La confusión había terminado y la multitud se había dispersado cuando Linsha y Durne subieron con ayuda al muelle. Unos cuantos guardias tenían magulladuras y cortes producidos por la lluvia de misiles, pero sólo el comandante Durne había sufrido una herida de consideración.
Linsha volvió hasta el tonel, donde encontró a la gata, que seguía sentada tranquilamente sobre el diario de a bordo. Se agachó para recoger sus armas, pero sintió que las piernas le temblaban y, sin poder impedirlo, se fue deslizando hasta el suelo con la espalda apoyada en el tonel. El esfuerzo que había realizado parecía dispuesto a cobrarse su tributo y allí estaba, helada, tiritando y completamente agotada. La gata saltó a su regazo y empezó a olisquear su uniforme con gran interés.
Mientras tanto, cinco de los revoltosos, demasiado borrachos como para ir muy lejos, habían sido capturados, y estaban arrodillados en fila, aterrorizados, con las manos encima de la cabeza, enfrente de un pelotón de furiosos guardias de la ciudad. Su cabecilla, el hijo del pescador, estaba entre ellos, con un ojo amoratado y un gesto de atemorizado desafío. Se dejó caer sobre sus talones con evidente alivio al ver al comandante en el muelle.
Lord Bight no perdió el tiempo. A grandes zancadas se acercó al hijo del pescador, lo asió por la camisa y lo obligó a ponerse de pie. Al chico se le aflojó la mandíbula y se le desorbitaron los ojos por el miedo; de su cara vasta desapareció todo resto de desafío.
—Chico —rugió el gobernador—, mis guardias me dicen que eres responsable de este desatino. Quiero que me digas en no más de veinte palabras por qué tú y tus amigos hicisteis algo tan tonto. Y es mejor que sea verdad, o te pasarás una semana en los astilleros como castigo por perturbar la paz durante una reunión pública, por asaltar a mis guardias, por atentar contra la vida de mi comandante y por provocar el pánico.
El muchacho intentó hablar, pero puso los ojos en blanco y se desmayó, tal vez por el miedo, tal vez por el alcohol.
El gobernador lo dejó caer con disgusto y pasó al siguiente, un joven flacucho, de pelo oscuro, de unos diecisiete años que llevaba el atuendo basto de un granjero. Lord Bight lo miró desde su aventajada estatura, con el gesto adusto y unos ojos como brasas.
—Se suponía que era una broma —se apresuró a decir el chico antes de que el gobernador hubiera abierto siquiera la boca—. ¡Sólo una broma! No teníamos intención de matar a nadie.
Lord Bight miró a su prisionero como un león a punto de saltar sobre su presa.
—¿Una broma? —dijo con una voz que más bien parecía un rugido.
El muchacho parpadeó y prosiguió sin vacilar:
—Sí, mi señor. Nos estábamos riendo y alborotando un poco cuando apareció ese hombre. Tenía una botella de aguardiente enano que olía a hongos ¿sabéis? Y él, bueno, nos habló y nos dio la jarra.
—Dijo que ya estaba bien de discursear y que hacía falta un poco de risa para que acabase —intervino otro chico de unos dieciocho años.
—¿Un poco de risa? —repitió el gobernador con tono áspero—. A punto estuve de perder a dos guardias.
Un chico más joven empezó a lloriquear. Estaba tan acurrucado que daba la impresión de querer desaparecer entre los maderos del muelle.
—Lo sentimos, excelencia. Lo sentimos mucho. No lo pensamos.
—Bien, ya va siendo hora de que empecéis a pensar. ¿Quién os sugirió que arrojarais cosas?
—Fue ese hombre —dijo el tercer chico, ansioso de ser útil—. Dijo que debíamos darles un susto a los guardias.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre? ¿Alguno de vosotros lo conocía?
Todos negaron con la cabeza.
—Era un tipo alto —dijo el más joven.
Los otros lo corroboraron, en la esperanza de aplacar la ira del gobernador.
—Y de pelo negro.
—No, castaño. Y tenía barba.
—No, tonto, sólo unas grandes patillas.
—¡Ya basta! —la orden de lord Bight los golpeó como un látigo. Su voz tenía un tono de autoridad que nadie se atrevió a desobedecer—. Ya haréis vuestras declaraciones ante los guardias de la ciudad, daréis incluso los nombres de vuestros cómplices. El magistrado os acusará de alterar el orden e incitar al amotinamiento, y los guardias os tendrán en las mazmorras una semana, lo que os dará tiempo más que suficiente para pensar.
Los cinco chicos se miraron desolados, pero ninguno dijo una sola palabra.
—Si os vuelvo a coger haciendo algo así otra vez, os enviaré a las minas volcánicas. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —respondieron a coro, y los guardias de la ciudad se los llevaron.
El comandante Durne dedicó una sonrisa cansada a su gobernador.
—No sé qué los asustó más, si vos o la idea de las mazmorras.
Lord Bight suspiró y se frotó la barbilla.
—Espero que hayan sido ambas cosas —respiró hondo y, tan rápido como había aparecido, su enfado desapareció dejando lugar a una triste resignación—. Éste ha sido un día duro para todos. Tal vez haya sido un poco severo con ellos.
Durne se tocó la herida recién cerrada de su dolorida cabeza.
—¿Una semana? Creo que fuisteis muy justo —miró con aire pensativo hacia el malecón desierto, las calles oscuras y los muelles que se extendían a uno y otro lado—. ¿Quién creéis que puede ser ese hombre misterioso? Será sólo un alborotador o tendría algún oscuro designio.
—Es una buena pregunta para hacerle si lográis encontrarlo.
—Ya veré qué podemos hacer —su mirada recayó sobre Linsha, sentada junto al tonel con la gata en su regazo—. ¿De veras saltó al agua para rescatarme? —preguntó, todavía atónito por el valor que se requería para saltar al agua del puerto por la noche para salvar a un hombre a punto de ahogarse.
Una leve sonrisa de complicidad brilló en el rostro de Hogan Bight, pero desapareció antes de que Durne la hubiera notado.
—¿No estáis contento de que no hiciera caso de vuestras advertencias? —dijo con tono intrascendente.
Juntos se dirigieron a donde estaba ella y lord Bight le ofreció la mano para ayudarla a ponerse de pie.
—Gracias por vuestra ayuda, excelencia —bajó la mirada a la gata que tenía en los brazos—. ¿Qué debo hacer con ella?
—Ah, sí. Parece que os ha tomado cariño. Llevadla a los establos de palacio, y si el capitán del Whydah sobrevive podrá reclamarla.
—Creo que le gusto porque huelo a pescado podrido —dijo Linsha con una risita.
Lord Bight echó una mirada a sus propias ropas y al uniforme húmedo y bastante oloroso del comandante Durne y sus ojos brillaron.
—Qué manera estupenda de empezar una amistad —giró sobre sus talones, pidió su caballo y se apartó preparándose para partir.
Durne hizo una pausa antes de seguirlo.
—Gracias, Lynn —se quedó allí, parado, sin saber qué más decir. No le sucedía a menudo eso de tener que agradecer a otra persona que le hubiera salvado la vida, especialmente a una mujer encantadora y manchada de barro.
Linsha se limitó a inclinar la cabeza sin apartar los ojos de él. Por primera vez se dio cuenta de que debajo del uniforme mojado el comandante tenía unos hombros anchos. Curiosa, dejó que sus ojos bajaran más y observó que también su pecho era ancho, y su cintura estrecha… tosió incómoda y sintió calor en la cara. ¡Por los dioses, en qué estaba pensando! Para ocultar su inesperado azoramiento saludó y dijo:
—De nada, señor. Y siento lo de vuestra espada —bajando la cabeza, recogió el libro de a bordo y salió rápidamente en busca de Catavientos, dejando a Durne un poco perplejo.
Los escuadrones volvieron a formar como antes y salieron cabalgando por el muelle hacia las calles silenciosas. Mientras los cascos golpeaban el empedrado de la calle, una sombra oscura cruzó con serenidad por encima de sus cabezas y se deslizó por la sombra que quedaba entre dos casas.
—¿Habéis visto eso? —le dijo un guardia a Linsha.
Ella sonrió para sus adentros y dio una palmadita a la gata que descansaba sobre su silla de montar.
—Sólo era una lechuza.
Era media mañana de otro día de agobiante calor cuando Linsha se despertó por fin. Permaneció un rato tendida en la cama extraña, mirando el techo extraño y preguntándose dónde estaba. El sueño todavía se pegaba a su mente como una resaca y su cuerpo estaba demasiado aletargado para moverse. Dormitó un poco más en medio del creciente calor y, cuando volvió a abrir los ojos, recordó dónde estaba y por qué.
La habitación que ocupaba estaba pintada de blanco y relucía bajo la luz brillante del sol que se filtraba por una estrecha ventana enfrente de su cama. La claridad ayudaba a disimular que la habitación era muy pequeña, apenas algo más que una celda. Al menos, pensó incorporándose y bajando los pies al suelo, no tenía que compartirla con nadie. En unas barracas llenas de hombres aquello era una bendición.
Alguien golpeó en la entrada y una cabeza se asomó por la gruesa cortina que hacía las veces de puerta.
—Oh, bien. Estáis despierta —dijo una mujer de pelo rubio—. Mi nombre es Shanron. Me enviaron a ver si queríais algo de comer.
Linsha se llevó una mano al estómago vacío. Habían pasado muchas horas desde su cena ligera con Elenor.
—Sí, eso estaría bien —dijo agradecida.
—Bueno, ahí tenéis ropa limpia. Nos hemos tomado la libertad de quemar vuestro antiguo uniforme. Esta tarde tendréis uno nuevo.
La Dama se rió al ver la expresión de disgusto en la cara de Shanron.
—Gracias, yo tenía pensado meterlo entre la basura —bajó la vista y vio que llevaba una vieja camisa que había pertenecido al marido de Elenor. Recordaba vagamente haberse quitado el uniforme húmedo y maloliente y haberse puesto aquella camisa antes de quedarse dormida. Pero nada más. Se pasó la mano por el pelo.
Shanron interpretó su gesto correctamente.
—No, no tuvisteis ocasión de asearos anoche. Tenéis un pabellón de baños abajo, si os interesa.
—Mostradme el camino —dijo Linsha poniéndose de pie y con evidente alivio en la voz. Cogió su ropa limpia y una vieja toalla de hilo y salió de la habitación detrás de Shanron.
Una vez en el pasillo pudo ver de cuerpo entero a la única mujer, además de ella, que servía con los guardias personales de lord Bight. La madre de Shanron había sido esclava en una casa de placer poco antes de la Guerra de Caos; no se sabía quién era su padre, aunque por el color dorado de su pelo y su piel pálida que se negaba a broncearse, Shanron suponía que sería un bárbaro sureño. Al igual que los guerreros del sur, tenía un cuerpo tenso, de largos tendones y músculos tersos y su estatura le permitía mirar desde lo alto a no pocos hombres. Tenía una sonrisa agradable que prodigaba y parecía contenta de tener a otra mujer en los barracones.
Shanron atravesó el pasillo con pasos elásticos y cadenciosos mientras hablaba.
—El comandante Durne me dijo que tenéis todo el día para estableceros y aprender los planes de servicio y de instrucción. Mañana seréis evaluada por el maestro de armas y el maestro de equitación para que puedan asignaros tareas —se agachó para pasar un arco y empezó a bajar una escalera—. Los barracones principales están aquí abajo. Nuestras habitaciones están en la última planta, debajo del tejado, junto con las de los cocineros y la servidumbre. Hace calor, pero hay más privacidad.
Linsha vio fugazmente un largo corredor con filas de cubículos antes de salir corriendo para no perder de vista a Shanron que ya bajaba otro tramo de escalera.
—Ahí —dijo Shanron señalando la pared de su derecha— está la cripta. Se dedica sobre todo a almacén, pero es mi lugar favorito. —Salió por una arcada y, con un gesto amplio, señaló una puerta estrecha en la alta pared que había detrás de los barracones.
—¿Una puerta? —observó Linsha confundida.
—No. Lo que hay al otro lado. —Como una niña con un secreto, Shanron le indicó que la siguiera y avanzó hacia la puerta.
El sonido de un cuerno sobresaltó a Linsha, que se volvió para mirar a través del patio de armas hacia el palacio del gobernador.
—No es más que el cuerno que indica el cambio de guardia en las almenas superiores. Allí no se puede estar demasiado tiempo con este calor. Vamos antes de que os queméis los pies —le dijo Shanron.
Linsha se dio cuenta de que la otra mujer tenía razón. El patio de armas estaba cubierto de hierba, para que no hubiera tanto polvo en torno al palacio. Pero los caminos que lo bordeaban eran de piedra y almacenaban el calor como un horno. Sus pies desnudos ya empezaban a sentir el efecto. Rápidamente siguió a su guía por el sendero y atravesó la puerta. Sus pies pasaron de la piedra caliente a la hierba tibia y se detuvo mirando alrededor asombrada.
Habían entrado en un jardín que con el calor de la mañana despedía un intenso aroma a gardenias, jazmines y rosas. Unas hiedras espesas cubrían las paredes, y grupos de acacias, de dorados jenízaros y de abedules ofrecían la sombra de oasis dispersos. En el centro había un estanque fresco e incitante rodeado por una pared de granito azul. En su superficie flotaban blancas flores de loto. A la derecha había un pequeño edificio abovedado cuya entrada estaba sombreada por una galería de madera tallada.
—Éste es uno de los jardines del gobernador Bight —explicó Shanron a Linsha—. Ser guardaespaldas tiene sus privilegios y éste es uno de ellos. Ése es el pabellón de baños —añadió señalando el edificio de piedra—. Que lo disfrutéis, yo me quedaré aquí ganduleando junto al estanque y vigilando la puerta hasta que hayáis terminado.
La Dama atravesó la galería y entró en el edificio de piedra. Al otro lado de la puerta había una celosía de madera a juego con la galería, y detrás de ella, un recinto con pilares y techo abovedado y un estanque en el suelo de unos diez metros de diámetro, un metro de profundidad y un agua gloriosamente limpia. La estancia era luminosa y aireada, lo que indicaba la presencia de ventanas, pero Linsha no podía verlas a causa de las cortinas de gasa blanca colgadas entre los pilares. Una leve brisa atravesaba el edificio haciendo danzar las vaporosas telas.
Linsha no podía creer en su suerte. No se había dado un auténtico baño de inmersión desde su llegada a Sanction. Siempre había tenido que conformarse con una cuba de agua o con un remojón rápido y caro en unas de las casas de baños públicos que tenían algunas posadas.
Una asistente acudió para ayudarla a desvestirse y a encontrar los jabones y aceites perfumados; luego se retiró al pedírselo Linsha y dejó a la Dama bañarse a solas. Después de días de calor, humedad, polvo y fatigas y de la inmersión de la noche anterior en el agua infecta del puerto, el agua fresca era una bendición para Linsha. Se enjabonó y se enjuagó y volvió a enjabonarse y enjuagarse hasta que su piel empezó a arrugarse y su pelo quedó chirriante de tan limpio.
De no muy buena gana dejó el estanque por fin y se vistió con la túnica suelta y los pantalones holgados que alguien había dejado en su habitación. La ropa era ligera y cómoda para el calor y le quedaba bastante bien. Además, era mucho más femenina que la que Lynn usaba habitualmente.
Salió de la casa de baños de vuelta al sol abrasador y se detuvo tan bruscamente que a punto estuvo de caerse. El comandante Durne tenía un pie sobre la pared baja que rodeaba el estanque de aguas claras y un codo apoyado en la rodilla mientras se inclinaba hacia adelante para hablar con Shanron. Su actitud era informal, amistosa y relajada. La mujer estaba reclinada en la pared que había frente a él con sus largas piernas extendidas hacia él, y el peso de su cuerpo descansaba en un brazo mientras con la mano removía el agua. Reían juntos como dos amigos pero ¿serían íntimos?
Linsha quedó sorprendida y consternada por una punzada de celos que le surgió de no sabía dónde. A ella no le importaba qué tipo de relación tuvieran. Estaba demasiado ocupada, y su posición era demasiado precaria como para pensar siquiera en albergar sentimientos por alguien, y mucho menos por su comandante. Se colocó una sonrisa de tranquila bienvenida y se sumó a los dos que estaban junto al estanque. El comandante volvió hacia ella sus ojos color aguamarina. Linsha había visto aquellos ojos transmitir muchas emociones, pero se sorprendió ante el placer, la sorpresa y el interés que vio reflejados en ellos mientras la estudiaba lentamente.
—Debajo de ese áspero exterior hay más de lo que se podría imaginar —dijo.
El comentario hizo que a Linsha le corriera un escalofrío por la espalda. ¿Debía sentirse halagada o ponerse en guardia? ¿Sólo quería decir que ganaba mucho después de lavarse o que debajo del disfraz de Lynn, la barriobajera, había otra mujer? Tenía que recordar que él era una amenaza potencial, un extraño y un oficial leal en el gobierno de un hombre al que la habían enviado a investigar. El hecho de que hubiera arriesgado su vida para salvarlo no significaba que pudiera estar emocionalmente ligado a ella.
Abruptamente Linsha enredó los dedos en su toalla de lino y apartó los ojos de la cara del hombre.
—¿Dijisteis algo de una comida? —le preguntó a Shanron. Le pareció que sus palabras habían salido un poco atropelladas, pero confió en que nadie lo hubiera notado.
Shanron levantó su imponente estatura de la pared en la que estaba tumbada y se puso de pie.
—Un poco mejor que un baño en el puerto, ¿no es cierto?
La sincera sonrisa que animó el rostro de Linsha dio brillo a sus ojos y un tono sonrosado a las pecas que punteaban sus mejillas.
—Un absoluto paraíso.
Ian Durne parpadeó y volvió a mirarla con aire pensativo, desarmado y distraído por un encanto en el que no había reparado antes. Su boca se abrió como si estuviera a punto de decir algo, pero lo pensó mejor y la cerró. Se recompuso rápidamente, apartó los ojos e inclinando la cabeza saludó a las dos mujeres.
—Os dejo con vuestras obligaciones.
Shanron le devolvió la inclinación de cabeza. Como no vestía uniforme no era necesario un saludo formal. Si había observado algo desusado en el comportamiento de Linsha o de Durne, se guardó muy bien de comentarlo. Mientras llevaba a su compañera hacia las grandes cocinas y el comedor, le explicó a Linsha las funciones de algunos de los demás edificios exteriores: el granero, la herrería y la destilería de cerveza. Le señaló el lugar donde estaban las zonas privadas, la sala de instrucción y el aljibe y presentó a Linsha a media docena de guardias con los que se toparon. No dio ninguna pista sobre su amistad con Durne, y Linsha no preguntó nada. La Dama estaba contenta de que no hubiera salido el tema.
El comedor estaba lleno de guardias que acudían para la comida de mediodía. Le dieron la bienvenida a Linsha y le hicieron repetir con sus propias palabras la historia de su salto a las aguas del puerto. Su reputación, sometida a prueba por el hecho de ser nueva en el cuerpo, subió varios grados ya que el comandante Durne gozaba de la simpatía de sus hombres y se había ganado su respeto.
Linsha comió con verdadero apetito aquella comida sencilla pero abundante, y al finalizar pidió un plato de sobras al cocinero para llevárselas a la gata. El cocinero farfulló algo sobre alimentar a animales abandonados, pero después de escuchar algunas de las sinceras alabanzas de Linsha le dio un cazo de carne estofada y algunas raspas de pescado.
Al salir del comedor, Shanron se despidió.
—Tengo guardia esta tarde —explicó—, pero os veré por la noche. Id a la armería, por allí, para ver al sastre por el uniforme y hablad con el capitán Dewald. Está haciendo la lista de tareas. Ah, y a los escuderos no les está permitido abandonar el recinto del palacio sin permiso, y eso sólo en compañía de otro guardia. De modo que no se os ocurra ir de compras sin mí. —La saludó con la mano y salió corriendo para ponerse el uniforme.
Linsha llevó las sobras al establo y se alegró de ver a Catavientos bien instalada en un puesto aireado en los establos con el pesebre lleno y agua en abundancia.
Un anciano mozo de cuadra acudió a saludarla.
—Es una bonita yegua. Es un gusto tenerla aquí. ¿Eso es para la gata? No me extraña que el capitán quisiera salvarla, ya ha cazado tres ratas. Está arriba en el pajar. ¡Y no hagáis mucho ruido! Tenemos una lechuza ahí arriba. Se presentó por las buenas y no queremos espantarla —le guiñó un ojo y se marchó sin esperar respuesta.
Linsha rió para sus adentros, divertida por el resumen de noticias del mozo de cuadra. Encontró la escalera que llevaba al pajar en el extremo derecho de la larga fila de compartimientos y subió lentamente haciendo equilibrios con los dos cuencos de comida en una mano. El henil era caluroso, lleno de polvo y cerrado. Estaba repleto de balas de heno casi hasta las vigas del techo en algunos lugares y por el medio quedaban interesantes colinas y valles en los lugares de donde habían sacado heno para llenar los pesebres.
Linsha se internó un poco mirando a un lado y a otro en la semipenumbra. Silbó suavemente imitando el canto quejumbroso de una paloma, y de entre las vigas le llegó una respuesta. Intentó localizar a la lechuza, pero el plumaje entreverado de Varia hacía que pasara inadvertida a menos que hubiera mucha luz.
De pronto, una sombra se despegó de una de las vigas y llegó volando hasta ella.
—Por fin estás aquí —le dijo una voz susurrante—. Te he estado esperando.