Durante un instante, Linsha consideró las opciones que tenía y decidió quedarse tranquila e intentar aplacar al oponente que tenía montado en su espalda. Si no hubiera tenido aquel cuchillo en la garganta se lo habría sacado de encima y lo habría mantenido a raya, pero un enemigo armado al que no podía ver en medio de aquella oscuridad y que tenía una hoja afilada tan cerca de su yugular, era un riesgo demasiado grande.
—He preguntado qué estáis haciendo aquí abajo —repitió la voz en tono fiero.
—Estoy con los guardias del gobernador. Estoy buscando al gato —dijo con toda la calma de que fue capaz.
—Lleváis un uniforme de la guardia de la ciudad, y apesta, por cierto. ¿Por qué andabais merodeando por aquí? Se ha hecho desembarcar a todos los guardias.
—Lord Bight me mandó a buscar a la gata del barco. ¡Ahora quitaos de encima! —insistió Linsha.
El cuchillo se apartó de su garganta.
—¿Ya está aquí el gobernador?
Linsha de dio cuenta de que sus ojos estaban acostumbrándose a la oscuridad. Podía ver formas borrosas entre las sombras profundas, y la luz que entraba por la escotilla superior parecía más brillante. Volvió ligeramente la cabeza y vio un rayo de luz reflejado en la larga hoja de una daga que ahora apuntaba al suelo y no a su cuello. Eso le bastaba. Rápida como una serpiente que ataca, echó los brazos hacia atrás y aferrando con ambas manos a su atacante por la muñeca lo levantó por los aires y lo estampó contra el suelo. Al mismo tiempo, rodó en la misma dirección, desalojando a su contrincante y derribándolo sobre las paredes de madera de uno de los corrales. Linsha se puso de pie de un salto lanzando un juramento barriobajero y sacando su daga se puso en posición de ataque.
Con un gruñido de disgusto, una figura baja y fornida se puso de pie y escupió sobre la paja.
—Supongo que me lo merecía —dijo—, pero me sorprendisteis. Se suponía que el barco tenía que estar vacío y pensé que erais un saqueador.
Linsha se relajó un poco. Ahora podía ver bastante bien como para distinguir la cara y la figura de un enano.
—Ahora me toca a mí preguntar. ¿Qué estáis haciendo aquí abajo?
—Órdenes del gobernador —gruñó.
—Bueno, él está ahí fuera —respondió Linsha con tono irritado. Estaba demasiado cansada para mostrarse amable con enanos gruñones, especialmente si se le montaban a la espalda y le ponían una daga en la garganta. Volvió a envainar su daga, levantó el diario de a bordo que había caído en la refriega y le volvió la espalda para buscar entre las balas de paja. Como esperaba, vio una gata peluda y fina, sentada con la mirada clavada en el agujero donde se había escondido una rata. Linsha la cogió y, sin decirle nada al enano, subió por la escalerilla a cubierta. Oyó que él subía detrás, pero no se molestó en mirar hacia atrás hasta que terminó de atravesar el barco y bajó al muelle.
A la luz de las antorchas, pudo ver claramente al enano que bajaba por la pasarela. Lo saludó apenas con una leve inclinación de cabeza.
Éste tenía una expresión divertida cuando le devolvió el saludo.
—Soy Mica, sanador del gobernador y sacerdote del Templo del Corazón.
De modo que era un sanador místico del templo de la colina recientemente restaurado.
—Soy Lynn de Gateway, el miembro más nuevo de la guardia del gobernador —replicó Linsha.
Apenas medía un metro veinte con sus zapatos de cuero hechos a mano, pero sin embargo se las ingenió para mirar por encima del hombro su uniforme manchado de sudor.
—Debéis de ser muy nueva. ¿Habéis tenido un día ajetreado?
La Dama puso los ojos en blanco tras examinar la chaqueta marrón y la camisa de lino inmaculadas del enano y sus pantalones de corte elegante. Incluso después del revolcón que le había dado bajo cubierta, estaba insoportablemente limpio y planchado. A su lado, Linsha se sentía como un montón de andrajos sucios.
—No os lo creeríais —farfulló y estaba a punto de irse cuando el comandante Durne se unió a ellos.
—Ah, Mica. Todavía estáis aquí. El gobernador quiere hablar con vos.
El enano saludó a ambos con una inclinación de cabeza y se dirigió al final del muelle donde lord Bight esperaba a los remolcadores con sus oficiales.
El comandante Durne miró a Linsha y luego la examinó más detenidamente.
—Tenéis paja en el pelo y un corte en la garganta que no estaba ahí antes —sonrió—. ¿Es que el gato opuso resistencia?
Linsha se sorprendió al ser asaltada de repente por la vergüenza de sentirse tan sucia, de que sus ropas olieran mal, de su aspecto penoso y de que el comandante Durne estuviera tan cerca. Se aferró a la gata y al diario de a bordo como si fueran un escudo y se apartó un paso. Por suerte, la gata estaba muy cómoda en sus brazos y no hizo el menor intento de escabullirse. De su garganta salió un satisfecho ronroneo.
—Ah, no —dijo Linsha rápidamente para disimular su malestar—. El enano me tendió una emboscada en la bodega.
—¿Mica? —dijo Durne sorprendido.
—Pensó que era un saqueador.
—No sabía que pudiera tomarse las cosas tan a pecho. Por lo general se ocupa demasiado de su aspecto como para molestarse en atacar a alguien.
Linsha no advirtió señal alguna de burla en sus palabras, sólo una observación.
—Dijo que es el sanador de la corte del gobernador.
—Sí, es muy bueno. Leyó el informe del primer sanador e insistió en examinar el Whydah personalmente.
—¿Alguno de los sanadores ha reconocido esta enfermedad? —preguntó Linsha.
—No —respondió Durne cruzándose de brazos y mirando hacia la oscuridad del puerto.
Ambos se quedaron en silencio escudriñando la noche. La oscuridad era negra y aterciopelada. La neblina y el calor resultaban agobiantes. La luna no había salido todavía y sólo se veían las escasas luces de los barcos y de las embarcaciones de recreo ancladas en los muelles. No había ni trazas de viento y el agua apenas se movía.
—Noche perfecta para quemar un barco —dijo Linsha en voz baja.
Oyeron el chapoteo de unos remos que se acercaban y de la noche salieron dos grandes remolcadores. Rápida y eficazmente se ataron los cabos de la proa del Whydah a las popas de las dos embarcaciones mientras se retiraba la pasarela y se soltaban amarras. Un salmodiador del primer remolcador inició una canción lenta y rítmica, y los remos de las dos embarcaciones se hundieron acompasada y profundamente en el agua. El Whydah empezó a moverse.
Lord Bight y sus guardaespaldas, los guardias de la ciudad, Mica y Linsha observaron sin hablar mientras el navío condenado empezaba la lenta marcha hacia su pira funeraria. Lo vieron hundirse lentamente en la oscuridad hasta que no fue más que una sombra vaga contra las luces distantes, y luego se desvaneció completamente. Los minutos pasaban uno tras otro.
En los brazos de Linsha, la gata del barco levantó la cabeza y paró las orejas. Una luz amarilla se encendió en la lejanía, en medio de la negra oscuridad, y a ésa le siguió una segunda. Dos luces, como diminutas damas danzarinas, se redujeron primero y luego se expandieron formando dos bolas relumbrantes. De repente se produjo una explosión sorda, y las dos luces se fundieron en una furiosa columna de fuego que consumieron el barco e incineraron a los muertos en una última conflagración resplandeciente, visible desde todos los puntos del puerto e incluso desde las murallas de la ciudad.
Cuando por fin las llamas empezaron a extinguirse, un cuerno sonoro tocó una despedida desde la torre del capitán de puerto. Un barco anclado en el puerto respondió haciendo sonar su sirena y poco después las tripulaciones de todas las embarcaciones ancladas en la bahía hicieron sonar sus sirenas y sus cuernos rindiendo un último homenaje al capitán de puerto y a las otras víctimas. Los sonidos se fundieron produciendo un gemido prolongado y lúgubre que era la expresión de la pena y el miedo de una ciudad y que ascendió por el cielo de la noche hasta donde los dioses ya no habitaban.
Cuando por fin callaron las sirenas y los cuernos y se extinguieron las llamas en el agua, lord Bight se pasó una mano por los ojos y desvió la mirada, con expresión impenetrable. Indicó a sus hombres que lo siguieran. Apesadumbrados, los guardias del gobernador ocuparon sus sitios y empezaron a recorrer el muelle hacia la costa.
Linsha, con la gata y el diario de a bordo del barco todavía en sus manos, caminó detrás del comandante Durne. El enano, Mica, iba al lado del gobernador. Cuando los soldados se aproximaron al malecón que había al final del muelle, Linsha de dio cuenta de que una gran multitud bloqueaba el camino. Era una muchedumbre variopinta, formada por la concurrencia de las tabernas, las casas de juego y las posadas que rodeaban el puerto, hombres y mujeres, algunos minotauros, uno o dos draconianos, unos cuantos bárbaros alborotadores y los omnipresentes kender que habían acudido como moscas a la miel. Al principio estaban silenciosos, pero a medida que el gobernador se aproximaba empezaron a formular preguntas a voz en cuello para atraer su atención. Detrás de ellos, unos cuantos guardias de la ciudad se paseaban nerviosos y esperaban con sus caballos mientras otra fila exigua de guardias era todo lo que separaba a la gente del gobernador.
Éste aminoró la marcha al acercarse, se irguió cuan largo era y los recorrió con su mirada implacable.
—Lord Bight, ¿qué es lo que sucede? —gritaron varios al unísono.
—¿Por qué se están llevando a la gente? —preguntó una mujer.
—Hemos oído que han muerto cientos de personas. ¡Dicen que la enfermedad es una maldición!
—¿Cuántos barcos van a quemar? —gritó una voz airada.
Más gente se iba sumando a la multitud, marineros y comerciantes, carteristas y sirvientes. Todos elevaban la voz, confundidos y enfadados, hasta que todo se transformó en un vocerío indescifrable que hacía daño a los oídos.
El comandante Durne y el capitán Dewald, sin preocupación aparente, enviaron soldados a reforzar la línea de la guardia de la ciudad y a rodear al gobernador.
Lord Bight se encaramó sobre una pila de barriles y levantó los brazos para pedir silencio a la muchedumbre. Poco a poco, tras no pocas riñas y protestas, los asistentes se fueron callando.
Con voz decidida y palabras precisas, el gobernador respondió las preguntas y explicó, lo mejor que pudo, lo que ocurría entre una nueva oleada de preguntas, comentarios y balbuceos de borrachos.
Linsha observaba, impresionada por la infinita paciencia de lord Bight. Su voz parecía irradiar calma, y todos los movimientos de su cuerpo y sus respuestas parecían elegidas para tranquilizar e informar al mismo tiempo. La ruidosa multitud se fue calmando influida por la cualidad hipnótica de su tono profundo y calmado. Tan poderoso fue el esfuerzo que hizo para acallar a la multitud que ninguno de los que podían oírlo quedó inmune al encanto de su voz.
Linsha y los guardias lo miraban con tal atención que no repararon en una banda de jóvenes revoltosos que andaba merodeando por los alrededores, alborotando con sus risas ebrias y murmurando con aire conspirador mientras hacían circular algunas botellas de cerveza.
Un hombre corpulento, vestido con una túnica y unas calzas indescriptibles, se introdujo entre ellos y les dio una jarra de aguardiente enano. Una mueca y una risotada distorsionaron su cara cuando le susurró algo al que los encabezaba, el hijo de un pescador conocido por su afición a las grescas. La hilaridad estuvo a punto de ahogar al muchacho, que se inclinó para repetir la broma a sus amigos. En medio de sus guasas, el extraño desapareció, deslizándose en la oscuridad de un callejón.
Los muchachos se pasaron la jarra unas cuantas veces para armarse de valor, y luego, uno por uno, recogieron pequeños objetos del suelo, del muelle o de las pilas de carga que por allí había y se fueron abriendo camino hasta colocarse en primera línea de la multitud.
El hijo del pescador tomó el último trago de una de las botellas de cerveza.
—¡Socorro, nos atacan! —gritó a voz en cuello mientras tiraba la botella en dirección a los guardias de lord Bight. Sus amigos también arrojaron su munición y una lluvia de botellas, piedras, ganchos de carga y tableros rotos cayeron entre los guardias.
Varios de ellos cayeron, sangrando y atontados. El resto sacó las armas entre gritos de furia.
La multitud asistía estupefacta, como si se acabara de despertar de un sueño. A la vista de los guerreros caídos, de las espadas en ristre, se desató un verdadero pandemónium.
Los guardias de la ciudad, llevados por la furia, cargaron hacia el interior de la multitud para capturar a los agresores. La mayor parte de los asistentes se dispersaron, presas del terror, en todas direcciones, pero algunos de los más observadores saltaron sobre tres de los revoltosos, y unos cuantos más salieron en persecución de los gamberros. Los caballos de la guardia reculaban y relinchaban asustados por el ruido y por la gente que corría. Los oficiales gritaban órdenes a sus hombres.
El gobernador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, y respiró hondo. El esfuerzo de apaciguar a la multitud y la súbita ruptura del encantamiento lo habían dejado sin fuerzas. Sus guardaespaldas, los que todavía se mantenían en pie, lo rodearon inmediatamente formando una muralla impenetrable.
Pero Linsha no les prestó atención.
Una jarra pesada, hecha de barro rojo y cocida hasta darle una dureza extrema, había volado por los aires y había dado, con una puntería insospechada, en la cabeza del comandante Durne. Atontado por el golpe, el comandante trastabilló entre dos pilas de fardos, el pie le resbaló en el borde del muelle y cayó hacia atrás en la oscuridad.
Linsha lanzó un juramento. Puso el diario de a bordo y a la gata en un tonel y se despojó de su espada y de sus botas mientras miraba por el borde del muelle. Por suerte para Durne, la marea estaba alta y circulaba suficiente agua entre los pilotes para impedir una caída traumática. Por desgracia, Linsha no podía ver su cuerpo.
Sin pensarlo siquiera, Linsha saltó a las aguas del puerto, negras como la noche. Gracias a los dioses, había aprendido a nadar bien tanto en los lagos como en el río, y allí las aguas eran bastante tranquilas. No había corrientes ni remolinos ni olas avasalladoras, ya que la marea estaba a punto de cambiar. No obstante, estaba muy oscuro y el olor a basura era insoportable.
Durante unos momentos nadó de un lado para otro por el agua buscando frenéticamente al comandante. Se había dejado caer en el punto donde debía de haber caído y confiaba en encontrarlo pronto. No le apetecía en absoluto sumergirse en aquellas aguas que eran poco menos que un traicionero vertedero de todo tipo de basura. Y quién sabe lo que podría acechar debajo de aquel gran muelle. Linsha detestaba nadar en aguas que no le permitían ver el fondo.
Se alzó un poco más sobre el agua y miró hacia las densas sombras debajo del muelle. De repente un rayo de luz amarillenta se reflejó en el agua alrededor de ella. Varios guardias se inclinaban en el borde del muelle y sostenían sus antorchas lo más lejos que podían para darle luz. Eso bastó. En el borde de la débil iluminación, junto a uno de los grandes pilotes, divisó algo rojo. Cuatro vigorosas brazadas la llevaron hasta un cuerpo casi sumergido, vestido de rojo, que flotaba boca arriba con el vaivén del agua. Le manaba sangre de un corte profundo a lo largo del nacimiento del pelo, tenía los ojos cerrados y estaba inconsciente. Un rápido examen le permitió comprobar, con alivio, que todavía respiraba.
—¡Aquí está! —gritó. Apoyó la cabeza de Durne contra su pecho e impulsándose con los pies se apartó del pilote para que los demás guardias pudieran verla. Gracias a Paladine, no llevaba puesta la armadura. Con dedos un poco torpes le desabrochó el cinturón y dejó que su espada y su daga cayeran al fondo del puerto. Más tarde se disculparía por ello.
—¡Está herido! —gritó, en respuesta a las preguntas cargadas de ansiedad—. No veo por aquí ninguna escalera. Voy a necesitar un esquife o un bote. ¡Deprisa!
Arriba, el jaleo había disminuido considerablemente, y más guardias con antorchas se sumaron a los anteriores. Linsha se concentró en avanzar por el agua y en mantener la cara de Durne por encima de la superficie. Preocupada como estaba, dio gracias a que estuviera inconsciente y no manoteando presa del temor a ahogarse. No obstante, no tardó en sentir el cansancio en sus brazos y piernas; los pulmones le dolían por el esfuerzo. Lo sujetó con más fuerza deseando que los hombres se dieran prisa.
Un fuerte chapoteo a su lado le disparó el ritmo del corazón y se volvió lo mejor que pudo para ver qué era lo que había en el agua junto a ella. La luz de las antorchas se reflejó en una cabeza mojada y un par de brazos que avanzaban hacia ella. Con un suspiro de alivio reconoció a lord Bight.
Daba la impresión de que el agua rejuvenecía al gobernador, porque sus ojos resplandecían de vigor y gusto, y nadaba a su alrededor como una criatura nacida de las olas. Sin mediar palabra, la liberó del peso del comandante Durne y empezó a remolcarlo hacia el muelle. Linsha lo siguió valiéndose de las escasas fuerzas que le quedaban.
La ayuda se materializó por fin en un pequeño bote de remos que alguien había encontrado amarrado por allí cerca. Mica y el capitán Dewald remaron hacia lord Bight, Linsha y Durne y los ayudaron a subir a la embarcación, empapados y apestando.
Linsha se arrastró hacia la proa y cayó sobre un pequeño asiento.
—¿Por qué tardaron tanto? —gruñó—. Debajo de ese muelle hay cosas más grandes que yo.
Aunque no había dicho qué eran aquellas cosas, disimuló una incipiente sonrisa cuando el capitán Dewald dirigió una mirada preocupada hacia las sombras de aquel lado y se puso a remar a toda prisa.
Mica se inclinó sobre Durne, explorando con sus dedos gruesos y sorprendentemente hábiles la herida del comandante.
—Fue una suerte para él que lo encontrarais tan pronto —dijo el enano a lord Bight—. Vaya estupidez, caerse de un muelle —añadió.
—No creo que lo haya hecho intencionadamente —aclaró Linsha.
Mica no le prestó la menor atención. Colocó los dedos de ambas manos en las sienes de Durne y cerró los ojos. Recitó un conjuro entre dientes en su lengua nativa para ayudarse a centrar la atención y encauzar la magia curativa que había en su corazón.
Linsha no tardó en advertir por qué era el sanador del gobernador. Era rápido y bueno. Para cuando Dewald introdujo el bote en un pequeño muelle flotante que había por allí, Durne ya estaba consciente y se había cerrado su herida.
El comandante miró con sorpresa a Linsha, empapada y hecha una birria, y a su gobernador, cuya túnica chorreaba agua, a Mica inclinado con aspecto cansado contra la borda del bote, al agua, que estaba tan cerca y a los guardias preocupados reunidos sobre el muelle. Se llevó la mano a la cabeza.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó.
Lord Bight se rió de buena gana, como si zambullirse en las aguas negras del puerto fuera algo que hiciera todas las noches.
—Esta joven —dijo, señalando a Linsha—, parece tener por costumbre salvar a la gente. Esta noche os ha tocado a vos.