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Linsha se acomodó sobre una bala de heno y puso los cuencos en el suelo. Estaba a punto de preguntarle a la lechuza si tenía novedades cuando algo se removió en el heno cerca de ella. La gata salió caminando tan tranquila con un ratón en la boca y levantó una zarpa en dirección a la lechuza.

Linsha miró fijamente por si el ave o la gata se amenazaban mutuamente, pero la gata depositó el ratón a los pies de Varia y emitió un suave maullido.

Si la lechuza hubiera podido sonreír, Varia lo habría hecho de oreja a oreja. Sus ojos parpadearon y con delicadeza puso una pata sobre el obsequio.

—Me gusta esta gata —dijo a Linsha con un suave silbido.

Los ojos de la mujer se abrieron asombrados.

—¿Te trae ratones?

—Tenemos un acuerdo. Se suponía que yo tenía que pedirte que le trajeras pescado, que es lo que más le gusta, pero ya veo que te has anticipado.

Linsha, que no había previsto nada de eso, colocó los cuencos de carne y raspas de pescado junto a la gata y se quedó mirando atónita mientras ambas saboreaban su comida.

Tan pronto como desapareció el último vestigio del ratón, se inclinó hacia adelante y susurró.

—¿Qué noticias tienes? ¿Has visto a lady Karine?

La lechuza voló hasta una bala de heno que había junto a Linsha.

—La vi. Quedó complacida y dijo que lo comunicaría al Círculo Clandestino.

Linsha no pudo reprimir un gruñido.

—Bah, lo más seguro es que lo sepan ya.

—También tenía recuerdos de tu padre para ti. Había hablado con tu maestro y le pidió que te hiciera llegar sus recuerdos y su afecto.

La mención de su padre enterneció a Linsha. Ya hacía demasiados años de la última ocasión que había tenido de visitar a sus padres y abuelos. Ni siquiera había visto la nueva Escuela de Hechicería que Palin había construido en Solace.

—También me dijo que tuvieras mucho cuidado —prosiguió la lechuza—. Has estado en el barco de la muerte, en la ciudad, entre los muertos. Teme que puedas enfermar.

Linsha sintió que un miedo sordo le atenazaba la boca del estómago como una serpiente que se despierta del sueño, un miedo agravado por la larga separación de sus padres. ¿Y si no volvía a verlos?

—Ya he pensado en eso —respondió lentamente—, pero no sé qué puedo hacer. —Hizo otra pausa al ocurrírsele otra idea dolorosa—. Lord Bight también estuvo en el barco. ¿Y si él muriera por la peste?

Ese acontecimiento sin duda desequilibraría la situación en la mitad este del Nuevo Mar. ¿Quiénes serían los primeros en tratar de imponer su autoridad: los Caballeros Negros, los Caballeros de Solamnia, o Sable, el dragón negro?

Linsha se quedó callada durante un rato, absorta en sus pensamientos.

—Te vi en el puerto anoche —dijo a continuación.

—Sí, yo también te vi, saltando de aquel muelle detrás de un hombre al que apenas conoces —la lechuza se rió para sus adentros—. Estuve a punto de enviar a algunos pelícanos a pescarte.

—¿Pudiste ver al hombre que incitó a aquellos chicos?

—No reparé en él hasta que se fue, e incluso entonces lamento no haberme dado cuenta del significado de su partida hasta que ya estaba lejos. Lo perdí en una calle de muchas tabernas.

—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo? —preguntó Linsha.

—Es posible. Tenía el pelo oscuro y un modo de andar muy peculiar. ¿Crees que puede ser importante?

—No lo sé. —Linsha se apartó unos rizos de la frente—. Vigila por si lo ves, Varia. Escucha por ahí. Hay algo que no encaja.

—Por supuesto —respondió el ave. Era experta en eso de esconderse en los árboles y en los tejados o de hacerse invisible en las sombras. Se había convertido en los ojos y los oídos de Linsha en las calles de Sanction por las noches. Ululó suavemente—. Confía siempre en tu instinto.

Linsha se golpeó los muslos con las manos y se puso de pie.

—Muy bien, ahora mi instinto me dice que es mejor que me vaya antes de que el mozo de cuadra empiece a preguntarse qué estoy haciendo aquí.

La gata lamió los últimos restos de los cuencos y se acurrucó junto a la lechuza.

—No te olvides de traer más pescado —le dijo Varia mientras Linsha se dirigía a la escalera.

El capitán del Whydah nunca tuvo ocasión de reclamar a su gata. Poco después de la salida del sol y de la vuelta del calor asfixiante, la fiebre y la deshidratación hicieron presa de él y tuvieron que ponerlo en un camastro. Kelian, la sanadora que había visitado el barco y regresado para organizar el hospital, usó sus poderes místicos para bajarle la fiebre y calmar los dolores abdominales que eran la causa de su deshidratación. La desanimaba ver cuánta energía tenía que dedicar para aliviarlo, pero al final dio la impresión de que la mayoría de sus síntomas había desaparecido, lo mismo que las manchas rojas de su piel. Le dio de beber infusiones de hierbas y caldo de carne para darle fuerzas y vigiló de cerca la evolución de la enfermedad. Pero muy pronto el resto de la tripulación empezó a caer enferma y luego la esposa del capitán de puerto, Angelan y otros que habían estado en contacto con la tripulación del Whydah. Algunos sufrían alucinaciones febriles y había que atarlos. Kelian no sabía qué era más difícil, si tratar el rápido deterioro resultante de la deshidratación, o los terrores del delirio.

Los restantes pacientes que se hallaban en cuarentena estaban aterrorizados y habrían escapado si los guardias de la ciudad no lo hubieran impedido por la fuerza. Poco después, la sanadora y sus ayudantes estaban exhaustos y habían agotado sus poderes. Los que habían mejorado, como el capitán, habían sufrido una recaída y eran presas otra vez de la fiebre y del delirio. Kelian contuvo las lágrimas y pidió más ayuda.

Poco después del mediodía del día siguiente salió un decreto del palacio del gobernador en dos versiones: una proclama escrita, que fue colocada en los tableros preparados para la información de la población, y un anuncio verbal que fue difundido por los pregoneros por toda la ciudad. El decreto describía la Peste de los Marineros, como habían dado en llamarla los sanadores, y sus síntomas, y ordenaba que todos aquéllos que tuvieran problemas de salud se presentaran ante los sanadores del hospital.

Por primera vez, la ciudad intramuros se tomó la peste en serio y en la ciudad extramuros empezó a cundir el pánico. Nadie sabía cómo se producía el contagio, de modo que tampoco se sabía cómo protegerse de la enfermedad. Podía ser producida por los espíritus del mal, transmitida por el aire emponzoñado del volcán o incluso ser una maldición de cualquiera de los numerosos enemigos de Sanction. Las calles eran un hervidero de rumores. Las ventas de amuletos y hierbas que tenían fama de proteger de las enfermedades crecieron como el cohete de un gnomo.

Como suele suceder entre las poblaciones asustadas, la gente reaccionó de diversas maneras. Algunas personas acumularon comida y agua en sus casas, cerraron las puertas y se negaron a salir, mientras que otras fueron a la taberna más próxima a divertirse todo lo posible antes de que la muerte se los llevara. Unos cuantos juntaron todas sus pertenencias y dejaron la ciudad en el primer barco. Hubo también quien pensó en los dioses que se habían ido hacía tanto tiempo y se preguntaron si no sería éste un buen momento para que volvieran. Aunque el puerto seguía con su actividad habitual, había una tensión subyacente en los rostros de todos los que se aventuraban a salir. Sólo los kender y los enanos gully parecían indiferentes a la oleada de miedo que los rodeaba.

Algunos de los que sabían que habían tenido contacto con el barco de la muerte, o con el Whydah y su tripulación, acudieron al hospital improvisado para hablar con la sanadora. Kelian estaba cansada y se sentía abrumada, pero hacía todo lo que podía para examinar y tranquilizar a todos los que llegaban. Seis ya presentaban los primeros signos de la enfermedad y fueron puestos en cuarentena de inmediato. Sin embargo, los que más preocupaban a la sanadora no eran los que iban a verla, sino los que habían estado con la tripulación del Whydah y mantenían la boca cerrada. Si llegaban a enfermar y no acudían, ayudarían a difundir la enfermedad entre los desprevenidos.

Al fin del día llegaron más sanadores y provisiones al hospital para los que estaban en cuarentena. Ya eran veintisiete personas en diferentes fases de la enfermedad. Los más graves eran el capitán y la esposa del capitán de puerto. Kelian hizo todo lo posible por salvar al capitán, pero finalmente no pudo controlar la situación y murió ya avanzada la noche. Mientras ayudaba a su asistente a envolver el cadáver en una lona, la sanadora se dio cuenta de que tenía la garganta reseca y una sed incontrolable. Al despuntar la mañana presentaba las manchas lívidas en el cuerpo y, a mediodía, deliraba.

—Mantened las manos altas. ¡Mantenedlas altas! —vociferó el maestro de armas por décima vez esa mañana.

Linsha obedeció levantando los codos más de lo necesario y dejando así el pecho descubierto. Tal como supuso que sucedería, el maestro de armas levantó los brazos al cielo y se abalanzó hacia ella para corregir su postura defensiva.

—Manejáis la espada magistralmente —se quejó—. ¿Cómo es posible que seáis tan torpe en la lucha cuerpo a cuerpo?

—¡Porque nunca dejo que nadie se acerque tanto! —replicó con testarudez.

A decir verdad, Linsha era experta en dos formas de artes marciales… además del uso de la daga, la espada corta, el estoque y todo tipo de armas de otras culturas. Pero Lynn no podía serlo. Lynn de Gateway era una espada mercenaria sin formación académica, lo que obligaba a Linsha a disfrazar sus habilidades y simular que conocía pocas técnicas avanzadas en la estrategia de la defensa personal.

—Lynn, por los dioses, no sé cómo habéis sobrevivido hasta ahora.

—Lo tomaré como un cumplido —con rápido movimiento, sacó la daga de su vaina, la arrojó al aire, la cogió por la empuñadura y volvió a enfundarla limpiamente.

Una media sonrisa distendió los labios del maestro, cuya cabeza estaba al mismo nivel que la suya y llevaba una larga trenza negra que ya empezaba a encanecer. Sus brazos y piernas eran musculosos pero esbeltos, como los de un corredor o un luchador, y caminaba con la gracia sinuosa de una pantera. Señaló una diana de paja que había en una pared de la sala de instrucción y dijo:

—Puede que no seáis capaz de luchar con una daga, pero apostaría a que sabéis arrojarla.

La daga de Linsha salió volando de su mano antes de que las palabras del maestro hubieran muerto en el aire y antes de que él pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, ella le ya le había arrebatado la daga que llevaba en su fajín y la había arrojado también. Ambas hojas penetraron el centro negro de la diana y quedaron allí vibrando. Linsha se volvió y le echó una mirada de desafío.

—Pues ganaríais. Como ya os dije, no dejo que la gente se me acerque demasiado.

—En eso sois muy hábil. No obstante, joven, habrá ocasiones en que un oponente burle vuestra guardia y se acerque más de lo que querríais —dicho esto, se colocó rápido detrás de ella, golpeó con su pie para hacerle perder el equilibrio y la arrojó de espaldas sobre el suelo polvoriento.

Pesarosa, Linsha respiró hondo. Al mirar hacia arriba al instructor, su pesar se transformó en incomodidad. El comandante Durne estaba junto al maestro y ambos se inclinaban para examinarla. Él le dedicó una de sus brillantes sonrisas y le tendió una mano para ayudarla. Roja como la grana, Linsha aceptó su mano ya que hubiera sido descortés rechazarla, pero la soltó en el momento en que se puso de pie.

Los ojos azules y fríos de Durne centellearon realmente.

—¿Pasará las pruebas?

—Lo hará —dijo el maestro cruzándose de brazos—. Es fantástica con la espada, pero como era de esperar en alguien con sus antecedentes, falla en las artes de defensa personal. Nos centraremos en eso.

—Excelente.

Mentalmente, Linsha suspiró aliviada y se ocupó de desempolvar sus calzas y su túnica nueva. Fue hasta la diana y recuperó las dos dagas. Con una reverencia, devolvió al maestro la suya y volvió a colocar la propia en su sitio.

—¿Habéis estado ya con el maestro de equitación? —se interesó Durne. Al negar ella con la cabeza, él le indicó la entrada—. Entonces, como habéis terminado aquí, os acompañaré.

El maestro de armas hizo un saludo al comandante y una inclinación de cabeza a Linsha y los dejó para atender otras obligaciones.

Durne se colocó al lado de Linsha cuando salieron al calor abrasador del exterior y ambos se dirigieron al establo. Al principio, él no dijo nada.

Linsha echó una mirada a su atractivo perfil y rápidamente desvió los ojos. Odiaba la forma en que le latía el corazón.

Por fin Durne habló, y su voz sonó muy diferente del tono brusco y autoritario que empleaba con los demás hombres.

—Admito que no era muy partidario de aceptaros en el cuerpo de los guardias cuando lord Bight me dijo que quería daros una oportunidad. No creía que fuerais a estar a la altura de vuestras obligaciones —con una risita se frotó con un movimiento inconsciente la cicatriz de la herida recién curada de la frente—. Me estáis demostrando que estaba equivocado.

Linsha sintió que su corazón se contraía ante la calidez de esa voz. Sin embargo, otra voz, una llamada a la razón que surgía de las profundidades de su mente, hizo sonar una alarma. No podía dejar que se acercara demasiado ni que descubriera su máscara. Nunca podría demostrar la inesperada atracción que ejercía sobre ella.

—Me alegro de que así sea, comandante —dijo Linsha con una sonrisa afectada y adoptando cierto contoneo al andar—. ¿Así que vos y Shanron os entendéis?

Las palabras salieron de su boca antes de que Linsha supiera qué podía haberla incitado a decir semejante cosa. Era indudable que la pregunta condecía con el carácter vasto de Lynn, pero Linsha enrojeció hasta la raíz del cabello y quedó tan sorprendida de su temeridad que a punto estuvo de tropezar. El comandante Durne redujo el paso con una expresión de desagradable sorpresa en el rostro. Furiosa consigo misma, Linsha intentó encontrar algo que decir.

Antes de que pudiera disculparse o hacer algún movimiento, Durne habló con voz tan cortante como la hoja de una espada.

—Por las legiones de Hiddukel que sois una mocita impertinente.

¿Mocita? Muchos hombres la habían llamado así en el pasado, pero nunca le había gustado. Odiaba aquel apelativo paternalista, daba lo mismo que se lo dijera un Khur medio borracho en una taberna o el comandante de los guardias del gobernador. Linsha aprovechó la oportunidad para esconderse detrás de su contrariedad y su enfado. Sus ojos verdes se transformaron en fuego verde, y el color rojo de vergüenza se volvió terroso de ira.

—Lo que dije estuvo fuera de lugar y lo lamento, pero no volváis a llamarme «mocita» u os arrancaré la lengua de raíz.

Varios guardias que cuidaban de sus caballos se volvieron sorprendidos al ver a una nueva recluta que gritaba al comandante como un rufián callejero.

Las cejas del comandante Durne formaron un bloque. Sus labios se transformaron en una línea pálida. Cuando habló lo hizo con voz tranquila, implacable.

—Ya no estáis en las calles del puerto. No volváis a usar ese tono conmigo ni a amenazar a ningún oficial de esta unidad. Si lo hacéis, seréis despedida del servicio y expulsada de esta ciudad. ¿Está claro?

Ni una sola de sus palabras superó el tono calmo, moderado, pero Linsha las sintió como puñetazos. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Sabía que se había extralimitado. Era hora de batirse rápidamente en retirada. Dio un paso atrás y se llevó los dedos al pecho en un vigoroso saludo.

—Os pido disculpas, comandante —dijo lo bastante alto como para que la oyeran los demás guardias.

Él le dirigió una mirada que le heló el alma, luego giró sobre sus talones y se marchó con la espalda tan recta como una tabla debajo de su chaqueta escarlata.

A Linsha se le escapó un suspiro, suave como un susurro, mientras lo miraba alejarse. Pensó que si sus modales rudos no lo apartaban de ella, nada lo haría. Era probable que informara de su conducta ofensiva a lord Bight y que de ahora en adelante evitara todo contacto con ella. Linsha volvió a suspirar. Se permitió un instante de autoconmiseración. No era justo. No era justo que el primer hombre que le gustaba y que respetaba y por el cual sentía deseo en tantos años tuviera que ser alguien al que no se atrevía a tener. El Círculo Clandestino le pediría su espada si llegaba a enterarse.

Linsha hizo caso omiso de las sonrisitas de los guardias que la miraban y entró con aire compungido en el establo para ensillar a Catavientos y presentarse ante el maestro de equitación.