Capítulo 1

La trompa del aparato se elevó suavemente y la máquina recobró su altitud normal. Seller balanceó entonces el calibrador, inyectó unas pulgadas adicionales de gas al estanco de compresión y con un movimiento mecánico y casi aburrido obturó la perilla de la toma de aire posterior. Se reclinó luego sobre el asiento anatómico contemplando a través del opalino vidrio tensado de la cabina el cielo pulido y negro de la noche. El Nineveeh, un reactor monoplaza, ágil y potente, fabricado en Siria con capitales y tecnología del Chaad, sobrevolaba el desierto de Muroran. Seller había dejado atrás la cadena montañosa de Mesa Sicayari y en cinco minutos estaría seguramente sobre el abra del Ilesha, sobre el fértil valle de Ganem, y los plantíos de almendros y alcaparras que las tribus kurdas diseminaban en las riberas del sucio río mesopotámico.

A pesar de que la noche era clara, las espesas nubes que encabritaban al Nineveeh impedían a Seller contemplar al menos el reflejo de la luna sobre el estuario. Por otra parte, descender hasta los cuatro mil metros para observar el paisaje largamente conocido implicaba arriesgarse a algún fastidioso encuentro con los Mirage israelíes, odiosos incursores de la zona. Por lo tanto, Seller verificó el Control Automático de vuelo, dio un vistazo a la complicada relojería de su tablero y reclinándose en su asiento se abocó a la tarea de seleccionar su cassette preferido de música. Lo introdujo en el magazine y luego, quitándose los guantes forrados con piel de cabra, encendió un cigarrillo.

Era un cigarro largo y perfumado, envuelto en papel negro mate, que cualquier conocedor hubiese identificado fácilmente como el tabaco que los contramaestres de los centros de computación de Impacto saben gustar en sus horas libres a bordo de los cruceros portamisiles soviéticos. La música, la clásica y rítmica música siria, el picante regusto del tabaco, la tenue luz rojiza que teñía la carlinga desde el altímetro, indicador del nivel de parafina, y la irreal claridad de la noche, sumieron a Seller en el recuerdo. Su nariz aguileña de caprichosa curva pareció aguzarse, sus penetrantes ojos oscuros se entrecerraron y todo su rostro tomó la cruda expresión de un cernícalo. Frente a él volvía a corporizarse el clima mórbido y sensual del café Vadodara, en las afueras de Casablanca.

No había mucha gente aquella noche, el espeso y húmedo calor de la tarde del domingo permanecía aún aferrado a las paredes blancuzcas y sólo algunos jóvenes ostensiblemente nórdicos y sucios se aventuraban en los primeros frescos de la oscuridad. Seller llegó como siempre, a eso de las nueve, tras ducharse y refrescarse en la refrigerada habitación del Hilton. Había jugado «ternets» esa tarde y su humor no era de los mejores. Por tres veces había fallado al scrich y había terminado rompiendo su mejor palo. Para colmo el Coronel consiguió dos jewels consecutivos y aún sentía su estúpida risa de falsa modestia. Tras bañarse, Seller se vistió con su traje blanco de pana hindú levemente estriado por filamentos y nervaduras, eligió una corbata de seda en tonos carminados y prendió los puños de su camisa con los gemelos que le regalara Jean Claude Bourges en Marsella. Eran unas pequeñas figuritas de oro, que al ensamblarse a través de los orificios del puño, conformaban una pose indiscretamente pornográfica. Aquellos gemelos tenían la particularidad de levantar el ánimo a Seller y por otra parte, perturbaban notoriamente a las mujeres que pudiesen acercarse desaprensivamente al sirio.

Cuando llegó al Vadodara, Seller sintió el impacto del dulzón aroma al nagish. El nagish es una espesa bebida egipcia, dulzona y pesada, que se obtiene aligerando la miel común de abejas con ron, acetona y naccardé. Se bebe apenas tibia y los hombres de negocios de Beirut suelen acompañarla con saladas galletitas de lino. Seller se sentó en una de las mesas alejadas de la pista, en la penumbra. Aún no había comenzado el show y sólo el monótono compás de un pequeño tamburo alteraba el silencio del local. Pidió un gin corto con sake y lo bebió a pequeños tragos con los ojos perdidos en la oscuridad del escenario. Recién comenzaba a relajarse.

—¿Cómo estás, Best? —el hombre se había sentado a su lado con los silenciosos movimientos de una serpiente acuática.

—¡Ernie! No te hacía acá —se sorprendió Seller comprendiendo que instintivamente había llevado su mano derecha hacia la sobaquera donde portaba la liviana y bien aceitada M-52.

—Llegamos ayer por la tarde.

—¿Tomas algo? ¿Cómo les fue?

—De eso quería hablarte Najdt. Te está esperando.

—¿Cómo sabía que vendría? No lo hago siempre.

—Él lo sabía.

Los dos hombres se levantaron y eludiendo mesas desocupadas cruzaron el salón. Salieron por una puerta contigua a la barra que comunicaba con el pasillo donde se encontraban los baños, el sauna, y el depósito atiborrado de cajones de cerveza y licores. Seller siguió a Ernie que bajó por una estrecha escalera. Un intenso olor a orín de gato abofeteó al sirio. Se detuvieron frente a una sólida puerta de madera oscura sin picaportes ni agarraderas visibles. Ernie oprimió un timbre. Se escuchó un chasquido, un sonido muelle como el de una fumadora rodando y un clack final. En algún lugar del iluminado pasillo atisbaba el ojo de una cámara. La puerta se abrió y Ernie hizo pasar a Seller. El bunker de Najdt era amplio y refrigerado. Había poca luz y Seller adivinó bajo sus pies la mórbida condescendencia de una alfombra. La punta de su botín derecho exploró la superficie y detectó pequeños nuditos de doble lazo, típicos de la más ancestral tejeduría palestina. Tal vez lo del enlace con Arafat fuese cierto, después de todo. El escritorio de Najdt estaba en el centro de la habitación, iluminado por el cono de luz de un spot cenital y todo el resto del ámbito era oscuridad. La lejana música del piso superior se había apagado tras la puerta al irse Ernie y sólo se escuchaba débilmente el girar de un extractor de aire. Najdt, sentado frente al escritorio, no apartaba la vista de las pequeñas cartas de «mulashe», un complicado juego solitario turco que se practica con una o más bazas. La maciza cabeza del libanés brillaba bajo la luz, Najdt siempre transpiraba copiosamente aun en los lugares frescos y esa particularidad asqueaba un poco a Seller.

De todos modos, venciendo esa natural repugnancia, el sirio se sentó en el sillón vacío frente a Najdt, que no levantó la vista. Seller pensó incluso que no lo había oído. Tenía además, la inquietante sensación de que en el salón había otra persona. Tal vez junto a las pesadas cortinas de fieltro que apenas se adivinaban al fondo. Quizás detrás de él mismo, en la oscuridad densa a la que aún sus ojos habituados a las luminosas laderas de los montes Marayani no se habituaban. Frente a él, Najdt, sin levantar la vista, contrajo los músculos de su rostro fofo, como si alguna contrariedad trabase su juego de naipes o como si hubiese sufrido una ligera molestia física. Los ojos de Seller se entrecerraron. Recordó las cosas que le habían contado sobre los hábitos lujuriosos de Najdt. Sus gustos por los placeres sensuales. Por los delgados muchachitos cobrizos, magros y fibrosos, de enormes ojos afiebrados que podían encontrarse a montones conduciendo las recuas de mulas hacia los mercados de Bir el Gar. Seller consideró seriamente entonces, que bajo el amplio escritorio del libanés, hubiese alguien.

—No estaban —dijo de pronto Najdt, sacando a Seller de sus suposiciones.

—¿Quiénes no estaban?

—No estaban.

—¿Los Kalashnikov?

—Los Kalashnikov.

Seller quedó mirando fijamente a Najdt, quien vacilaba en levantar o no, un cinco de diamante. La transpiración le caía por la cara, como si tuviese un surtidor insertado bajo el pelo ralo y blanquecino. Nuevamente Najdt pegó un respingo. Seller no soportaba pensar que bajo la sólida tabla del escritorio, un flexible adolescente árabe pudiese estar jugueteando con las intimidades del libanés. Esta idea lo desconcertaba.

—¿Qué dijo Karl? —indagó Seller.

—Que no se los habían entregado en Bruselas.

—Bourges me lo aseguró, hace una semana, en Niza.

—Según Karl, los de la DST habían asustado a la gente de Brambila. Los camiones llegaron a horario a la cita, pero los fusiles no estaban.

Por primera vez Najdt parecía haberse olvidado de los naipes. Sus gruesos labios púrpuras se movían permanentemente. Debía haber estado masticando hojas de bistunas, pues en las comisuras permanecía el residuo resinoso y amarillento del cotiledóneo.

—¿Sabes, Seller, que debíamos entregar los Kalashnikov a Sorel el martes?

—Lo sé.

—Podemos perder la confianza de los pakistaníes. Son clientes fuertes.

—Lo sé. No entiendo qué puede haber pasado.

—Nos queda la entrega programada en Marsella. Pero nadie de los nuestros se irá a meter en las narices de la DST. Tampoco pagaremos un error tuyo, Seller. Pero yo confío en que puedes conseguir el dinero para pagarla, puedes contactarte con Brambila a pesar de los del Shin Bet y puedes traer esos fusiles a Casablanca.

Seller se contrajo en su asiento. Najdt volvió su atención al pequeño mazo de cartas romboidales y el sirio comprendió que la conversación había finalizado. Había confiado en Bourges y el error debería pagarlo demasiado caro.

Cuando salió al pasillo volvió a escuchar el sonido de la música en el piso superior. Al llegar al salón central de Vadodara, aquello ya estaba lleno de gente, como casi todas las noches. Comprendió que había permanecido casi una hora con Najdt, y que tenía la fina bambula de la camisa pegada a la piel de la espalda. Caminó hasta su mesa, sorpresivamente vacía y se sentó. Dedujo que aquella no era su noche. La música en crescendo, el continuo ir y venir de la gente y el recuerdo permanente de la próxima entrega en Marsella habían logrado alterarlo demasiado. Se notaba tenso y contraído. Los músculos del cuello podían tañir como un diapasón si los articulaba. Quizás debía comunicarse con Brambila cuanto antes. Ya se ocuparía luego de conseguir el dinero.

Se levantó finalmente y bordeando el escenario se encaminó hacia una puerta lateral cubierta por una pesada cortina de felpilla somalí. Pasó entonces a un largo corredor alfombrado donde la iluminación era tenue. Llegó hasta otra puerta. Allí estaba Nazilli, el senegalés reluciente en su uniforme rojo como un gigantesco soldado de plomo. Seller lo saludó apenas con un insinuado movimiento de cejas y Nazilli le franqueó el paso.

Cinco minutos después, el sirio estaba reposando dentro de una amplia bañera con agua caliente, un tanto aturdido por el calor y el fuerte aroma a las sales aromáticas. El pequeño recinto revestido en madera se hallaba totalmente cubierto de vapor, apenas filtrado con timidez por las luces amarillas del techo. Cada tanto, a pesar de su pesado sopor, Seller escuchaba el resonar de unos zuecos de madera en el piso de mosaicos cuando el personal de servicio se acercaba a la tina para echar en ella nuevas semillas de tantún, frutos de enebro y algún corto chorro de jengibre. No supo a ciencia cierta cuanto tiempo estuvo allí, sólo advirtió en determinado momento que le salía sangre de la nariz y los oídos por la presión de las sales. Supuso que era el momento de abandonar el baño. Se reincorporó con esfuerzo y su bruñido y vigoroso cuerpo de antiguo pastor montañés, destelló como una chapa ante los reflejos de las luces. Caminó hasta las duchas y el latigazo del agua helada le hizo cimbrar la sangre por las venas. El corazón pareció detenerse un momento y luego comenzó a golpear contra las paredes del páncreas como un gorrión enjaulado. El sirio sintió como si en cada milímetro de su cuerpo le clavaran una pequeña aguja de hielo seco. Se adivinó de pronto claro y despejado, lo suficiente como para pensar en lo estúpido y salvaje de los rituales del sauna finlandés.

Aún temblando asió su salida de baño y se encaminó hasta la banqueta de masajes. Se acostó en ella castañeteando los dientes. Abrió el costado de la banqueta donde se disimulada una cajonera retráctil que encerraba un pequeño bar con las bebidas predilectas de Seller. Optó por un brandy Martinique francés, temeroso que, de elegir el ron Borussia de cuatro estrellas, el temblor de sus manos al intentar abrirlo le diera una efervescencia peligrosa e incontrolable. Bebió dos enérgicos tragos de brandy y un ramalazo de fuego le bajó hasta la zona inguinal. Algo como un cachiporrazo débil le pegó en la nuca. Se sintió mejor. Debería hablarle a Brambila.

Observó el tablero de la consola y apretó el segundo botón. Se echó boca abajo en la banqueta y esperó. Ahora vendría Sarah a masajearlo. Sarah era una flameante muchacha del sur de Abagin Dash, casi bella a pesar de su cabello que parecía estopa y sus tremendos labios carnosos y rosados, del color que muestran las caracolas en sus paredes internas. A Seller lo intimidaban esos labios que cuando se posaban en su carne parecían el tributo de dos moluscos, de dos espongiarios que se contraían y se dilataban, de dos orugas húmedas que lo recorrían. Nunca se había atrevido, además, a que lo succionaran pues desconocía adónde podía llegar aquello. Hubiese sido como ofrecer alguna parte de su cuerpo ante la boca de una aspiradora industrial. De todos modos, Sarah, era siempre mejor que Sheila, a quien una traidora soriasis tronchó la carrera de masajista y ahora pedía limosna en las pestilentes poblaciones bereberes.

Podía haberla despedido pero el contacto con Sarah le sugería siempre una sensación de peligro yacente. Era como entablar relación con una mangosta, con una cobra de siete collares. Y al sirio el peligro lo fascinaba. Escuchó el ruido de zuecos y pronto sintió que dos manos se posaban sobre su espalda. Procuró relajarse. No pensar en Brambila. Aquella noche Sarah parecía tener dispuesto un nuevo sistema de masajes para Seller. Sus dedos nerviosos no pellizcaban la carne. Seller no tenía la sensación de soportar los picotazos de un gallinazo sobre sus omóplatos y tampoco los pulgares de Sarah se encarnizaban con sus cervicales. En derredor de su macizo trapecio o en las inmediaciones del esternocleidomastoideo repercutía el sordo retumbar de pequeños golpes aplicados con los nudillos. «El masaje tunecino», determinó Seller con alarma. Bien conocía el sirio esos masajes. Se basan en una insólita batería de pequeños golpes, combinados con palmadas francas, que pueden acrecentarse sobre el dorsal mayor o los gemelos. Es una práctica relajante bastante brutal a la que los emires de Kandahar gustan someterse con suerte diversa. Más de una vez Seller no había soportado los impactos, que en algunos lances llegan a ser despiadados, y se había tomado a golpes de puño con las masajistas. Eso había sido, es cierto, antes de que la estadía en el campamento de Damón Sagar le diera el férreo estoicismo propio de un fedayin.

De repente los golpes cesaron y Seller tornó a apoyar la cabeza sobre sus brazos cruzados. Ahora las manos femeninas describían círculos concéntricos sobre el vasto externo y el sirio comenzó a sentir como un cosquilleo vivaz que a pesar de serle habitual nunca le había resultado tan tumultuoso. Las dos palmadas en el dorso de la pierna derecha le dijeron que debía volverse. Lo hizo cuidando que el toallón húmedo que le cubría el bajo vientre no se cayera, con el pudor propio de un excuidador de cabras de los montes Marayani. Fue entonces cuando la vio. Sintió una punzada en las sienes y algo hueco se le alojó en el estómago. Se le resecó la boca en un instante y los músculos abdominales se le anudaron cual un manojo de víboras.

—¿Quién eres? —atinó a preguntar.

La mujer lo miró intensamente. Bajo el torrente de pelo negro llegaba el resplandor de unos ojos verdes y transparentes, luminosos como las aguas cristalinas de una piscina iluminada desde el fondo. La nariz era recta y decidida. La boca plena y grande se adivinaba tibia y humectante. Tenía ese embrujo típico de las mujeres orientales, que han crecido custodiando olivares fragantes, que han tomado de ellos sus efluvios. Con cuerpos duros y flexibles hechos a las caminatas, a las constantes abluciones con aceites generosos de sepia y cocos, a las danzas rítmicas y nocturnas, a cabalgar sobre caballos sefaradíes de remos finos y pelaje cebruno. Lucía apenas una túnica de tela rústica y pesada, muy corta y Seller imaginó bajo el prometedor escote, el valle umbrío entre los senos, la curva incipiente del nacimiento de los senos, y los senos. La piel de ella, de un tono aceitunado con reflejos de cobre, se abrillantaba con pequeñas gotas de transpiración que resbalaban afortunadas desde el largo cuello de ánade hacia espacios planos y aterciopelados, cavernosos y dóciles, de trémulas ondulaciones musculares y redondeces esponjosas, blancas y condescendientes.

—¿Quién eres? —reiteró Seller con una voz que se le antojó de otro, sibilante y opaca. Podía percibir la sequía total en su garganta, una suerte de agrietarse de su paladar, y un aleteo como el de un grajo negro en la zona de la aorta abdominal.

—¿Dónde está Sarah? —requirió, dándose cuenta al instante de lo estúpido de su pregunta. Desde la primera visión de aquella fabulosa mujer, Sarah había desaparecido definitivamente y su recuerdo era la reseca piel de un gato muerto al costado del camino que lleva a Rachimpur.

Las manos de ella continuaban ahora el masaje y Seller advirtió que a pesar de estar paralizado por el impacto de aquella aparición, esas manos circundando aviesamente cerca de las erógenas regiones cubiertas por la toalla podían ser demasiado para su virilidad y sus tenaces instintos de control.

Los dedos de ella subían y bajaban por la zona interna de los muslos, se encarnizaban con el sector semitendinoso, aplastaban y dilataban el recto interno, se alejaban hasta los promontorios de los gemelos, tornaban veloces y sorpresivos casi hasta el nacimiento de los aductores y amenazaban, ya sí, a perderse bajo el cobijo cómplice de la toalla.

Seller entendió que el aire le era muy escaso, le llegaba como un ínfimo regalo de los pulmones a través del pecho que se agitaba como un animal aterrorizado. Buscaba desesperadamente saliva en todos los rincones de su boca entreabierta y el corazón, una vez más, pareció descontrolarse totalmente en la caja torácica. El toallón como la prueba de levitación de un mago de tercer orden, se había elevado sobre la zona del pubis y el sirio advirtió que desde la ingle parecía incendiarse una región boscosa. La mujer, no obstante, profesional, continuó su trabajo sin contemplaciones, macerando ese cuerpo trémulo, llevando a Seller a un grado de enajenación y exaltación que trajo al sirio por un instante la imagen agreste de los lobos desgreñados y fibrosos que solían estremecerlo con sus aullidos de salvaje deseo en su más tierna infancia. Cerró los ojos y vio luces de todos colores e intensidades cuando la mujer, con ademán firme, quitó la toalla descubriendo aquel menhir transido y expectante. Seller esperó. Las manos de ella subieron por las caderas, bordearon el vientre, pero no tocaron nada que pudiera romperse. Seller creyó incluso sentir el roce de los cabellos sobre su vientre. Pero no pasó nada. Hubo un silencio, Seller abrió entonces los ojos. La mujer estaba plegando la toalla, terminaba de cerrar el frasco de melaza de bayas y se dirigía hacia la puerta.

—¡He…! —casi graznó el sirio. No podía creerlo todavía—. ¿Dónde vas? ¿Qué haces?… —un odio animal, irreflexivo le sacudió el cuerpo aún envarado. Ella ya había salido. Saltó de la banqueta con un rugido y vaciló aún entre lanzarse así a la persecución o cubrirse.

Manoteó al pasar una toalla y envolviéndose la cintura con ella corrió hacia la puerta. En el pasillo no había nadie. Las fosas nasales del sirio se dilataron como las de un cabro asustado. En el aire, en algún lugar del aire, flotaba aún el aroma a hojas de eucaliptos secos que se había desprendido del cabello de esa hembra de sueños al sacudirse cuando lo masajeaba. Seller entrecerró los ojos y nuevamente su rostro adquirió la reconcentrada expresión de un cernícalo. Ese aroma se había impreso en sus papilas pituitarias como la pezuña de un caraljao sobre un disco de barro arcilloso, y para quien ha sido pastor en los montes Marayani, para quien ha tenido que saber determinar durante años, en los rastreos nocturnos tan sólo por el olor cuál es la boñiga de un alce y cuál la de un conejo gemidor moteado, atrapar en el aire un perfume femenino podía ser una tarea tan sencilla como para un tiburón azul localizar en una piscina olímpica el rastro de un zorrillo nadador.

A Seller se le erizaron los cabellos aún húmedos de la nuca, abandonó su posición estática y sin vacilar se lanzó hacia la derecha, hacia el recodo más cercano del pasillo. No vio al hombre y no supo determinar el peligro, con la torpeza de un perro en celo. Sólo percibió una forma oscura e inmensa que se le cruzó en el camino haciéndolo trastabillar y luego un puntapié, un atroz, certero y espantoso puntapié que le desbarató los testículos y lo dejó sobre el frío piso de mosaico hecho un ovillo, oprimiéndose la zona golpeada y con los ojos superando los límites de sujeción de sus órbitas. Escuchó que alguien se alejaba corriendo, pero ya el dolor intenso se le desparramaba desde la ingle ramificándose esencialmente vientre arriba, como una oleada de fósforo incandescente. Luego sintió un frío que le helaba el pecho, luego nuevamente el calor intenso, un irreprimible deseo de vomitar, y la certeza de que nunca podía haberse sentido peor en la vida. Luego se desmayó.

Media hora después, Seller estaba acodado a la suntuosa barra del Vadodara. Había optado por ese lugar no sólo por ser el único accesible (todas las mesas estaban ocupadas), sino porque las rojas luces cenitales que alumbraban el trabajo de los barman disimulaban en parte el tono purpúreo que había invadido su rostro. Experimentaba todavía una suerte de sofocación y mantenía una puntada de náusea en la boca de la garganta.

A pesar de tales disturbios orgánicos el sirio había pedido un trago indostano a base de almíbar, orégano y ron, con la esperanza de que tal sorbete álcali, retornara a la normalidad su glándula tiroidea, que funcionaba en un 15 por ciento de su capacidad. Mientras bebía ignorando el bullicio de su alrededor flexionaba lentamente las piernas a lo largo del alto taburete tratando de recobrar el buen funcionamiento de sus músculos y de conseguir el reacomodamiento de las partes afectadas en su zona inguinal que había pasado a constituirse en «zona de desastre».

No entendía muy bien todo lo que había sucedido en el baño sauna. La aparición de esa mujer alucinante, su abandono del recinto dejando el trabajo inconcluso, la violenta intermediación de esa mole en el pasillo que le asestara el puntapié descalificador.

Seller no podía concentrarse en la entrega de Marsella. Tampoco en Brambila. Estaba de espaldas a la entrada del salón pero se volvió al escuchar un murmullo creciente entre la masa de gente, un murmullo que superaba incluso el altísimo registro de los ocho equipos cuadrafónicos de baffles con duplos de reverberancia. Alguien había entrado al salón por la puerta principal provocando tal revuelo. Las miradas de todos se dirigían a un grupo de recién llegados, atrapados por el cono de sombras de la galería superior y semiocultos por las carnosas hojas de las plantas gomeras que abrazaban las columnatas de mármol.

Seller volvió a conmocionarse como un bote de goma al que se lo golpea con un bate. Allí estaba ella. Esa mujer. Su silueta se recortaba nítida sobre los sacos blancos de los cuatro hombres que la rodeaban. Vestía ahora una túnica negra que parecía sopleteada sobre el cuerpo y el alto cuello Mao se unía en una sola mancha con el cabello oscuro. El rostro no se apreciaba desde lejos, tal era la opacidad de su tez aceitunada. Solo destellaban a veces sus ojos como la luna entre los árboles sacudidos por el viento o bien sus dientes al hablar con sus fornidos acompañantes o quizás al aspirar el espeso clima del Vadodara. En rigor de verdad, Seller no podía verla. Pero sentía en sus adiestrados tímpanos una presión rítmica y constante, como quien percibe desde lejos el sofocado retumbo de un instrumento de percusión o adivina más que oye, el grave reclamo de un contrabajo. Allí estaba nuevamente esa mujer. Seller oprimió las fuertes mandíbulas y por un instante pareció recrudecerle en el bajo vientre la tonalidad purpúrea, derivando lentamente hacia el morado pontificio.

La mujer y su comitiva se encaminaron lentamente hacia una mesa ante la expectativa de todos, guiados por el maître. Se ubicaron y pronto el lugar recobró el ritmo habitual. Seller introdujo la mano derecha bajo la sedosa tela de su saco, y al mismo tiempo que constataba con dedos conocedores la carga de su M-52 extrajo un par de lentes oscuros. El uso de tales lentes no podía resultar exótico en tan mundano lugar y menos aún para aquellos que lo habían visto llegar con los ojos desorbitados y enrojecidos. Se los colocó y miró hacia la mesa de los recién llegados. Los cristales de rayos ultravioletas, levemente estriados para eliminar las contaminaciones del ozono, le dieron al sirio una clara visión del grupo, algo exaltada en su coloración, con el clásico fuera de registro azulino, como podría observarse en el colimador de tiro de un caza interceptor nocturno. Tres de los cuatro hombres eran de corpulencia llamativa. Indudablemente guardaespaldas. No parecían tontos y lucían esa tranquilidad segura y casi pacífica de los que conocen sus propias fuerzas.

El primero de la derecha se mostraba somnoliento. Era notoriamente griego por el riguroso corte de sus bigotes, el anillo lustroso en el meñique de la mano izquierda y el cordel circular con cuentas de ébano con el que jugueteaban sus dedos alejados de tal forma del tabaco. Tenía manos finas y blancas, no endurecidas en las artes marciales. La bocamanga del pantalón le hacía una arruga caprichosa, sin duda alguna el elevarse la tela sobre el cabo de un cuchillo de hoja casi cilíndrica. Un punzón de los usados por los nativos kurdos para faenar ovejas o por los antiguos distribuidores de hielo en los barrios bajos de New York. Tal arma, asegurada posiblemente a la pierna por una liga, podía perforar y vaciar de sangre la arteria femoral de un hombre robusto en sólo diez segundos. Para Seller, el griego resultaba sin embargo demasiado acicalado. Una cinta de lazo negra con lentejuelas se anudaba en torno al cuello de la camisa con volados de encaje blanco. Había también una uña de un dedo meñique inusitadamente larga y bien cuidada. Un hombre de esas características no podía ser en extremo peligroso en la lucha franca, pero sí podía resultar un enemigo traidor y sigiloso.

El griego estaba sentado casi sobre el borde de su sillón, con el pecho algo tirado hacia adelante. No obstante nada distorsionaba el bolsillo izquierdo de su saco. «Tal vez una Sterling 25, modelo 300» —dedujo Seller— «en una cartuchera de cintura, atrás, donde finaliza la espalda». De allí la postura un tanto forzada en el asiento.

El hombre que estaba al lado del griego, golpeteando distraídamente la mesa, era el más pequeño y parecía casi insignificante junto a los otros. Tenía gafas, para colmo, y la absorta expresión de un pescadito de colores mirando a través del cristal de la pecera. Seller recorrió con la vista las manos huesudas y los flácidos músculos del cuello. Aquel hombre debía ser seguramente el más peligroso. Un personaje con tan pocos atributos viriles, los suplantaría por una certera determinación, una astucia calculada, y una eficiencia silenciosa. Estaba relajadamente sentado y Seller no pudo descifrar qué armas portaba.

Luego, en el grupo, venía la mujer, y el sirio no quiso detenerse en ella para no perder el hilo deductivo. A la izquierda se elevaba la mole de un negro. Parecía yanqui y le jugueteaba una sonrisa permanente en los labios abultados. Cuando el paso de la gente al bailar tapaba la poca luz del recinto, el negro se convertía sólo en una mancha sin facciones llegando a veces a verse tan sólo el traje blanco, como si alguien lo hubiese olvidado allí, o lo hubiese dejado para guardar un sitio en la mesa. Aquella bestia era un profesional, con seguridad, sintetizó Seller. Tal vez un veterano de Vietnam. El hombro derecho del negro estaba levantado un poco exageradamente. Bajo el sobaco de ese mismo lado debía pender un Smith & Wesson 1955, 45 Target, modelo 25. Posiblemente, la punta del larguísimo caño estaría tocando la cuerina afelpada del asiento y eso levantaba el brazo del moreno. Era zurdo, obviamente, lo que hacía más difícil la cosa. El cuarto era también macizo, sólido, y masticaba semillas de tantula. Debía ser muy bruto, ingenuo, de fuerza demoledora y realizaba el papel de «grupo de choque». Este análisis le demandó a Seller de cinco a ocho segundos. En el campamento de Damón Sagar había aprendido a constatar el estado de las bujías de un coche por el sonido de la bocina, por lo tanto este tipo de reconocimiento del enemigo no podía tomarle más tiempo. Se quitó los lentes y continuó vigilando con disimulo el grupo de guardaespaldas y la muchacha. No sabía bien aún qué determinación iba a tomar pero algo, profundo y punzante, le decía que no dejaría pasar a esa mujer sin al menos averiguar quién era. Debía ser cauto, simplemente, y no requerir información a los mozos, por ejemplo.

De pronto se sobresaltó; había quitado los ojos de sus presas tan sólo un momento, y ahora, al volver a observarlos, la mujer ya no estaba. Difícilmente se controló, sofrenando el impulso de levantarse. El color de su cara había dejado de ser morado y viraba lentamente hacia un carmín opaco con tonalidades de tierra de siena tostada cerca de la implantación de las orejas. Hubiese sido un óptimo modelo para la cromática de un Van Gogh. Seller escrutó la multitud que se zarandeaba en la pista con un vertiginoso ritmo americano y allí la vio nuevamente. Bailando. No pudo precisar con quién. Lo cierto es que los cuatro gorilas acompañantes permanecían sentados. Cada vez entendía menos, pero aquella era su oportunidad. Se lanzó a la pista y un tirón en la ingle, como un pistoletazo, le recordó que estaba en inferioridad de condiciones. Maldijo el ritmo americano, tan veloz.

Ya en el redondel la música se hizo más estruendosa y vibrante. Las luces se apagaron y spots estroboscópicos hicieron centellear el recinto girando alocadamente. Era una sucesión embriagadora de cuadros en blanco y negro. Una secuencia en cámara detenida. Contoneándose, quebrando su cintura, aparentemente poseído de lleno por la danza, girando sus puños a la altura del plexo, Seller fue con lentitud acercándose a ella eludiendo trabajosamente aquel mar de parejas que se empeñaba en alejarlo, como tenaz entretejido de una correntada de sargazos. La veía en cada pantallazo de luz blanquísima. Su pelo era un manchón negro en el aire, luego una máscara sobre su cara, después un copete de mirlo canadiense al viento. Apareció en cada flash, la boca abierta, el sablazo nácar de sus dientes, las umbrías cuencas de sus ojos. Volvieron a encenderse los focos y Seller advirtió que ella no bailaba sola. Frente a la mujer un hombrecito pequeño, delgado, de finos bigotitos, cimbraba y serpenteaba. Mirando la mujer con ojos de fiebre y sin separar sus pies de la pista, parecía un alga submarina aferrada al limo del fondo y sacudida por las corrientes profundas. Se notaba, sin embargo, que aquel pequeñajo nada significaba para la mujer, era tan solo una excusa para estar en la pista, un punto de referencia con respecto al cual oscilar, contraerse y contorsionarse.

Seller, a pesar de todo, sintió retorcerse dentro de él la fétida y renegrida culebra de los celos. Nuevamente la música intensificó su ritmo y volvieron a apagarse los focos ambientales. Todos batían palmas como alienados y los flashes de los spots giratorios laceraban el salón. Seller derivó lentamente hacia el acompañante de la mujer. Entrecerró los ojos como poseído, balanceó los hombros y de repente, el codo de su brazo derecho, como un pistón hidráulico se disparó contra el rostro del hombrecito. Seller creyó escuchar el crujido del malar al triturarse, como cuando se aplasta un barquillo de helado, y un quejido sordo. La víctima no llegó a caer. Bajo los flashes, el sirio lo vio tomarse el rostro, luego arquearse hacia atrás, después dar dos pasos vacilantes, y finalmente abatirse entre el maremágnum de parejas que seguían palmoteando como infantes. Cuando las luces tornaron a su régimen normal, el sirio se ondulaba frente a la misteriosa desconocida.

—¿No nos hemos visto antes? —articuló Seller, sin dejar de bailar.

—No frecuento las riñas de perros —contestó ella. En las barriadas tunecinas de Bir Abu, la gente que concurre a estas salvajes sesiones de luchas caninas es considerada como la hez de los estratos sociales indostánicos.

—Pero sí los baños de vapor.

—No siempre —dijo ella y se alejó un tanto, balanceándose.

Seller volvió a experimentar la conocida sequedad en su caverna bucal. Ella se movía espasmódicamente y cada vaivén de su zona pélvica adicionaba cientos de grados de presión en las venas que palpitaban en las sienes de Seller, como ratones corriendo bajo una alfombra.

Además, y eso Seller no lo había advertido antes, la túnica de ella tenía un tajo lateral que trepaba ávidamente hasta la cadera, y por él se percibía el movimiento nervioso de los muslos tensos, el resbalar de los músculos, toda la verdad sobre el nacimiento de los glúteos y el tímido cordel de un slip que oprimía la carne dura y turgente que cubre la cabeza del fémur.

Aquello era demasiado para el sirio. Debía hacer algo pronto antes de que la música los llevase a otros ritmos más lentos, con más iluminación y menos gente. En su cerebro tornaron los frescos días de los montes Marayani. Siempre danzando se interpuso entre la mujer y el sitio donde se hallaba la mesa con los guardaespaldas. Con los brazos extendidos fue cerrando el paso de ella, interfiriendo sus círculos concéntricos, y por otra parte, al acercársele, empujándola hacia otros confines de la pista, hacia la puerta que daba a los camarines.

Hubiese necesitado, extrañó, su fiel perro lobo «Mulash», aquel que apartaba las ovejas tercas, el que rescataba los cabritos que se aventuraban en el desfiladero, que disuadía los salvajes perros de las manadas dingas, que le alcanzaba las tijeras en la esquila, y al que sepultara un alud al sorprenderlo revolcándose sobre la tierra cuando ya viejo, confundió el tronar de las rocas con el avecinarse de las tormentas de marzo.

Seller solo no podía controlar los veloces esquives de la fluctuante mujer, ni el irrumpir descontrolado de parejas insolentes. Pero poco a poco, con obstinación, y fingiendo un total enajenamiento por la música, logró sacarla de la pista, hacerla trasponer los cortinados y ubicarla en el pasillo que conducía a las salas de juegos y las dependencias superiores. Recién cuando las puertas de batientes se cerraron tras ellos, amortiguando los sonidos, la mujer pareció advertir la maniobra.

—¿Adónde estamos… qué es esto?

Hasta ese momento, el sirio no había apreciado los decibeles que subyacían en el tono de voz de ella. Era una voz cavernosa, sombreada, con ecos en la acentuación, como si llegase a través de un prolongado atanor de petróleo. Era levemente áspera, reptante, y se enroscó en los oídos del sirio como las delgadas prolongaciones de una sinuosa hiedra pueden abrazar la porosa superficie de un muro. No podía tener otra voz aquella mujer. Seller la atrapó de un brazo.

—No te escaparás ahora. No estoy acostumbrado a que las mujeres jueguen conmigo. Por bastante menos que lo de hoy, muchas señoras de Trípoli no podrán jamás quitar el velo que cubre sus caras. ¿Quién eres? ¿Quién eres?

—¡Déjame! No me toques… ¡Suéltame!

—¿Quiénes son esos cuatro monos que te siguen? Uno de ellos me pegó en el pasillo que va al sauna. ¿Qué hacías en el sauna?

—No te conviene saber de mí… ¡suéltame!

Seller comenzó a retorcer el brazo de la mujer, lenta y firmemente. Ella apretó los dientes y sus ojos fueron dos fogonazos en la semipenumbra del pasillo.

—¡Ninguna mujer que sirva en la sala de masajes es tan importante como para estar rodeada de cuatro gorilas guardaespaldas! ¡Ninguna mujer es tan importante! ¡Voy a seguir retorciéndote el brazo hasta escucharlo astillarse, hasta que me digas quién eres!

Hubo un gemido en los labios de ella y de pronto Seller sintió un dolor agudo y quemante en el dorso de la mano con la que le mantenía atrapada la frágil muñeca. Se echó hacia atrás como si lo hubiese picado una mahudaha, la pequeña y letal culebra negra que infecta los riachos del abra del Mekong. Sobre los nudillos de su mano derecha brillaba como un letrero de neón un tajo preciso y profundo del cual empezó a brotar un surtidor de sangre. Vio como la mujer giraba y quedó dibujado en el aire el reflejo de una pequeña hoja delgada como una planchuela de afeitar adosada al anillo que titilaba en el largo dedo anular de su mano izquierda.

Sólo un segundo vaciló el sirio. Lo suficiente como para que la fugitiva se escabullese por la puerta que daba al desierto salón de juegos. En dos saltos de gamo penetró Seller al amplio ambiente de entretenimientos, inactivo las noches de los domingos en conmemoración de Poulo Dama.

Una leve claridad llegaba desde un alto ventanuco, posiblemente desde una galería superior y poco a poco comenzaron a contornearse para el sirio los perfiles de las mesas de billar, de bingo, de ajedrez y dominó árabe. En alguna de esas sombras estaba oculta su perseguida. Ahora sabía Seller que era peligrosa como una cobra. Oyó el ruido de una puerta al cerrarse al fondo. No podía perder tiempo. Echó mano a sus lentes de rayos ultravioletas pero antes de colocárselos algo zumbó en el aire junto a su mejilla izquierda y se clavó vibrando como un diapasón a pocos centímetros de su cabeza, contra la madera que recubría las paredes. No había visto el brillo del acero de un puñal, ni había sentido el silbido del viento al resbalar por la ranura que ahonda la hoja de las dagas para permitir el paso del aire hacia la herida. Había percibido sí, un ligero tremolar, la especie de aleteo, como si un petrel zambullidor hubiese rasgado el aire junto a él, dejando un reverbero de plumas a su paso.

Se prendió una luz en ese instante y cuando vio al gigantesco guardaespaldas negro que acababa de accionar la perilla eléctrica ya un segundo dardo volaba hacia Seller. No tuvo tiempo a moverse. Un puñetazo sordo le sacudió el hombro y el dolor del acero al penetrar bajo su clavícula izquierda lo paralizó. Los lentes oscuros cayeron de su mano y debió apoyarse contra la pared. Sintió a sus espaldas la rugosa consistencia del corcho. Estaba, sin duda, contra el blanco que recepciona comúnmente los dardos, y allí, a sólo cuatro metros, el negro sonreía y sopesaba en su mano otra maciza saeta con puntera de sólido acero y plumas rojas, diferentes a las verdes que asomaban sobre la solapa del saco de Seller que poco a poco se iba tiñendo de sangre.

El tercer dardo volvió hacia el demudado rostro del sirio en un latigazo bruñido. Apenas pudo Seller apartarse echándose sobre su derecha sin evitar que la aguzada púa le rozara el transpirado cabello de la patilla y la oreja izquierda. Su propio envión le hizo perder el equilibrio, cayendo sobre un estante que al conmoverse, desparramó por el suelo docenas de bolas de billar y arrojó sobre su cuerpo con el ensordecedor sonido de una cabaña que se derrumba, el maderamen de la estantería sostén de cientos de bastones del mismo juego. Oyó, a pesar del estruendo, la bronca risa del negro.

En un segundo logró desembarazarse de la maraña de palos y se puso de pie, blandiendo uno de ellos por el extremo más fino, como un bate. El negro se tornó imprevistamente serio. De sus manos desaparecieron los dardos y apareció como por arte de magia un fino y centelleante hilo de nylon. El hilo de unos 40 cm de largo, estaba sujeto en sus extremos a dos agarraderas de madera, mediante las cuales el negro lo tensaba, arrancando de la mortífera cuerda tañidos agudísimos. Seller sabía que si aquel hilo rodeaba su cuello, en menos de dos segundos su carótida se abriría como la tersa piel de un pomelo sajado por un vidrio filoso.

El sirio balanceó su improvisado bate, tomándolo aún más de la punta. No podía fallar en el golpe. Sin duda alguna éste debería ser lo suficientemente fuerte como para no tener que repetirlo y por tanto pegase donde pegase sin duda se partiría. El negro, consciente de ello, retrocedió unos pasos hasta situarse cerca de una sólida mesada de murra sobre la cual pendían tres amplias lámparas tomadas al techo.

De fallar el golpe, el palo daría contra cualquiera de esos elementos, partiéndose. Era un profesional, sin duda. Por dos veces silbó el palo en el aire cerca de los antebrazos del moreno. El hilo de nylon gemía a veces distendido en las manos del gigantón, y otras veces formaba un aro, como midiendo ya e imaginando el grosor del cuello del rival. Seller hizo girar su arma por sobre su cabeza como un molinete. No podía fallar. Hizo pasar tres veces el golpe por encima del agacharse del negro y de pronto lanzó toda la fuerza de su impacto por debajo del brazo derecho del yanqui, que este había elevado para proteger su cabeza.

Como un enorme insecto el negro se lanzó hacia atrás para evitar el golpe pero sus glúteos dieron contra el borde de la mesada, deteniéndolo. Se oyó un retumbo seco y brutal cuando el palo se quebró contra las costillas de aquel gorila, bajo la axila derecha. Ningún ser humano podía tolerar ese impacto. Pero el negro, que había lanzado un «¡Uh!» estentóreo para aminorar el dolor, se quedó quieto y de pie, como si lo hubiese azotado una flexible vara de mimbre y no ese macizo cilindro de alcornoque lustrado capaz de fragmentarle la arteria axial, tornarle papilla las costillas y perforarle el pulmón con mil fragmentos de hueso molido. Sólo se quedó quieto un instante y sonrió. Un frío espeso corrió por la nuca del sirio. Se había olvidado de la pistola Mágnum que calzaba el negro.

Sin duda el bate había pegado contra el duro acero del arma, se había hecho añicos contra el largo cañón que llegaba casi hasta la cintura y de golpe se había diluido contra el acolchado gomoso de la cartuchera bajo el sobaco del gigante. Seller se odió. Un error muy tonto de su parte. Y ya el excombatiente de Vietnam se lanzaba hacia él, estirando y contrayendo aquel lazo aterrador que ululaba como un berimbau. Seller se aferró al pedazo de palo que le restaba, convertido ahora en un estoque de punta aguzada ante la fractura de la madera. Una lanza de unos dos metros de largo, débil arma frente a la mole de casi cien kilos de fibrosos y entrenados músculos que se arrojaba sobre él como la oscura masa de nubes de un tifón tropical. Sin embargo el pie derecho del moreno, en el segundo brinco hacia Seller, encontró la pulida redondez de una bola de billar que desbarató la elegancia felina del salto y convirtió el embate en un vuelo planeado hacia adelante.

Seller vio los redondos ojos asombrados del negro, de contornos sanguíneos, vio las manos batir el aire procurando recuperar la estabilidad, y sintió como la astillada punta de su improvisada lanza se sumía en el vientre del hombre con la facilidad con que un estoque penetra en el parche de un tambor. Luego lo estremeció el choque de la punta contra la masa de músculos abdominales y finalmente recepcionó el impacto del gigantesco cuerpo sobre su pecho cuando su arpón de madera continuó profundizando para hacer estallar el colon sigmoideo o la porción terminal del íleon.

La enorme cabeza del negro se apoyó sobre el hombro derecho de Seller, y éste, en tanto retrocedía ante la potencia del impacto, percibió el dulce aroma del pachulí que se desprendía del cabello motoso como el tufo áspero que puede elevarse de una oveja bañada con kerosén.

Recuperó entonces el sirio el lejano recuerdo de los ocho meses que pasara a bordo del «Natasha» el buque atunero soviético. Volvió a él ese pesado vaho aceitoso y salobre, la nítida imagen de las aguas del mar enrojecidas por la sangre de las hermosas bestias marinas a medida que las naves factorías recogían las redes, cerrando el cerco y trayendo a sus víctimas hacia la superficie. Volvió a aturdirse con los gritos de los tripulantes, el batir de las poderosas colas sobre las aguas y el sordo chasquido de los curvos arpones en la carne blanca de los pescados.

Retornó a su memoria el peligroso alzar de las tremolantes víctimas atrapadas por los garfios sobre sus cabezas y cómo los tremendos coletazos que batían el aire entre una lluvia de agua y sangre podían decapitar a cualquiera de los pescadores con la misma facilidad que puede hacerlo la hélice de un avión. De la misma forma el sirio, aprovechando el impulso ya inerte del moreno, arqueó su cintura, llenó de aire sus pulmones y girando el torso alzó el enorme cuerpo ensartado por el vientre lanzándolo hacia sus espaldas. Se escuchó un estruendo impresionante cuando el gigante se abatió sobre una máquina de «pinball» aplastándola por completo.

Seller contempló su obra y arrojó a un lado el improvisado estoque. Un vivaz y nervioso tintinear, un histérico campanilleo que surgía desde la maraña de perturbados cables de la máquina de «pinball», tres de cuyas cuatro patas se habían quebrado ante la caída del gorila, reclamaron la atención de Seller. También una enloquecida sucesión de luces y colores corrieron por el tablero vertical y luminosos numeritos verdes se fueron superponiendo entre timbrazos y relampagueos en el casillero de «puntos a favor». Cuando la suma llegó a 3600, el mortificado aparato exhaló un quejido postrero, se oyó algo así como una cinta grabada pasada en una velocidad menor y todo quedó quieto.

—Tres mil seiscientos —musitó Seller—. Buen puntaje para ser un negro.

En la máquina sólo permaneció pantalleando una redonda luz azul, como el monótono reclamo de un patrullero policial, o la distante visión del faro de cabo Hatteras.

Seller miró hacia el fondo del salón. Indudablemente la mujer ya estaría lejos. Una puntada aguda en el hombro lo conmovió. Aún tenía clavado bajo la clavícula el emplumado dardo que se sacudía a cada movimiento suyo. Recordó a un toro, azul de tan negro, que viera una vez paseando sus banderillas por todo el perímetro de una plaza de Mérida. Se arrancó la púa con un tirón y la arrojó al suelo. Trató de componerse la vestimenta arrugada y sucia.

Finalmente se quitó el saco y lo colocó sobre el hombro izquierdo, tapando el fino y permanente manantial de sangre que le brotaba del orificio dejado por el dardo. Desistió, sin embargo, de retornar al salón. Debía obtener una pista sobre aquella mujer que le había convulsionado la noche. Se inclinó sobre el cadáver del negro y le revisó los bolsillos. Sacó balas sueltas de la Smith & Wesson 1955; estaban levemente engrasadas. Seller se metió la punta de una de ellas en la boca y saboreó lentamente el lubricante. Advirtió primero un gusto mantecoso y amargo con abundante componente de parafina resinosa. Raspó luego una cápsula con la uña y depositó el residuo grasoso sobre un pedazo de vidrio que se había desprendido del juego de «pinball». Sobre este residuo dejó caer, no sin trabajo, una gota de sudor de su propia frente.

—No se diluye… —musitó— no se diluye…

Conocía tal compuesto rebelde a disociarse ante los ácidos salobres. Era una mezcla de quesillo de cabra y aceite de oliva simple, mezclado con resina blanca, que daba a los proyectiles una mayor seguridad de desplazamiento y conservación. Lo había comido acompañado con hojas de abedul en la zona del sur de Basora. El rostro del sirio se endureció.

Volvió a revolver los bolsillos del negro. Sacó un bolígrafo, dos paquetes de goma de mascar, un pequeño bidón plástico de gotas nasales, tres profilácticos multicolores, y una pequeña libreta roja. Corrió las hojas de la libreta y entre las últimas halló, plegada en seis partes, la foto recortada de un diario. La desplegó, allí estaban los cinco, la mujer y sus cuatro guardaespaldas. El viento que les insubordinaba los cabellos indicaba que se hallaban en un aeropuerto, o al menos así también lo daba a entender lo que alcanzaba a verse en la escena, de un avión estacionado a espaldas del grupo. El recorte del diario no tenía el epígrafe de la foto; sólo arriba, donde el papel continuaba, podía leerse: «El Testigo del Éufrates», diario de la mañana.

Seller frunció el ceño. Poco había ganado encontrando dicho recorte. Sólo sabía ahora que había despanzurrado a un negro nostálgico o tal vez vanidoso que posiblemente llevaba un álbum con las fotos en donde aparecía. Sin embargo, algo atrajo la atención del sirio. Atrás, sobre las desenfocadas planchuelas del avión se adivinaba un dibujo, un símbolo. A simple vista no podía determinarse de qué se trataba pero en el cerebro de Seller una intuición animal comenzó a bullir como las aguas ardientes de un géiser. Revisó de nuevo y casi encarnizadamente los bolsillos interiores del negro. Si era realmente un profesional de la violencia debía tener lo que él ahora buscaba.

Finalmente en una presilla interna que se abría con un simple juego de cierres a cremalleras con trabas a semiroscas, lo encontró. Una mira óptica Widefields 2x-7x adaptable, de enorme precisión para tiro nocturno, no así tanto para la luz del día. Seller dirigió la lente sobre la foto hasta que localizó el dibujo sobe el flanco del avión, a juzgar por las ruedas, un reactor de seis plazas. Primero vio sólo un manchón oscuro, corrigió las dioptrías del visor, estabilizó con un pequeño golpe el equilibrio oftálmico y pronto los puntos de la retícula impresa se tornaron nítidos y visibles. Reguló nuevamente la lente y ahora sí, apareció con claridad meridiana, «La Ardilla Voladora de Isfahán».

—Es ella —arguyó Seller—… Nargileh.

Como aturdido por la revelación, Seller depositó con infinito cuidado, sobre el piso, la mira y la foto. Esta última, poco a poco, fue siendo alcanzada por el arroyo de sangre que manaba del vientre del guardaespaldas de ébano.

—¿Cómo no lo imaginé? Tenía que ser ella… tenía que ser ella.

Había muchas preguntas sin repuesta en la mente del sirio, pero tenía en claro dos cosas. Nargileh era la mujer de la que tanto había sentido hablar durante esos últimos años. Había escuchado de ella en las opulentas cenas con los banqueros libaneses en el destruido Beirut, había sabido de su alucinante belleza en las ruedas nocturnas, cuando los camelleros que cruzan el desierto del Dahana incentivan su imaginación y su lujuria, había escuchado conversaciones intencionadas y picarescas en los marmolados vestuarios de la oficialidad de los Lanceros Persas tras las salvajes sesiones de Polo Damasquino e incluso conocía el caso de un Emir de un ignoto protectorado que se había hecho esterilizar ante la imposibilidad de obtenerla. Pero algo más sabía Seller. Era una mujer inaccesible, o al menos la muerte era el seguro castigo para todo aquel que osara pretender su virtud.

A pesar que dentro de su pecho el orgullo de una raza y la fría confianza de un severísimo entrenamiento militar piafaban con la tremenda vitalidad de un garañón bereber, el estricto cálculo de las posibilidades aquietó la desbordada pasión del sirio y lo retrotrajo a la realidad.

Volvió a su hotel, subió a la habitación y preparó el baño. Se cubrió con un batón japonés de seda negra, donde hilos de generoso brocato dorado dibujaban la estremecedora escena de un tiburón devorando un esquife. Con flemática tranquilidad fue acomodando sus ropas, luego, elevó al máximo el volumen de la música funcional, abrió la ducha hasta que el ruido del agua se hizo atronador y finalmente, con un alarido ronco que parecía salirle desde las adyacencias del hígado, una suerte de grito karateca, golpeó repetidamente su cabeza contra las puertas de madera, los celestes azulejos y los bordes del lavabo. Siguió gritando hasta quedar sentado sobre la alfombra peludita que estaba junto a la bañera y poco a poco sus músculos crispados se fueron ablandando, las venas del cuello henchidas a punto de estallar fueron tornando a sus diámetros normales y el prolongado alarido histérico se convirtió en un quejido uniforme y áspero. Se quedó sentado en el suelo y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Todo había terminado. Después se bañó.

Cuando finalizó el baño la historia de aquella noche con aquella mujer parecía algo lejano y ajeno. El deseo animal y sofocante lo había abandonado y una paz sincera lo invadía. Ante las tremendas frustraciones de la vida, Seller siempre ponía en práctica ese sistema de desahogo, quizás primario e infantil, pero eficaz. Años atrás había acudido al yoga, al zen, e incluso a los repetidos buches con láudano y leche de burra tibia, pero nada le daba resultado como esa flagelación corporal. Sería tal vez el recuerdo de las palizas que le propinaba su madre con una toga húmeda, allá en los montes Marayani, cuando él robaba los cuencos con dulce de dátil, tras las cuales siempre terminaba durmiendo temprano, dolorido pero casi dulcemente confortado.

El Nineveeh se encabritó levemente al entrar en una zona de turbulencias lo que sacó a Seller de sus cavilaciones. Arriba, nítidamente se dibujaba la constelación de la Escolopendra Austral. La osa, el oso, los oseznos y el puercoespín boreal, que apunta siempre hacia Jerusalén. El tercer osezno siempre le marcaba a Seller, y a todos los navegantes nocturnos, el norte geográfico, no así el magnético, que estaba indicado por el segundo osezno de la constelación: «Zipah» para los marinos malayos. Seller trató de concentrarse mentalmente en cálculos trigonométricos simples primero, luego armó y desarmó seis veces, también mentalmente, una batería antiaérea «Bofors» procurando recordar paso a paso todo el proceso del despiece, y su posterior ensamblamiento, y por último procuró atrapar en su memoria las letras de viejas canciones infantiles que animaron sus juegos de niños. Pero todo era inútil.

El recuerdo de Nargileh tornaba permanentemente como el aspa mojada de la monótona rueda de un molino de agua. Debía borrarla de su memoria. Debía estar lúcido en las próximas horas. Debía concentrarse al máximo. Pero toda su disciplina mental parecía vana ante el embate de la imagen de aquella mujer diabólica.

Por último Seller sacó del bolsillo exterior de su manga izquierda una pequeña llave. Con ella abrió la caja negra donde se registran y quedan grabadas las conversaciones de todo piloto de avión con las diversas torres de control. Presionó un pequeño botón rojo sobre el fondo de la caja, y una tapa redonda se levantó automáticamente. Seller desenroscó entonces la conexión de su tubo suplementario de oxígeno conectado al compartimiento estanco presurizado y volvió a conectarlo con el orificio dejado libre por la tapa levantada. Ajustó el burlete de goma. Luego accionó la palanca de combustión reversa hasta que la casi imperceptible aguja blanca del cuadrante de encendido quedó sobre la zona reticulada. Esperó dos o tres minutos. Poco a poco comenzó a arderle la garganta y un picor intenso le dilató las fosas nasales. Los gases en combustión, tras diluirse en las cuatro cavernas térmicas de las turbinas ya no encontraban las bocas de eliminación bajo las alas del Nineveeh, sino que se desplazaban hasta los pulmones del sirio.

Pronto Seller comenzó a experimentar una gozosa sensación de beatitud, de regocijo. Sus miembros parecían flotar en una cámara de vacío y los oídos le zumbaban. Ante sus ojos, la negra superficie del cielo comenzó a teñirse con franjas de colores que iban desde el violeta al índigo, pasando por el añil con relampagueos fulgurantes de naranja rabioso. Las estrellas se cruzaban y perseguían por el firmamento como una inmensa telaraña de bichos de luz o bien se agrandaban hasta estallar casi sobre la carlinga del avión.

Seller se encontró conmovido por un ataque de risa convulsiva. Se sentía realmente bien. Dentro de su cerebro, una gran medusa traslúcida y esponjosa, escuchaba con todos sus detalles la Obertura N° 24 Trémolo Spianatto de Paganini. En esas ocasiones, Seller no podía medir algo tan insustancial, odioso y absurdo como el tiempo. Por lo tanto, en la memoria preventiva del Nineveeh, el latido de un pequeño computador cronométrico contabilizaba con morosidad avara el paso de los segundos.

Seller no supo cuánto tiempo había pasado desde que conectara a sus fosas nasales el tubo con emanaciones de gases alucinógenos, pero al agotarse los primeros doce minutos, la dosis máxima que separa la vida de la muerte por envenenamiento de los tejidos membranosos de las amígdalas, el computador cronométrico repicó cinco impulsos ordenando el activamiento del eyector. Una viva luz roja se encendió en el tablero, junto al precinto de seguridad de la calefacción. Seller no podía verla, ahora sus ojos seguían como alucinados el fuego de artificios que representaban para él las estrellas de la constelación de Argos. Hubo un chasquido y entonces sí, casi mecánicamente el sirio puso su aparato en picada. Fueron segundos apenas. La carlinga, como una resbalosa cápsula jabonosa se deslizó hacia atrás justo al tiempo que Seller tiraba de la palanca de mandos ordenando a su máquina comenzar el giro de trepada.

En el mismo momento en que el Nineveeh iniciaba el escarpado arco del ascenso Seller salía disparado hacia el helado cristal de la atmósfera nocturna. Fueron tan sólo 15 a 16 segundos donde el sirio sintió bañarse su cuerpo súbitamente en un torrente de aire gélido.

El algodonoso cúmulo de sensaciones dulces y melosas, como si hubiese estado asomando su cabeza a la ardiente boca de una olla con caramelo en ignición, que poblara su cerebro durante el arribo de los gases alucinógenos se disipó en un instante frente a la seca bofetada del frío. En las mejillas, lo único a la sazón expuesto directamente del aire externo, Seller sintió un dolor agudísimo, como si se las penetraran con dos estiletes. Sus ojos, que habían visto la vorágine multicolor del alucinamiento, recuperaron la crítica certeza de siempre y pudo aquilatar, en su brevísimo trayecto espacial, el milenario brillo de la estrella Rodas cayendo hacia el poniente como una bala trazadora. Finalmente el sirio golpeó con fuerza contra el piso de la carlinga al entrar de nuevo en la cabina del Nineveeh con la misma precisión con que pueden ensamblarse los dos cabezales de la presilla de un cinturón de seguridad. Instantáneamente el techo de plexiglás se cerró sobre su cabeza. Seller culminó el looping de su aparato y éste recuperó su rumbo crucero.

El sirio no había hecho otra cosa que practicar la suerte más arriesgada y peligrosa del Jet-ball el salvaje juego puesto de moda entre los pilotos de cazas interceptores de Ghana en los alrededores de 1974. Mediante un aflatado cálculo de proyección de vuelo, teniendo en cuenta una trayectoria lógica sobre los segmentos móviles de una circunferencia de ruta, los pilotos más capaces, o con mayor coeficiente de locura, accionaban sus asientos eyectores en plena picada programando con anterioridad la posterior recuperación de altura de sus jets. De esta manera, al salir expulsados al espacio externo con la potencia de la coz de un mulo multiplicada por mil, reencontraban el fuselaje de sus aviones interpretando con sus propios cuerpos el papel de una línea imaginaria que cortase perfectamente por el medio una circunferencia, dibujada esta por el desplazamiento de los aparatos.

El juego, a primera vista casi demencial, no era tan alocado sin embargo hasta que fue totalmente prohibido bajo pena de fusilamiento en 1975. La tecnología actual ha dotado a las máquinas modernas con tales adelantos de sofisticación que un piloto avezado, un instructor soviético, por ejemplo, puede precisar con una aproximación de dos milésimas de segundo en qué vértice angular de una barrera en espiral (la vulgar caída en tirabuzón) se harán trizas las alas de su nave. La muy particular personalidad de los pilotos de los cazas nocturnos, personajes casi siempre reconcentrados e imprevisibles, los lleva por lo general a buscar elementos de diversión que dispersen un tanto sus atentas y tensas horas de patrullaje con el consiguiente peligro del conocido «síndrome estelar» cuando la escasa oxigenación del cerebro lleva a confundir por ejemplo las luces de tierra con el resplandor de las estrellas perdiéndose por completo el sentido de la orientación.

El Jet-ball, bravía demostración de pericia y destreza, había terminado no obstante con el 70 por ciento de la fuerza aérea de Ghana y con la totalidad de la de Gabón. Seller no lo practicaba muy a menudo, pero cuando se excedía en el consumo de gases excitantes, esa tempestuosa incursión a través de los 40 grados bajo cero de los 12000 metros de altitud, lo despejaban y recomponían como ni siquiera podían hacerlo las despiadadas aguas del Ártico en aquellas ocasiones que se había zambullido en ellas para atenuar en su cuerpo el azote intenso del vodka «Ponedelgenik» mezclado con sólo un miligramo de pólvora negra.

Seller, despejado y claro, observó el tablero de su máquina y reguló con minuciosidad el calibre de altitud. Tenía aún dos horas de vuelo.

A las seis y 20 minutos de la mañana del lunes, su aparato tocó tierra en el aeropuerto de Acapulco, en México.