Capítulo 2

El hombre venía caminando por la playa, desde los arrecifes hacia el espigón. La arena era una especie de talco blanquecino y el mar ya no pegaba contra las rocas como si las odiase. Era el mediodía, y a simple vista podía adivinarse que el hombre traía algo en su mano derecha.

Llegó al espigón con paso rápido y tiró sobre el cemento un enorme cangrejo y una inmensa langosta que pegaron contra el granito con el ruido de dos juguetes de plástico. El hombre estaba aún mojado. Era obvio que llegaba de hacer caza submarina. Sólo lucía una pequeña y antigua malla negra. Se alejó hacia el buffet del hotel con paso decidido. Era bajo, de abdomen saliente, pero muy macizo y fuerte. Tenía rostro moreno, de mestizo, con ojos ligeramente achinados y bigotes. Volvió al poco tiempo hacia el espigón, ahora con un inmenso cuchillo de caza centelleando en su mano derecha.

Se escuchaba sólo el oleaje del Caribe y el graznido irritado de las gaviotas. Algunas urracas delgadas y negras correteaban por la playa. El hombre tomó primero el inmenso cangrejo y sumió el cuchillo por la ranura donde se insertan las patas. Hizo girar la hoja del cuchillo en torno al engarce de las patas y las fue desprendiendo del cuerpo como quien desarma un mecano. Tomó luego el mutilado cuerpo del crustáceo y con ademán enérgico lo arrojó al mar. Se ocupó entonces de la langosta.

La sombra de una persona a sus espaldas pareció distraerlo un momento, pero no le dio importancia. Algún turista norteamericano, sin duda, ocioso y con curiosidad por asistir al sacrificio de aquellos bichos. El cuchillo cortó esta vez, de un golpe seco y justo, una de las antenas de la langosta por la mitad de su longitud. El hombre tomó entonces el fragmento desprendido por su extremo, donde ya finaliza la antena, su punta más fina. Tocó con el índice de su mano izquierda una de las pequeñas púas que se encuentran en la superficie de las antenas apuntando hacia arriba. Hizo girar el cuerpo de la langosta e introdujo el pedazo de antena por el ano del animal. Le imprimió a la antena un movimiento de torsión con los dedos de su mano derecha y tiró. La tripa de la langosta salió limpiamente enganchada en una de las púas de la antena. Luego el hombre metió el cuchillo por debajo del caparazón y volvió a cortar en derredor del cuerpo carnoso y rosado, como antes lo había hecho con las patas del cangrejo. Dejó el cuchillo en el suelo y con un tirón arrancó el cilindro de carne como quien desmonta una escopeta. Tomó el caparazón desalojado y lo arrojó al agua.

—Antonio —escuchó a sus espaldas en un acento que no era yanqui—. ¿La prepararás para esta noche?

—¡Best, hermano! ¿Qué te trae por acá? —La redonda cara del mejicano, al sonreír, se achataba como una pelota pisada por un paquidermo.

—Tenía ganas de verte. ¿Cómo andas de trabajo?

—No mucho, no mucho, ya ves, pesca y esas cosas. Vamos a charlar al bar. ¿Cuándo llegaste?

Los dos hombres eligieron una mesa apartada, sobre la terraza, bajo las palmeras. El mozo les trajo granadina helada con ajenjo y una infinidad de platitos con enorme variedad de centollas y celenterados.

—Estoy en un problema —dijo Seller.

—Lo sabía.

—¿Quién te lo dijo?

—Nadie me lo dijo. Pero tú no vienes a verme si no tienes un problema.

—No mientas.

—No miento.

El sirio dejó de masticar el puñado de percebes que se había echado a la boca.

—Necesito dinero.

Antonio se rió, con toda la boca abierta. Tenía dientes envidiablemente blancos y restos de almejas sobre la lengua.

—¿No pensarás pedírmelo a mí?

—No, cochino, a ti no. Ni a ti ni a nadie. Pienso ganarlo. Vengo por una partida de ballotagge.

—Ahá, ahá —asintió Antonio. Se introducía pequeños puñados de caracolas grises en la boca, incluyendo las crocantes caparazones.

—¿Qué comes, animal?

A pesar de su estómago habituado a los más audaces bocados, Seller no pudo evitar un gesto de desagrado, como cuando viera mascar su copa tras el brindis a Chandú el fakir, en la entrega de premios del festival de cine de Teherán.

—Tresejos. Son caracolitos, ¿ves? —Antonio rescató a uno de los infortunados moluscos de entre sus dientes aumentando el fastidio de Seller—. Los sacas de a puñados de entre las rocas de Punta Cortijos. Les dicen tresejos los de acá. No son muy ricos, pero fortalecen la dentadura.

Volvió a introducir el caracol en su boca y lo hizo estallar entre los molares.

—¿Una partida de ballotagge, eh? —repitió como pensativo Antonio mirando el mar que parecía indeciso entre acercarse a la escollera o retirarse a una distancia prudencial.

—Con don Victorio Álvarez.

—¡Victorio Álvarez! —Silbó el mexicano—. Plata grande, hermano. Es peligroso eso.

—Es peligroso. Pero en una semana debo recibir en Marsella un cargamento de Kalashnikov y no tengo plata para la entrega.

—¿Por qué tienes que pagarlo tú?

—Otra estupidez del imbécil de Bourges. Y también mía. Yo confié en él.

—Te lo tienes merecido. Por confiar en ese idiota. Nunca me gustó ese tipo. Te lo dije cuando lo echaron del Mediterraneans Club por robarse una toalla. Le falta altura. Te lo dije.

—Bien, no vine para que me retes. Bastante tengo ya con mi madre —dijo el sirio—. Lo concreto es que necesito el dinero. Tenía pendiente esta partida de ballotagge con Álvarez. Es una buena oportunidad de conseguir esa plata.

—¿Tienes con qué responder si pierdes?

—No.

Antonio se quedó serio y luego volvió a reírse espantando las urracas que hurgaban restos de comida entre las mesas.

—¿Te crees que Victorio Álvarez es dueño de media Venezuela por perdonar deudas? Durarás menos que lo que un gramo de mantequilla en el hocico de un perro. Ya sabes cómo las gasta.

—Tendré un día para esconderme. Es lo que tardará en comprobar que Najdt no me respalda esta vez.

—Te escondas donde te escondas, Best. ¿No te acuerdas de Schapire? Se hizo la cirugía tres veces. Llegó a tener dos narices. Se tiñó el pelo. ¿Y? Ahora tiene el orgullo de ser parte de uno de los edificios más altos de Bogotá. Está en el encofrado de una de las columnas. Creo que en el piso treinta y ocho.

—Tendrá buena vista, al menos. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo uno de los arquitectos que tuvo que incluirlo en el cálculo de resistencia. Y del caso Banchero, ¿no te acuerdas? ¿Piensas que don Victorio no tenía nada que ver con la harina de pescado, que sólo era humilde consumidor? No hermano, estás en un aprieto…

—Fue como comencé la conversación.

—Es cierto.

—Simplemente necesito saber si puedes ayudarme —insistió el sirio.

—¿Quieres que te oculte si pierdes? Jacques descubrió algo interesante.

—¿Qué Jacques?

—Jacques Cousteau. Descubrió una cueva submarina en la hoya menor de las Aleutianas. Muy cómoda. Tendrás que compartirla con una orca. Dicen que es una orca asesina, pero ella aduce que solo mató en defensa propia.

—Escucha, imbécil —se incomodó Seller—. No necesito ningún refugio por la sencilla razón que ganaré esa partida de ballotagge. Quería saber si estabas dispuesto a ayudarme para lograrlo.

El mexicano sonrió y sus ojos se hicieron dos rayitas de sistema Morse.

—¿Qué debo hacer, Best?

—Aún no lo sé, debo averiguar algunas cosas todavía. ¿Dónde para habitualmente Álvarez?

—En el Prince Malibú. Tiene un departamento permanente allí para cuando viene con algunas de sus zorritas. Esta vez parece que se trajo una rubia sensacional… aunque a sus años debe hacerlo solamente por cábala.

—¿Vino con una mujer? —se interesó Seller.

—Así me lo dijo Mauricio, uno de los conserjes, aquel de los plantíos de marihuana en los canteros centrales del boulevard Saint Michele, en Nantes.

Seller se abismó en la contemplación del mar. Su rostro moreno tomó una expresión adusta pero en la comisura izquierda de sus labios se adivinaba el amago de una sonrisa. Finalmente apuró los últimos tragos de su bebida, arrojó un generoso puñado de dólares sobre la mesa e indicó al mexicano:

—Me pondré en contacto contigo apenas tenga resueltas las cosas.

La habitación del Prince Malibú era circular, muy amplia y entonada en una infinita gama de verdes. Seller dejó de un atlético salto la cama redonda y se dirigió a uno de los tres baños para ducharse. Le agradaba, siempre le había agradado, la sensación de la mullida alfombra de tono añil bajo los pies descalzos, y para mayor deleite en esta ocasión la alfombra se extendía incluso por todo el baño y aun en el piso de la bañera. El Prince Malibú es holgadamente el hotel más caro del mundo y en tanto el agua lo golpeaba con fuerza Seller recordaba lo que le había dicho Antonio alguna vez: «Es tan caro el Prince Malibú que cuando Onassis se alojaba en él siempre pedía menú turístico».

Terminó de ducharse alternando la temperatura del agua desde helada hasta salvajemente hirviente cada cinco minutos controlados por reloj para tonificar su circulación arterial. Luego se envolvió en un generoso toallón y procedió a rasurarse. Tenía una barba dura cerrada y tenaz, que le otorgaba una sombra verdosa a sus maxilares firmes, similar a la coloración del mar en torno a los arrecifes coralinos. Seller optó, tras varios minutos de duda, por una loción «Magnetic 110, de Chanel». Un perfume fresco, matinal, con un dejo seco y liviano a bayas de enebro y a tabaco de Virginia. Lo diseminó con cautela y sabiduría por su mandíbula, sobre los protuberantes músculos de su cuello para expandirlo luego sobre el pecho, sin olvidar la insólita curva de sus hombros. Se sintió, de tocarse, un poco excitado. Media hora después, las puertas electrónicas de uno de los ascensores le dieron paso hacia el salón de cafetería, donde se servía el desayuno.

Seller vestía una corta túnica de tela rugosa hindú blanca. Sobre su pecho según le llegaba el sesgado sol de la mañana, se advertía el apretado bordado de hilos de bambú también blancos que representaba al águila falcónida real, símbolo inequívoco de algunas tribus de los Montes Marayani, enemiga natural de las mangostas. El sirio llevaba también, con simple elegancia, unos pantalones bermudas de brin en tono caqui, despeluzado en sus bordes inferiores, con cuatro bolsillos a cremalleras y manchas de camuflaje para lucha en la jungla. Eran sin duda antiguos acompañantes suyos de la campaña en Laos. Sus pies, dos animales nudosos y ágiles, estaban recubiertos de las clásicas ojotas pastoriles, trenzadas en tientos confeccionados con intestinos de oveja curtidos al sol y luego sobados hasta darles la suavidad de un terciopelo.

La irrupción de Seller en el amplio salón, su paso despreocupado y esa cierta sensación de animal salvaje que irradiaba atrajo la atención de la gran cantidad de turistas que allí se hallaban. Cesaron incluso los ruidos tintineantes del entrechocar de platos y tazas, tenedores y platerías. No obstante, cuando Seller se sentó como al descuido en una mesa que le permitía ver el mar a través de los ventanales que daban a la terraza, y se quitó el kefia, el largo pañuelo oscuro ajustado a su cabeza con cuatro vueltas de cordel dorado, la atención de los concurrentes se distendió y todo pareció volver a la normalidad mundana del Prince Malibú.

Pronto se estacionó al lado suyo el silencioso carrito eléctrico que distribuía el desayuno «Intercontinental Malibú». Durante quince minutos un endeble y cobrizo muchacho mexicano depositó sobre la mesa de Seller dos jarras conteniendo jugos de naranja y guayaba, tres latas de agua mineral gasificada, desgasificada y de efervescencia laxante, respectivamente, un plato con panecillo tostado, otro con pan negro, otro con pan de centeno y naranja, pan inglés, bolillos, tortilletas de maíz, de trigo, de arroz, scones salados, scones dulces, scones propiamente dichos, jamón, tocino, salame, cuatro fetas de salchichón anisado de la isla de Cozumel, revuelto de huevos con melaza, de huevos con tocino, queso de cabra y garbanzos, mantequilla en pote, seis tajadas generosas de piña, dos melocotones, uno de ellos en almíbar, patatas fritas con ajillo enano, dulce de buruyaba, mermelada de quinotos al chuño, uvas verdes, uvas moscatel, negras, pasas de uvas, nueces, algunas alcaparras peladas, café, té, tequila, sangría, leche desmadrada, nata densa y nata artificial, crema de leche, un sorbete de caipirinha, galletas marineras, galletitas de salvado, dos chuletas de puerco al plato con anilinas, gelatina, pastel de chocolate con manzanas y cacahuetes. Los cacahuetes eran optativos. Sobre el costado izquierdo de la mesa se abroquelaban los picantes. Había Ketchup, jugo de tomates simple, vivorachada, granos de ají colorado en aceite verde, hojuelas de picles reverberantes, chile escala Mercali cuatro, chile verde, salsa de gránulos de pimienta negra «Serpiente Emplumada» sin activar, y el infaltable pimentón azul en rama «Implotion» que consumido en dosis mayores a los cinco miligramos puede provocar la ceguera. Sobre ese costado de la mesa no era recomendable abandonar un cigarro, e incluso no era muy criterioso fumar cuando eran servidos. Discretamente oculto tras el centro de mesa, un monumental cuenco ornamentado con gardenias y lianas acuáticas, se hallaba la oscura botella del «Farenheit», un afrodisíaco líquido compuesto de linaza, huevillos de tortuga molidos, mingóte y casi imperceptibles corpúsculos de cholgas sancochadas. La botella de «Farenheit» llevaba prendida al cuello una pequeña etiqueta con instrucciones para los desprevenidos viandantes que solían apurar un trago con ligereza viéndose atacados en pleno desayuno por sus instintos más aberrantes. Seller echó una ojeada a la atiborrada mesa.

—Falta el yogurt —le espetó al muchacho.

En el campamento de Damón Sagar, Seller había desarrollado hasta el fastidio el hábito de la memoria visual. Los instructores ponían frente a los reclutas un cofre de madera de regulares dimensiones. Dentro de ese cofre había no menos de 135 objetos que iban desde botones y alfileres hasta ositos de felpa pasando por estampillas y frutas disecadas. El cofre era abierto y el recluta miraba dentro de él durante un minuto. Luego se cerraba y el aspirante debía recitar una lista de por lo menos 110 de los objetos encerrados estipulando en algunos casos, como ser el de las estampillas, detalles como el año de emisión. A medida que el entrenamiento se hacía más riguroso el cofre se abría para ser visto sólo 30 segundos y en el tercer año de adiestramiento simplemente no se abría y todo quedaba librado a la intuición del alumno. No era fácil, pero Seller al segundo año, sin ayuda, podía repetir con certeza el nombre de casi ocho de aquellos objetos.

—Falta el yogurt —repitió Seller con los labios apretados cuando el joven se volvió hacia él. El muchacho palideció. Ese solo error podía costarle el puesto. Si Seller, como era lógico, requería la presencia del maître para asentar su protesta, aquel mozo perdería su trabajo. El muchacho comenzó a temblar y debió aferrarse a la mesa para no caer. Su mano derecha se apoyó convulsivamente sobre la mantequilla y ya descontrolado, la estrujó trémula. Miró a Seller con ojos de desesperación.

—Por favor, señor Seller, le ruego por nuestra Señora de Guanajuato…

—¿Dónde está el maître?

Los ojos del muchacho se nublaron por las lágrimas, se había puesto pálido como un embutido tras largas horas de hervor y por un momento Seller temió que fuese atacado por un brote cataléptico.

—Sólo quiero que me digas una cosa…

—Mande —suplicó el joven.

—¿A qué hora baja a desayunar el señor Victorio Álvarez?

—El señor Victorio Álvarez no baja a desayunar. Se hace servir la colación en su apartamento. Nunca baja.

—Ahá… —Seller permaneció pensativo.

—Mande —urgió el muchacho deseoso de compensar su falta.

—¿La mujer que vino con él también se queda en el apartamento?

—No, la señorita baja a desayunar. Ya debe estar por hacerlo.

—¿En qué mesa se sienta?

El muchacho vaciló. La discreción que por largos años le habían recomendado lo presionaba.

—Llama al maître —apuró Seller.

—¡Oh no, señor! Le ruego por Nuestra Señora de las Mercedes de Guanajuato… Ella suele sentarse en aquella mesa, junto al ventanal, pero no es seguro.

—Escúchame bien, batracio —el sirio atrapó por el brazo al mozo atrayéndolo hacia sí—, cuando ella entre en el salón me haces una señal desde donde estés. ¿Entiendes?

—Seguro, señor, quédese tranquilo, señor. Lo que usted mande.

El muchacho se marchó y Seller comenzó a untar con displicencia un panecillo de naranja. Sus ojos se entrecerraban y por las apretadas rendijas de sus párpados destellaban las chispas en sus ojos oscuros.

—¿Le traigo el yogurt? —el muchacho estaba nuevamente a su lado.

—Detesto el yogurt.

Seller estaba devorando concienzudamente el untuoso pastel de moras con nata agria cuando un penetrante rayo de luz le hirió los ojos. En tanto se tapaba a duras penas el rostro con una tajada de pan lactal comprendió que el joven mozo le estaba haciendo la seña convenida desde la cocina. Empleando la bruñida bandeja como superficie refractaria, atrapaba los aviesos rayos solares aún oblicuos de la mañana y los lanzaba hacia los ojos de cernícalo del sirio. Indudablemente la mujer esperada había hecho su irrupción en el recinto pero Seller no podía verla preocupado en cubrirse la vista de aquellos reflejos enceguecedores.

—Ya lo sé, imbécil, ya lo sé —masculló trémulo de odio—. Deja de torturarme que no puedo verla.

Pero el muchacho quería estar seguro de la efectividad de su mensaje y mantenía, desde su lejano puesto de la cocina, el agudo reverbero sobre el rostro de Seller. Éste finalmente, tras intentar vanamente hacerse visera con una galleta marina, extrajo de entre sus ropas un antifaz opaco de los que se emplean para dormitar en la playa y se los colocó sobre los ojos. Pronto sintió que el reflejo había cesado. Cuando quitó el antifaz la mujer ya no estaba en la puerta y sin duda alguna se había sentado entre las tantas mesas del salón. Un odio sordo le creció desde el esófago hacia el cuello.

Miró hacia la cocina y desde allí vio al mozo que discretamente le hacía un gesto de «okey» uniendo los dedos índice y pulgar de su mano izquierda. Lo llamó con un movimiento enérgico de cabeza.

—Mande —se apresuró en llegar el joven.

—Llama al maître…

—Oh no, por favor se lo ruego, señor, por el amor de nuestra…

—¡Casi me dejas ciego, imbécil! ¿Dónde está sentada?

El muchacho recorrió el lugar con la vista. Luego se paró frente a Seller y apoyó la bandeja de canto sobre la mesa, frente a él. Era claro que la mujer estaba de espaldas al sirio y el mexicano quería que él la observase a través del reflejo de la bandeja. Seller miró, pero la superficie otrora plateada estaba totalmente grasosa por los residuos de tocino y el sirio sólo apreció una serie de distorsionadas figuras como el trasluz de un vidrio esmerilado. El sirio berritó como un elefante que ha perdido el sendero hacia el cementerio de sus pares.

—Escúchame, batracio…

—Mande.

—Ve hacia la mesa de esa mujer, ahora mismo, y le dices que digo yo que tiene los ojos más hermosos que he contemplado jamás.

El muchacho vaciló, pero el acerado rictus criminal que galvanizaba las mandíbulas de Seller le dijo a las claras que aquello no era broma.

Se marchó a cumplir el encargo y Seller quedó en su mesa golpeteando la madera con un pedazo de zanahoria.

—Perdón… —el mexicano estaba nuevamente junto a él— ¿Eran los ojos más hermosos o los más bellos?

El cuello de Seller palpitó como una serpiente moribunda y el muchacho encontró más sano alejarse. Al poco tiempo volvió.

—Dice que usted a todas les dirá lo mismo.

—Dile que la invito a tomar un café en mi mesa luego del desayuno.

El muchacho volvió a marcharse y cinco minutos después tornó a pasar al lado de Seller reiterando el gesto de «okey».

Un cuarto de hora más tarde la silla ubicada frente al sirio crujió complaciente. Seller alzó la vista desde el revuelto de huevos y melaza y contempló a la joven. Tenía lo suyo. El largo pelo rubio le caía sobre los hombros desnudos. Tenía pecas en las mejillas bronceadas. Una boca grande y apetente, muy carnosa, tipo Brigitte Bardot, nariz respingada y pequeña y todo el resto de la cara cubierto por unos inmensos anteojos para el sol. Era de hombros anchos, un poco huesuda, pero el corpiño de la malla se veía francamente en aprietos para retener las juveniles impetuosidades de sus senos.

Permanecieron así, frente a frente, contemplándose como dos boxeadores en el estudio previo, cerca de diez minutos. Seller saboreaba mientras una crema helada dejando escapar por las comisuras de sus labios, de tanto en tanto, alguna gota alcalina recordando los mecanismos eróticos que viera en aquella memorable escena de la película «Tom Jones». La mujer silenciosa dilataba sus fosas nasales como un animal venteando el peligro o bien atrapando el polen excitante en la época del celo.

El joven mozo mexicano se acercó a la mesa, y sin decir nada, colocó en un costado un enorme candelabro de maciza plata con cuatro velas rojas encendidas. Se marchó de inmediato, sin dejar de hacer antes a Seller un gesto cómplice elevando las cejas.

—Mentí… —musitó Seller tras el largo mutismo.

—¿Cómo dice? —susurró ella.

—Mentí. Debo confesarlo. Mentí —reiteró Seller secándose prolijamente los ángulos de sus labios con la punta de la servilleta. Parecía compungido.

—¿En qué mintió?

—No vi sus ojos. No podía verlos así cubiertos por esos lentes —Seller continuaba cabizbajo. Ella adelantó el torso hacia él, oprimiendo con sus pechos los potes de mermelada. Seller percibió allá abajo, en su zona púbica, como si le correteasen pequeñas sabandijas de pies ardientes.

—Lo sabía —dijo ella.

—¿Lo sabía?

—Ahá. ¿Por qué piensa que uso estos espejuelos?

Seller vaciló.

—No lo sé.

—Uno de mis ojos es de cristal de roca.

El sirio sintió como un acolchado golpe en el pecho.

—Me encanta el cristal de roca. En mi casa sólo tengo estatuillas de cristal de roca… me hacen compañía, ¿entiendes?…

La mano de Seller serpenteó entre el bol de cacahuetes y los restos de pifta hacia la mano de ella.

—Irene —puntualizó la mujer, siempre en voz baja.

—Irene… —repitió Seller y sus ojos se perdieron en la lejanía. No se le ocurría nada, no obstante. Y debía apresurar el trámite—… ese nombre me recuerda a mi madre.

—¿Se llama así?

—No… Pero siempre decía que de haber tenido una hija le hubiese puesto de nombre Irene.

—Ah… claro —se hizo un silencio.

—Me encantan los niños —susurró Seller—. A veces pienso que algún día he de tenerlos, claro, cuando me detenga un poco, cuando pueda asentarme en algún lugar…

—Claro —ella no ofrecía mayores apoyaturas.

—Buscaré entonces un lugar tranquilo, tal vez en el norte de Inglaterra…

—Un amigo siempre me decía que yo tengo cuerpo de niño —interrumpió Irene.

—Qué gracioso —sonrió Seller.

—Sí, que no llego a ser totalmente un niño, pero tampoco llego a ser un adulto.

—Es notable —subrayó Seller elevando las cejas.

—Sí, muy interesante —finalmente Irene parecía abordar un tema definido—. Un poco por eso es que yo a veces pienso que si dentro de cinco mil años, por ejemplo, tal vez algún arqueólogo llegase a encontrar mis huesos, no podrían determinar con certeza si se tratan de huesos de una mujer o de un niño.

Ella se había puesto inopinadamente melancólica.

—No te apresures en inquietarte —Seller la tomó de la mano—. Dentro de un tiempo, mil o dos mil años, puedes ir al Registro Nacional de las Personas y aclarar el asunto.

Ella lo miró a través del grueso cristal oscuro y sonrió.

Seller sintió que algo húmedo y denso se le escurría por la ingle. Primero pensó en lo irreparable. Luego recordó el pote de yogurt que había ocultado en su bolsillo para culpar al mesero. Ahora el pote había estallado y el yogurt le resbalaba bajo las bermudas, hacia las pilosas regiones de la pantorrilla. Se odió.

—Pienso… —arguyó Seller mientras jugueteaba con una alcaparra mordisqueada— que no es criterioso preocuparse tanto por el futuro lejano. Hay tantas cosas en el presente, tantas cosas inmediatas… Pensar o bien, cavilar, sobre lo que pueda ocurrir dentro de muchos años nos impide vivir intensamente el presente.

El yogurt había invadido totalmente la zona genital y se derramaba, ya incontrolable, rodillas abajo.

—Es cierto —accedió Irene—. Son cosas que a veces trato de hablar con Victorio, pero es inútil.

—Es que a veces el árbol no nos deja ver el bosque, Irene…

—Es cierto, el árbol no nos deja ver el bosque.

—¿Lo has pensado?

—No es mi fuerte el pensar… —Ella sonrió. Seller retiró su mano del dorso de la mano de la muchacha y se reclinó sobre su silla. Afortunadamente ya no quedaba casi nadie en el salón que pudiese apreciar el charco blanquecino que se estaba formando a sus pies. Era el momento de lograr un golpe de efecto con aquella muchacha. Continuaron mirándose. Seller como al descuido llevó su mano hacia el plato donde relucían, amenazadores, los granos de chile escala Mercali cuatro, verdes con los extremos apenas rojizos. Tomó el más grande entre sus dedos y lo hizo girar sin dejar de contemplar a Irene. Ésta observó todo con atención.

—Por otra parte, hay momentos… —continuó el sirio, mientras remojaba el chile en su copa de rhum— en que uno siente tremendas presiones internas. ¿Cómo decirte?… —ante la vista azorada de la muchacha Seller introdujo el picante en su boca, entero y comenzó a masticarlo—. Momentos en que uno, por mil avatares… —vio que tras los verdosos cristales de los lentes de ella, sus ojos se dilataban— …conque la vida nos pone a prueba… —de pronto, como la descarga hirviente y destructora ante el contacto de un cable de alto voltaje, Seller sintió que la lengua se le trituraba. Le parecía que estaba mascando un puñado de brasas incandescentes, la hiel misma de un vientre ácido, el sulfuroso saco al rojo vivo conteniendo la ponzoña de una cobra afiebrada. No se permitió un gesto, un pestañeo. Irene lo miraba con estupor—… y sentimos una sensación…, de abismo… —un sorbo de colada, de acero líquido le había inyectado de llamaradas los labios, la cavidad bucal, la lengua y caía como cascada de ignición hacia los intestinos—… ante aquello que nos puede parecer… —gruesas lágrimas corrieron por el curtido rostro del sirio. Con los guiñapos carbonizados de su lengua, espongiario cubierto de napalm, detectaba las gotas de plomo derretido que se desprendían lentamente desde la emplomadura licuada por el fuego de una de sus muelas—… una suerte de aventura inútil…

—No me cuente… —Irene lo tomó de la mano, tenía la frescura de una magnolia—. No me cuente si tanto lo apena.

El paladar ahora le latía como un corazón más, Seller temía que sus labios reflejaran también hacia el exterior la hinchazón que sentía por dentro, la lengua no parecía caberle dentro de la martirizada boca y todas sus entrañas eran un alarido salvaje. Dejó las lágrimas correr libremente por sus mejillas y las sintió perderse bajo el cuello de su túnica. Estaba empapado en sudor, pero en su cara no se había alterado un solo músculo. Irene lo miraba con arrobamiento sin soltarle la mano.

Seller hizo un gesto hacia la cocina, hacia donde el muchacho mexicano seguía paso a paso los acontecimientos. Temió que no saliera nada de su boca, o que se escapara una bocanada de humo al hablar, pero nada de eso sucedió.

—Champagne —ordenó. Un hálito espantoso escapó en su aliento y Seller vio como se empañaban los lentes de Irene.

Quedaron en silencio. Ella observando siempre al sirio, éste procurando disminuir las palpitaciones de su lengua. Se le ocurría que tenía aprisionado un animal moribundo, escaldado con aceite hirviendo allí dentro.

Irene oprimía la mano derecha de Seller con la suya como queriendo insuflarle ánimo o quizás astillarle una falangeta. Presuroso llegó el muchacho mexicano trayendo un balde con hielo desde donde se asomaba el pico de una botella de champagne «Mariemband 1895». Era un champagne seco, casi invisible en la copa, muy alegre. Seller hizo un gesto al muchacho dándole a entender que él mismo se encargaría de servir la bebida. Con mano diestra envolvió apretadamente la botella en el lienzo que la recubría y aprovechando la cobertura de éste atrapó un puñado de hielo seco. Sirvió el champagne a Irene. Luego acercó sus manos a su boca en un gesto de oración.

—En mi pueblo —explicó a la atribulada mujer—, siempre agradecemos la posibilidad de beber cualquier vino añejo que nos inunde de alegría el cuerpo —Sentía, quizás con mayor intensidad que antes, un surtidor de lava ardiente abrazándole las encías. La joven bajó respetuosamente la cabeza y Seller aprovechó para echarse a la boca el puñado de hielo. Algo como un bálsamo celeste vía oral se le esparció sobre las zonas torturadas.

—Brindemos —dijo Seller.

—Salud —dijo ella.

Volvieron a mirarse largamente. Irene sonreía con la frescura chispeante que da un buen champagne destilado en las umbrías viñas del mediodía francés. Desde afuera llegaba una brisa fresca con aroma a sal, corvina y tal vez iodo que se misturaba con las reminiscencias más pesadas del café colombiano y la nata agria. Era un buen momento. Un bello momento. Un eructo suave, de apagado estrépito, escapó de la boca de Seller.

—Perdona —se cubrió con la mano—. Es otra costumbre de mi pueblo. O mejor de mi tribu… significa…

—No debe pedir disculpas —lo tranquilizó Irene, por cuyo rostro había pasado fugazmente la sombra de un rictus de fastidio o asco.

—Significa que uno está satisfecho, a gusto, con algo…

—Por favor, Best, te entiendo.

—… O con alguien… ¿me entiendes?

—Oh sí, te entiendo… eres encantador, Best —musitó ella.

—Pero no te engañes, Irene. Tal vez mañana pase a tu lado y no salude.

La cara de ella tornó a endurecerse. Tras los oscuros cristales de sus lentes inconmensurables chisporroteó la curiosidad.

—No… No —se apresuró a aclarar Seller—. No pienses que será por haberte olvidado, o porque desee ignorar tu presencia… no —la tomó de las manos—. Es que suelo tener lapsos en que pierdo la memoria. Son como nubes. Como si se me instalara un algodón en el cerebro.

—Qué horror…

—Sí, no es bonito…

—¿Siempre te ha pasado eso?

—No. Fue un golpe, cuando yo tenía 23 años. Jugando al golf en Ciudad del Cabo. El golpe de una pelota de golf… —Seller articuló una sonrisa—. ¿Suena frívolo, no?… Me hallaba al lado del hoyo 17, recuerdo, vi a lord Stevenson medir el viento y calcular los desniveles del terreno con su adiestrada vista de marino… luego no recuerdo más.

Irene se mordió los abultados labios.

—Los médicos dijeron que quedaría perfectamente, que no me preocupase. A la pelota no la hallaron nunca.

—Qué horror…

—Lo cierto es que durante unos años no sentí nada…

—Estabas bien…

—No. No sentí nada con el oído derecho, pero con el izquierdo escuchaba perfectamente. Solo una especie de silbido, como en los horarios de la salida de las fábricas, pero nada más. Pero con el paso del tiempo comenzaron a tomarme los lapsos de amnesia de los cuales te prevenía. No son muy largos ni muy importantes, después de todo —tranquilizó con una sonrisa Seller a la muchacha— un poco fastidiosos nomás. En parte por eso es que estoy acá.

—¿En Acapulco?

—Claro. Por prescripción médica. Cada tres años necesito reposo, silencio, tranquilidad…

—La tendrás, Best, la tendrás —prometió ella con sus ojos clavados en los del sirio.

—En parte comencé a contarte todo esto —explicó Seller— porque desde que te vi por primera vez comencé a sentir dentro de mi cabeza una especie de zumbido, como si se me hubiese afincado en el cerebro un panal de abejas… —los ojos de Irene se dilataron—… y yo sé que eso es síntoma de que me está por tomar un período de «sombra blanca» que es como llaman los médicos a mi extraño mal…

—Por favor, Best, déjame ayudarte —suplicó Irene echando su cuerpo hacia adelante.

—No te inquietes, no es grave —Seller entrecerró los ojos—. Puedo controlarlo. He tomado las pastillas hoy. Sólo hay pequeños detalles que se me escapan, como si huyeran de mi cerebro por una fisura de la bóveda craneana…

—Tal vez el golpe de la pelota…

—Y un pequeño mareo… —Best se oprimió las sienes con los dedos índices de ambas manos— Debería recostarme unos quince minutos. Subiré a la habitación… —El sirio se incorporó ante la mirada preocupada de Irene.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, por favor —la atajó Seller—… no. Tú sabes cómo es la gente… Ocurre… —Seller se tomó del respaldo de su silla— que no recuerdo el número ni el piso de mi habitación…

—Déjame acompañarte.

Irene se levantó y rodeando la mesa lo tomó de un brazo.

—Te lo agradezco infinitamente Irene. Acompáñame, pero no me tomes del brazo por favor —Seller suavizó con una sonrisa la indicación.

—Eres un orgulloso, Best —también sonrió ella en tanto se volvía para recoger su amplio bolso de playa. Seller aprovechó ese momento y con manotazo rápido apresó la botella de afrodisíaco semioculta tras el centro de mesa. Quitó la tapa a rosca y sorbió sin respirar cinco profundos tragos del espeso y dulzón brebaje. Inmediatamente tornó a dejarla tras su escondrijo.

—Tal vez piensas que te miento, que exagero un poco, Irene… —le dijo mientras salían con paso rápido del salón.

—En absoluto, si hay alguien que ha mentido soy yo, Best, cuando te dije que tenía un ojo de cristal de roca.

Seller la miró embobado.

—Lo hice porque supuse que todo era una maniobra tuya para abordarme. Quise ridiculizarte, lo confieso. Me abisman los pelmazos que intentan seducirme. Pero me equivoqué contigo.

Seller la contempló con beatitud, en tanto esperaban el elevador. Algo enloquecido le jugaba entre las piernas y le tironeaba la pelvis. El afrodisíaco estaba tomando posiciones de combate.

Cuando entraron a la habitación Seller era una bandera de guerra flameando frenética ante el azote de una tempestad. En el salón de té el muchacho mexicano contempló con asombro el charco blanquecino bajo la mesa. Luego tomó la botella de afrodisíaco y constató su menguado contenido. Meneó la cabeza de un lado a otro pensando «No aprenden nunca».