5

Linsha se presentó a cumplir con su deber en la Puerta Oeste justo antes de la caída del sol, aproximadamente a las ocho en punto por el nuevo reloj del edificio mercantil del puerto. En el edificio del cuartel general empotrado entre la muralla de la ciudad y la torre norte había mucha actividad con las patrullas que se presentaban a trabajar, los guardias que hacían el turno de noche y el gentío que iba de un lado para otro al volver la ciudad a la vida. El calor del día dejaba de atenazar a la ciudad, y la población trataba de recuperar el tiempo perdido.

La noche transcurría de la forma habitual, con los borrachos normales y las peleas en los bares para animar la actividad de las patrullas. En el puerto, el buque a la deriva estaba anclado no lejos del carguero abanasiano. Los dos barcos habían sido objeto de una reparación de urgencia y habían quedado a la espera de posteriores reparaciones e investigaciones. La patrulla de Linsha había pasado junto a ellos varias veces a lo largo de su recorrido, y cada vez los guardias se quedaron mirándolos, balanceándose silenciosos a la luz de la luna. No tenían de qué preocuparse, nadie se acercaba al barco de la muerte.

Al amanecer, Manegol, un anciano sanador enviado por el consejo de la ciudad, había llegado para examinar el barco de la muerte. Había empezado el día anterior y deseaba terminar el examen antes de que el calor y el olor se hicieran insoportables. Ya habían llegado unas cuantas quejas de los barcos adyacentes al capitán de puerto. Rápidamente, el sanador llevó a cabo el examen de cada uno de los cuerpos y tomó notas. Al mediodía, se presentó al capitán de puerto para hacerle entrega de sus conclusiones.

—Todos los que estaban a bordo sufrieron los mismos síntomas —dijo sacudiendo su cabeza gris—, y no tengo ni idea de cuál fue la enfermedad que acabó con ellos. Es algo totalmente nuevo para mí.

El capitán de puerto indicó a un escriba que hiciera una copia del informe y la enviara a palacio. Luego ordenó a la guardia de la ciudad que quemara el barco.

Linsha no estaba de servicio cuando el barco mercante fue remolcado hasta fuera del puerto e incendiado, pero observó la humareda que se elevaba lentamente sobre el puerto y sobrevolaba Sanction montada en la brisa de la tarde. Al final, el rastro de humo acabó fundiéndose con los humos y vapores del monte Thunderhorn y se fue extinguiendo gradualmente al hundirse el barco en las aguas de la bahía de Sanction. Todos respiraron aliviados en la esperanza de que ahí acabara todo.

Los ancianos de Sanction volvieron a preocuparse por el volcán, y lord Bight volvió a supervisar el reforzamiento de los diques de lava. El Whydah descargó su cargamento de ovejas y vacas y, tras cargar lastre, hizo los preparativos para abandonar Sanction en cuanto la tripulación hubiese acabado una licencia de unos cuantos días en tierra.

Tres días después de que el buque a la deriva se hubiese hundido bajo las aguas, Rolfe, el segundo de a bordo del Whydah, se despertó con una sed terrible. Se acercó tambaleándose hasta el barril que tenía cerca y sacó una tras otra varias tazas de agua. Bebió hasta sentirse hinchado y, sin embargo, la sed seguía atenazándole la boca y la garganta. Entonces empezaron los retortijones, terribles, agudos, espantosos, que lo hicieron doblarse hasta el suelo. Cuando por fin pasaron, estaba tan débil que a duras penas pudo volver hasta su catre.

Un marinero lo encontró algunas horas después, delirando y ardiendo de fiebre. Tenía unas manchas rojas sobre la piel curtida. Espantado, el marinero corrió a buscar al capitán. Éste, preocupado, ordenó realizar una investigación del barco y descubrió que había otros tres hombres enfermos en los camarotes de la tripulación, todos ellos tenían fiebre y se quejaban de una sed espantosa. Todos los afectados habían compartido las guardias con Rolfe y habían abordado con él el barco de la muerte.

El capitán del Whydah estaba perplejo. Hizo un recuento mental. La mayor parte de su tripulación disfrutaba de un corto permiso en tierra, y entre ellos había por lo menos seis que habían subido a bordo de la galera. El resto de la tripulación se había reunido en torno a él con aspecto sombrío y atemorizado.

—Comunicadlo al capitán de puerto y al sanador —ordenó—. Quiero que encontréis a los otros que están de permiso. Buscad en todos los sitios que se os ocurran. Encontradlos y traedlos de vuelta aquí, pero hacedlo con discreción. ¡No queremos sembrar el pánico!

Los marineros obedecieron a toda prisa. Al despuntar el alba, dos marineros habían sido encontrados por la tripulación del Whydah en tabernas cercanas y otros dos aparecieron por sus propios medios, apoyándose el uno en el otro para recorrer el muelle y cantando canciones obscenas. Daba la impresión de que los cuatro estaban bien, pero para asegurarse, el capitán impuso una cuarentena a bordo hasta que llegara el sanador.

Éste llegó poco después y todos se dieron cuenta con indudable terror de que no era el mismo que había examinado a los muertos el día anterior. Esta vez era una mujer, delgada y enérgica y de rostro bondadoso. Se presentó como Kelian y confirmó sus más funestas sospechas.

—El sanador Manegol está aquejado de retortijones, fiebre alta y deshidratación —le explicó al capitán, con la preocupación reflejada en su rostro alargado—. El capitán de puerto también está enfermo. Sea lo que fuere esta enfermedad, está empezando a extenderse.

La mujer examinó rápidamente a Rolfe, que era el que estaba peor, y luego a los demás. Se puso pálida.

—Mantenedlos lo más cómodos posible —indicó—. Por ahora, dadles agua. Traeré algo para aliviarles el dolor y la fiebre —sacudió la cabeza—. Tengo que pedir ayuda a los sanadores del templo. Mientras tanto, que los demás no abandonen el barco.

—Todavía tenemos a cinco hombres en tierra. Parte de mi tripulación los está buscando —dijo el capitán con voz sorda.

Los ojos de la sanadora se volvieron automáticamente hacia los bulliciosos muelles y sus pensamientos tomaron un cariz sombrío.

—Hacedlos volver y que no se muevan de aquí, capitán. Enviaré recado a lord Bight —con una inclinación de cabeza le agradeció la colaboración y bajó a toda prisa hacia el muelle.

El capitán la observó mientras se alejaba a grandes zancadas entre las pilas de cajones y equipajes, las multitudes de marineros atareados y el bullicio propio de un puerto próspero. No podría culparla en absoluto si decidía no volver.

Linsha había salido de servicio y estaba a punto de dirigirse al establo para ver a Catavientos cuando el sargento Amwold la alcanzó. Su rostro avejentado parecía más cansado que nunca y a duras penas respondió a su saludo.

—Han vuelto a llamarnos. Preséntate junto a la puerta —le ordenó y se alejó a toda prisa para encontrar a los demás sin darle ocasión de hacer preguntas.

Linsha cambió el rumbo refunfuñando ante el cambio de planes. Estaba cansada después de la larga noche y nada le apetecía más que una mañana de descanso. Pero, al parecer, era algo que no podía permitirse.

En cuanto el sargento Amwold reunió a su intrigada patrulla, les comunicó las nuevas órdenes.

—Faltan cinco miembros de la tripulación del Whydah. El capitán nos ha ordenado buscarlos en todas las tabernas, casas de placer y salas de juego hasta encontrarlos. Deben volver al barco de inmediato. Empezaremos por la calle de las Cortesanas y luego iremos hacia el sur, hacia el callejón de Snapfinger.

Mientras los otros protestaban, Linsha sintió que su instinto la alertaba. Esto no era habitual. Por lo general, la guardia de la ciudad no se encargaba de buscar a marineros perdidos a menos que hubiera por el medio algún delito o una emergencia. Una mirada en torno a la puerta le permitió ver que todas las patrullas nocturnas y diurnas estaban formando y marchando hacia el distrito del puerto. Entrecerró los ojos mientras intentaba sumar dos más dos.

—¿Tiene esto algo que ver con la enfermedad a bordo del buque a la deriva? —preguntó.

El sargento puso los ojos en blanco. Era evidente que hubiera preferido que nadie hiciera esa pregunta.

—Sólo nos han dicho que los hombres podrían estar enfermos y que necesitan que vuelvan a su barco. Eso es todo.

Dicho esto, condujo a los cinco guardias hacia su ruta de patrulla por las tabernas y cervecerías más apartadas por los aledaños del puerto hacia el sur. Durante horas anduvieron buscando sin éxito, hasta que al mediodía el sargento Amwold encontró a un joven que mencionó el nombre de un marinero del Whydah que dormía plácidamente en un callejón detrás de la cervecería. A la patrulla no le pareció que estuviera enfermo, pero Amwold no estaba dispuesto a correr riesgos. Ordenó que llevaran una camilla y unas mantas, y después de hacer envolver con éstas al hombre, que reía tontamente, hizo que lo subieran a la camilla, todo ello empujándolo con un palo, sin tocarlo. Entonces envió a dos guardias con el marinero al Whydah con instrucciones claras de no tocarlo y volver inmediatamente. Con suerte, ya habrían encontrado a los otros marineros y la patrulla podría tomarse el resto del día de descanso.

Los guardias volvieron al poco tiempo con una camilla vacía y noticias aterradoras. El capitán de puerto había muerto, el primero de a bordo del barco agonizaba, y siete de los marineros del Whydah estaban enfermos. Sólo habían encontrado a tres de los cinco tripulantes que faltaban.

Los guardias intercambiaron miradas de inquietud y reanudaron la búsqueda. Durante todo el largo, caluroso y triste día fueron de un callejón a otro, de taberna en taberna, buscaron en todas las habitaciones, cocinas, tiendas, casas de vecindad y viviendas privadas a los dos marineros. La noticia de la búsqueda y de la muerte del capitán de puerto se extendió como una manga de langosta en el viento, de modo que a media tarde la mitad de la población del distrito portuario buscaba a los dos hombres. La otra mitad daba consejos y hacía críticas, pero prefería quedarse en su casa, lejos de las posibles fuentes de contagio.

El sargento Amwold hubiera preferido las críticas a la ayuda. La mayoría de las veces, los voluntarios abordaban la tarea que se habían autoimpuesto con demasiado entusiasmo y acababan peleando con el propietario de una casa o taberna. La patrulla perdía más tiempo en aplacar los sentimientos heridos y en dirimir disputas que en la búsqueda. A última hora de la tarde, estaban agotados, acalorados, sedientos y al límite de su paciencia.

Dos veces envió el sargento Amwold mensajeros a la Puerta Oeste para ver si había alguna novedad en la búsqueda, y las dos veces volvieron con malas noticias y con órdenes de seguir buscando.

Eran las cuatro de la tarde según el reloj mercantil cuando un hombre llegó corriendo hasta donde estaba la patrulla para decirle al sargento que se retiraran. La búsqueda por todo el puerto había dado con todos los marineros, excepto uno, y se estaba retirando a las patrullas nocturnas para que descansaran antes de que se hiciera de noche. Cayéndose de cansancio, los cinco hombres y Linsha volvieron arrastrando los pies a la Puerta Oeste para presentar el informe del día al comandante. La patrulla esperó a la sombra de la muralla de la ciudad mientras su sargento informaba. Volvió al cabo de un rato con una gran jarra de espumosa cerveza que vaciaron rápidamente en sus tazas de cuerno.

—Felicitaciones de lord Bight —dijo el sargento con una mueca cansada—. Volved aquí a la caída del sol.

Agradecidos, bebieron a la salud del gobernador y a la suya propia. Ya se volvían para marcharse cuando el sargento añadió de repente:

—Todos excepto tú, Lynn. Ha llegado un mensajero para ti. Lleva varias horas esperando.

Linsha estaba demasiado cansada para asombrarse o para captar la mirada de intriga en los ojos del sargento. Ni siquiera pensó quién podría haberle enviado un mensajero. Lo único que quería era quedarse sola para meter sus doloridos pies en agua y dormir. De modo que fue una auténtica sorpresa para ella cuando al entrar en el sombreado vestíbulo del Cuartel General de la Guardia, vio a un joven de constitución fuerte que vestía el uniforme escarlata ribeteado de negro de los guardias del gobernador.

De un salto se puso de pie al verla y salió a su encuentro.

—¡Por fin! —exclamó—. Pensé que os iban a tener ahí fuera toda la tarde.

La Dama sintió una simpatía inmediata por ese joven, cuyo semblante abierto y sonrisa pronta dejaban a las claras su sinceridad. Parte de su irritación se transformó en curiosidad.

—Y yo también —dijo—. Ha sido un día muy largo.

—Bien, venid conmigo. Su excelencia quiere veros. Creo que vuestro día se va a alargar.

Linsha miró con desánimo su uniforme sucio, empapado de sudor. El resto de su persona no estaba más limpio.

—¿Tengo tiempo de cambiarme de uniforme o de asearme un poco?

El joven hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Mejor que no. Envió sus órdenes hace casi dos horas, y al gobernador no le gusta que lo hagan esperar.

La condujo fuera del cuartel general y juntos subieron rápidamente por la calle del Zapatero hacia el interior de la ciudad y el cruce del camino norte-sur. En esa parte de la ciudad la noticia de la enfermedad en el puerto todavía no había perturbado la paz, y los ciudadanos permanecían tranquilamente en sus casas buscando refugio contra el despiadado calor.

—Es extraño lo de ese barco que llegó hasta aquí —dijo el guardia mientras giraba hacia la izquierda por el camino de la Colina del Templo—. Su excelencia está muy impresionado por la muerte del capitán de puerto. Eran buenos amigos.

—Si se trata de algún tipo de peste, el capitán de puerto no será el único que muera —dijo Linsha en voz baja.

—¡Paladine no lo permita! —musitó el guardia.

En silencio siguieron su camino pasando por las casas de acaudalados mercaderes y funcionarios del gobierno, hasta la calle empedrada que subía rodeando la colina al nuevo palacio de lord Bight. Hacía muchos años, la línea baja de las colinas había sido barrida por la actividad volcánica de su vecino, el monte Grishnor, y más tarde asolada por los esclavos y los ejércitos de la Reina Oscura. Poco después, Hogan Bight desvió las cenizas y la lava, eligió la colina más alta como emplazamiento de su nuevo y lujoso palacio y puso en marcha un proyecto de replantación para detener la grave erosión, aprovechar el fértil suelo volcánico y añadir algo de belleza a las austeras colinas. El resultado fue una mezcla artística de floridos arbustos que daban la nota de color, altos pinos para dar sombra y plateados hayedos que formaban un delicado contraste. Otras plantas y árboles autóctonos pronto fueron cubriendo los espacios vacíos y se extendieron de una colina a otra. Los místicos de la Ciudadela de la Luz situada en la siguiente colina fueron un poco más allá en la plantación y añadieron exquisitos jardines sobre los terrenos de su templo. En primavera, las colinas eran un tapiz de color y vida y uno de los lugares favoritos para ir de paseo.

Los árboles de sombra cubrían las dos terceras partes del camino de subida a la colina y luego terminaban abruptamente. La hierba cortada reemplazaba a partir de allí a los bosquetes de pinos y hayas, cubriendo la ladera abierta cuya suave ondulación llegaba hasta las altas murallas que rodeaban el palacio del gobernador. El amor de lord Bight por los árboles había llegado hasta donde convenía a la defensa de su casa.

Linsha salió de la sombra de los árboles al abrasador calor de las últimas horas de la tarde. Con la boca abierta se paró en el camino y se quedó mirando el enorme palacio. Siempre había admirado el edificio desde lejos, pero nunca había llegado tan cerca de él.

El joven guardia sonrió al ver su azoramiento.

—Es hermoso ¿verdad? Se dice que su excelencia lo diseñó personalmente y trajo a una colonia de enanos para construirlo. Todavía no lo han terminado. Siguen trabajando en algunos de los pabellones exteriores.

—Es enorme —dijo Linsha con asombro.

—Y está construido como una fortaleza. No os dejéis engañar por su tamaño ni por su belleza. En realidad, es un castillo. Tenemos una compañía completa de guardias de la ciudad estacionado allí, además de los guardias del gobernador y los enanos que se quedaron para ocuparse de las armas de asedio. Creo que sólo uno de los grandes dragones podría derruir este edificio.

Linsha estudió con atención las enormes murallas de piedra blanca del palacio y preguntó con curiosidad:

—¿Lo han intentado?

El guardia señaló la casa con un gesto.

—Todavía no.

Siguieron subiendo por el camino hasta una puerta de piedra rematada en una torre que marcaba la entrada en el recinto del palacio. La bandera roja del gobernador ondeaba sobre la puerta, y siete guardias de la ciudad montaban guardia ante ella. Saludaron apenas a la guardia del gobernador y atravesaron la puerta.

Linsha se quedó un poco rezagada para observar a gusto el magnífico palacio. El edificio principal tenía cuatro niveles y su tejado era de pizarra gris plateada. Había cinco enormes torres, una en cada esquina y otra en el centro, donde una escalinata alta y amplia subía hasta la puerta principal en el segundo piso. Advirtió que no había ventanas en la planta baja y que las de la segunda eran estrechas. La única entrada visible era la de la torre frontal, y lo más probable era que estuviera muy bien custodiada. Al acercarse más, vio el brillo del sol sobre las armas a lo largo de la línea del tejado y en las almenas de la torre. Más guardias patrullaban el recinto circundante. No cabía duda de que era una fortaleza.

Impresionada y un poco apabullada, Linsha siguió al guardia por la escalinata y atravesó dos puertas de la torre. Las puertas, enormes, estaban hechas de roble pulido, reforzadas con planchas de hierro y, por lo que se adivinaba, muy bien guardadas. Pasaron a una enorme sala donde más hombres montaban guardia en posiciones estratégicas. Unas barras estrechas de luz brillante entraban por las ventanas que daban a occidente y formaban rectángulos dorados sobre el mármol verde claro del suelo. Tapices de brillantes colores, en tonos azules y verdes, cubrían las paredes, y una fila de columnas de alabastro discurrían en fila india por el centro de la sala. El lugar estaba fresco después del calor del camino y extrañamente vacío.

—Ésta es la sala de audiencias de lord Bight, donde recibe a los funcionarios públicos y a los que vienen a pedirle favores, pero hoy ha despedido a todo el mundo. Venid por aquí. Estará en su oficina privada. —El guardia la condujo hasta una escalera junto a la pared del fondo y subieron al tercer piso.

A partir de allí Linsha se perdió totalmente. Había un corredor detrás de otro y todos ellos se bifurcaban en todas direcciones. Numerosos vestíbulos e incontables habitaciones formaban un laberinto que Linsha supuso formaba parte de las defensas del palacio. Siguió al guardia intentando llevar la cuenta de las vueltas a la izquierda y a la derecha y del número de puertas, pero pronto quedó totalmente confundida y se limitó a apurar el paso para no quedarse atrás. El único detalle que recordaba con claridad era que la planta alta estaba tan rica y bellamente decorada como la sala de audiencias.

Por fin llegaron a unas dobles puertas anchas de cedro pulido, talladas con diseños de árboles. El guardia llamó dos veces y la puerta se abrió desde dentro.

Adentro había dos guardias fuertemente armados en la puerta y varios funcionarios con uniformes color escarlata. Lord Bight estaba sentado ante una enorme mesa cuando el mensajero llevó a Linsha ante él haciendo un breve saludo.

Lutran Debone, el jefe del consejo de la ciudad estaba junto a la mesa, aporreando la pulida madera con su mano gordezuela.

—Debéis reconocer, excelencia, que esta crisis está creciendo demasiado. ¿Cuáles son vuestros planes para la ciudad intramuros? ¿Qué pasa si esta peste se declara dentro del recinto amurallado? Debéis hacer algo para contenerla.

Lord Bight levantó los ojos hacia el hombre y le dirigió una fría mirada. Era evidente que estaba a punto de perder la paciencia.

—Gracias por hacerme perder el tiempo, Elder Lutran. Ya he puesto en marcha una estrategia para contener esta enfermedad. Cuando sea de vuestra incumbencia, os lo haré saber. Volved cuando tengáis algo más constructivo que decir.

Lutran abrió la boca para decir algo más, pero se quedó callado. Sus manos se movieron en una despedida desconcertada y abandonó la habitación, arrastrando tras de sí los jirones de su dignidad.

—Ahora, comandante Durne —continuó lord Bight. Se puso de pie, extrajo un mapa enrollado de una pila que había sobre su mesa y lo desplegó. El comandante y su ayudante, Dewald, se acercaron para verlo. Los tres hombres se inclinaron sobre el pergamino mientras Linsha y el guardia esperaban en silencio a que los atendiera—. Según los últimos informes, aún no se ha encontrado al marinero del Whydah. Eso podría significar que está demasiado enfermo para moverse o que ya está muerto. El primero de a bordo murió esta tarde —lord Bight señaló con el dedo un punto en el mapa—. Aquí hay un almacén, no lejos del muelle sur, que está casi vacío en este momento. Quiero que lo vacíen por completo, por orden mía. Lo transformaremos en un hospital y trasladaremos allí a toda la tripulación del Whydah y a cualquier hombre, mujer o niño que muestre el menor síntoma de la enfermedad. Quiero que se los someta a una estricta cuarentena. Los sanadores del templo ya han ofrecido su ayuda. Necesitaremos provisiones, agua, mantas, todas las medicinas que necesiten los sanadores y guardias. Nadie ha de entrar o salir sin autorización de los sanadores y sin permiso del oficial de la guardia.

»A continuación, quiero que todos los cadáveres se lleven al Whydah, que remolquen el barco hasta la bahía y lo quemen también. Si el capitán protesta, abridle un expediente por insubordinación.

—¿Y qué hacemos con el capitán de puerto? Su familia está haciendo planes para su funeral —indicó el comandante Durne.

Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Hogan Bight.

—Su cadáver deberá ser quemado también. No podemos permitir que esta enfermedad se nos vaya de las manos.

Cambiando súbitamente de tema, el gobernador desvió la vista de los funcionarios.

—Morgan —dijo—. ¿Por qué habéis tardado tanto? Hace horas que os envié a buscarla.

Linsha enarcó las cejas preguntándose si debía decir algo, pero el guardia se encargó de responder.

—Estaba patrullando, excelencia, buscando al marinero.

—Ya veo —lord Bight salió de detrás de la mesa y se paró frente a Linsha. Sus ojos la repasaron cuidadosamente, desde las polvorientas botas hasta el pelo empapado de sudor.

—¿Todavía queréis servir a mi gobierno?

Linsha ladeó el mentón e inconscientemente se enderezó. De modo que el Círculo Clandestino tenía razón. Pero ¿qué tendría en mente?

—Por supuesto, señor gobernador —respondió sosteniendo su mirada.

—Bien. Quisiera ofreceros un puesto en la guardia del gobernador. ¿Aceptáis?

Linsha se balanceó sobre sus talones. ¡La guardia del gobernador! No se lo esperaba. Los guardias del gobernador eran la elite. Debían someterse a una instrucción intensiva y se esperaba de ellos que sirvieran a lord Bight con lealtad y obediencia absolutas.

Hizo una pausa para saborear su pregunta. Sí, lo deseaba; lo deseaba con toda su alma. Entrar en el círculo privado de lord Bight era algo que llevaba intentando desde hacía tiempo, no sólo por su deber para con los Caballeros de Solamnia, sino porque había llegado a respetar a este hombre y su capacidad. Y allí residía su dilema. ¿Cómo podría servir a los Caballeros de Solamnia y a lord Bight con honor cuando su presencia allí era una mentira, cuando sus jefes le habían ordenado que aceptara ese puesto sólo para engañar y tal vez desacreditar a ese hombre? ¿Cómo podía jurarle fidelidad cuando su lealtad la debía al Código y la Medida?

Por supuesto ésa sería la única oportunidad para estar cerca de él y averiguar sus secretos. Si ahora la rechazaba, nunca le darían otra. Tendría que volver a la guardia de la ciudad y pasarse el resto de sus días en Sanction patrullando los callejones y tabernas del puerto y volver al Círculo Clandestino diciendo que había fallado. ¿Qué era peor, el engaño o el fracaso?

—Sí, excelencia, sería un honor para mí.

El destino de Linsha estaba sellado.