6

En cuanto las palabras salieron de su boca, Linsha supo que, para bien o para mal, había hecho lo que debía. Sin inmutarse, aguantó el escrutinio de lord Bight adoptando una expresión pasiva y esperó la respuesta del gobernador.

Se preguntó brevemente si él se habría formado con los místicos y sería capaz de leer su aura. Hacía años ella había pasado algún tiempo con Goldmoon en la Ciudadela de la Luz y había estudiado los elementos básicos del misticismo antes de convencer a sus padres de que quería incorporarse a los Caballeros de Solamnia. Desde entonces había usado los poderes que había aprendido para reunir información para los Caballeros. Su mayor habilidad era leer el aura de una persona o captar la verdadera naturaleza, buena o mala, del carácter de un individuo. Se sintió tentada de probarlo ahora con lord Bight, pero de inmediato descartó la idea. Había demasiada gente en la estancia, y era muy posible que lord Bight o alguno de sus soldados fueran sensibles al poder del corazón y se diesen cuenta de lo que estaba haciendo. Era algo sobrentendido que Lynn de Gateway no podía haber sido instruida en el uso de los poderes místicos.

En lugar de eso, Linsha transformó sus pensamientos en una meditación silenciosa, calma, para no revelar casi nada a una exploración del aura. Ese hombre misterioso, a veces sospechoso, en ocasiones cruel y a menudo orgulloso y arrogante la fascinaba. No sentía deseo por él, sólo ganas de conocerlo mejor, de desentrañar el misterio que hacía de él lo que era. Las líneas que en forma de abanico se abrían desde las comisuras de sus labios y desde sus ojos revelaban sentido del humor y calidez, pero sus ojos dorados y profundos a menudo parecían sumirse en la evocación de recuerdos, algunos agradables, otros penosos. Su rostro no tenía edad, no era ni joven ni viejo, y estaba encendido por la sabiduría. Su piel tenía un color bronce oscuro y sus…

—Comandante Durne, mi espada —dijo lord Bight abruptamente.

Aquella orden repentina sobresaltó a Linsha que se quedó paralizada mientras el comandante de los guardias del gobernador cogía una gran espada guardada en una vaina enjoyada que estaba colgada detrás de la silla de lord Bight.

El gobernador sacó la espada con un movimiento que deliberadamente provocó la fricción de metal sobre metal y cuyo sonido recorrió la silenciosa estancia. Todos los ojos estaban fijos en él y en la mujer.

—Arrodillaos —ordenó.

Linsha obedeció teniendo muy presente la espada relumbrante que se cernía encima de su cabeza.

—Lynn de Gateway, os acepto como escudero en la compañía conocida como Guardias del Gobernador. ¿Pondréis vuestra mente y vuestro cuerpo a mi servicio? ¿Os comprometéis a dedicar vuestra fuerza a este cuerpo y vuestra obediencia a mi voluntad?

—Sí, excelencia —replicó con voz clara.

—Se os concederán seis semanas para aprender los deberes de un guardia, para recibir formación sobre el uso de las armas y las artes marciales y para estudiar la compañía a la que deseáis incorporaros. Al final de ese período, se os dará a elegir entre volver a la guardia de la ciudad o prestar juramento de fidelidad a mi servicio. ¿Lo encontráis aceptable?

—Sí, excelencia. Gracias.

La tocó una vez en el pecho con la punta de la gran espada.

—Levantaos, entonces, Lynn —una sonrisa marcó arrugas en su rostro—. Es posible que no tengáis tiempo para descansar y cambiaros de uniforme antes de empezar esta noche con vuestras funciones.

¿Esta noche? Linsha pensó con disgusto que al parecer todos se confabulaban para no dejarla descansar, pero en voz alta dijo:

—Señor, si me permitís preguntarlo, ¿por qué me habéis elegido para este puesto?

Se encogió de hombros.

—Tuvimos una vacante. Uno de mis guardias murió anoche en un desafortunado accidente. Me gustaron vuestro valor y vuestra habilidad y decidí daros una oportunidad.

¿Un accidente? Linsha se preguntó si habría sido un acontecimiento fortuito o el destino. Se puso de pie y saludó al gobernador con una inclinación de cabeza.

El comandante Durne devolvió la espada al lugar donde estaba antes, saludó a lord Bight y a continuación se volvió hacia el guardia que seguía de pie detrás de Linsha.

—Morgan, tenéis trabajo en la sala de instrucción. Podéis retiraros. Yo la acompañaré hasta abajo.

Con una sonrisa a Linsha, Morgan saludó a Durne y a lord Bight y salió deprisa.

—Tengo entendido que tenéis alojamiento y un caballo extramuros —dijo Durne, mientras ambos atravesaban la puerta—. Disponéis de dos horas para reunir vuestras pertenencias. Aquí se os dará alojamiento y un lugar en los establos para vuestro caballo durante el tiempo que permanezcáis con nosotros. El gobernador quiere que sus guardias estén disponibles.

Linsha vaciló un instante. No había pensado en eso. ¿Qué iba a hacer con Varia? ¿Qué le iba a decir a Elenor?

El comandante Durne dio la impresión de entender su vacilación.

—Sé que es poco tiempo —dijo con una nota sorprendente de simpatía en la voz—. No os damos siquiera tiempo para respirar, pero si la situación empeora necesitaremos a todos los guardias de servicio esta noche.

—¿Yo incluida? —preguntó Linsha con resignación.

—Por supuesto. El gobernador tiene pensado supervisar la quema del barco. Podréis empezar a aprender las funciones de la guardia personal observando esta noche al destacamento.

Eso la sorprendió. Ya pensaba que iba a tener que hacer de centinela o pasarse los primeros días allí sacando brillo a las armaduras.

El comandante la hizo recorrer a toda prisa el camino de vuelta hasta la planta baja, pero una vez allí cambió de rumbo y la llevó por un largo corredor hasta una entrada trasera que daba a un enorme patio rodeado por los pabellones de servicio, los establos, los barracones y una alta muralla. En el patio había sirvientes y guardias que iban de un lado para otro cumpliendo sus funciones. En el extremo norte, un grupo de enanos estaban trepados a los andamios que rodeaban el tejado de un edificio de ladrillos que recubrían con losetas de pizarra.

En un corral situado junto a los establos relinchaban los caballos; los perros corrían de un lado a otro o dormían a la sombra. El humo salía por las chimeneas de la gran cocina de piedra.

—Aquí es donde viven los guardias del gobernador y la compañía de guardias de la ciudad destacada aquí —le indicó Durne—. Ahí están los barracones —dijo señalando un largo edificio de piedra construido encima de una cripta utilizada como almacén—. La armería está a vuestra derecha. En la cocina hay comida preparada desde el alba hasta la medianoche. No pidáis nada después de esa hora o el jefe de cocina os pondrá a limpiar cazuelas.

—Uh, yo no hago trabajos de cocina —dijo Linsha cruzándose de brazos.

—Entonces más os vale llevaros bien con el cocinero —respondió el comandante riéndose con ganas—. Es mejor no enfrentarse a él si tiene a mano un cuchillo de trinchar. El capitán Omat tiene a su cargo a los reclutas. Él os mostrará vuestro alojamiento cuando volváis y os dará un uniforme nuevo. No tardéis. Esta noche vamos a tener mucho trabajo —la palmeó en el hombro, giró sobre sus talones y desapareció antes de que Linsha pudiera pensar siquiera si tenía que preguntarle algo más.

Respiró hondo. Todo estaba ocurriendo tan rápido que no sabía muy bien qué pensar. La falta de sueño tampoco le facilitaba las cosas, ni el calor, ni las casi dieciocho horas que había estado patrullando. Le faltaban las fuerzas, como si alguien la hubiera sofocado con un capote caliente y pesado. No era capaz de pensar más de una cosa por vez, de modo que decidió ir a buscar sus cosas y su caballo. Ya pensaría después en comer y descansar.

Después de preguntar varias veces por fin consiguió dar con la puerta de la torre y el camino de la ciudad. Pasó primero por el establo, donde recuperó a Catavientos y su silla de montar. El propietario del establo, al ver su uniforme, insistió en hablar con ella sobre la búsqueda del marinero extraviado y la creciente inquietud que había en los muelles. Linsha nada dijo sobre los planes de lord Bight. Escuchó lo que decía el hombre, asintió allí donde correspondía hacerlo y le pagó la semana aún no cumplida por los cuidados de su yegua. Él le dijo que volviera cuando quisiera.

Llevando a su yegua del ronzal, se dirigió a buen paso a casa de Elenor. No le gustaba separarse de ella, pero al menos seguiría en la ciudad y podría pasar a ver a la anciana de vez en cuando.

Elenor también lo sentía. Estaba contenta de que a Linsha le hubiera cambiado la suerte, pero la entristecía que se fuera.

—Te echaré de menos. Siempre has sido una buena compañía —dijo Elenor mientras la ayudaba a recoger sus cosas—. Ahora tienes que quedarte y comer algo conmigo. No, no discutas. Pareces agotada y comer te hará bien.

Tan pronto como la mujer se fue para abajo, Linsha se dejó caer en una butaca.

—¿Y qué voy a hacer contigo? —le dijo a Varia cuando la lechuza salió de su escondite.

Al parecer, el animal no estaba preocupado en absoluto.

—¿Hay un establo? —preguntó y ante la respuesta afirmativa de Linsha, balanceó la cabeza y paró sus pequeñas «orejas» emplumadas—. Puedo hacerme un lugar allí. Nadie tiene por qué saber que estás conmigo. Aquí la gente piensa que las lechuzas traemos buena suerte.

Linsha asintió cansadamente, contenta de que el problema se hubiera resuelto con facilidad.

—Nos encontraremos en los bosques si hace falta. ¿Querrás volar hasta lady Karine y decirle lo que ha sucedido? Yo no voy a tener tiempo.

—Por supuesto.

La Dama recogió sus escasas pertenencias y cargó los bultos sobre su yegua. Elenor le había preparado una comida sencilla: carne fría, pan caliente, queso y vegetales de su pequeño huerto.

Charlaron animadamente mientras comían y, después de la merienda, Elenor le envolvió algunas tortas de miel para que se las llevara.

—Te eché de menos esta mañana. Hice estas tortas para Cobb, que me las había encargado, y guardé algunas para ti. Llevé el resto al Oso Bailarín esta mañana. Tendrías que haber visto a Cobb. Por mi sombra que estaba nervioso.

Linsha intentaba prestar atención, pero estaba demasiado cansada. El propietario del Oso Bailarín siempre estaba nervioso.

—Una de sus camareras no se había presentado y la otra no hacía más que subir y bajar la escalera para atender a cierto marinero en el que había puesto los ojos al parecer. Cobb dijo que el joven estaba enfermo y estaba muy molesto por el hecho de que se hubiera puesto enfermo en su posada.

Linsha sintió un escalofrío y de golpe se despertó del todo.

—Elenor, ¿mencionó alguien qué le pasaba al marinero o de dónde venía?

La anciana arrugó los labios.

—No, que yo recuerde. Cobb estaba ocupado sirviendo a sus clientes y haciendo recados. Apenas tuvo tiempo para pagarme.

—Elenor —dijo Linsha poniéndose de pie de un salto—. Debo irme. Escucha con atención. No vuelvas al Oso Bailarín ni te acerques al puerto hasta que yo te lo diga o hasta que los pregoneros de la ciudad anuncien que todo está bien.

Elenor se llevó la mano a la boca ante la horrible sospecha.

—¿El marinero que faltaba? Oh, no creerás… —parpadeó nerviosamente mientras su preocupación iba en aumento—. Pero ¿por qué Cobb no se lo habrá dicho a alguien?

—No lo sé, por miedo supongo. No querría asustar a sus clientes. Sé que una patrulla estuvo allí por la tarde y no encontró al marinero.

Aunque Elenor no se parecía en nada a su alta abuela de pelo llameante, en ese momento Linsha vio en ella la misma expresión determinada, segura de «no te preocupes por mí» que tantas veces había visto en el rostro de Tika. Elenor le puso el envoltorio con las tortas en la mano y la acompañó hasta la puerta.

—Sé que tienes que marcharte. Cuídate y cuida bien de lord Bight. Echaré de menos nuestros tés de la mañana.

—No olvides lo que te he dicho.

—Por supuesto que no, querida. —Elenor se detuvo y la abrazó—. Aquí siempre habrá una habitación para ti.

Linsha le dijo adiós con la mano y montó a Catavientos. La yegua, ansiosa de ejercicio, inició un trote y lo mantuvo hasta llegar al palacio del gobernador. Cuando Linsha la obligó a entrar al paso por la puerta hacia el patio, la yegua estaba sudando, pero respiraba normalmente.

En las murallas y en la puerta había antorchas encendidas, y el patio era una hervidero de actividad. Los centinelas dejaron entrar a Lincha y le indicaron dónde estaban los establos. Ella miró en derredor, preguntándose qué estaría sucediendo. Estaban ensillando los caballos, y los guardias vestidos con sus uniformes rojos y negros estaban formando en escuadrones. Los mozos de cuadra iban y venían transportando equipo y más antorchas. ¿Se debería todo eso a la visita de lord Bight a los muelles?

Antes de llegar al establo, la detuvo el comandante Durne.

—Lynn, llegáis tarde —gruñó.

—Comandante, creo saber dónde está el marinero que falta —dijo desmontando rápidamente. En pocas palabras le contó la conversación que había tenido con su casera.

—¡Por Takhisis! —respondió el comandante—. Si eso resulta cierto, tendremos que poner en cuarentena a todo el personal de la posada. ¡No les va a gustar! —dijo secamente. Ante una orden suya, un mozo de cuadra ayudó a Linsha a descargar su caballo—. Lleva sus cosas a su alojamiento. Segundo nivel. Junto a Shanron —ordenó el comandante—. Volved a montar, Lynn. Salimos con el gobernador.

Él montó en su propio caballo, y ambos cabalgaron hasta donde estaba lord Bight a lomos de un musculoso alazán. El gobernador vestía una ligera cota de malla y una capa dorada, pero había rechazado la armadura. Por toda arma llevaba su espada, una pesada espada de doble hoja lo bastante grande para decapitar a un dragón.

Linsha observó que sus guardias no iban tan ligeros de armas. Dos escuadrones de seis jinetes estaban formados delante y detrás de la partida del gobernador, y todos ellos iban armados hasta los dientes con lanzas, espadas cortas y dagas. Dos de cada pelotón llevaban ballestas, y otros dos, hachas. Todos iban protegidos con petos, grebas y cascos. Un portaestandarte llevaba la bandera del gobernador.

El comandante Durne, seguido por Linsha, se unió al gobernador y a los otros dos oficiales y le comunicó a lord Bight la información que le había dado Linsha.

—Bien. Enviad dos escuadrones al puerto para preparar la quema del barco. Pasaremos antes por la posada —ordenó lord Bight a sus capitanes—. Si allí hay un cadáver, habrá que quemarlo.

A una señal suya, sonó un cuerno y los caballos se pusieron en marcha. Acompañados de un repiqueteo de cascos y del ruido metálico de las armaduras, el gobernador y su escolta bajaron al trote la colina hacia la ciudad. Un crepúsculo de bronce caía sobre ella. No había viento que levantase el polvo de los caminos ni removiese el humo de mil hornos a punto de apagarse. El olor a estiércol y a basura era intenso. El vapor y el humo del volcán se cernían sobre la montaña como nubes que presagiaran tormenta y brillaba con la luz del poniente con una feroz pátina cobriza.

Las calles estaban atestadas con el tráfico del atardecer, y aunque la multitud se apartaba rápidamente para dejar paso al lord gobernador, había muchos que se paraban y se quedaban mirando como pasmarotes el paso de la escolta, ya que lord Bight no solía ir por la ciudad con tantos soldados. Por toda la ciudad circulaban ya rumores y habladurías sobre el extraño barco y su mortífera carga, y este nuevo suceso no hacía sino dar nuevo pábulo a las conjeturas.

En cuanto los jinetes dejaron atrás la puerta de la ciudad, lord Bight hizo a Linsha una señal para que se acercara.

—Vos sabéis cuál es el camino más rápido para llegar a esa posada, joven. Conducidnos allí.

Después de los años que llevaba en Sanction y del año que había estado en la guardia de la ciudad, Linsha conocía las calles de la ciudad extramuros como su propio dormitorio. En poco tiempo llevó a los escuadrones hasta el Oso Bailarín, donde llegaron precisamente en el momento en que el mozo de cuadra estaba encendiendo las luces de la entrada. Rápidamente, los guardias bloquearon la puerta delantera, la puerta trasera y el pequeño patio donde estaban los establos en los que el posadero tenía unos cuantos caballos de alquiler.

Con una noche tan calurosa, la puerta estaba abierta de par en par y, junto con la luz, llegaban desde adentro ruidos de jolgorio. Unos cuantos parroquianos salieron a la puerta para ver qué pasaba. Al ver a lord Bight y a sus soldados volvieron corriendo adentro llamando a gritos al posadero.

Cobb salió inmediatamente. Se veía pálido mientras se limpiaba las manos en el delantal y sonreía forzadamente.

—Mi señor gobernador, a qué debo…

—Tenías aquí a un marinero enfermo esta mañana —dijo lord Bight sin andarse con rodeos—. ¿Dónde está ahora?

El posadero palideció a ojos vista.

—Regresó a su barco, señor.

—¿A qué barco?

—El uh, oh… he estado muy ocupado, señor. No lo recuerdo.

—Llamad a la muchacha que lo atendió —le ordenó Bight en un tono que no admitía réplica.

Cobb miraba a los guardias con creciente nerviosismo. Sus ojos se agrandaron al ver a Linsha entre ellos, pero sabía que no podía esperar ayuda por ese lado.

—Angelan —gritó por encima de su hombro—, ven aquí.

Angelan, bonita, rubia y temblorosa, hizo su aparición.

—¿Fuiste tú quien atendió al marinero? —preguntó lord Bight. La miró desde su altura y dio la impresión de que ella se marchitaba bajo su mirada.

Los colores abandonaron su cara. Miró a Cobb y luego otra vez a los guardias del gobernador.

—Yo… bueno, sí, señor. Es como dijo Cobb, señor. Él…

—¡Deja ya de titubear, muchacha! —rugió lord Bight—. ¿Dónde está?

Angelan rompió a llorar.

—En el huerto —dijo entre sollozos—. Está muerto —se dejó caer contra su patrón y siguió llorando.

El comandante Durne dio órdenes a tres guardias que entraron corriendo en la posada.

Sin mediar una palabra más, lord Bight y sus hombres esperaron en la creciente oscuridad. Cobb y Angelan permanecieron donde estaban, demasiado asustados como para moverse sin permiso del gobernador. Más parroquianos se agolpaban en la puerta detrás de Cobb o se asomaban a las ventanas. Los viandantes, atraídos por el espectáculo de los soldados a caballo se reunían a mirar desde una discreta distancia.

El silencio se fue cargando de tensión hasta que la inquietud se contagió incluso a los caballos. De repente, los tres hombres regresaron abriéndose paso entre la multitud agolpada a la puerta.

—Hay una tumba recién cavada en el fondo, excelencia. Intentaron ocultarla debajo de algunas piedras, pero cavamos y encontramos el cuerpo —informó un guardia.

Los sollozos de Angelan se intensificaron.

—Excelencia, yo… —trató de explicar el posadero.

Lord Bight lo interrumpió.

—Posadero, sabías que los guardias estaban buscando a ese hombre. Tenías el deber de informarles de su paradero. Estamos tratando de contener esta enfermedad antes de que se extienda por la ciudad. Tu falta de criterio ha puesto en peligro toda esta zona. Ahora será necesario quemar la posada. Tú, tus sirvientes y todos los que hayan estado en contacto con el muerto seréis puestos inmediatamente en cuarentena.

Cobb se atragantó. Sus manos se revolvían con nerviosismo en el delantal.

—Por favor, señor. La taberna no, es todo lo que tenemos.

—Comandante Durne —dijo el gobernador tajantemente.

El comandante se dejó caer del caballo e hizo un gesto a sus guardias. Rápida y eficazmente distribuyó a los guardias entre un clamor de quejas y sollozos. Los guardias hicieron salir a los parroquianos, cerraron la posada y pronto tuvieron reunidos a Cobb, Angelan, otra muchacha de servicio, un cocinero y la esposa de Cobb en un grupo tembloroso cargado con sus escasas pertenencias. Los parroquianos se marcharon, después de dar sus nombres al lugarteniente de Durne, y el cadáver del marinero del Whydah fue exhumado, envuelto cuidadosamente en una lona y cargado sobre un caballo. Poco después, las llamas subían por las paredes de madera de la posada y llegaban casi hasta el tejado. El posadero desvió la vista, visiblemente afectado, y el llanto de las mujeres subió de tono.

Lord Bight permaneció varios minutos observando impasible, luego dejó un pelotón vigilando que el fuego no se extendiera y volvió a poner en marcha su caballo. Cobb y su grupo marchaban delante de él, y los guardias iban después.

Ya era noche cerrada cuando llegaron al almacén donde se había establecido el hospital de cuarentena. Linsha quedó impresionada por los avances realizados por los guardias de la ciudad y los sanadores. El almacén había sido vaciado, según las órdenes dadas, y docenas de personas iban de un lado a otro poniendo estructuras de madera, llevando provisiones y cargando barriles de agua. A un lado habían instalado una cocina y se había encendido un fuego bajo un caldero y varias mujeres picaban verduras para hacer sopa.

Lord Bight pasó revista a las instalaciones dándoles su aprobación. Señaló la cocina y, dirigiéndose al posadero, dijo:

—Éste será un buen lugar para que demuestres tu talento. Necesitaremos la ayuda de todos.

Cobb y su familia pasearon temblorosos la mirada por el enorme recinto. La tripulación del Whydah ya estaba allí y parecía contrariada, lo mismo que otra docena de hombres, varias mujeres, la esposa del capitán de puerto y el grupo de minotauros que se había encargado de reparar el carguero después del accidente. La entrada había sido acordonada y la guardia de la ciudad la vigilaba.

La idea de instalar un hospital de emergencia y de imponer una cuarentena para combatir una posible epidemia era algo nuevo en Sanction. Antes de la Guerra de Caos y de la desaparición de la magia, los sanadores eran capaces de frenar la enfermedad con conjuros y pociones encantadas. Jamás habían tenido necesidad de aprender a tratar una epidemia… hasta que perdieron su magia. Desde entonces se había dejado que la mayor parte de las epidemias siguieran su curso matando a cientos de personas, la mayoría de las veces porque nadie sabía qué era lo que las había causado. Los sanadores místicos formados por Goldmoon estaban empezando a ocupar el lugar de los viejos brujos, pero pocas veces los había en número suficiente en un lugar como para impedir un contagio generalizado. Lord Bight sabía demasiado bien que el número de sanadores que había en Sanction no era suficiente para ayudar a la población si esta extraña enfermedad se extendía tan rápido como parecía. Esperaba que la cuarentena limitara la peste a una pequeña zona y a un número de enfermos a los cuales los sanadores pudieran atender.

De dentro del almacén salió la sanadora, Kelian, que indicó a los recién venidos que entraran. El posadero y sus compañeros no se movieron. A la escasa luz de las antorchas, aquel gran recinto les parecía tan negro y amenazador como una tumba, ya que ninguno de ellos sabía si alguna vez saldrían vivos de aquel almacén.

—Señor, ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó Cobb vacilante.

—Hasta que se acabe el peligro de contagio —respondió lord Bight. Por primera vez, miró desde su caballo a los ojos de la gente que se reunía junto a la entrada acordonada para verlo, y su expresión se suavizó—. Lamento tener que imponerles esto. Es todo lo que podemos hacer por el momento, pero os prometo que haremos todo lo posible por combatir esta enfermedad y para dejaros ir lo antes posible.

El capitán del Whydah avanzó hasta él, con el rostro rojo y sudoroso. Los guardias se pusieron tensos previendo algún problema.

—Señor, os solicito un favor. Fuimos sacados de nuestro barco demasiado rápido como para arreglar nuestras cosas. Ahora me dicen que van a quemar el Whydah.

Lord Bight inclinó la cabeza.

—Vos sabéis cuáles son los motivos.

—Sí, lo sé —respondió, resignado—. Antes de hacerlo ¿querríais encargar a alguien de buscar el diario de a bordo del barco para poder enviárselo al armador? Y que saque a nuestra gata, no merece morir de esa manera.

Los marineros que estaban a su alrededor asintieron.

El gobernador enarcó las cejas sorprendido. De todos los argumentos o peticiones que esperaba oír, no se le había ocurrido nunca que ésa pudiera ser una de ellas.

—Tenéis mi palabra —prometió.

Los soldados espolearon sus caballos y siguieron por las calles oscuras hasta el muelle sur, donde estaba amarrado el Whydah. Los guardias de la ciudad estaban de guardia en el muelle para mantener a raya a los curiosos, los saqueadores y los incontrolables kender. El gobernador y su séquito desmontaron.

Las noticias de la quema ya habían llegado a oídos de muchos de los ciudadanos y un numeroso grupo se había reunido al pie del muelle para mirar. Se hicieron a un lado para dejar pasar a los guardias del gobernador y volvieron a cerrar filas cuando hubieron pasado.

Un capitán de la guardia de la ciudad saludó al gobernador mientras los soldados se acercaban al Whydah.

—Señor, los preparativos están casi listos. Hemos colocado a los muertos en cubierta y hemos preparado el barco para ser quemado. Estamos esperando la llegada de los remolcadores para que saquen el barco a la bahía.

—Bien, tenemos que agregar otro cadáver —le informó lord Bight—. Hemos encontrado al marinero que faltaba. —Cuando se volvió para hacer una señal al guardia que conducía el caballo cargado con el cuerpo, sorprendió a Linsha en medio de un bostezo.

—Dama Lynn —dijo—, se impone un poco de actividad para ayudar a manteneros despierta. Ved si podéis encontrar el diario de a bordo del barco y la gata antes de que lleguen los remolcadores.

A Linsha se le subieron los colores al ser sorprendida de aquella manera. Hizo un saludo formal antes de dirigirse a la pasarela que subía hasta el Whydah. No le entusiasmaba la idea de subir a bordo de un barco cuya tripulación había perdido hombres como consecuencia de una enfermedad contagiosa desconocida, pero se le ocurrió que tal vez ésta fuera una prueba para ver su disposición a obedecer al gobernador, de modo que cuadró los hombros y subió a bordo.

Dos hombres subieron detrás de ella llevando el cuerpo del joven marinero, lo colocaron en cubierta al lado de los otros cadáveres cubiertos y se fueron a toda prisa, dejando a Linsha sola en el desolado barco.

No fue difícil encontrar el diario de a bordo. Estaba en un hueco del escritorio que había en el camarote del capitán, encuadernado en cuero y bien cuidado. Lo hojeó y observó que la última anotación correspondía a aquella misma tarde:

Kiren y Jornd murieron esta tarde. Hay otros tres hombres enfermos. Tenemos órdenes de abandonar el barco. Hay que quemar el Whydah. Que el Alto Dios se apiade de nuestras almas.

Neto, conciso, cargado de tristeza.

Las últimas palabras del capitán quedaron vibrando como un eco en su mente. Que el Alto Dios se apiade de nuestras almas. Se preguntó si el capitán moribundo del barco mercante habría tenido tiempo de escribir una última plegaria.

Se quedó pensando. De hecho, era posible que el diario de a bordo del barco palanthiano contuviera alguna clave capaz de echar luz sobre el origen de esa peste. Seguramente en el diario figurarían los puertos que el barco había visitado y debería contener notas sobre cuándo se habían iniciado los síntomas y las muertes. Tal vez lord Bight le permitiría leerlo.

Con el libro bajo el brazo, Linsha buscó a la gata en el camarote. No había ni rastro de ella ni en ese ni en ninguno de los pequeños camarotes que había bajo cubierta. Buscó infructuosamente en los camarotes de la tripulación, en el pañol, en la cocina. Por último, cogió una pequeña lámpara de mano y bajó por la escalerilla hasta la bodega donde habían estado las vacas y las ovejas en dos rediles, a uno y otro lado. Los rediles habían sido lavados y limpiados después de descargar a los animales, con lo cual se mantenía el olor en un nivel soportable. Una oscuridad densa, tórrida, llenaba la cubierta y ocultaba mil lugares donde podía esconderse un gato. En el pasillo que separaba los dos rediles, unas cuantas balas de paja brillaban con un color dorado pálido a la luz de la lámpara. Los barriles de petróleo, listos para prender fuego al barco, se hallaban a lo largo de las paredes de madera del barco.

Linsha se internó varios pasos iluminando los rincones con su lámpara. No se veía ningún gato. Algo se movió en la oscuridad detrás de ella y oyó el ruido de unos pasos diminutos de algo que se metió en las balas de paja, y una forma peluda que saltaba en pos de ello.

—Ah, ahí estás —dijo Linsha entre dientes.

Se volvió y de repente algo pesado la golpeó en la espalda. Perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el suelo de planchas de madera. Su lámpara cayó al suelo y se apagó.

Aquella forma dura y pesada hacía presión sobre su zona lumbar, al tiempo que una hoja se apoyaba en su garganta.

—¿Qué hacéis aquí abajo, en nombre de Reorx? —gruñó una voz junto a su oído.