esa ventaja y darle alcance. Los numeritos luminosos que se encendían alternativamente sobre la puerta indicaron a Seller que superaban ya el piso 14, antes de estallar en mil pedazos y quedar los cables chisporroteando en el aire, al ser alcanzados por otra tremenda descarga.
En ese instante el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Sin esperar Seller saltó afuera de aquel catafalco metálico ya maltrecho y humeante. No había nadie al parecer en aquel piso y corrió por el pasillo desierto. Se encontró frente a una puerta de batientes y se lanzó a través de ella. Se apoyó contra la pared, junto a la puerta y retomó aire, aspirando profundamente, reteniendo la respiración durante siete segundos y luego expirando con fuerza por la boca. La dificultad era que no podía contar hasta siete. Comprendió que su cerebro se le nublaba al llegar a cinco y le costaba mucho recordar los números subsiguientes.
Abrió los ojos y recorrió con su vista el recinto. Estaba en un acuario y él se desangraba. A lo largo de las paredes del enorme salón se hallaban empotradas vastas peceras conteniendo todo tipo de habitantes marinos. Varias mesas, dispuestas cada dos metros y paralelas en la franja central del acuario, también sostenían grandes cubos vidriados llenos de agua y peces. Las mesas finales mostraban una alucinante variedad de caracolas, valvas, conchas, caparazones de tortugas y estrellas de mar dispuestas sobre un fieltro azul oscuro. No había nadie en el acuario, pero Seller sentía cómo a través de los gruesos cristales, cientos de ojos curiosos, lo miraban con atención. Ojos miopes de axolotes milenarios, ojos saltones y fijos de inflados peces erizos, ojos duros y censores de peces cofre u ostración quadricornis. Desde el fondo le llegó la mirada oscura de una manta raya que ondulaba, alucinante, en su pecera. Recepcionó la mirada múltiple y tenaz de unos quinientos diminutos «Luchadores de Siam» rojos como demonios. Sintió clavarse en él la visión estrábica de un Amphiprion Percula de ojos con movilidad independiente y recordó a Álvarez. Volvió a mirar la manta raya que se agitaba morosamente como queriendo abrigarlo y pensó en su anciana madre, allá, en los Montes Marayani. Sintió frío. Se tocó la herida. Había dejado seguramente un reguero de sangre. La idea lo sobresaltó y recorrió con su vista el acuario tratando de constatar si había algún tiburón. No lo había. Miró por el ojo de buey que hacía las veces de ventana en la puerta que daba al corredor. No venía nadie aún. Una puntada electrizante lo paralizó sacudiéndole el cuerpo desde la herida hasta las inmediaciones de las rodillas. Debía hacer algo, y pronto, para contener la hemorragia. Sentía que la cabeza se le volatilizaba y por momentos todo se nublaba a su alrededor. Caminó hasta una de las mesas y tomó con esfuerzo en su mano derecha la pesada caparazón de una tortuga. Se paró frente a la pecera de las anguilas y arrojando con violencia la caparazón contra el vidrio, lo pulverizó. Una catarata de agua le mojó las piernas y tres repulsivas anguilas de unos dos metros de largo y cuatro centímetros de diámetro cayeron a sus pies, resbalando y retorciéndose sobre el mojado piso de mosaicos. Seller se arrodilló y con un pavoroso golpe karateca aplicado con el filo de su mano derecha, desnucó a la más nerviosa. La sangre le resbalaba por el otro brazo y se diluía en el charco de agua caída desde la pecera rota. Escuchó un chapoteo y vio en una de las peceras vecinas, una docena de voraces pirañas golpeando furiosas contra los cristales, totalmente alteradas ante el espectáculo de la sangre. Seller tomó las otras dos anguilas dispuesto a no dejarlas morir inútilmente. Tenía un secular respeto por la vida en cualquiera de sus manifestaciones, que le venía desde su más tierna infancia. Las arrojó en la pecera de las pirañas. Luego apresó por la cola el cuerpo agonizante de la anguila desnucada. Una descarga eléctrica por poco lo desvanece. Sintió como si le estallara un relámpago en la base de la nariz y recorrió su cuerpo un estremecimiento funesto. Había elegido involuntariamente una anguila eléctrica y para colmo estaba parado sobre piso mojado. Pero no podía esperar. Tomó de su bolso la radio portátil y le quitó la tapa posterior, arrancó la bobina y desenroscó el alambre. Anudó un extremo del mismo en su dedo meñique y el otro extremo lo enroscó en la base de un grifo pequeño que sobresalía bajo una de las peceras, en la pared. Ese sencillo sistema haría las veces de descarga a tierra controlando las emanaciones energéticas de la anguila. Luego tomó al pez moribundo, lo pasó bajo su brazo herido, casi junto a la axila y sosteniendo la cola con sus dientes lo anudó fuertemente sobre el orifico del balazo consiguiendo un ajustado torniquete. La hemorragia cesó. Seller desprendió entonces el alambre que le servía de descarga a tierra. En uno de los últimos estertores la anguila descargó de nuevo su fluido, lo que colaboró, en buena dosis, a cauterizar la herida. Cuando la pobre bestia murió, el brazo de Seller ya no sangraba.
—¿Estás mejor? —escuchó el sirio a sus espaldas.
Se volvió girando en el aire como un gato. Frente a él, relajado, apoyado contra la pecera de las rémoras tropicales se hallaba cruzado de brazos un hombre alto, moreno marcadamente narigón. Tenía unos 40 años y bajo la tela liviana de su camiseta se adivinaban las protuberancias inquietas de los músculos. Estaba quieto, laxo, pero irradiaba una sensación de potencia física como puede irradiarla un leopardo dormido.
—¿Cómo estás, Valois? —dijo Seller con una sonrisa sorprendida. Estiró la mano pero de inmediato la retrajo al ver la mano derecha del otro envuelta en una toalla manchada de sangre. Los dos hombres se miraron por unos instantes, divertidos, parados uno frente al otro.
—¿Cuánto hace que no nos veíamos, Best? ¿Fue en Phnom Penh?
—No… no… no estuve en Phnom Penh, o estuve de paso. Fue en Rangoon, tú estabas con un italiano, creo.
—¡Eso! Fue en Rangoon, claro, ahora me acuerdo…
—¿Te acuerdas? Estabas con un italiano.
—Sí, con Renzo, hará siete años.
—Renzo, sí, Renzo, hará siete años.
—Renzo, sí, Renzo. ¿Cómo era que le decías?
—«Il Testone».
Los dos rieron.
—Claro, «Il Testone», «Il Testone». Es cierto. Es raro, pero no me acordaba de él. ¿Siete años decías? —dudó Seller.
—Más o menos, yo llegaba de Sidi Bel Abbas. Seis, siete años.
—Más.
—¿Más?
—Más.
—Puede ser. Pero no pueden ser más de ocho años, Best. Tú trabajabas para los Khmer Rojos.
—¿Para los Khmer o para los Meos?
—Para los Khmer, estaba también aquel negro norteamericano, grandote…
—¿Negro norteamericano, grandote?
—Aquél, ese que era experto en explosivos. Ah —insistió Valois—. ¡Diablos! Nunca vi nada igual…
—Negro, norteamericano… grandote —Seller se oprimió la punta de la nariz.
—Claro, hombre, recuerdo que lo vi reconstruir una granada luego de haber estallado y dejarla prácticamente nueva. Recuperó las esquirlas y las unió con pegamento de aeromodelismo.
—¡Ah, claro! ¡Sí! Ahora sí, Barry tú dices, Barry.
—Ése —se alegró Valois—, ése mismo. Barry. Una maravilla de tipo. Nunca vi nada igual. ¿Qué fue de la vida de Barry?
—Lo mataron los guerrilleros Hos en Luang Prabang. Una emboscada.
—Una pena.
—Sí, una pena. Y Renzo, ¿qué fue de él?
—Mira, no puedo darte datos concretos. Luego de Rangoon fuimos a Zambia, allí nos separamos. No lo volví a ver, pero hace unos meses leí la noticia del golpe del Baader-Meinhof en el avión de la TAP, ¿te enteraste? Bien, y entre la lista de muertos figuraba un Alain Capellari. Es muy probable que sea Renzo. Capellari era el apellido de su madre y Alain siempre fue un nombre que le gustó. Lo usó cuando dimos el golpe aquel en el oleoducto de El Obeid. Siempre decía que era francés. Negaba ser italiano.
—Y tú, ¿cómo llegaste acá? —Seller se apoyó contra una de las mesas donde se desplegaban las especies más extrañas de caracolas.
—Estuve primero en Brasil, donde llevé a uno de los muchachos que tienen problemas con «Odesa». Y allí me contactó don Antonio Álvarez para este trabajo. Yo no tenía intención de tomarlo. Conocí una negra en Bahía que tú deberías verla, Best, es tu tipo.
—¿Y por qué viniste?
—Quería verte. Cuando me dijeron que debía eliminarte, no lo pensé dos veces.
—Es cierto. Yo también me alegro mucho de verte. No he hecho muchos amigos en esta profesión.
—Tú sabes que no soy muy proclive a ensalzar a nadie, Best…
—Lo sé, por supuesto.
—… pero por ti siempre sentí un muy particular respeto. En serio.
—Es que creo que siempre trabajamos muy bien juntos…
—No. No es sólo eso, Best. Yo he trabajado con muy buenos profesionales. He trabajado con Pallocka, el húngaro. Con Hans Mayer…
—¡Hans Mayer!
—Sí, Hans Mayer. Con McGregor, el irlandés, pobrecito, que lo mataron en Belfast. He trabajado con gente muy seria. Pero con ninguna me sentí más seguro y respaldado como contigo, te lo aseguro.
Seller bajó un momento la cabeza, confuso. No estaba acostumbrado a los elogios. De paso observó disimuladamente a su alrededor. La Uzi brillaba por su ausencia.
—Por eso no podía rechazar este trabajo, Best. Es una especie de honor para mí.
—Gracias, Valois —Seller recorrió con sus ojos el cuerpo del francés.
Pretender destruirlo a mano limpia equivalía a intentar detener un tanque «Tiger» arrojándole una naranja podrida. Había visto a Valois derribar un álamo joven de un puntapié, le había visto doblar el cargador de un Kalashnikov con los dientes y arrancar dos dedos de la mano de un vasco separatista en una pulseada.
—¿Por qué no me disparaste cuando salté dentro del ascensor? —preguntó Seller señalando con su mentón el ensangrentado bollo que envolvía la mano derecha de Valois.
—No podía hacerlo por la espalda, Best. Además, no habíamos prácticamente tenido tiempo de charlar nada.
—Es cierto. Pero casi te cuesta una mano.
—Una pavada —rió Valois.
—Te confieso… —Seller hizo un gesto de pasajero dolor cuando se reacomodó contra la mesa donde estaba semisentado. Le dolía aún la herida—… que es preferible terminar así. A manos de un amigo. Y de alguien que uno sabe que hará las cosas bien.
—Mira, eso es cierto —asintió Valois—… a Cono Capurro, ¿lo recuerdas?…
—Sí, lo recuerdo…
—A Cono lo hirieron en el vientre cuando huíamos luego de destrozar una aldea de guerrilleros en Angola. No podíamos dejar heridos. Yo estaba por terminarlo cuando Mobanzo, un rodhesiano, me pidió hacerlo. Era inexperto y necesitaba práctica. Le puso una granada en la boca a «Cono» y tiró de la anilla. «Cono» tenía dentadura postiza, el tirón se la arrancó y Mobanzo se quedó con la granada y la dentadura en la mano. Le voló la mano. Una muela de «Cono» además, le sacó un ojo. Por otra parte «Cono» quedó vivo y los guerrilleros lo despellejaron…
—Por falta de capacidad.
—Por falta de capacidad, tú lo has dicho. Si lo hubiese hecho yo… yo sabía que «Cono» tenía dentadura postiza, pues lo veía comer sólo crema de espárragos o mandioca pisada. Antes de entrar en combate, además, se sacaba la dentadura y la guardaba en un escapulario que llevaba colgado al cuello y que le había regalado su novia de Extremadura.
—La Nati.
—La Nati, eso. ¡Cómo te acuerdas! —se emocionó Valois. La mano derecha de Seller, en tanto hablaban había tanteado hacia atrás sobre la mesa hasta dar con lo buscado. Un caparazón de caracol cornudo de las Aleutas, una hermosa y enorme concha brillante y dura como el granito erizada con fuertes puntas calcáreas. Sin mirar, dio vuelta la caracola que medía unos 25 centímetros en su base, e introdujo allí la mano por la pulida curva que se perdía en la oscuridad interior, la antigua guarida del gasterópodo. Su puño calzó perfectamente en la cavidad y quedó recubierto por aquella formidable manopla natural. Seller la ocultaba a Valois con su propio cuerpo.
—Todo esto que me has contado, Valois, es muy lindo. Para mí es muy lindo y tú sabes muy bien que no soy amigo de sensiblerías…
—Oh, Best, por favor. ¡Ni lo digas!
—Pero antes de que termines tu trabajo, quisiera darte un apretón de manos, simplemente.
Valois lo miró, por un instante sus ojos se tornaron suspicaces.
—No podrá ser la mano derecha, Best —dijo, levantando esa mano envuelta en el trapo ensangrentado.
—Que sea la izquierda entonces. No seamos tan estrictos.
—Ni formales —completó Valois, notoriamente conmovido adelantándose hacia Seller. Ambas manos izquierdas no llegaron a tocarse. El puño derecho del sirio, entonces, recubierto por su manopla de caracola estalló contra el rostro de Valois. Se escuchó un retumbo ominoso, un chasquido sordo como cuando se pisa un manojo de cañas de azúcar, en el momento en que el ariete cornudo de Seller reventó el maxilar superior, pulverizó el temporal y astilló hasta la minucia el parietal de Valois. La cara del francés se convirtió en una pulpa roja, retorcida, mientras el periestafilino interno y los músculos faríngeos saltaban a la superficie arrastrando una melaza espesa y delicuescente donde llegaban adheridos los restos triturados del hueso esfenoides. Valois estaba muerto antes de llegar al suelo.
Seller lo miró un segundo con atención mientras se sacaba la caracola de la mano y articulaba sus dedos algo contracturados por el impacto.
—No se puede ser un sentimental en esto, Valois —murmuró Seller—. Es un error.
Luego dejó con cuidado la caracola sobre la mesa y salió del acuario. Lo había invadido un pesado cansancio y una indiferencia total lo poseía. La muerte de Valois, quizás, el recuerdo de los bravos camaradas caídos en lugares tan distantes del globo, habían removido dentro del turbio caldero de sus pensamientos la duda sobre el real sentido de su vida y su trabajo. Llamó el ascensor sin siquiera fijarse si algún peligro lo acechaba. Después de todo, Acapulco entero estaba infestado de hombres de Victorio Álvarez dispuestos a matarlo. Seller no los conocía. No los odiaba ni los quería. Casi podía decirse que le daba igual matarlos o no antes de que lo eliminaran. Y tenía la certeza de que así lo harían tarde o temprano. Tal vez no valía prolongar la cosa. Desde muy joven, casi un niño, Seller se había jurado no morir en la silenciosa asepsia de un sanatorio, convicción acendrada en él desde aquella vez en que estuvo dos días internado atacado de rubeola. El ascensor se detuvo y se abrieron sus puertas. Adentro, un joven ascensorista cobrizo de rasgos delicados lo miró con atención, reparando especialmente en la grisácea anguila que colgaba exánime del brazo de Seller.
—La anudé allí —explicó someramente el sirio— porque no debo olvidarme de algo…
El gesto de desagrado y repulsión en la cara del muchacho indicaron que había estudiado también la herida de Seller. Tenía feo aspecto ahora, seca. Parecía una tortilleta de patatas y carne picada a tres días de estar dentro de una nevera.
—Abajo —indicó Seller apoyándose contra el espejo. Una gran paz interior lo empapó dulcemente. No sabía qué iba a hacer al llegar al piso inferior ni tampoco le importaba.
—Hay hombres armados allí abajo —dijo el ascensorista sin volverse—. Están frente a la puerta del ascensor. Son muchos. ¿Desea descender allí, o lo dejo en el salón de té?
Seller no contestó. Tenía los ojos entrecerrados. Al abrirse las puertas del ascensor todo sería rápido. Se detuvieron con un sonido muelle. Escuchó como las planchas de metal se desplazaban:
—Por acá —oyó decirle al muchacho mexicano. Abrió los ojos. Con un enérgico ademán de su cabeza tocada por el gorrito cilíndrico de su uniforme, el mexicano le indicó un enorme recinto oscuro y frío. Un subsuelo, sin duda. El tercero o el cuarto. El sirio pareció desentumecerse. La curiosidad le corrió por el cuerpo y volvió a sentir la necesidad de vivir. Siguió al muchacho por la estancia desierta. Junto a una pared había gran cantidad de tambores enormes y cajones sin abrir. Parecía el depósito del hotel. Junto al comienzo de una rampa ascendente se hallaba un Dutson Toyota negro. El muchacho subió al coche y Seller lo siguió, arrojando su bolso de viaje al asiento trasero.
Ahora lamentaba no haber recuperado su metralleta Uzi. Había sido un rasgo de debilidad impropio de un egresado de Damón Sagar.
El coche conducido por el muchacho mexicano ascendió por la rampa con un ronroneo, saltando al llegar a un pasillo ya horizontal y aún oscuro. Por allí corrieron un minuto hacia un rectángulo de luz en el final. Con un rugido salieron al aire libre y el rotundo sol de la mañana encegueció a Seller haciéndole apretar los párpados. Escuchó como el coche rechinaba sobre arena crujiente, viraba derrapando y trituraba las pequeñas piedritas de la playa con un ruido masticatorio. Cuando abrió los ojos corrían a velocidad intranquílizante por una carretera que bordeaba el mar. Seller sonrió. Miró hacia atrás y el hotel era apenas un promontorio tras las dunas.
—¿Adónde vamos? —preguntó al muchacho. Éste no contestó nada. Seller bajó el vidrio de su ventanilla. Anhelaba sentir el olor de la marisma en esa hora de la mañana. El viento, con un estimulante perfume a centolla pútrida, le hirió el olfato y asimismo voló el gorro del casi adolescente chofer. Seller lo miró, entonces, sorprendido. El muchacho en realidad era una muchacha, su largo pelo negro ondulaba ante el viento que penetraba por la ventanilla. No pareció la joven alterarse por lo ocurrido. Sólo aumentó a 197 kilómetros por hora la velocidad del coche. Aquello cada vez le gustaba más al sirio. Volvió a sonreír, práctica que no le era habitual y miró a sus espaldas para comprobar si el odiado hotel había desaparecido por completo. Los cabellos de la nuca se le erizaron entonces. Una luz intensa, una suerte de reflejo incandescente flotaba en el cielo, a lo lejos. Era sólo un punto oscuro orlado de un halo de fuego que modificaba levemente su altitud segundo a segundo.
—¡Un Sam 17! —alertó el sirio. La muchacha miró por el espejo retrovisor y apretó las mandíbulas.
—¡Es un proyectil aire-aire! ¡Lo venden a cualquiera en París! ¡Lo sirven con el ajenjo en las «caves» del Barrio Latino! —explicó atropelladamente Seller.
Un Ínfimo vistazo le había bastado para individualizar las características del proyectil balístico. Miles de veces lo había estudiado de frente y perfil en las cartillas de siluetas de misiles, incluso había llevado uno, disimulado en el estuche de una máquina manual de tejer, desde Brescia a Munich, en tren. Volvió a mirar hacia atrás. Generalmente aquellos proyectiles perseguían, como perros en celo, el calor despedido por la estela térmica de los aviones. En este caso estaría adaptado a rastrear hasta la aniquilación, el tufo calenturiento de un caño de escape.
—¡Dobla, dobla donde puedas! —ordenó Seller a la muchacha que de tanto en tanto miraba con ojos espantados por el espejo. Sobre su labio superior se acumulaban pequeñas gotas de transpiración. El coche giró bruscamente hacia la izquierda y lanzando un torrente de granza, tosca y turba tomó un estrecho sendero que se internaba en una zona chata, de vegetación achaparrada y espinosa. Seller miró hacia atrás. El punto de luz se hacía más grande. El Toyota trepó ávidamente una pequeña cuesta y se abalanzó luego en pendiente tras pegar un salto que pareció no terminar nunca.
—¡Apaga el motor ahora! —gritó Seller.
—¿Está loco? —se desesperó la muchacha en tanto procuraba no perder el dominio del volante cuando el coche tocó tierra rebotando como un saltamontes.
—¡Apágalo, sigue nuestro calor! —La mujer quitó el contacto y continuaron a gran velocidad cuesta abajo. Atrás, aún lejos el punto oscuro se convirtió por instantes en una rayita seguida por una estela de luz y de inmediato tornó a convertirse en un punto.
—Sigue con nosotros el bastardo, ¡no es el calor lo que lo guía! —maldijo absorto Seller.
Sin esperar órdenes, la mujer encendió nuevamente el motor del coche que saltó hacia adelante como un resorte. Dos cosas podían motivar entonces a ese letal cilindro con cabezal explosivo, dedujo Seller: el áspero olor de la gasolina o el color negro del automóvil.
—¡Ponle el cebador, ponle el cebador! —gritó el sirio de inmediato. Una mayor afluencia de gasolina en el motor del coche originaría un espacio aéreo saturado por las emanaciones del combustible. Aquello podría confundir la memoria olfativa del Sam 17 haciéndole creer que se hallaba más cerca de su blanco de lo que en realidad estaba. Bajaría su trompa entonces dispuesto a aplicar el cabezazo final y tal vez se hiciese polvo contra alguna duna, algún montículo o contra la desmañada copa de cualquier olivo de los que por allí proliferaban. El auto corcoveó, ahogado, y un sonido gutural le llegó al sirio desde bajo el capot. El olor a gasolina lo sofocó. Atrás, ya no tan lejos, el Sam 17 era un círculo perfecto y decidido en el cual se vislumbraban a pesar del resplandor, los remaches de las junturas y los dos timones direccionales, en la parte trasera.
—¡Mierda! —escupió Seller—. ¡No es eso tampoco!
Si la memoria automática del proyectil estaba fijada en el color negro del coche, aquello no tenía arreglo. Podían intentar reducir la velocidad y arrojarse del vehículo pero antes de que llegasen a disminuir lo suficiente la marcha como para poder lanzarse a la carretera sin el seguro riesgo de desnucarse, el Sam 17 estallaría sobre ellos convirtiéndolos en fragmentos no mayores que limaduras de acero. Los misiles programados para perseguir el color negro estaban siendo perfeccionados en Seattle en procura de proveer a la policía de New York de un elemento contundente con el cual adentrarse en las calles de Harlem. Ian Smith los había empleado con singular éxito en Rhodesia.
El cerebro de Seller parecía estar al rojo vivo buscando una solución salvadora. Sus ojos de cernícalo estaban fijos en el misil que se agrandaba a simple vista. De un manotazo tomó su bolso de viaje. Tras rebuscar frenéticamente en su interior sacó una pequeña máquina calculadora. Quizás con un elemental empleo de logaritmos y cifras binarios pudiese determinar hasta qué momento podían reducir la velocidad antes de que aquel azote alado, cual Némesis vengadora, los aniquilara. Seller se detuvo a observar, no obstante la premura del caso, unas pequeñas gotitas que perlaban el dorso de la mano en que sostenía la minicalculadora.
—¿Qué hace? ¿Qué hace? —urgió la muchacha, que en un último vistazo por el espejo retrovisor había casi sentido un fétido aliento cálido sobre la nuca. El sirio no contestó. Olfateó profundamente aquellas gotas atrapadas entre los viriles vellos de su mano.
—Desodorante —dictaminó extrañado. Casi con pánico comenzó a revolver dentro del bolso hasta que dio con el vaporizador que contenía su desodorante predilecto: «Sombra de Plancton». Estaba destapado.
—¡Esto es! —estalló Seller—. ¡Esto es! Con razón minaron la puerta de mi guardarropas pero dejaron afuera el bolso. Antes de lanzar el misil, le han rociado el cabezal y su memoria de computación con el aroma de este desodorante… —El sirio inclinó la cabeza hacia el hombro izquierdo y aspiró. Bajo el denso y asfixiante tufo pestilente que brotaba de su cicatrizada herida, más allá del hedor espantoso que despedía el bamboleante cadáver de la anguila anudada, flotaba dentro del coche el aroma del desodorante que él mismo albergaba en sus axilas—… el olor a la anguila ha encapsulado en parte la llamada del desodorante, eso ha hecho hasta ahora que el Sam 17 no nos haya alcanzado… —Seller quedó un momento pensativo, con el envase atomizador en alto, como divertido o asombrado por lo infernal del operativo.
—¿Qué hace ahora? ¿Qué hace?… —urgió la muchacha casi en sollozos. Con la mano derecha tapaba el espejo retrovisor para evitar el reflejo enceguecedor que allí mismo, a escasos 15 metros tras el paragolpes trasero del Toyota despedía el proyectil balístico como un dragón mitológico. El coche zigzagueó cuatro o cinco veces con la loca desesperación de un conejo perseguido por un cheeta. Seller sacó la mano derecha por la ventanilla y oprimiendo el botón superior del desodorante comenzó a dejar una aguachenta estela aromática. Atrás el Sam 17 pareció encabritarse y saltar hacia adelante. Fue entonces cuando Seller arrojó el envase con todas sus fuerzas hacia el costado del camino. Apenas tocó el piso, antes del primer rebote, un fantasma fulmíneo, un lanzazo blanco cayó como un rayo sobre él y hubo una explosión aterradora. El Toyota se balanceó como atrapado por un viento huracanado, todos los vidrios reventaron y esparcieron sobre Seller y la muchacha una garúa de cristales. Las cubiertas gimieron lúgubremente sobre la tierra levantada y por un instante pareció que el coche volcaría. Rebotaron seis o siete veces entre las zarzas y pencas destruyendo gran parte de la vegetación regional en tanto el cielo se tornaba un retorcijón enrojecido y humeante. Dos kilómetros más allá se detuvieron. Sin bajarse sabían que tres de las cuatro ruedas estaban destruidas. Miraron hacia atrás y pudieron divisar en el suelo, entre el humo y los fragmentos de cactáceas que continuaban cayendo como una lluvia alucinante, un hoyo de unos catorce metros de diámetro.
—Ahí podíamos estar nosotros —sentenció la muchacha.
—No se deben acercar los envases vaporizadores al fuego —recitó Seller.
—Sus amigos son gente de dinero —dijo ella.
—De dinero y talento. Por el talento han hecho el dinero —corrigió el sirio con cierto respeto.
La joven lo miraba sin soltar el volante mientras se depositaba sobre ellos una cerrada nube de polvo. Tenía unos hermosos ojos del color que toma el cobre al ser golpeado.
Seller la contempló con interés y cierta lascivia. La excitación del peligro siempre lo acercaba a las carnales urgencias del sexo. Se había hecho el silencio en torno al auto detenido en medio de una ríspida y semiárida planicie profusamente cubierta de matorrales despreciables. La joven no pareció reparar en el concupiscente brillo que bailoteaba en los ojos del sirio. Abrió la puerta de su lado tras un corto forcejeo. Toda la carrocería estaba muy golpeada.
—Veamos cómo podemos seguir andando. No conviene quedarnos acá. Estamos muy al descubierto —recomendó al sirio, que también ya abandonaba su asiento.
—Es cierto —admitió Seller echando una ojeada en derredor, sobre la desértica zona y la fina franja del camino que muy lejos relucía al sol.
—¿Cómo te llamas? —preguntó abruptamente Seller a la muchacha, que con cortos puntapiés golpeaba una de las gomas totalmente destrozada.
—María —dijo ella—. ¿Cómo podremos arreglar esto?
—Creo que es hora de que nos presentemos. Me intriga un poco todo este asunto —insistió el sirio—. ¿Sabes quién soy yo?
—No. No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No. Ni siquiera sé de qué se ocupa.
—Tranquilizo ninfómanas. Ese es mi trabajo habitual.
—Ah —se sonrió María. Se restregó las manos sacudiendo una nube de polvo.
—¿Quién te dijo, entonces, que me sacaras del hotel?
—Ahora le explico… ¿puede fijarse antes si no está roto el tanque de nafta?
Seller la contempló fijamente. Se inclinó luego observando bajo el coche.
—Está algo golpeado… —alcanzó a decir. El cachiporrazo le dio en la base de la nuca, no con mucha fuerza, pero sí la suficiente como para que cayera mordiendo el polvo, ya sin conciencia.