28

El centinela estacionado en el cabo del Piloto fue el primero en detectar la flota de barcos oscuros que desde el norte penetraban en la bahía de Sanction. Izó una bandera roja de peligro e hizo sonar el cuerno hasta quedar rojo por el esfuerzo. Del otro lado del puerto, otra bandera roja fue izada como respuesta y sonó un segundo cuerno, advirtiendo a la ciudad. Los barcos de pesca y las pequeñas embarcaciones se escabulleron como pudieron para dejar el campo libre. La guardia de la ciudad bloqueó las calles y apostó hombres para defender los muelles. Aunque no quedaban muchos guardias, se unieron a ellos otros hombres y mujeres provistos de las armas que tenían a mano y con una determinación feroz en sus rostros. Los oficiales de la guardia no preguntaban quiénes eran y aceptaban de muy buen grado su ayuda.

Oscuros y amenazadores, los barcos avanzaban de a tres introduciéndose en las tranquilas aguas azules del puerto. Por encima del negro velamen ondeaba el estandarte de los Caballeros de Takhisis con el lirio de la muerte, la calavera y la espina. Los tres barcos que iban en cabeza se dirigieron de inmediato al muelle sur y a las dos escolleras menores del norte para apoderarse de los principales lugares de atraque, mientras el resto de la flota bloqueaba la entrada de la bahía y se distribuía en torno al puerto. Una gran barcaza de casco plano impulsada por remos atravesó todo el puerto y ancló en medio de él. Rápidamente se montaron en cubierta máquinas de guerra y las catapultas empezaron a arrojar bolas incendiarias sobre los edificios situados detrás de los muelles.

Las fuerzas apostadas para la defensa de las escolleras, los muelles y las calles observaron sin aliento la primera oleada de lanchas de desembarco cargadas de hombres armados que se dirigían hacia el puerto. El mayor de los barcos de combate llegó al muelle sur, viró de borda e, incluso antes de que se hubiera detenido, los invasores ya disparaban un enjambre de flechas sobre los defensores concentrados en el muelle.

Al principio, todos estaban demasiado ocupados para reparar en la oscura criatura que salía de entre el humo y el vapor del monte Thunderhorn. Sobrevoló Sanction, refulgente y magnífica, encendida con el calor furioso del volcán que todavía corría por sus venas. Desplegó totalmente las alas y su sombra se cernió sobre las aguas. Alguien gritó, y el grito pasó de boca en boca de un extremo a otro del puerto.

—¡Un dragón! ¡Viene un dragón!

El dragón de color bronce y de cuerpo largo y esbelto voló por encima de los barcos agrupados en el puerto mientras el sol del mediodía arrancaba destellos a sus escamas. Aleteando, sobrevoló el bloqueo hacia el sur, luego giró y volvió atrás. Al pasar por encima de las embarcaciones que bloqueaban el puerto, de sus mandíbulas surgió un relámpago que partió en dos los cascos de madera de los barcos negros. El fuego se iba propagando por los mástiles, las velas y las cubiertas de los barcos a los que alcanzaba. Las tripulaciones aterrorizadas saltaban por la borda.

Sin volver la mirada, el dragón de bronce plegó las alas y se zambulló en el agua, provocando con su peso y su velocidad enormes olas que barrieron todo el puerto. Un instante estuvo bajo el agua, oculto a los barcos negros. Luego surgió a la superficie junto a la barcaza de las catapultas y, con un golpe de su enorme cola, la redujo a astillas. En un momento, la barcaza desapareció bajo las aguas. El dragón avanzó hacia el barco amarrado junto al muelle sur y lo hundió también de un coletazo. Rugiendo triunfal, salió del agua y despachó más barcos con su relampagueante aliento.

La flota negra, o lo que quedaba de ella, intentó huir, presa del pánico, pero el dragón no estaba dispuesto a permitirlo. Haciendo caso omiso de las lanzas y flechas que le disparaban, atacó uno por uno todos los barcos, despedazándolos o quemándolos hasta que no quedó en el puerto de Sanction un solo barco con el estandarte de los Caballeros de Takhisis.

Los defensores de la ciudad miraban desde los muelles y daban vítores.

Después de hacer una pasada sobrevolando el puerto, el dragón tomó el camino del este y desapareció entre las nubes del monte Thunderhorn con la misma rapidez con que había llegado.

Linsha estaba suspendida en un reino de sombras y oscuridad. Luchaba por enfocar su mente para descubrir lo que estaba sucediendo fuera de su cuerpo. ¿Qué pasaba con Varia? ¿Dónde estaba Ian? Pero no podía abrirse paso entre las tinieblas que se aferraban a ella, espesas y asfixiantes, envolviéndola en un letargo semejante a una red. Tenía una sensación de dolor, aunque no lo sentía precisamente. También la atenazaban el calor y la sed, pero no lo suficiente para desgarrar aquel manto oscuro.

Algo tocó su frente. Algo fresco y suave que rozó su piel como una caricia apaciguadora. El contacto irradiaba un poder curativo. No era el poder místico del corazón, sino algo mucho más antiguo, más impetuoso y que, sin embargo, tocaba el centro mismo de su corazón y restauraba sus agotadas reservas de energía. El dolor se convirtió en una molestia remota. Agradecida, se dejó arrastrar por el suave contacto hasta salir de las sombras y cayó en un sueño reparador. Poco a poco, los sueños se transformaron en visiones lentas y vividas.

Tomó conciencia de que estaba tendida sobre la repisa de la ladera del monte. El sol brillaba, pero la brisa era fresca y el volcán estaba tranquilo bajo la luz de la tarde. Detrás de ella, el valle de Sanction abría los brazos a las aguas azules de la bahía y, mecida por ellas, la ciudad de Sanction yacía en un placentero reposo.

Frente a ella se abría la profunda grieta como un orificio en el corazón de la montaña. Había sido en una época la guarida de un dragón rojo, pero ahora se creía que estaba vacía y abandonada. Pero ¿lo estaba?

Una sombra imponente salió por la boca de la cueva a la luz del sol. Era un dragón de bronce que medía más de veinticinco metros desde el hocico recubierto de escamas hasta la puntiaguda cola. Su enorme cuerpo ocupaba la mayor parte de la repisa.

Asombrada, Linsha levantó los ojos hacia él. No sentía miedo. Los Dragones de Bronce eran aliados del Bien y eran conocidos por su naturaleza curiosa y su sentido del humor.

Éste plegó las alas a ambos lados del cuerpo y se sentó en la repisa enroscándose en torno a Linsha de modo que ésta quedó rodeada por el círculo protector que formaban su cola y su cuerpo. El sol arrancó destellos a las hermosas escamas de bronce y se reflejó en los profundos ojos de color ámbar. Parpadeó mirando a Linsha, que sostuvo su mirada.

—¿Quién sois? —preguntó ella en un susurro.

—Podría decirse que soy el guardián de Sanction —tenía una voz profunda y resonante.

—¿Lord Bight sabe de vos?

—Por supuesto —podía percibirse en su voz cierto tonillo de burla.

Linsha no pudo reprimir una sonrisa al oírlo.

—¿Sois vos el secreto de su influencia sobre los demás dragones?

—Digamos que nos ayudamos mutuamente de vez en cuando.

En el rostro de Linsha brilló la esperanza.

—¡Oh! Entonces, por favor, tal vez podríais ayudarnos ahora —le contó lo de la peste, lo de Mica, lo de la investigación del enano para encontrar una cura y lo de su muerte antes de poder obtener una respuesta completa—. Dijo que el conjuro mágico antiguo necesitaba también de la magia antigua para deshacerlo. Habló de preguntarle a un dragón. ¿Os dice algo todo esto?

El gran dragón de bronce inclinó su astada cabeza mientras pensaba.

—Creo que sí. Lo estudiaré. Tal vez a Bight y a los místicos del templo les venga bien mi ayuda.

Linsha le sonrió.

—Gracias —su temor inicial se iba desvaneciendo poco a poco al ver su actitud amistosa e iba cediendo terreno a una confianza y un afecto instintivos.

El dragón bajó la cabeza y la miró a los ojos.

—Antes de que sigamos adelante —dijo con seriedad—. Quiero saber quién eres.

La Dama asintió. Se sentía totalmente cómoda en su compañía. Era como estar con un viejo amigo al que no hubiera visto desde hacía años, y le pareció razonable decirle la verdad. Después de todo, ya había roto su juramento dos veces ese día. ¿Por qué no hacerlo una tercera? De modo que se lo dijo todo y, al poco rato, se encontró sentada sobre la pata del dragón, explicándole un montón de cosas. En realidad, no había tenido intención de decir tantas cosas, pero él estaba interesado y era amistoso, de modo que también le contó historias sobre otros dragones y sobre piratas y sobre la frágil supervivencia de Sanction. En algún recóndito lugar de su conciencia, Linsha sabía que aquello no era más que un sueño surgido de su imaginación y alimentado por su corazón herido. Por lo tanto, ¿qué importaba cuánto hablara? Era uno de los mejores sueños que había tenido desde hacía años y no tenía prisa por que acabara.

En un momento dado, en su conversación surgieron los Caballeros de Takhisis.

—¿Por qué no voláis contra los Caballeros Negros y los expulsáis de los pasos? —quiso saber Linsha.

—El único que sabe que estoy aquí es Bight. Él tiene un frágil acuerdo con otros dragones, tanto buenos como malos, para que se mantengan fuera del valle de Sanction. Si ataco a los Caballeros y los expulso de Sanction, traerán a sus dragones azules y provocarán la furia de Sable y de los demás, que romperán el tratado. Nos ocuparemos de los Caballeros Negros cuando sea el momento.

Una idea tardía se le ocurrió a Linsha que se incorporó de repente.

—Las naves negras. Se suponía que debía avisar a lord Bight.

—Ya lo sabe. Los barcos cometieron el error de entrar en el puerto de Sanction. Una vez allí, fueron presa fácil —el dragón chasqueó la lengua con satisfacción.

Ella volvió a sentarse. La mención de los Caballeros Oscuros despertó recuerdos que prefería no reavivar y una tristeza insidiosa se apoderó de su alma.

—¿Sabéis dónde está Ian Durne? Lo último que recuerdo es que lo golpeé para salvar a Varia.

Se sorprendió al ver la expresión de satisfacción del dragón.

—El comandante está muerto —respondió—. Lo siento si esto te causa pesar, pero no merecía vivir.

Linsha no dijo nada. Todavía no estaba dispuesta a hablar de Ian ni para ahondar en sus sentimientos ni en los motivos que la habían llevado a amarlo, ni tampoco a afrontar sus fracasos. Con el tiempo, si éste se le concedía, se enfrentaría a su recuerdo de Ian Durne e intentaría conseguir el sosiego.

Al percibir su tristeza, el dragón la rodeó con su cuello y apoyó la cabeza sobre la pata delantera. Su movimiento desplazó a Linsha de la posición que ocupaba sobre su pata. Sin oponer resistencia se sentó en el suelo junto a su cabeza. Las lágrimas contenidas le dolían en los ojos mientras el pesar por los amigos perdidos, el dolor por el amor frustrado y el temor por lo venidero iban manando de su alma herida.

—Estoy contigo —le susurró el dragón.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y rompió en sollozos como si su corazón estuviera a punto de romperse.

De lo primero que tuvo conciencia Linsha fue de la oscuridad, la simple oscuridad al borde del sueño. Lentamente se fue disipando a su alrededor hasta convertirse en apenas una niebla.

—¿Vivirá? —oyó que decía alguien a través de la niebla.

Era la voz de Varia.

—Por supuesto —una voz más profunda, familiar y grata. La de lord Bight.

Linsha abrió los ojos lentamente y los fijó en el dosel de la cama. La luz dorada y difusa de una única lámpara ondeaba sobre la tela formando movedizas sombras.

—Linsha… bienvenida —dijo el gobernador.

Linsha volvió la cabeza y lo vio sentado junto a la cama. Su rostro dorado por el sol se veía ojeroso y cansado, pero en sus ojos había un brillo de satisfacción.

—Me habéis llamado Linsha —dijo, o al menos intentó decir, ya que la voz le salía ronca y apenas audible. Se dio cuenta de que tenía el cuello hinchado y de que le dolía la garganta por el ataque de Durne.

—Me lo dijo un amigo —explicó. Estiró la mano y le tocó suavemente la garganta para que no hablara más—. Descansad. La sacerdotisa Asharia estuvo aquí hace un momento. Hemos cerrado vuestras heridas y curado vuestro cuerpo. Mañana será el momento de completar la curación.

Linsha asintió, pero no pudo menos que preguntar:

—¿Varia?

La lechuza ululó suavemente desde el poste de la cama. Estaba cómodamente instalada en un nido de mantas, y un cabestrillo sujetaba su ala recompuesta.

—Ahora todo está bien —susurró Linsha—. Es de noche. El volcán duerme. Los Caballeros Negros han sido derrotados.

—Volved a dormir —dijo lord Bight—. Estáis a salvo aquí, en el palacio.

Linsha se acomodó mejor entre las sábanas limpias y las acogedoras almohadas.

—Ahora sólo necesito al gato anaranjado del pajar —susurró antes de volver a sumirse en la oscuridad recuperadora del sueño.

Varia miró a lord Bight, que le devolvió una mirada cómplice y se puso de pie.

—Buenas noches, lechuza —dijo en voz baja.

Algo después, Linsha volvió a despertarse en medio de la oscuridad. La lámpara derramaba una luz mortecina junto a la cama y Varia dormía. Alrededor, todo era quietud. Sin embargo, la había despertado un pequeño ruido o un leve movimiento. Se quedó quieta y escuchó, esperando que se repitiera. Y volvió a oírlo, un suave maullido. Unas pequeñas pisadas atravesaron la habitación. Sintió un peso sobre la cama, cerca de sus pies y el gato anaranjado apareció en la semipenumbra. Un suave ronroneo surgía de su garganta mientras se aproximaba.

Sonriendo, señaló la colcha a su lado, palmeándola. No se preguntó cómo la habría encontrado ni por qué estaba allí. Le bastaba con tenerla allí. Le frotó las orejas y se quedó dormida arrullada por su ronroneo.

Linsha no se movió de la habitación del palacio durante dos días, mientras se curaba su cuerpo y recuperaba su voz y sus energías. Sólo lord Bight sabía que estaba allí, ya que había dicho a sus guardias que las mujeres del cuerpo, Shanron y Lynn, habían muerto mientras lo defendían del traidor Ian Durne. Los guardias quedaron perplejos por la traición de su comandante y por la muerte de Mica y de las dos mujeres. La noticia de la tragedia se difundió por la ciudad más rápido que una manga de langosta.

Mientras tanto, la gente dio un enorme suspiro de alivio al comprobar que Sanction se había librado de la invasión de los Caballeros Negros. Eso era lo que les faltaba. Nadie sabía de dónde había salido el gran dragón de bronce ni adónde se había ido. Se limitaban a agradecer que hubiera acudido en su ayuda cuando más lo necesitaban.

La gente de Sanction también tenía otras cosas en que pensar. Del Templo del Corazón llegó la noticia de que, gracias a los esfuerzos del sanador del gobernador, Mica, se había hallado una posible cura para la Peste de los Marineros. Valiéndose de la información fragmentaria obtenida por Sable y por Mica, y de algunas aportaciones del esquivo dragón de bronce, lord Bight y la sacerdotisa Asharia inventaron una infusión hecha de escamas de dragón y de hierbas medicinales. Se hizo una llamada para que acudieran voluntarios dispuestos a probar el nuevo antídoto, y en cuestión de horas, la cola que empezaba en el templo bajaba ya por la carretera. Asharia les dio una dosis a todos los que querían probarla y luego partió hacia el campamento de refugiados y el campamento de la guardia para dársela a los que ya habían contraído la enfermedad. También se difundió la información de que la enfermedad se contagiaba por contacto y se recomendó que todos los encargados de la atención de los enfermos usaran guantes. En las tiendas de la ciudad se quedaron sin guantes en menos de un día. Aunque Asharia y los sanadores que habían sobrevivido no querían echar las campanas al vuelo, la sacerdotisa informó a lord Bight de que los resultados parecían prometedores.

El gobernador le contó todo a Linsha esa noche y señaló la escama que todavía llevaba colgada de la cadena de oro.

—Vos fuisteis el primer experimento con éxito —le dijo con una sonrisa.

Linsha la tocó y palpó la pequeña melladura en el lugar donde la espada de Durne había dado contra el reborde de oro.

—Me protegió de más de una manera —dijo. De mala gana se la quitó y se la entregó—. Debo devolverla antes de partir.

Él cogió la cadena, pero, en lugar de quedársela, volvió a colgársela al cuello.

—Es vuestra. Un presente de un admirador.

—¿No la necesitaréis para la cura que están haciendo los místicos?

—Tenemos algunas más en el lugar de donde vino ésta.

Complacida por poder quedársela, Linsha la miró y recordó las palabras de Mica: el favor del gobernador. Tal vez lord Bight la favoreciera lo suficiente para concederle una petición. Se quedaron en silencio un rato, contemplándose mutuamente a la luz amarillenta de las lámparas. Había cosas que tenían que hablar, pero ni uno ni otro estaban dispuestos a interrumpir esos breves momentos compartidos.

En ese instante, Varia entró volando por la ventana abierta y se posó en el brazo de la butaca al lado de Linsha. Su ala se había curado gracias a los cuidados que le había dispensado su amiga y esa noche había hecho su primer vuelo. Miró de soslayo a lord Bight, pero habló de todos modos.

—Esta noche volé hasta cierta granja y había allí gente.

Lord Bight enarcó una ceja.

Una expresión preocupada cruzó fugazmente el rostro de Linsha.

—¿Te paraste a escuchar?

—Sí. Esto no te va a gustar. Los allí reunidos votaron por unanimidad expulsarte deshonrosamente de la orden.

—Gracias, Varia —dijo Linsha con tristeza.

Lord Bight se inclinó y apoyó los codos sobre las rodillas. Su mirada quedaba oculta por la luz difusa.

—¿Qué haréis ahora?

—Esto no hace más que confirmar mi idea. Debo ir a la isla de Sancrist. Expondré mi caso, y el vuestro, al Consejo de Solamnia. Deben enterarse de lo que está sucediendo aquí.

—No tenéis por qué ir. Podéis quedaros aquí, bajo mi protección.

—Gracias, mi señor —respondió, más conmovida de lo que podía sospechar—, pero no puedo quedarme. Para mí es demasiado importante pertenecer a la orden. Tengo que lavar mi nombre y tratar de que el consejo entienda lo importante que sois vos para esta ciudad —ya lo había puesto al tanto de las últimas actividades del Círculo en Sanction, sin dar nombres ni datos específicos—. Sólo os pido —prosiguió— que me ayudéis a abandonar la ciudad de incógnito.

Él esbozó una sonrisa, reflejándose en sus ojos la tristeza de los de ella.

—Es lo menos que puedo hacer por el escudero que defendió mi vida.

—Volvería a hacerlo, mi señor. Lo único que lamento es no poder quedarme para hacerme cargo de la tarea a la que me teníais destinada cuando me elegisteis para formar parte de vuestra guardia.

Lord Bight se irguió con una expresión divertida en la cara.

—Pero si ya lo hicisteis. Ian Durne. Sospechaba que había un traidor en mi círculo, pero se mantenía bien protegido. Lo que necesitaba era alguien como vos para ponerlo al descubierto.

Linsha se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos.

—¿Alguien como yo? —repitió. Mil y un pensamientos pasaron por su mente.

Lord Bight se limitó a responder con una sonrisa.

El gobernador fue fiel a su palabra. Una noche oscura, tres días después, escoltó a Linsha y a Varia desde el palacio hasta el Templo del Corazón. Allí se introdujeron en los pasadizos subterráneos del pueblo de las sombras y los recorrieron hacia el sur atravesando el monte Ashkir. Salieron en las ruinas del templo de Duerghast. Linsha tuvo la grata sorpresa de encontrar a Catavientos atada dentro de la estancia del antiguo altar. La yegua estaba ensillada, enjaezada y llevaba dos alforjas llenas de provisiones.

Lord Bight se mantuvo expectante mientras Linsha revisaba la cincha y admiraba la nueva capa atada a la montura. Se aclaró la garganta.

—No puedo quedarme. Ya he enviado a alguien que os sacará a vos y al caballo de aquí y os llevará a Schallsea. —La rodeó con sus brazos y la mantuvo así, apretada—. Voy a echaros de menos —dijo con voz ronca.

—Soy una tonta —murmuró Linsha apoyada contra su pecho—. Desperdicié tanto tiempo y tanto amor en un hombre que sabía que no lo merecía.

Los brazos de él la ciñeron aún con más fuerza. Con suavidad, apartó los rizos castaños y la besó en la frente. Luego, en silencio, atravesó la puerta y salió a la cálida noche de verano.

Paralizada, Linsha se apoyó contra Catavientos y lo miró alejarse. Por fin desató a la yegua y la condujo fuera. Ella, Varia y Catavientos se pararon en la ladera y echaron una mirada a Sanction, cuyas luces brillaban al volver la vida a la ciudad llenándola de nuevas esperanzas. Aquel espectáculo contribuyó a renovar el espíritu agotado de Linsha. Después de todo, si una ciudad empecinada, ingobernable como aquélla, podía volver a levantarse, también ella podría. Y algún día, cuando hubiera limpiado su honor dentro de la orden y pudiera recorrer las calles de Sanction sin esconderse, volvería. Todavía no había terminado con esta ciudad.

El ruido de unas grandes alas la hizo levantar la vista al cielo y allí vio al dragón de bronce que salía aleteando del fondo de la noche. Se posó entre la alta hierba con cuidado de no asustar a la yegua.

—Me alegra que hayáis venido —dijo Linsha—. Había pensado que erais un sueño.

El dragón le hizo un guiño y sacudió su enorme cabeza.

—Bien, entonces tal vez pueda permanecer en tus sueños hasta que regreses. ¿Estás lista?

Dio unas palmaditas a Catavientos y montó.

—Nunca ha hecho esto antes, pero creo que Varia conseguirá mantenerla tranquila.

La lechuza ululó y se posó en la montura, delante de Linsha.

Con suavidad, el gran dragón de bronce asió al caballo con sus patas delanteras y dio tres saltos para impulsarse ladera abajo. A pesar de su propio peso y el de la mujer y el caballo, levantó vuelo con toda facilidad y se elevó sobre la bahía de Sanction. Describió un círculo por encima de la ciudad y se dirigió hacia el sur, hacia el Nuevo Mar. Las luces de la ciudad se fueron desvaneciendo detrás de él.